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Jardines de carne: lo ctónico y lo salvaje en la pintura de Brenda Cabrera

La obra de Brenda Cabrera se sostiene sobre un equilibrio fascinante: entre lo exuberante y lo medido, lo orgánico y lo teatral, lo femenino-ctónico y lo queer-salvaje.

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La serpiente no está fuera de Eva, sino dentro de ella. Ella es el jardín y la serpiente.
Camille Paglia, Sexual Personae.

La pintura de Brenda Cabrera es, en pocas palabras, un equilibrio en la exuberancia. La joven artista cubana balancea perfectamente en sus lienzos la antigua dicotomía entre el dominio de la línea y el dominio del color. Hablar del equilibrio en sus obras es también hablar de un equilibrio de otro tipo: conceptual, simbólico, teórico. Cada trazo, cada pliegue de tela vegetal o cada gesto medido de una de sus figuras humanoides condensa tensiones que exceden lo meramente pictórico. Su obra es polisémica, como sus jardines: llena de recovecos y misterios. En esta aproximación a su trabajo he decidido explorar sus junglas y manglares pensando, sobre todo, en la significación de su universo, en la multitud de conceptos, símbolos y posibilidades que coalescen en sus santuarios vegetales.

Irrumpiendo en la escena artística cubana con su exposición personal Baby Shower en ONA Galería en 2022, resulta fascinante lo rápido que esta joven ha logrado expandir y profundizar su universo creativo y visual. Con un lenguaje propio e inmediatamente reconocible, Brenda Cabrera es ya una artista madura y realizada, con presencia en galerías y ferias de arte tanto europeas como americanas.

Baby Shower fue, como su nombre indica, una celebración previa al gran parto que es su universo creativo y visual: sumamente sugerente, profundamente caribeño y latinoamericano, pero a la vez abarcador y universal. Como raíces, sus referencias provienen de todas partes y se unen en un tallo único y personal que florece de un modo totalmente diferente al de otros artistas de su generación. Sentimos en su obra el misterio alquímico de Remedios Varo; en sus personajes, el aura de surrealismo psicosexual de Leonor Fini; y hasta en la forma en que construye las vestimentas de sus figuras notamos algo de la genitalidad floral de Georgia O’Keeffe. En la exuberancia de su naturaleza asoman ecos de Lam, y en el dominio técnico de la línea y el color, en ese universo que se extiende a lo largo de las pinturas y en la yuxtaposición de amenaza y erotismo, se descubre el tutelaje de Rocío García. Como buena pintora contemporánea, es imposible señalar un único referente en Brenda Cabrera: su conocimiento de la historia del arte se condensa en un caldo primigenio que, como el que dio origen a la vida en la Tierra, da lugar a un universo exuberante, único y profundamente personal.

Si tuviese que destacar una referencia directa, sería por supuesto Henri Rousseau, pintor francés mal llamado naifque, como Brenda, sintió una conexión especial con la naturaleza y cuya influencia, consciente o no, es notable en el mundo vegetal de la artista. En su serie Selvas, Rousseau concibió una naturaleza excesiva, agigantada, desproporcionada y exóticamente tropical. Entre la maleza merodean fieras de todo tipo, y cuando aparece una figura humana casi siempre es femenina, desde diminutas damas burguesas hasta Evas ensoñecidas por el sonido de flautas.

Es, sin embargo, en una pintura específica de esta serie donde podemos encontrar un antecedente, una obra que dialoga a través del tiempo y el contexto con la producción de Brenda. En La encantadora de serpientes, Rousseau muestra una visión de la naturaleza única en su repertorio, una en la que la mujer encarna la fuerza primordial de aquello que da origen a la vida: aquello que forma parte de lo salvaje a la vez que lo interioriza y lo controla. La mujer, completamente engullida por las sombras de una escena nocturna, controla con su flauta las sierpes que la rodean en medio de la jungla. No es lo humano frente a lo salvaje, es lo humano (y, específicamente, lo femenino) como parte de lo salvaje, como entidad que a la vez pertenece a la naturaleza, pero la controla desde fuera. Este extraño espacio intermedio es el que Brenda desarrollará con mayor profundidad de lo que Rousseau alguna vez pudo pensar, a través de la clave propia y única que, como mujer latinoamericana, es capaz de encarnar.

En su obra de 1990 Sexual Personae: Arte y decadencia de Nefertiti a Emily Dickinson, Camille Paglia escribió: “Mira a la naturaleza espumar y borbotear, sus locas burbujas espermáticas derramándose sin fin y estallando en ese ciclo inhumano de desperdicio, podredumbre y carnicería. Desde las celdas vítreas atestadas de huevas marinas hasta las esporas plumosas arrojadas al aire por vainas verdes que revientan, la naturaleza es un avispero supurante de agresión y exceso”.[1]

Este pasaje muestra con crudeza lo que Paglia denomina lo ctónico: la dimensión oscura de la naturaleza, vinculada a lo subterráneo y lo marino, a lo primitivo, a la fertilidad y también a la muerte. Es el ciclo uterino de nacimiento y destrucción, indiferente y desbordado, imposible de contener bajo las formas del orden cultural. Para la autora, la mujer encarna ese poder biológico y natural que antecede a la civilización y que siempre la amenaza desde sus entrañas. Lo ctónico, entonces, es lo mujeril como exceso: matriz fecunda pero también depredadora, origen y final al mismo tiempo.

El hombre, en la lectura de Paglia, no pertenece a la naturaleza de la misma manera que la mujer, sino que se eleva como su negación: es la muralla levantada contra la intemperie, el artificio que pretende contener lo inabarcable. Si lo mujeril-ctónico es tierra, flujo, pantano y desborde, lo masculino se erige como lo apolíneo: el cielo transparente en oposición al subsuelo húmedo. Para la autora, el hombre creó la civilización por miedo, por un pánico instintivo y visceral a ser devorado, absorbido, disuelto en el útero de la naturaleza que lo excede. Esta relación de oposición explicaría, en buena medida, la ausencia de personajes con una clara codificación masculina en la obra de Brenda.

La lectura de Paglia es excesiva, sombría y esencialista: reduce la experiencia femenina a una metáfora biológica y naturalista, un determinismo de género que sus contemporáneas feministas criticaron en su momento y que hoy resulta incompatible con marcos teóricos como la teoría queer.[2] Con todo, Sexual Personae sigue siendo un texto provocador y sugerente, cargado de imágenes capaces de abrir vías de interpretación, incluso si su esencialismo teórico requiere ser cuestionado.

Es desde un lugar crítico, tomando lo ctónico como categoría útil por su poderío evocativo y reconociendo sus límites, que podemos acercarnos a la obra de Brenda Cabrera. Su producción plástica evoca y, al mismo tiempo, desafía esa visión reduccionista de la naturaleza y la mujer. Lo ctónico de Paglia, saturado de imágenes viscerales, sirve como contrapunto para entender cómo Brenda trabaja con lo excesivo, lo vegetal y lo orgánico en personajes con codificación femenina, pero reconfigurándolos hacia otros sentidos.

Desde su primera exposición personal en Cuba, la obra de Brenda ha avanzado hacia una exploración cada vez más intensa del exceso natural, en especial de lo vegetal. Sus escenarios húmedos y selváticos no funcionan como meros fondos, sino como organismos vivos que envuelven a las figuras: matrices uterinas que protegen y, a la vez, devoran. Los colores vibrantes, las ondulaciones casi alienígenas y las texturas carnosas producen fascinación, pero también transmiten un sentimiento de exceso: un mundo cerrado sobre sí mismo, un laberinto natural sin salida.

En los gestos de sus personajes palpita una teatralidad atemporal, un primitivismo ritualístico ambiguo que contrasta con la gracia de las figuras. Las criaturas que acompañan a los humanoides, bebés, monstruos, bestias mutantes, condensan la potencia sexual y violenta que Paglia asociaba con la naturaleza: cuerpos plegados, blandos y afilados a la vez, de fiera y de vulva, como encarnaciones de una vagina dentata

La amenaza recorre toda la obra de Brenda. No hay escenas de violencia explícita, ni sangre ni vísceras; pero la exuberancia misma de la naturaleza despierta en el espectador la ansiedad de la presa, la certeza de que algo acecha tras la maleza. Esa atmósfera inquietante, a la vez fértil y peligrosa, hace que incluso en la quietud y el silencio se perciba un potencial de violencia latente. La naturaleza en Brenda es, simultáneamente, útero y matadero, jardín protector y altar de sacrificios.

Ahora bien, ahí donde Paglia se detiene en lo ctónico como destino biológico, Brenda lo subvierte. Sublima esa imaginería desbordada en un campo de tensiones, donde la violencia nunca estalla en acto, sino que late como posibilidad. El entorno que construye, por mucho que lo haya descrito en su naturaleza orgánica, húmeda, salvaje, siempre se encuentra atravesado por un halo de refinamiento casi aristocrático. Esto se percibe de manera aguda en los vestidos, plegados de tal modo que recuerdan hojas y pétalos de flores o labios de una vulva. Esos pliegues orgánicos convierten la elegancia en erotismo, la silueta de la señora en una metáfora genital, envolviendo a las figuras en un aura que es al mismo tiempo materna y sexual, uterina y teatral.

Es en esa ambigüedad delirante, donde lo salvaje y lo civilizado se rozan y se contaminan, entre lo orgánico y lo artificial, donde Brenda despliega su verdadero poder subversivo.

Ahí, en esa zona intermedia entre el refinamiento aristocrático y el exceso selvático, entre la maternidad primigenia y la performance del vestuario, su obra dinamita el esencialismo biológico de Paglia y lo transforma en una estética anfibia, monstruosa y fascinante. Eso es lo que me obsesiona de su universo: que hace de la naturaleza no una condena, sino un escenario de reinvención, de teatro barroco, de exceso emancipador.

En su libro de 2020 Criaturas salvajes: El desorden del deseo, Jack Halberstam presenta la categoría de “lo salvaje” de una forma que interpreto como una energía paralela a lo ctónico de Paglia: fuerza natural, sí, pero siempre en fuga, imposible de asir, de domesticar. No se trata de lo opuesto a la civilización, sino de aquello que la desborda y se le escapa. Lo salvaje irrumpe como exceso: se niega a ser contenido en taxonomías, desmonta jerarquías y subvierte dicotomías. Es la erupción de lo indomesticable que pone en crisis lo humano y lo no humano, lo normal y lo grotesco, lo que cuenta como vida y lo que queda condenado a la no existencia. Lo salvaje, para Halberstam, se encarna en cuerpos fronterizos: a la vez naturales y monstruosos, marcas vivientes de lo inexplicable, propuesto también como una categoría atemporal e irreverente: “Lo salvaje es a la vez lo que fuimos, en lo que nos hemos convertido, y lo que seremos o, incluso, lo que dejaremos de ser en el caso de un colapso climático posnatural”.[3]

Con esta imagen, Halberstam arranca lo salvaje de su carga negativa histórica y lo reinscribe como posibilidad, una forma de ser sin restricciones autoritarias, un espacio donde los cuerpos y los mundos rehúsan encajar en la normatividad de lo humano: “Lo salvaje a veces aparece en la forma de un encuentro entre lo semidomesticado y lo desconocido, entre el habla y el silencio, el movimiento y el reposo, y a veces aparece sin previo aviso […] lo salvaje es un espacio afectivo donde la temporalidad es incierta, la relación es improvisada y el futuro está suspendido. En este espacio camina una figura que no podemos clasificar, que se niega a contactarnos en términos convencionales y que, en cambio, habla en un lenguaje gestual que encuentra la solidaridad, la conexión y, sí, la esperanza, en el compromiso continuo con lo oscuro, lo solitario y lo salvaje”.[4]

Esa figura es, justamente, la que Brenda Cabrera invoca en sus humanoides: criaturas que ella misma, desde sus primeras piezas digitales, nombró como “prototipos”. Y prototipos son porque nunca llegan a fijarse, porque rehúsan la clausura de una identidad definitiva. No son la pura encarnación de la naturaleza ctónica, pero tampoco se someten a la lógica domesticadora. Son seres salvajes en el sentido de Halberstam: mutantes que legitiman lo monstruoso como parte orgánica del universo.

En Brenda, lo vegetal se enreda con lo humano, lo femenino se desdobla en lo andrógino, lo civilizatorio se feminiza hasta volverse teatro, rito, exceso sensorial. Sus criaturas no buscan dominar la jungla: la habitan, conviven con ella en un equilibrio donde la exuberancia no se suprime, sino que se honra. Esa quietud, ese silencio, genera un desasosiego en el espectador: estamos acostumbrados a la narrativa occidental del choque entre lo civilizado y lo salvaje, pero aquí se nos ofrece la alternativa de una convivencia maternal-erótica.

Las criaturas de Brenda son prototipos convertidos en mutantes y mutantes convertidos en habitantes de un universo queer propio. Ni humanos ni inhumanos, ni mujeres ni hombres, ni naturaleza ni artificio, son lo que Halberstam llamaría “figuras de lo indomesticable”: entes que nos recuerdan que lo natural nunca fue estable y que lo civilizado no es más que una ficción frágil. En esa sensualidad inquietante, donde follaje y cuerpo, vestido y carne, máscara y rostro se confunden, lo que emerge es un erotismo raro, desplazado, inubicable. No se ajusta a las economías tradicionales del deseo, sino que fluye con la misma lógica de lo salvaje, de manera abierta e indeterminada.

La obra de Brenda Cabrera se sostiene sobre un equilibrio fascinante: entre lo exuberante y lo medido, lo orgánico y lo teatral, lo femenino-ctónico y lo queer-salvaje. Sus lienzos despliegan universos donde la amenaza y la fertilidad, la elegancia y la monstruosidad, la maternidad y el erotismo se entrelazan sin resolverse en dicotomías fáciles. Esa ambigüedad es su mayor potencia: allí donde otros discursos se anclan en el esencialismo o en la metáfora pintoresca de la naturaleza, Brenda construye un territorio anfibio, un espacio de tensiones que se habita con fascinación y desasosiego.

En este sentido, lo que Brenda produce no es simplemente una actualización de los referentes históricos o un eco del surrealismo latinoamericano: es la formulación de un imaginario que desafía los límites de lo humano, de lo femenino, de lo natural. Sus prototipos humanoides, sus selvas carnales y sus pliegues florales invitan a pensar más allá de lo dado, de lo normativo, incluso de lo posible. La pintura se convierte en un campo de experimentación ontológica y afectiva, donde lo monstruoso ya no es amenaza sino promesa, donde lo salvaje deja de ser estigma para transformarse en potencia emancipadora.

El Caribe ha sido históricamente imaginado desde fuera como un territorio de exceso: paraíso tropical y, a la vez, jungla salvaje, reducido a estampa exótica de naturaleza desbordada y sensualidad descontrolada. Esa mirada colonial, que convierte al Caribe y a sus habitantes en espectáculo pintoresco, es precisamente el telón de fondo contra el que Brenda Cabrera levanta su obra. En sus lienzos reaparecen esas selvas húmedas, esos cuerpos ambiguos, esa exuberancia tropical; pero ya no como proyección ajena, sino como afirmación propia. Brenda no ilustra el cliché de la isla paradisíaca, lo subvierte desde dentro: su condición de mujer caribeña no la coloca en el lugar pasivo del exotismo, sino en la posición activa de quien reconfigura el mito y lo reclama como espacio vital, estético y político.

Así, la obra de Brenda Cabrera no se limita a dialogar con el canon ni a inscribirse en una genealogía del arte femenino o caribeño; más bien, lo desborda. Sus cuadros son jardines en los que lo real y lo imaginado se contaminan, territorios donde el espectador se siente a la vez deslumbrado y acechado, convocado a habitar un mundo que no es ni del todo nuestro ni del todo ajeno.


Notas:

[1] Camille Paglia: “Sexo y Violencia, o Naturaleza y arte”, Sexual Personae: arte y decadencia de Nefertiti a Emily Dickinson, Yale University Press, 1990, p. 28.

[2] La autora es todavía más controversial en la actualidad, fruto de su acercamiento a discursos conservadores y una postura en torno al debate sobre las identidades trans que ha sido calificada como transfóbica por activistas.

[3] Jack Halberstam: “El sexo antes, después y contra la Naturaleza”, Criaturas salvajes: El desorden del deseo, Egales, Madrid, 2020, p. 31.

[4] Ibídem, p. 222.

GUSTAVO TORRES
GUSTAVO TORRES
Gustavo Gus Torres Arma (Habana del Este, Cuba, 2000). Historiador del arte, investigador y crítico independiente. Aborda las artes visuales desde perspectivas queer y feministas. Ha escrito para medios independientes cubanos.

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