Como estrofa poética independiente, el haiku (hai: juego y ku: liberar) surge alrededor del siglo XVI, desgajado de la renga, forma literaria colectiva, practicada en los círculos aristocráticos del Japón medieval. Consistiendo este juego, tan serio e importante para el equilibrio del universo, en dar sentimientos a objetos inanimados y palabras a los seres carentes de voz: rescatar, de su prisión muda, un fragmento material de la creación. Un siglo después, con Bashō y Bankei –tan relacionados con el budismo zen y sus artes– la estrofa llega a su máximo esplendor liberándose ya, definitivamente, de su cortesanía y humorismo superficial.
Más allá de fechas puntuales, no se comprende esta peculiar forma poética sin tener en cuenta la actitud panteísta del japonés y su amor a la belleza en todas sus expresiones, ambas, herencias del ancestral sintoísmo. Tal actitud, sustrato fundamental de la idiosincrasia nipona, será reforzada posteriormente con el arribo a las islas, desde el continente, de las piadosas leyendas búdicas. Para los japoneses, Buda, como mente, está presente en el decursar del universo y la naturaleza, animada o inanimada.
Como cuerpo de creencias, el budismo surge en el medio social jerarquizado de la India del siglo IV a. n. e., y como respuesta al ritualismo brahmánico y al sistema de castas, sustentos del orden existente. Sin embargo, esta revolución espiritual realizada por Siddhartha Gautama, príncipe del clan Sakya, pronto se vio cooptada por los modos tradicionales del pensamiento hindú, creándose así, después de su muerte, la tradicional Escuela Hinayana (o Pequeña Balsa de Salvación).
De esta primitiva escuela de budismo surgió, alrededor del siglo II d. n. e., la Nueva Escuela de Sabiduría Mahayana (Gran Barca de Salvación), como complemento a la enseñanza primitiva. Entrar en la gran “barca de la disciplina” significa cruzar el río de la ignorancia (Samsara), hacia la Otra-Orilla Iluminada (Nirvana). Es por este contacto con los fundamentos de la mente, en la iluminación, que comprendemos lo falso de la distinción entre esas dos mismas orillas, opuestas para nuestra conciencia ordinaria. De este modo, para el Mahayana, la meditación para alcanzar la iluminación es la meta práctica más importante del budismo; siendo esta meditación una acción que se ejerce en un campo allende las plegarias y las palabras. Fue esta práctica Mahayana la que se extendió en los países del norte: China, Corea, Japón, Vietnam y Mongolia, donde, aliada a la meditación del taoísmo y su mística naturalista, forma el budismo chán o zen.
Leamos a Bodhidharma, fundador mítico y primer patriarca de la secta Chan, y, más recientemente, al maestro zen, Sotoba, expresar sus respectivas experiencias de la Iluminación, y la incapacidad para comunicarlas mediante la palabra:
Directamente apuntando al corazón humano
viendo la naturaleza y convirtiéndose en Buda;
detenernos sobre lo escrito
una transmisión independiente más allá de las escrituras.
* * *
El sonido de la corriente del valle es Su lengua
el color de las montañas, es Su cuerpo puro,
en la noche escucho los 84 mil himnos,
pero ¿cómo comunicarlo a la gente mañana?
Aquí están ya planteados los temas esenciales del Mahayana. En primer lugar, la transmisión de corazón a corazón por medio de la intuición; la contemplación de la naturaleza y de la consciencia suprema (Buda) dentro de ella. En segundo, y relacionado con la contemplación de esta consciencia diseminada en la naturaleza, la transformación del practicante en Buda mediante la iluminación. Ilustremos las estrofas anteriores, con una cita del Prior Zen Amakuki, quien, al comentar la “Canción de la meditación” del monje Hakuin, escribe: “dos, pero no dualidad. Uno, pero no unicidad. Dos y aún uno, uno y aún dos. Esto no puede ser llamado ni uno ni dos. Distinción es en sí misma igualdad. Igualdad es en sí misma distinción. Esta es la verdad del universo. Experimentar esta verdad es la meta de la meditación Mahayana”.
Este no es el lugar para intentar penetrar en las sutilezas dialécticas y la lógica paradójica del Mahayana. Apuntemos solamente que, para sustentar la teoría de un fenomenalismo que niega radicalmente la unidad y la pluralidad, la generación, la permanencia o destrucción de las formas, se hace uso –y abuso– de negaciones, afirmaciones, contranegaciones, y una infinidad de divisiones y subdivisiones que intentan desmenuzar nuestras sensaciones y pensamientos primarios, es decir, aquellos que sostienen la realidad fenoménica de nuestro mundo. Para el Mahayana no existe nada. Sin embargo, esta nada es el todo, pues una “negación potente como un trueno” siempre implica una silenciosa afirmación no menos potente. La impermanencia de la materia creada es igual a la permanencia del espíritu creador. Por su misticismo natural de raíz taoísta, y por su gran carácter dialéctico, el budismo del Gran Vehículo o Mahayana, tendrá una grandísima importancia para el surgimiento de la expresión artística asociada al chán y al zen. Por la absoluta negación del yo humano, del tiempo, y de toda sustancia trascendente, afirmamos, absolutamente y con la misma pasión, todo ese mundo negado; y, a la misma vez, lo recuperamos en su condición prístina y original.
Como han demostrado varios estudiosos, el budismo zen heredará su detallado aparato conceptual y metafórico de las especulaciones metafísicas del Mahayana. Por su incidencia en la estrofa poética en cuestión, aquí nos detendremos en las tres más importantes.
En primer lugar, Buda como mente universal, sustento y fundamento de toda la fenomenología cósmica. En segundo, la irrealidad y carencia de fundamento ontológico de los dos aspectos en los que el universo se despliega: el mundo de lo permanente (Nirvana) y el mundo fenoménico (Samsara). Finalmente, la doctrina del vacío: bloque primigenio y corazón de la creación. El vacío es el elemento dinámico y actuante donde se operan las transformaciones, y lo que permite que el hombre tenga un acceso totalizador al universo. El vacío hace interactuar: transmuta el cielo y la tierra. Permite la transformación del tiempo vivido en espacio viviente, animado por los alientos vitales. El vacío es raíz primordial y centro de todas las potencialidades: semilla, tronco y ramas del mundo de la multiplicidad.
Es en el interior de este sistema binario que forman el cielo (Nirvana) y la tierra (Samsara), donde el vacío constituye un tercer término que significa separación, transformación y unidad. En otras palabras, un sistema binario que es ternario, y un sistema ternario que es unitario. Es mediante este vacío que ocurre el proceso de transformación por el cual cada cosa realiza su identidad y con ello alcanza la totalidad. En el desarrollo lineal del tiempo, cada vez que el vacío interviene, introduce el movimiento circular que enlaza al sujeto humano con el espacio originario de donde todo brota. El regreso a este espacio o vacío no es anterior o posterior a la fluencia del tiempo, sino que ocurre en el mismo momento en que el tiempo fluye. Este cambio cualitativo del tiempo vivido en espacio viviente es la condición necesaria para una vida dilatada en sentido multidimensional.
Como detalle complementario, anotemos que la Doctrina del vacío fue introducida en el budismo chán y zen a través de las traducciones de los sacerdotes chinos sobre los textos en sánscrito del canon pali o escrituras primitivas del budismo. Muy pronto, debido a las especulaciones metafísicas y cosmológicas de los monjes reformadores del Mahayana, este vacío fue asociado al cuerpo de Buda o Buda primordial.
En la estética de las artes vinculadas al zen, este vacío, cuerpo del buda primordial, tendrá gran significación. Al ser todos los niveles de la naturaleza una condensación del vacío en su primera manifestación, el artista –ha dicho un pintor taoísta– palpa las pulsaciones de lo invisible en que están sumidas las cosas: siente el universo como una indiferenciada masa de este mismo vacío original.
Estático y dinámico a un tiempo, este vacío será el elemento encargado de sumir a los dos alientos vitales de la creación en un proceso interminable de devenir recíproco. Así lo apunta François Cheng: “el corazón del hombre se convierte en la regla y en espejo de sí mismo y del mundo. Al identificarse con el vacío originario el hombre es la fuente de las imágenes y de las formas. Percibe el ritmo del espacio y del tiempo, domina la ley de la transformación”.
Útiles para nuestras notas son, también, otros conceptos del zen relacionados con los anteriores: el prajna y el vijnana. El prajna es conocimiento intuitivo que sale del vacío y se hunde en la realidad exterior, borra el incesante despliegue de las formas y reconduce a la consciencia universal que, en potencial reposo, contiene todo y no manifiesta nada. Es a través de la facultad del prajna que conocemos la realidad en sí misma, al captarla en su totalidad, en su unidad. El vijnana, por el contrario, trata de saber qué es la realidad objetiva, la analiza dividiéndola, y aún, oponiéndola en sujeto y objeto.
Es mediante el prajna, que se puede observar un objeto particular y, al mismo tiempo, el infinito. Con él se obtiene la iluminación, conocida en el zen japonés con el nombre de satori. Por vía del satori se despierta nuestra dormida naturaleza de Buda; rescatamos, salvamos un fragmento de la Creación.
Según uno de los textos compilados en el Sutra de la gran sabiduría de la otra orilla, base teórica de las enseñanzas del chán y del zen, cuando conquistamos la gran sabiduría, o facultad del prajna, nos damos cuenta de que la forma es vacío, y el vacío es forma. El vacío no se diferencia de la forma; la forma no se diferencia del vacío. Todo lo que es forma, es vacío; todo lo que es vacío, es forma. Ahora bien, si en la poesía china este vacío es introducido por la ausencia de ciertos elementos gramaticales, y por el paralelismo entre las imágenes captadas en el mundo natural y el mundo humano –imágenes contrapuestas e interrelacionadas–; en la japonesa, la “palabra cortante” expresa este vacío mediano que, habitando en el corazón del hombre, refleja el vacío originario y hacia él debe retornar.
La misma actitud reverente ante la naturaleza y ante el yo humano del budismo zen, es la que encontraremos en el espíritu que anima el haiku: modestia, sencillez, horror a la desmesura. Todos, conceptos resumidos en una palabra polisémica y esencial en la estética japonesa: wabi. Este término tan complejo de traducir puede ser comprendido como: sencillez extremada con refinamiento interior, tranquila alegría, dulce melancolía por la fragilidad de las cosas e impalpable cualidad de lo opuesto.
Todo esto sugiere que, en el haiku, la personalidad del poeta, delicadamente velada, es el sutil punto de confluencias de toda la fenomenología exterior. Lo que dice el poema en breves y significativas líneas, es la traducción al plano humano de los acontecimientos cambiantes del universo. De esta forma, el secreto del haiku reside, más que en el yo gozoso o sufriente, en todos los fenómenos del mundo circundante, en los cuales, sin embargo, el poeta capta la permanencia. Extremo la idea: los sucesos de esta naturaleza epifánica son reflejos de la existencia humana; y el poeta es similar a un gran espejo en el cual se manifiestan todas las realidades como se revela el propio rostro: el rostro original de Buda.
Veamos ahora la estrofa desde el punto de vista técnico-literario. Intentemos relacionarla con lo que ya hemos visto. Cuando se revisa cualquier colección de la época clásica del haiku, apreciamos que la asimétrica estrofa de rigurosa estructura formal en sus tres versos no rimados y 17 sílabas (5, 7, 5) está construida sobre las dos realidades básicas del budismo, vistas en párrafos anteriores: permanencia y cambio, es decir, Nirvana y Samsara, separados por un elemento gramatical que los estudiosos llaman “palabra cortante” (kireyi), punto de intercepción de lo momentáneo con lo eterno. Este elemento gramatical dota al poema de todo su quieto dinamismo, y pone en relación íntima, circular y fluyente, las dos realidades aparentemente contradictorias. Veámoslo en poemas de Bashō:
Tanta calma…
El chirrido de las cigarras
penetra en las rocas.
* * *
El mar se oscurece
los gritos de las gaviotas
ligeramente blancos.
* * *
El estanque milenario.
Una rana salta.
El ruido del agua.
El verso inicial de cada poema alude a esa imagen de lo intemporal y lo absoluto, intuido por el poeta en la naturaleza. En esa calma sentimos la ausencia de movimiento; sin embargo, escuchamos dentro de ella el silencio atronador. Nada rompe la quietud, no obstante, el germen de la acción está ahí: algo pide nacer, pues las cosas y los seres claman por una voz que no poseen. La transición del reposo al movimiento es inminente porque pequeños cambios interiores han ido alterando la composición homogénea. Así lo dicen los maestros zen: iluminación gradual y repentina. Estamos en el seno del Gran Tiempo. Antes que brote el mundo de la multiplicidad. Antes de la creación.
Las imágenes de índole visual y auditiva en el segundo verso de los tres poemas nos provocan esa percepción súbita que nos ilumina. Ellas son ese punto de cruce, “palabra cortante” o vía media, que bisecciona los polos contrapuestos y los pone en íntima relación; es decir, es en ese vórtice gramatical donde se cruza lo momentáneo con lo eterno que hay en el poema; y por las características de la lengua japonesa construida a base de sonidos muy simples y de juegos de palabras, sabemos que en este punto ocurre la mezcla de varias ideas que pierden su significado original en un reducido espacio y expresan varios conceptos a la misma vez. El tercer verso del poema es la expresión y condensación del mundo fenoménico de la multiplicidad: el mundo que habitamos los seres humanos.
De forma tal vez parecida a como ocurre en las técnicas de meditación del zen, y su objetivo final, la iluminación o satori, cada poema o instante poético se nos brinda en forma similar a una iluminación súbita donde interviene de forma directa la facultad del prajna o conciencia de la realidad en su unidad originaria. El instante de esta intuición, conocido por los estudiosos del budismo como “momento favorable”, hace un profundo corte en la fluencia del tiempo, suspende la duración y proyecta al poeta en un presente eterno, fragmento temporal transfigurado en el instante de la iluminación.
Este momento, expresado con mucha intensidad en la identidad de los contrarios, Nirvana y Samsara, Buda lo llamó ksana, recomendando a los monjes practicantes no perder el momento único de la plena iluminación como último paso de la vía afirmativa y como toma de conciencia de la no-dualidad. Es en este instante (satori) donde se alcanza el estado de prajna. En la fugacidad de este punto atemporal el poeta y la naturaleza se sumergen en el vacío primordial o mente de Buda, por medio de una intuición poética en la cual, Nirvana y Samsara (permanencia e impermanencia) son la misma cosa, y donde el yo del poeta se autopercibe reflejando lo eterno, extinguiéndose en el acto mismo de reflejar. Es en el nacimiento de la expresión poética, donde se dará el doble movimiento de apropiación entre el ser del lenguaje y el ser del hombre construido a base de vacío creador: un vacío cualitativo hecho de puro lenguaje.
Siguiendo el hilo de estas reflexiones, tendremos que para el haiku la belleza no se encontrará detrás de las apariencias, en una cualidad trascendente de las cosas, sino en la forma exterior, palpable, audible y tocable, del objeto contemplado. Esta nueva relación con la belleza del cosmos será posible porque la mirada del artista que tras grandes esfuerzos ha realizado la unidad del universo en sí mismo, capta lo permanente dentro de la impermanencia de la naturaleza creada. El hombre, el artista, pivote alrededor del cual se mueven el cielo y la tierra, deviene entonces, un cosmos sostenido por un silencio que llevado a su extremo se hace lenguaje. Paradójicamente, la práctica mística, heredera del silencio absoluto, de lo que por esencia permanece incomunicable, pertenece también a la palabra poética más enhiesta, fulgurante, y plena de múltiples sentidos.
Es por razón del signo lingüístico y visual, creador de la cultura humana y elemento mediador y de reencuentro, que el hombre puede volver a entrar en comunicación con el Universo, con su belleza liberadora o su horror amenazante, para luego, en el acto estético, comunicar este encuentro. En su pureza primigenia la obra de arte vuelve a construir, a reinstaurar, esa misma realidad que con anterioridad se niega.
Creo que lo sugerido hasta aquí es suficiente para comprender que la humilde estrofa poética japonesa intentará imitar, nada menos, que a la creación misma, en la interrelación de sus dos alientos primordiales. Lo fundamental no es en el quehacer literario de estos poetas, la intuición y escritura de imágenes y metáforas más o menos afortunadas, sino la objetivación en un puñado de signos ideográficos de la transición del Nirvana o reposo, al Samsara o movimiento, y viceversa; ya que, como se ha visto, reposo y movimiento son en sí mismos Buda; y la creación, siendo múltiple, es absolutamente homogénea en su contradicción de lo estático y lo dinámico.
En resumen: nosotros, los materiales con los que se realiza la obra de arte y hasta el objeto del arte mismo, somos cambiantes, efímeros, impermanentes; solo el espíritu que dirige la ejecución artística, Buda, es eterno en su constante presencia en la obra. Por consiguiente, el escritor de haiku no buscará una originalidad expresiva cuya única consecuencia sería un apartamiento del camino (Do, Tao); sino que batalla por convertir su expresión artística en una serie de gestos rítmicos y significantes, una danza ritual en la cual el artista se convierte en el arte mismo al acompasar su ritmo personal con el del universo.
No debe dejar de apuntarse el curioso hecho de que, aunque la iluminación ocurra en las profundas regiones del alma humana –si de alma humana puede hablarse en el budismo– el despertar es provocado siempre por un estímulo sensorial. En el caso arquetípico de Buda, este, encontrándose sumergido en una profunda introspección mental, miró al lucero del alba, y la radiante luz de la estrella lo hizo pasar del estado de inconsciencia al estado de supraconsciencia, transformándolo en el despierto, en el perfecto iluminado. El otro ejemplo paradigmático de iluminación –que dio origen al chán y al zen– ocurre en una prédica realizada por el Buda en el Monte de los Buitres. En este sermón se hallaba presente Mahakaspaya, quién se iluminó, cuando el Perfecto en medio de un total silencio elevó una flor en sus manos.
A otros maestros zen la iluminación los ha sorprendido de forma repentina al mirar un árbol recién florecido, escuchar en un tranquilo atardecer el golpe de un tronco de bambú sobre un techo de tejas, ver el propio rostro reflejado en las quietas aguas de un estanque. En otras palabras, los mismos instantes de la percepción poética. Leamos en los siguientes ejemplos el sentimiento de nuestra unidad con el mundo que produce la Iluminación; y como este instante sorprende al poeta en los sencillos quehaceres de la vida común. Señalemos, por demás, que el satori no se da de una vez y por todas, sino en sucesivos “despertares” cada vez más profundos, y que nos llevan hasta la iluminación total:
Y todas las mañanas
sobre este pequeño tejado
mi alondra particular.
Joso
Han derribado un árbol centenario…
Un eco, un eco siniestro
truena en el lomerío.
Meitsetsu
Blancos crisantemos
que hacen de cuanto lo rodea
riquezas reflejadas.
Ghora
Lo que parece imprescindible destacar es el hecho de que la suprema meta del budismo, la iluminación o satori, sucede en medio del fluir de los acontecimientos más humildes de la vida cotidiana, porque esta se ha convertido en una constante meditación, en una correcta relación de nuestro cuerpo con la realidad exterior y con los alientos vitales que compartimos con el espacio que nos rodea. Este despertar de la creación entera en la conciencia creadora del ser humano traerá como consecuencia, por esa compleja dialéctica de lo sagrado y lo profano, que un objeto cualquiera se convierta en receptáculo de lo sagrado mientras no deja de participar en su entorno ordinario.
No queda duda, entonces, de que estamos en presencia de una creación artística que se jugará su destino y su justificación en el intento de salvar a la naturaleza entera. En el caso particular que nos ocupa, el poema es la única vía con la cual el practicante de zen puede acceder, recrear, y comunicar a los demás, lo íntimo e indecible de su experiencia, en un espacio limitado, único e intangible; espacio en el cual el lenguaje escrito, aplicado de manera puntual a una totalidad de cosas, suscita siempre un lugar otro: un desbordamiento del significante sobre el significado.
Así, la miniaturista estrofa será construida como un cuerpo agujereado, palpitante y lleno de vacíos; un límite que por su sobreabundancia de sentidos contiene un ilímite; y que vibrando con particular ritmo y conformado a ciertas reglas, debe alcanzar determinada meta y cumplir determinado propósito. El poeta, al reproducir e imitar a conciencia la acción del vacío, reúne cierto material y aspira a cierta consumación, construye sus formas literarias con un fin bien preciso: la posterior participación del lector, mediante un segundo acto de contemplación, también creador, en la obra de arte.
A través de la obra estética, este artista, como jardinero de sí mismo, mata las pasiones del hombre físico y llama a la vida al hombre espiritual –si de espíritu puede hablarse en el zen, vuelvo a repetir–. Al intentar reflejar una fenomenología no empañada por la limitada percepción del yo humano, el poeta tratará de mostrarnos un fragmento de la naturaleza, atravesado y permeado por esta supraconsciencia englobante que es la mente de Buda; o sea, pretenderá revelarnos la trama de la realidad como ella es en sí misma, y no como esta realidad se refleja en nuestra conciencia humana y dividida. Es la continuada práctica artística —no la perfección de la obra– quien hará posible nuevos y continuados desdoblamientos en esta gran triada que es el complejo cielo-hombre-tierra, manifestándolo, como en los comienzos, en nuevas unidades, visibles y simbólicas.
Es por el uso intensivo de palabras cargadas de sentido visual que el artista tratará de comunicar su visión del universo como multiplicidad en la unidad; y, a la misma vez, como unidad múltiple, danza de los contrarios trasformados en obra de arte por el ritmo, la armonía y el orden. Por el balance espacial y por la interacción de los alientos, estamos siempre fluyendo, y equilibrándonos en ese campo unificado de fuerzas que es el universo. Al ejecutar la forma, el poeta ejecuta el vacío: lo informe cobra forma. Un pintor taoísta lo dice en forma insuperable: el vacío puro, ese es el estado supremo hacia el cual tiende todo gran artista. Solo puede alcanzarlo cuando lo percibe primero en su corazón.
En el fondo, este poeta-arquero, tratando de acertar el centro de la diana en medio de una oscuridad total, disparará sus palabras contra sí, contra lo entrañable de su corazón, porque es en su corazón donde antes del comienzo de los tiempos, sentado en su trono de loto y abanicándose mora él mismo, es decir, Buda. A nuestro entender, aquí reside la peculiaridad del haiku, y, en forma general, de todas las artes vinculadas al zen: más que en la calidad del producto artístico terminado, en el camino largo y fatigoso, en la disciplina espiritual y mental para llegar a esa meta. Lo perfecto no se encarnará en la labor estética, por bien lograda que esté; sino en la perfección rítmica de los gestos con que realizamos nuestro arte. La meta suprema del artista no es la perfección de la obra terminada, sino la transformación del artista en el arte mismo. Así, el arte se hará a sí mismo desde la Tierra Pura.
Para el budismo Zen, la experiencia artística, además de ser una educación para aprehender la belleza de la vida, es una severa disciplina por la cual intentamos entrar y convertirnos en el camino, que, a más profundo, más simple y desnudo de artificios. Es por medio de la ejecución artística que reactualizamos la posibilidad de regreso al origen, raíz de todas las cosas.
De lo que se trata, como meta suprema de toda ejecución artística y de la vida humana, es de salvar el cosmos en toda su compleja diversidad; y, en última instancia, del despertar y manifestación en la realidad humana del vacío, divina esencia hundida en la materia. De este modo, si el universo puede ser visto por una mente no unificada bajo el sentido de proliferación caótica e incontenible de las formas, el haiku y las demás artes asociadas al zen serán microcosmos cuyo objetivo esencial es, no solamente funcionar como el universo y representarlo a través del símbolo, sino lograr, por medio de la armonización de las fuerzas contrarias que se da en la ejecución artística –y su posterior contemplación– insertarnos en el macrocosmos y en sus ritmos fundamentales. Mediante el símbolo y la analogía, el arte convierte al hombre, nuevamente, en un morador de todo el cosmos.
Estamos en presencia, entonces, de un arte de lucha y combate cotidiano, no de un arte quietista; un arte que, como danza sagrada, nos hace entrar en armonía con todo el universo, humilde y orgulloso, rústico y elegante a la misma vez. Cuando el espíritu del hombre conquista su verdadera esencia iluminándose, ocurre la liberación de un fragmento de la materia, siendo este reintegrado en la unidad o reposo absoluto. El arte será, acaso, la única actividad humana que sin aislarse del decursar del tiempo transforma el devenir en un éxtasis.