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Arte de Aira

A estas alturas, resulta una obviedad afirmar que César Aira es uno de los más consumados ejecutores del ready-made en toda su historia. Aunque esa virtud pase por el seguimiento y la traición (la influencia y su superación) con respecto a Marcel Duchamp

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Uno. A Henri Michaux le gustaba pensar al artista como alguien que se resiste al impulso de no dejar huellas. César Aira complica esta sentencia en El arqueólogo, su más reciente novela, cuyo protagonista –el especialista más importante de Moldavia– llega tarde a Epicuro, resabiando por no haber sabido “vivir oculto”. Por su fracaso en ese otro arte que, al contrario de lo que proponía Michaux, consiste en saber esconder los rastros. En esa tesitura, nuestro arqueólogo concluye que la excavación en profundidad es tan definitoria de su profesión como los tesoros extraídos del subsuelo que dejan su marca en la epidermis del mundo.

Devastado por la intensidad con la que ha asumido su labor, el arqueólogo de Aira se siente vaciado por esa vocación en la que había puesto sangre, “la de las venas tanto como la metafórica”. A fin de cuentas, esa arqueología, “entendida como la poesía del pasado estaba muy bien, pero al ponerla en marcha en el presente todas sus rimas se transformaban en los crujidos amenazantes de una pesada maquinaria”. Si, para el mítico Leo S. Klejn, la arqueología soviética configuraba una “ciencia escondida”, para este ilustre moldavo no es otra cosa que “una de las formas de la impaciencia” y hasta una “maldición”. Un conocimiento, por lo demás, frivolizado desde que la apertura de la tumba de Tutankamón coincidiera con el apogeo del periodismo de masas.

Siempre atento a las airografías, Antonio Jiménez Morato ya ha escrito sobre El arqueólogo, trazando líneas entre este libro y El mago. No le falta razón al crítico español, pues estos libros abordan las peripecias de dos personajes que se ven obligados a fingir; aunque no lo que no son, sino, precisamente, aquello que sí son.   

Si bien las meditaciones sobre su oficio se desgranan a lo largo de la novela, estas no son las únicas que pueblan el mosaico de preocupaciones de un arqueólogo que aún tiene tiempo para explayarse sobre la lectura o la fotografía, el dibujo o la fama, el sentido de la vida y la naturaleza ambigua de los sueños.

Martillando sobre este repertorio, tal como sucede en casi todas las obras del escritor argentino, son recurrentes sus idas y vueltas sobre el arte. Como mera creación de la ficción o como –ojo a Duchamp– “lo eternamente inacabado”.

Como fotografía o –atención esta vez a Artaud– como una especie de “irrealidad real”. Como dibujo en decadencia, desde el cual se sigue apuntalando la verdad arqueológica, o como “formato onírico”. Como una carrera o como un “fijador de vértigos”.

Tentado por las “alegorías tiradas de los pelos”, para Aira un conocido puede tomar la forma de una idea y una mujer estar habitada por una desconocida. Al mismo tiempo, el progreso urbano puede traducirse como una retahíla de procesiones desde las que unos arquitectos gigantes se abalanzan sobre las ciudades “en tren de destrucción”.

No escapan a su mirada la Biblioteca o el Museo. Siempre con mayúsculas, delineando sus respectivos sistemas.

Con estos mimbres, no resulta difícil que el arqueólogo imaginado por Aira comparta las pulsiones de Duchamp o Rimbaud; esas que te empujan al abandono temporal o definitivo de tu arte.

Dos. César Aira es, probablemente, el escritor que más ha circunnavegado el arte, en general, y el Arte Contemporáneo (también mayúsculo y sistémico) en particular. No es exagerado considerarlo un artista y un maestro consumado del ready-made. En un camino relativamente inverso al de Duchamp, Aira consigue situar a artistas, obras, museos y eventos del arte en otro lugar –el libro– donde adquieren un sentido diferente al que les suponíamos.

Experto en los procesos de reproducción en la historia del arte, Aira construye desde estos una obra literaria que se deja leer como un canon outsider. Un recorrido lateral por nombres y obras que van desde los muy conocidos (Leonardo, Duchamp), hasta los más misteriosos (Rugendas, el pintor de Humboldt), sin olvidar inclasificables (como Copi), tanto como otros surgidos de su imaginación. Aira, eso sí, sabe que es imprescindible desmarcarse de la solemnidad que suele acompañar a los artistas en catálogos y revistas especializadas.

Esto no va de currículos, sino de vidas…

De un rayo que hace explotar la genialidad creativa, una Mona Lisa cuyo retrato chorrea e inunda el mundo, una estudiante de arte teñida de verde que hace tambalear su entorno, una aterradora abeja que deambula por un congreso de escritores, un álter ego que vuelve a su pueblo natal a través de las películas vistas en la infancia…

Y todo ello, a base de descartar que las obras visuales estén ahí para ilustrar los textos o la escritura se limite a operar como mera nota al pie de las imágenes.

Aira sabe que aquello que ve Humboldt es diferente a lo que ve el pintor Rugendas (de cuyos apuntes se vale el científico alemán para sus teorías.) Por eso, lo que nos lega es un juego de espejos, una mirada sobre otras miradas. A la manera de un artista, enfrenta el dilema entre lo artesanal y las nuevas tecnologías, así como la encrucijada entre la fidelidad a la historia asumida y el acto de reescribir una nueva. Lo que pasó y lo que hubiera pasado si…    

Pensemos en Un episodio en la vida del pintor viajero. Aquí tiene lugar, en un mismo paisaje, una colisión entre el arte, la naturaleza, los puntos de vista, las perspectivas del texto y las de la pintura, la explicación y la exposición. También un repertorio de preguntas acerca del don del artista y la circunstancia de su desencadenamiento, el impulso del viaje y el de la permanencia. (El artista argentino Gonzalo Elvira ha trasladado esta obra a su pintura).    

Pensemos en Mil gotas. En esta novela, esas gotas de pintura que componen la obra de arte más famosa de la historia “se escapan” del cuadro, lanzadas a sus aventuras particulares y esparcidas “por los cinco continentes”. Todas juntas conforman La Gioconda, pero por separado adquieren esa rara y frágil condición de entes individuales. Se da el caso de que tres jóvenes ilustradoras chinas (Coco Wang, Peng y San Er) dibujaron su propia versión del texto.

Pensemos en Artforum. A estas alturas, resulta una obviedad afirmar que Aira es uno de los más consumados ejecutores del ready-made en toda su historia. Aunque esa virtud pase por el seguimiento y la traición (la influencia y su superación) con respecto a Marcel Duchamp. Si el ready-made suele consistir en la adoración de un objeto aparecido en un espacio donde no se le espera, Aira da una vuelta de tuerca y arma una trama en la que el protagonista persigue que una famosa revista –objeto por excelencia entre las publicaciones de arte– se convierta en sujeto y se enamore de él. Como cada libro suyo, este es una máquina de resignificar. ¿Cómo se sitúa el arte en la escritura? ¿Cómo esta funciona a nivel visual? ¿Cómo esa simbiosis da lugar a una tercera lengua que no es ni arte ni literatura, pero contiene ambas dimensiones?

Pensemos en el libro Las curas milagrosas del doctor Aira. Esa narración en la que la intuición está por encima de la racionalidad, la mirada va primero que la tecnología, el esperpento por delante de la pretensión. Con ese médico falso (o no), arrastrando la convicción de que todo arte verdadero sucede in extremis.

Tres. Hoy el arte anda tan escaso de misterio que, tal vez, ya solo nos vaya dejando episodios más o menos curiosos. Como ese capítulo crepuscular en el que los museos ya no alojan la exposición, sino que se han convertido, ellos mismos, en la exposición. Esta mutación no afecta demasiado al arte de César Aira, cuyos libros pueden dar de sí extraordinarias exposiciones, pero rara vez se les puede parangonar con un museo: siempre queda en ellos un espíritu jíbaro, un emplazamiento efímero en el que la ironía dibuja sus demarcaciones.

Digamos que César Aira es lo contrario del Orhan Pamuk de El museo de la inocencia (hermoso libro que, sin embargo, a veces roza la condición de un museo de la ingenuidad). Así que, más que acumular las tragicomedias vitales de sus protagonistas, Aira opta por liberarlas a la vista de todos. Al final, ¿qué preferimos? ¿Ser artista o poseer arte? ¿El don o la propiedad? Esta disquisición marca su cuento “Picasso”, en el que se cruzan el poder, la fama y el dinero. ¿Qué desea usted: “ser” Picasso o “tener” un Picasso? ¿“Ser o no ser” en la cuerda de Shakespeare? ¿O “Tener o no tener” en la réplica de Hemingway?

Por razones no siempre claras, aunque tampoco difíciles de entender, a veces suelo ir acompañado de un libro de César Aira compuesto de dos capítulos en apariencia muy distintos: Sobre el Arte contemporáneo seguido de Viaje a La Habana. (En la edición inglesa aparece únicamente el primer texto). Aquí, como otras veces, nuestro escritor da en el clavo: el Arte Contemporáneo y Cuba se comportan como dos caras de una misma moneda en la que anidan las ilusiones, los fracasos y las coartadas de una larga época. Esa que transcurre entre 1917 (con Duchamp y los bolcheviques poniendo el mundo y el arte al revés) y un siglo XXI en el que la revolución –política y estética– no encuentra lugar aparente y se dedica a clamar en el desierto su ruina o derrota. Aquí, nos la tenemos que ver con una revolución que ha pasado a habitar en cualquier museo de Arte Contemporáneo del mundo y un escritor, José Lezama Lima, que ya no habita su casa, ese museo destartalado que le dedica lo que queda de esa revolución.

Si Cortázar dio a conocer a Lezama Lima al mundo -–véase su ensayo “Para llegar a Lezama Lima”– Aira se propone un objetivo menos heroico, aunque igual de arduo: llegar caminando por una Habana sin sublimación al museo del poeta muerto.

En un mundo del arte empeñado en eternizar los museos en la misma medida que simula su crítica estos, los directores parecen dedicados a parafrasear la famosa frase de Fidel Castro sobre la revolución: “Dentro del museo, todo; fuera del museo, nada”.

Lo interesante es que Aira no supedita la supervivencia del arte a la supervivencia del museo. Da igual si es metabólico o situado. Soberano o expandido. Público y privado. Si funciona en modo laboratorio o en plan Blockbuster. Como casa de las musas o como hotel de las musarañas.

Social o elitista. De arrastre o de orilla. En el resultado o en el proceso. En la conservación y en el progreso. En la guerra y en la paz…

Los museos boquean como peces en la arena.

¿Están fuera de su hábitat? No necesariamente. Ese “boquear” se ha convertido, precisamente, en su hábitat. Ese gemir desde el que buscan –cianóticos– convertirse ellos mismos en un arte inteligible capaz de persistir en el corazón de las palabras. 


* Este texto se publicó originalmente en la versión impresa de la revista Segno. Se reproduce con autorización.

IVÁN DE LA NUEZ
IVÁN DE LA NUEZ
Iván de la Nuez (La Habana, 1964). Ensayista y curator. Entre sus libros, traducidos a varios idiomas, se encuentran La balsa perpetua (1998), El mapa de sal (2001), Fantasía roja (2006), Inundaciones: invasiones artísticas en las fronteras políticas (2010), El comunista manifiesto (2013), Teoría de la retaguardia (2018), Cubantropía (2020) y La larga marca (Rialta Ediciones, 2021), Posmo (consonni, 2023). Ha sido curator de exposiciones como La isla posible, Parque humano, Postcapital, Atopía. (El arte y la ciudad en el siglo XXI), Iconocracia, Nunca real / Siempre verdadero o La utopía paralela; así como de las retrospectivas de Joan Fontcuberta y Javier Codesal. Su libro más reciente es Iconofagias. Un diccionario del siglo XXI (Debate, 2024).

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