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Metida en la noche

Amaneció algo tarde, a las siete y pico, y me tiré corriendo de la cama, porque es tarde para llegar a no sé dónde. Muy tarde para apartar el último sueño contigo en aquel sitio a donde no regresaré: la catedral que no visité, la parada del metro, el helado de té verde de las tardes: “como masticar un jade”, dijiste.

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de nuevo no duermo por las noches tengo miedo –hay demasiado vidrio-soledad-ruidos nocturnos y temores: un coche y nadie sabe qué está buscando, o un grito inhumano. O el chasquido de un árbol… no tengo amigos, y sin ellos es la muerte.
Marina Tsvietáieva en una carta de 1940

¿Acaso el sitio en que estábamos aquí no era suficientemente oscuro para ella? Al fabricar imágenes, ¿cómo no traicionar la oscuridad?
R. M. Rilke

Dentro de la oscuridad el ojo percibe cosas a las que no está acostumbrado. El sonido se hace más denso y provocador, se convierte en objeto, se puede tocar. Las ventanas y, sobre todo, las cortinas, lamentan algo que entró al borde fibroso que las rodea. Llevo días metida en la noche, empujada por ella. La quiero atravesar, pero no puedo, no me deja, tal vez será ella quien me atraviese: es densa. Sus olas alrededor marean y las pequeñas luces de los carros lejanos intentan que el engaño crezca tras sus reflejos, pero es solo un vano intento de claridad, porque hay ondas más profundas donde los recuerdos se entrecortan, aparecen, y vuelven a escapar. Hay párpados detrás de otros ojos que me ven: salamandras, insectos, roedores, zarigüeyas.

La luz de la linterna crea un círculo en el techo. Un círculo que me permite admitir contradicciones que aparecerán luego, con la claridad: entre el blanco arriba, y lo negro debajo, esa espesura confusa de dos tiempos donde los pensamientos pasajeros se juntan a los de las obsesiones detrás de los oídos que zumban sonidos de mar, de grillos, de piedras al caer, cuando las cejas también caen sobre los párpados apretados a más no poder, pero no duermo. Tampoco sueño. Es la noche quien está aquí.

Y recuerdo “Medianoche en Dostoievski” el cuento de Don Delillo. Los dos jóvenes que persiguen al viejo y discuten si el abrigo que lleva bajo la helada es de astracán, o una perca; si el viejo habla en inglés, o es albanés; y ¿quién lo afeitará? ¿Cómo será la casa donde vive? Mientras que el joven personaje, me deja entrar a la página del libro que revisa en la biblioteca, hurgo en ella buscando similitudes, contrastes, modos de ser; dejo al maestro toser y enseñar lógica: razonar. Pero lo que veo en la noche, me acerca a donde cualquier interpretación crea círculos engañosos en los techos entre siluetas, volutas, humo: ansiedad, y no puedo razonar.

Densidad de los trastes que aparecerán al despertar sin saber por qué están ahí, si en la noche no fueron necesarios, porque la noche nos quita la necesidad de apariencias. ¿Por qué y para qué se acumularon en los días si luego ya no existen? Enciendo la linterna, su cabo oscuro; el teléfono, la máquina; las varias pantallas ahora también oscuras que me conectaban al mundo delimitando las noches al reflejar sus días. “Las pantallas electrónicas se han convertido en el espejo del hombre”, dice George Steiner. Me visto en la oscuridad, me maquillo: subo una ceja más allá de la frente, bajo un labio hacia el costado. Retoco mi cara, y no soy yo.

Siento un chirrido de gomas en la acera, una pelea doméstica enfrente, gritos, susurros, gatos que se fajan: un tren, un avión aterrizando, otra sirena. Oigo Júpiter de Mozart con músicos de negro tocando violines con volutas antiguas. Y, a pesar de la poca batería que me queda, los ojos traspasan: ritmos, intrigas, paranoias a través de la música. “El viejo cuerpo en carne viva por el dolor acumulado, dolor en los puntos de junturas…”, dolor al voltearse entre el viejo, la página, y ella: ese hueco caliente debajo de su cuerpo en la cama.

II

El miedo siempre presente, por una parte, y la esperanza, de que la vida dará un giro salvador a su favor, por otra, estimulaban a las personas hasta tal punto que muchas vidas empezaron a parecerse a los sueños más descabellados.
D. U.

Bajo un aguacero torrencial, arreglaron los cables y regresó la luz, no como si regresara la esperanza. No como si mi amigo muerto volviera. Seguro que es maravilloso introducirse en la noche cuando uno quiere, y quitarla cuando uno también quiere. Ir y venir de la noche. Porque, de allá, no se puede. No sé lo que él estará pasando, o haciendo. Esto superó todas las conversaciones que teníamos la gran noche. Tampoco quiero saberlo. Me basta con la sospecha de que habrá una noche larga enredada para siempre en la manta.

Mientras tanto, trato de borrar las fronteras que me provocan nostalgia: de la azotea, de los grillos, de la cercanía azul de unos ojos y del mar: “¿azul será un color en sí, o una cuestión de distancia? –me pregunto– porque “lo irreal inalcanzable es siempre azul.” (C. L.) Y trato de no coger un avión para buscar aquella noche, retrospectiva: butacas de los cines antiguos cuando aún conversábamos y las ideas parecían menos frágiles de lo que en realidad son.

Pasar una noche dentro de la noche, dentro del cuadro. Ahora, hacen cuartos de hoteles con pinturas famosas de Van Gogh para que uno se acurruque en su cama amarilla, de felpa. Pero allí no permanece su olor a aguarrás, a ocres, a sombras de orejas cortadas al rente que aparecen detrás del marco de la ventana junto a la silla frágil y también famosa. Puedo ahorrarme la noche de Arlés, pero no la escena contigo entrando desde ese otro lugar que no existe a través de la malla de la ventana.

Cubro con la cortina la luz de afuera –la de las mentiras que nos envuelven–. Las que nos diremos para ratificar lo que quedó pendiente, cuando me queda solo la luz de los huesos que trato de envolver y replegar contra la pared. Entonces, los árboles hacen figuras raras de rostros que aparecen colgados entre las ramas, y quisiera volver contigo a los museos donde vi otros rostros que traspasan sombras chinescas que aparecen desde el almendro oscuro.

Pero amaneció sin querer, borrando todo lo que aconteció anoche. Amaneció algo tarde, a las siete y pico, y me tiré corriendo de la cama, porque es tarde para llegar a no sé dónde. Muy tarde para apartar el último sueño contigo en aquel sitio a donde no regresaré: la catedral que no visité, la parada del metro, el helado de té verde de las tardes: “como masticar un jade”, dijiste. La parafernalia de hallar algún lugar intermedio y seguro donde veré por fin a mis hijos, a los amigos entrelazados a sus lunas menguantes, hasta llegar al atajo que no encontré.

Fue una pesadilla vivir aquella noche y las que vendrán: las de la vejez que te distancian cada vez más de lo irremediable. El tío del personaje de Las señoritas de Wilko ya no se acuesta y se sienta, callado, a esperarla. Reproduzco aquella escena y me siento junto a la lámpara, meciéndome. Cruzo las piernas, las descruzo, y escribo algo sin valor en la libreta negra –la de la noche– para que, cuando regrese del tiempo del día, todavía haya algo que poner allí, tragándoselo.

III

Pero sé que no hay nada más natural que el olvido, aunque lo repita una y otra vez con palabras. Mi pesadilla es que no quiero olvidar. Nunca quiero olvidar y arrastro –intentando convertirlo en otra cosa– al pasado: los edificios a punto de caer, los lomos de elefantes de las azoteas colindantes, todo lo que, al moverme, perecería. Mi resistencia a la relatividad: a ser dos y no uno. ¿Cómo comprender la relatividad? ¿Los que éramos ayer al entrar al pasillo de las conversaciones sobre la muerte? ¿Lo que somos al salir por las tuberías, calladitos y sin alternativas a la realidad?

A muchos los halaron a una vida paralela, dijiste. Veo la pecera de la noche donde algunos peces se aferran todavía a sus paredes de cristal: “abren la boca como peces, sueltan burbujas mudas, hacen una triste pantomima…” (D. U.) Creo que nos dejaron haciendo pantomimas contra el vidrio. Yo aquí, embarrada de musgo entre charcos que dejan las gotas después del invierno, y durante el verano por la avalancha torrencial, tratando de escapar –de la noche, de la pecera, de las estaciones, y de ti–, con las imposturas de que seremos felices una vez más, leyendo: Qué aburrido hubiera sido ser feliz, la biografía de Yourcenar escrita por Michèle Goslar, para consolarnos. Buscando esa frase que no se sostiene contra el vitral: yo y tú: “la escena del Dos”, pobres datos de una sintaxis única, pero efímera.

Vagamente me cubro con la manta amarilla, la de Arlés. Tiene un toque que proviene de aquellas mantas huecas que, en verdad, ya no nos cubren. Permanezco en el cuadro, porque es mejor fingir que dormiré; fingir conversaciones profundas, incrédulas. Algo que no sea rotundo: frágil y manso que se puede acariciar como un peluche. Voy llenando de peluches el respaldo de la cama, esa desazón contra el vacío de la noche para parecer normal. Lo acurruco junto a mi brazo y lo cambio de puesto al voltearme, todo me puede faltar, menos él. Pero tampoco vuelves desde aquella malograda palabra común-: felicidad. Esa palabra ya no cuenta, haciéndonos más infelices cada noche si eso fuera posible.

Entra entonces por la pantalla diminuta La noche de Antonioni, la vuelvo a ver. Escribo sobre ella: los vestidos oscuros durante la fiesta iluminan el rostro de Marcello Mastroianni con claroscuros –como antes iluminaban las volutas de los violines en Júpiter–. Ese rostro de mi padre otra vez, sobreimpuesto al rostro de otro. No sé por qué, pero me extasían: “la opacidad, la calma, la disección, la penumbra, la morbidez, la suavidad, el sosiego, el silencio, el mutismo”. Traspaso las imágenes hasta que me contagian de una calma extraña sobre las piernas y los brazos entumecidos, acalambrados, y duermo contra el rostro tuyo y el de mi padre Mastroianni entre los dedos.

La de Arlés

Siento que esa manta amarilla
–la inexplicable manta que nos protegía–,
no cubre suficientemente ya
las sensaciones que tuve
hasta conformarme.
Y se ha encogido contra mis huesos
por donde sobresalen
partes sabias que abandoné.
¿Dónde quedaron reprimidas,
o desperdigadas?
Tampoco lo sé.
Más lejos quizás de aquel rincón
sobre la indiferencia de unos cuadros
y una cultura
donde nos ocultábamos.
Ahora hay trastos con los que tropiezo
por dondequiera que vaya
aunque no sirven más
que de atrezo para figurar.
Pero tampoco quiero figurar más

Que cuando me tomes
de la mano para bajarme
de aquellas impresiones
recurrentes
que han quedado colgando
como si fueran hechos
y no son más que obstáculos,
sientas que algo amarillo
y cálido nos cubrirá
otra vez.

REINA MARÍA RODRÍGUEZ
REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Es una de las voces prominentes de la poesía cubana contemporánea. Entre sus libros destacan Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) o Travelling (1995, reeditado por Rialta Ediciones en 2018). En 2024, Alliteration Publishing publicó la antología bilingüe de su poesía Jigs and Lures: Selected Poems, con traducción al inglés de Kristin Dykstra. Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como también ha sido merecedora del Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Fue finalista del Premio Internacional de Literatura Neustadt en 2022. Sus documentos se conservan en la Biblioteca de la Universidad de Princeton.

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