Si pensar es un delito, entonces que me condenen. Y tan poco me importa esa condena, ese pálido juicio y esa tendenciosidad represiva que me aventuro –aquí y ahora– a discernir, a través de una lectura crítica de la obra de José Luis Silva y la de Irving Rodríguez, la existencia de dos líneas enfáticas de actuación de la pintura contemporánea cubana, al menos de la que se produce en la isla. Esta atención, si se quiere de sesgo axiológico, con arreglo a mi punto de vista, no pretende devenir en tesis ni convertirse en criterio de autoridad alguno. Como casi todo lo que escribo responde a una especulación personal, íntima y pulsional que –porque quiero y porque puedo– hago pública por el aquello de hacer de la escritura un acto de provocación permanente. Provocar es una elección; asumir (o no) la provocación, es otra elección igual de legítima.
Lo primero que debo señalar es que ambos nombres pueden intercambiarse por otros que se ajusten a estas mismas maneras de hacer y de entender el hecho pictórico. Quiero decir con ello que el nombre de los artistas no es lo que importa en tal caso; sino el carácter gramatical de los imaginarios de ambos, corroborable, en la forma de replicación estética, en el cuerpo de muchas otras poéticas con las que me tropiezo a diario en exposiciones que visito en La Habana. Ambos señalan dos abecedarios de lo pictórico muy distintos entre sí, pero que redundan en un ejercicio circular y cíclico a modo de eco. Los dos revelan una personalidad, a través de la pintura, que va a la búsqueda de una situación; suerte de pathos de las pasiones pictóricas en las que se dispensan no pocas preguntas y sí muchas contradicciones.
Dos líneas, decía, que bien puedo reconocer de la siguiente manera: la primera, a partir de una resonancia métrica del kitsch al servicio de la una performatividad camp con tendencia al bolero; la segunda, asociada a un proceso de idealización y de monopolización de un estado de la subjetividad en el que se discuten los límites entre lo visible y lo invisible. La obra de estos dos artistas, y la de otros muchos, actúan con cierto grado de aleatoriedad y de flirteo con ambos enunciados según sea el caso. Esta observación, reitero, no es absoluta. De hecho, he advertido la existencia de otras líneas o esferas de actuación a las que se acopla el signo pictórico y de las que se desprenden otros índices de lectura y de digresión. Pero no es sino bajo la dominante de estas dos que aquí cito, desde las que pretendo una aproximación a la obra de Silva e Irving.
De tal suerte, descaro y sabrosura son, sin dudarlo, los términos que justifican (y validan) la narrativa pictórica de un artista como José Luís Silva al que, desde ya, considero el nuevo Pedro Almodóvar de la pintura cubana contemporánea. La suya es una obra que disfruta de lo marginal, lo lateral, lo borde, lo periférico y lo subalterno; pero también goza del glamour de lo fashion, de la estridencia de la lentejuela y del brillo de la cultura pop. Si no fuera porque le conozco diría que es un artista resueltamente gay al que le fascina la performance travesti frente al espejo. Y es que su obra recupera y actualiza esa noción de lo camp tan cercana hoy a la estética queer. Siendo un machito de barrio su escritura pictórica no puede ser más escandalosamente marica, todo un alegado de alteridad y de euforia.
Cuantas más obras suyas alcanzo a visualizar, mayor es mi descontrol y mi gozadera. Seguramente él no lo sepa nunca, pero me unen a él, sin embargo, no pocas fortunas. Ambos vivimos con la misma intensidad con arreglo a nuestra distinta forma de entenderla. A ambos nos va la vida en lo que hacemos: a él con la pintura enfática y delirante; a mi con la escritura barroca y pulsional. Ambos sostenemos el mundo a las espaldas y no nos rendimos nunca. Ambos sabemos que la sensibilidad, diferente de las ideas, no es una cuestión fácil de administrar. Ambos, también, escogimos el tortuoso pero fascinante universo del arte como un modo de supervivencia frente a la mediocridad de este mundo. Hoy la isla nos une, la ciudad-basurero y el proyecto Gusi nos colocan en un mismo lugar. Y yo disfruto, desde mi silencio, de esta relación hermosa y cómplice. Ya he dicho muchas veces que la vida no vale nada sin el rebasamiento feroz de las emociones.
Él, cuando se deja la piel (y el cuerpo entero) para organizar esa narración pictórica tan suya, yo, cuando me sumerjo en el contexto de las ideas para especular sobre posibles lecturas respecto de esta. Toda lectura es una, incluso que ciertos aspectos de nuestra biografía nos acercan; del mismo modo que seguramente nos rondan parecidos demonios. Admiro la obra de José Luís Silva porque es sísmica e irreverente porque pasa por no ser entendida por jurados pobres en competencia intelectual y en audacia para observar más allá de una evidencia o de una superficie. Sus obras, poco entendidas o demasiado explícitas según que perspectiva, movilizan una sensibilidad descomunal que se aprovecha –como pocas– del artificio y de la exageración. Le comprendo y le respeto porque comparto en secreto (y a toda voz) sus ideas sobre el arte y la vida con la misma efusividad y el mismo torbellino entre dramático y sexual. La obra de José Luis es teatral, es performática, es lúdica y sustantiva: una gran visión irónica respecto de contexto y de la vida. En ella comulgan, con la misma intensidad, las voces del reparto y del bolero.
De hecho, resulta casi imposible pensarle sin el humor y el desparpajo cínico que desborda su cuenta de Instagram. Alguna vez le comenté que curar una muestra suya supondría recuperar ese perfil como una parte esencial del relato museográfico y de la instancia curatorial. Ni qué decir tiene que la sensibilidad suya se carga de maneras artificiales y melodramáticas bajo el inequívoco sello del humor. Existe una cualidad perceptible en sus piezas que las conecta, de una forma desmesurada, con la ideología de lo camp. Cualquier repulsión queda aquí anulada por la simpatía y por el erotismo. La efusividad y el meneo de cintura garantizan su estridencia y su singularidad.
Pienso de él que es tipo superdotado (y no me refiero a otras “dotaciones” que no sean las pictóricas). Hay algo en él salvaje y rotundo: un modo de usar la pintura como expiación y como exorcismo. Por ella figuran todo tipo de personajes, de sensibilidades y de salvajismos. Y es precisamente esto último lo que le aleja de la zozobra y del aburrimiento de lo anodino. Sus pinturas son cárnicas, dominan ese estado reverberante y febril que distingue su obra de la repetición y de la visita cansina a los lugares comunes. José Luis Silva pinta de manera incansable y con una absoluta falta de pudor. Podría decirse incluso que es presa de cierto automatismo psíquico, que le lleva a ignorar todo tipo de normas o de reglamentos. Su lenguaje es frondoso, interminable, virulento. Un lenguaje en el que se mezclan, con gracia desmedida, el ardor de la picardía con el arrebato implícito en toda desmesura.
Definitivamente su obra es un enjambre de situaciones personales, cotidianas y de barrio. Se advierte en ella la fuerza volcánica de todo tipo de turbaciones y de no pocas masturbaciones. La atraviesa el músculo de una euforia descontrolada que atina, si acaso, en su paleta barroca e hiperpoblada. Se trata de episodios que revelan historias mundanas y también aspiraciones no siempre escamoteadas. Su pulso es inequívocamente posmoderno y deliberadamente contemporáneo. José Luis sabe, y lo sabe bien, que el cuerpo de la pintura es ese lugar, suerte de pastiche amenazante donde se ponderan la testosterona, lo sagrado, lo profano, lo ilusorio, lo desviado, lo vernáculo, el fetichismo y hasta el consumo. La pintura es, y la suya más, un espectáculo de vanidades y de vida loca.
En el caso de Irving Rodríguez, la pintura se postula como una promesa, más grave y más seria. Sus obras despliegan una atmósfera de extrañamiento y de cierto misterio: cifran una suerte de delirio existencial y hasta metafísico. Y no importa tanto desde dónde se les mire; lo cierto es que en ellas se cumple esa sentencia según la cual de la belleza también nacen monstruos, y tantos que nacen de ella. Otros, sin embargo, nacen de las entrañas de su propia identidad como monstruo. En otra instancia está ese momento –clave en cualesquiera de las vidas que conozco– donde el hombre es trascendido por su animal humanidad.
Una de las habilidades de este guaperas del arte cubano, que ahora mismo se produce y se gestiona en la isla, es ese don para entender la pintura como una sucesión de relatos, suerte de narración gótica de la que afloran mil demonios (o unos cuantos). Elegante en su rotundidad, sofisticada en su estilización y exquisita en sus significados (manifiestos o latentes), las pinturas de Irving no dejan de ser un gran retrato de la vida y sus dobleces. Sabe –lo hace bien– mover sagazmente los hilos del destino y de su presente para que sus pinturas reclamen la atención crítica y puede que –quién sabe– la valoración afectiva de la historia que vendrá después. Eso está por ver; tal vez yo no lo vea. Es una situación que tiene que ver con el curso del tiempo y de sus malabares. Ambos, además, cumplimos año el mismo día de este estúpido calendario que les recuerda a unos lo divinos que están y a otros nos dice: “Wow, qué te pasó”.
Quizás para algunos críticos la polémica acerca de lo trascendental o lo trascendente ocupe un espacio central en sus disertaciones acerca del arte y de sus funciones. Yo creo que la aportación de un discurso pictórico a su tiempo reside en la capacidad de arbitraje de todo tipo de recursos y de simbolismos que enfaticen el desvío retórico y la afirmación de la metáfora como situaciones intrínsecas a la pintura misma. La pintura no existe, no al menos la que yo respeto, para hacer crónica de su tiempo; sino para traducirse en pregunta, para defender su estatus de interlocución: incisivo siempre.
Estas obras, sin lugar a dudas, refrendan mundos interiores, paralelos y fugaces; mundos que incluso pudieran entrar en disputa; pero hablan más, creo yo, de este momento, de estas circunstancias del ahora en las que el mundo no puede –le resulta imposible– disimular sus rostros más dolientes y sus máscaras más lascivas. Bien sabemos que al final toda máscara se convierte también en rostro. Las obras de Irving son el reflejo de una subjetividad que él se ha ocupado de articular y de construir con mucho celo; pero son también –y con distancia– el espejo de un estado de cosas. Como en todo artista cubano habita en él la incertidumbre, el temor o la duda acerca de para qué hago esto, qué sentido tiene seguir produciendo arte en un país que se evapora por segundo, en el que la Institución Arte está en crisis, en el que los árbitros de la gestión cultural y de la educación estética rozan el analfabetismo o se ponen las gafas de la ceguera: ojos que no ven, corazón que no siente.
Hay algo en Irving que le delata, más ahora que le conozco un poco, y es su sensibilidad; sensibilidad “extrañada” porque muy a menudo es contradictoria. Lo mismo te habla de energías espirituales, que de la suerte que tuvo al adoptar una gata, con el mismo tono de voz (bueno, no tanto el mismo) con el que es capaz de anunciarte “mis cuadros son perros de pelea”. Y se queda así, tan tranquilo e inmutable. ¿Qué lugar puede ocupar una persona en la gran historia del mundo? ¿Qué somos para la historia que se guarece en las pinturas? ¿Cuál es nuestro tamaño en el inmenso curso de la vida? Irving, con esa sensibilidad de la que hablo, a su manera y como puede, creo que es muy capaz de tener respuestas para cada uno de estos interrogantes. Quizás por ello su alarde resulte, a ratos, hasta un gesto de timidez, que no de inmadurez. Porque si también hay algo que he descubierto en él, es su peculiar habilidad para obrar con cierta sabiduría y humildad; combinación que es francamente difícil de hallar entre perros y monstruos, entre lobos y cabras, entre tigres y ratas.
Estimo que uno de los grandes valores de su pintura reside en la formulación de ese gran bestiario en el que comulgan todo tipo de bichos y de hombre (y de subjetividades venidas a menos). Ese mismo que muestra la irrefutable insignificancia como individuos y nuestro inmenso valor como personas. Su pintura no es nada y a la vez lo es todo. Ella carga con una fuerza simbólica que resulta indiscutiblemente seductora, al tiempo que paralizante. No por gusto muchas de sus superficies incorporan elementos ajenos a la pintura como pueden ser pelos, plumas, ramas y pequeños objetos encontrados. Esas incorporaciones están más cerca de cierto fetichismo y de cierta espiritualidad (o presentimiento), que de la búsqueda efectista de composición y de lenguaje. Hay cierto interés en impregnar, en marcar y en poseer a sus propios “perros de pela”. Fantaseando con esa ilusión dejé alguna que otra secreción mía sobre uno de sus cuadros (un pelo, tal vez) para ver si el destino, en un caprichoso giro de los acontecimientos, me concede el privilegio de encontrarme con su cuerpo triunfante y desnudo frente al rostro de la historia. Eso sí, de la forma más irrisoria: la única posible.
Irving se discute en dos extremos; bueno, él no, su pintura. Advierto dos líneas inequívocas que marcan su narrativa. Una de ellas sombría y gris que maneja los recursos de una opacidad aplastante con tanta gracia y virtuosismo que genera envidia; la otra, sin embargo, de una vibración luminosa y hasta crepuscular que recuerda las pinturas de Vincent van Gogh, los recursos de las nuevas fieras y de lo mejor del color y de la luz en el trágico destino de la pintura occidental. Él insiste en que son “perros de pelea”; yo reitero la idea de que son gestos estéticos y transgresores que defienden el valor de la pintura donde muchos “escupen babas” sobre un lienzo en blanco. Sin ir más lejos, hoy, en Post-it 12, he tenido la mala suerte de ver obras mediocres hasta el empacho de mi hígado y hasta el rendimiento de mis fuerzas interpretativas, que, demás está decir, pueden ser feroces cuando quiero y tengo ganas.
Llevo meses en la isla observando, visitando exposiciones, visitando talleres de artistas. Y he asistido, como crítico avisado, al advenimiento del reino del epígono: el arte cubano contemporáneo es casi, y si me apuran, un auténtico fraude en toda regla. Visito exposiciones para “descubrir” las voces de los otros, de los que se fueron o de los que ya no están. Nombres de los ochentas y de los noventas (no los voy a mencionar porque el analfabetismo ajeno no es mi responsabilidad) habitan “al descaro” en muchas de las exposiciones que, por cortesía, visito. El arte cubano contemporáneo, y siento haber sido cómplice de ello, es un refrito, una prueba de lo que ya fue: un postureo exhibicionista de poéticas que mucho antes certificaron un nombre y una voz. Qué está pasando, dónde está la mirada curatorial auténtica, esa que debe discernir y ponderar, esa que debe advertir y legitimar, esa que debe decantar y rechazar, esa que debe –porque le toca– decir no. Existe una gravedad: la gravedad del chiste y del talón. Tendría que decir, como Miran Hernández, “que peligroso es tu amor para mí, que dulce y amargo…”
Todo lo anterior para decir, y a sabiendas de las críticas que caerán –hay coraza suficiente para ello– que Irving tiene sello, tiene logros, tiene virtud, tiene voz: él es poética. Su mundo se puebla de animales raros que son reflejo de lo que somos, de lo que aspiramos a negar o de lo que buscamos reafirmar. Esa singular conexión entre lo visible y lo oculto, entre lo que se sospecha y lo que hace evidente, terminan por cerrar el ciclo de una pintura atravesada por una profunda espiritualidad. Ojalá y sus pinturas sean de las pocas evidencias que queden cuando todo haya desaparecido.
Entre ambos, José Luis Silva e Irving Rodríguez, se teje un mapa de insinuaciones y de revanchas concertadas, se precisa de un territorio sinuoso y se gestionan unos indicios que, por sí solos, dan pie al entendimiento puntual (que no global) del fenómeno pictórico que se ejecuta en La Habana. Con todo, cabría hacer otros análisis y enfatizar en otras lecturas que desatendiéndose de lo doméstico nos permitan arribar a muy otras aseveraciones y a muy otros diagnósticos. Antes dije que la provocación me fascina, pero en verdad me domina.












