Una mentira repetida muchas veces se convierte en verdad. Pero ¿qué pasa cuando una verdad se repite muchas veces? Se inserta en la realidad hasta volverse cotidiana. No importa cuán horrible sea, terminará normalizándose. En México, más de diez personas desaparecen cada día. Así ha sido durante años y así se ha dicho infinidad de veces con muy pocos matices. Los desaparecidos, con el tiempo, desaparecen también de la agenda pública porque, de tanto espanto, la sensibilidad colectiva se inmuniza. Solo el lenguaje puede, en cierto modo, traerlos de vuelta. Solo el lenguaje puede hacer que volvamos a hablar de ellos.
Los vivos (Random House, 2024), la última novela del escritor mexicano Emiliano Monge, es quizás la metáfora más exacta de la realidad más terrible de México, la de los desaparecidos. No es un libro que ofrezca respuestas, sino un nuevo ángulo desde donde pensar el fenómeno que le sirve de pretexto, un quiebre lingüístico, un movimiento de cámara –si se quiere– para volver a ver.
En la novela, Monge rehúye de los estereotipos y crea un universo fantástico, veraz y con un lenguaje propio, en el que los desaparecidos de un lugar aparecen en otro, de manera que siempre hay un sitio donde están siendo buscados. Los aparecidos/desaparecidos, sin embargo, no son personajes vacíos o espectrales; tienen agencia, deseos y, sobre todo, voz.
Emiliano Monge dirá más abajo que la voluntad de hacer literatura es batirse con el lenguaje, luchar cuerpo a cuerpo con él. Visto así, su obra literaria recuerda aquel relato de Joseph Conrad en el que dos oficiales del ejército napoleónico se retan a duelo una y otra vez, movidos más por una necesidad existencial que por un motivo aparentemente razonable. En el caso de Monge, de cada enfrentamiento sale un libro distinto a los demás, un universo independiente, una historia autónoma y, sobre todo, una nueva manera de decir algo.
Empecemos por el fragmento de una conversación entre Lucía y Vestigia, que es como abre la novela. Lucía, un personaje con una voz muy propia y que suele dialogar apoyándose en datos curiosos del mundo animal, habla en ese fragmento de las ranas y cuenta que estas solo ven cuando hay movimiento. Si todo está en calma, recalca, son ciegas. Al final, plantea que así debería pasar cuando leemos y cuando escribimos. Esta especie de epígrafe parece una declaración de tu idea de la literatura…
Creo que la literatura es una mezcla de lo que sucede en el mundo y una mirada particular. Lo que pasa en el mundo se transforma en literatura con la mirada de alguien, y no solo con la de quien escribe, sino también con la de quien lee. Las ranas, como explica Lucía, contemplan un espacio; pero si nada se mueve, nada ven. Solo cuando se genera un movimiento, el mundo se muestra ante sus ojos. La realidad está ahí y la rana solo la ve cuando algo cambia. Con esto quiero decir que la literatura puede hacer eso: que el mundo que está frente a nosotros sea distinto. La literatura es ese movimiento que nos puede hacer ver.
En otras entrevistas y presentaciones de la novela has mencionado que los testimonios sirvieron de materia prima para la construcción de esta historia. Y jalando un poco de ese hilo, pienso ahora que el testimonio (como género autónomo) y el periodismo tienen una función muy clara, dar cuenta de la realidad. La desentierran, la visibilizan –a veces, sin pudor, la exhiben—y, en ocasiones, intentan explicarla. En ambos casos hay una responsabilidad política evidente, un compromiso. Pero la ficción, teniendo en cuenta que el tema que gravita sobre Los vivos es la desaparición, ¿puede tener también un compromiso?
Podemos establecer distancias entre el periodismo, el testimonio y la literatura de ficción, pero también podemos emborronar esos límites. La literatura latinoamericana hace ya mucho tiempo lo hizo. Pensemos, por ejemplo, en Operación Masacre de Walsh. Y si hablamos de la generación de Bolaño, Castellanos Moya, Rey Rosa y Claudia Hernández, los límites quedan incluso más difusos. No obstante, esas líneas divisorias pueden emborronarse solamente si asumimos que hay un compromiso en todos los casos. Lo fundamental, por tanto, es ver dónde está ese compromiso. Como no me dedico al periodismo, no podría decirte en qué lugar cae su compromiso. De ser periodista, seguro tendría una certeza, aunque sea personal. Pero en la literatura siempre digo que esa responsabilidad política está en el lenguaje y no en la historia que escogemos.
¿Y cuál sería el “aporte” del compromiso con el lenguaje que tiene la ficción?
Hace no mucho, en una plática, Castellanos Moya hablaba de cómo se relaciona la literatura con algo tan específico como la violencia. Invitó, por un momento, a pensar que vivimos en un pueblo latinoamericano cualquiera donde la violencia estalla y se hace presente. Sales a caminar y por primera vez te topas con un cadáver. En ese momento, la visión te impacta físicamente, tienes que detenerte, te dan ganas de vomitar, te parece espeluznante. La segunda vez que encuentras un cuerpo volteas la cabeza y te cruzas la calle. La tercera vez, lo rodeas o lo brincas. La cuarta, lo miras y dices: “Ay, mira, ese quedó despeinado”.
La realidad es así de brutal, y este ejemplo habla de cómo la violencia se va deslavando con la repetición. Cuando algo tan terrible se naturaliza, solemos apelar al humor o la indiferencia. En ese punto, hay una ruptura del tejido sensitivo del dolor, y es cuando necesitamos que eso que se ve como normal sea visto ahora desde otro lugar, mover el ángulo. Tiene que ver un poco con el ejemplo de la rana. De tanto ver el cuerpo, ya no lo ves, el cuerpo “no está”. Para que aparezca de nuevo, algo tiene que cambiar; y creo que la ficción es capaz de hacernos ver desde muchos otros lados. Darle otra forma al suceso lo hace aparecer otra vez y, de paso, evita la pornomiseria.
Tristemente, al menos desde el periodismo, la pornomiseria explícita es muy recurrida para tratar estos temas.
La salida más común es esa: restregar la violencia, la sangre, el dolor. Pero si logramos mover el eje, la realidad aparece una vez más sin necesidad de lo anterior. Y creo que la ficción tiene esa capacidad de trasladar al lector del lugar del que se mira normalmente a otro punto de visión.
Como una cámara…
Sí, como una cámara. Se ha hablado bastante de que el cine ha tomado muchas cosas de la literatura, pero no tanto de lo que la literatura ha tomado del cine. ¡Y vaya que ha tomado! Antes del cine, la literatura estaba contada casi siempre en primer plano. Los otros puntos de vista, que en un filme puede ofrecer una cámara, aparecieron en la literatura después del cine. Diría que las variadas formas del narrador cambiaron, en gran medida, gracias a la manera de contar de una cámara.
Volviendo al tema anterior, añadiría que el periodismo, en teoría, tiene un compromiso con la verdad objetiva, algo a lo que la ficción no está de ningún modo atada.
En efecto, el periodismo, de algún modo, se debe a una idea de la verdad; no filosófica, pero sí cotidiana. La ficción, no. La ficción se debe más a una idea de la veracidad que surge ya planteado el presupuesto del nacimiento de otro mundo, de otro espacio, de una metáfora. Además, creo que el periodista no piensa en un lector cuando escribe, sino en lectores, en plural. El escritor, en cambio, sí piensa en un lector, en un sujeto individual. Cuando uno escribe ficción se hace siempre una idea farragosa de alguien.
¿Y cómo es ese lector en quien piensa Emiliano Monge cuando escribe?
Sucede que hace poco entendí que no era una persona: es el lenguaje.
¿El lenguaje?
Sí, y creo que lo entendí cuando leí una entrevista en la que le preguntaron a Montalbetti quién le gustaría que leyera sus libros. Él dijo: Séneca, Ovidio y Vallejo. Al principio, pensé que era un pesado y que aquella respuesta era del tipo que me da hueva leer. Sin embargo, después le preguntaron por qué los había mencionado a ellos. Montalbetti respondió que los había elegido porque, para él, Séneca, Ovidio y Vallejo son el lenguaje, la encarnación del lenguaje. Y tiene razón. Los escritores escribimos pensando en el lenguaje, y el lenguaje está representado por otros escritores, aunque no pensemos en ellos específicamente. Al final, trabajamos por aportar algo al lenguaje, por cambiarlo, por entenderlo, por amputarlo.
Y si mencioné la figura del lector individual en quien piensa el escritor y la del lector plural del periodista es porque creo que el periodismo puede cambiar la visión de un grupo de personas y la literatura no. La literatura cambia la vida de alguien, actúa sobre la vida íntima de un lector o al menos intenta arañarla tantito. Esto es algo que normalmente no se piensa, pero que establece la mayor distinción entre el periodismo y la ficción, mucho más que cualquier postulado ético, filosófico o profesional.
Sabiendo que los testimonios fueron parte de la materia prima con la que se construyó Los vivos, resulta interesante que hayas decidido trabajarlos de la manera en que lo hiciste. Les das una forma nueva, de manera que se intuye fácilmente que están ahí, de fondo, aunque no se muestran.
Los testimonios fueron también materia prima de Las tierras arrasadas (Literatura Random House, 2015). Muchos de los que sirvieron para esa novela tenían que ver con desapariciones, sobre todo de centroamericanos en México. Y desde entonces me quedó ese tema girando. Yo sabía que quería escribir de la desaparición y tardé muchísimos años en encontrar el punto de partida. Durante ese tiempo hablé con más familiares, conocidos, amigos y parejas de “personas en condición de desaparición”, que es como los llama la autoridad. Pero, a diferencia de Las tierras arrasadas, donde se usaron casi textualmente, decidí no hacerlo de esa forma. De hecho, una de las cosas en las que me atoré fue en buscar una manera de no abandonar los testimonios y, al mismo tiempo, no usarlos.
Hace unos días, recalcaba que es muy diferente cuando te cuentan algo que ya sucedió a cuando te cuentan algo que no ha terminado, que está sucediendo, como puede ser una desaparición. En este sentido, usar el testimonio de alguien que aún está esperando es complejo, o a mí me resultaba éticamente incongruente con el libro que quería hacer. Usar los testimonios, mostrarlos, me parecía entregarle al mercado algo que no le corresponde. Por tanto, preferí entender la forma de esos testimonios y tratar de escribir apegado a esa forma.
En Los vivos se nota mucho tu preocupación por el lenguaje. Encontrar esa preocupación, que se manifiesta en el trato explícito a dicho tema, me pareció muy acertado porque creo que pocas palabras tienen tanta fuerza como “desaparición”. Decir que alguien está desaparecido tiene una enorme carga política y, a la vez, nos habla en y desde muchos otros planos. Por ejemplo, nos habla de una búsqueda y de todos los sentidos implicados en la posibilidad y la esperanza del encuentro.
Creo que esa preocupación tiene que ver, entre otras cosas, con eso que mencionas, con lo que comunican explícita e implícitamente las palabras centrales de la novela: desaparición y aparición. Cuando refieren a cosas son muy elocuentes, pero cuando refieren a personas se pierden dentro de una multitud de sentidos. Al ser ese el centro de la historia, me obligaba a hablar del lenguaje.
Alguien ajeno al tema de la violencia en América Latina o que tenga solo los referentes de las dictaduras del pasado siglo en la región podría pensar que qué sentido tiene nombrar a alguien como desaparecido cuando lo más probable es que esté muerto.
Así es, pero esa asociación se da si lo ves exclusivamente como vida. Pero no solo desaparece alguien vivo. Muchas veces está desaparecido un cuerpo y lo que se exige es que aparezca ese cuerpo. En este sentido, el reclamo sigue justificado desde el lenguaje y el acto político. Queremos el cuerpo, queremos el derecho al duelo. Lo que está desaparecido también es el derecho al duelo de quien espera.
Lo anterior tiene que ver con lo que decía Marina Azahua en una presentación de Los vivos: “desaparecido no es solo el que no está, sino el que está siendo buscado”. Ese es un matiz muy importante. Ser buscado implica a alguien más, y ese alguien más es a quien corresponde dar sentido a la palabra. Además, en tanto alguien no haya sido declarado muerto, tampoco podemos decir que no está vivo. Incluso, si nos ponemos pragmáticos, es complicado. Las cifras de desaparición no distinguen. Hay quienes desaparecieron a manos de alguien, otros que lo hicieron voluntariamente, muchos son parte de los ejércitos del narco o están retenidos en los campos de trabajo del narco. El fenómeno no se limita al desaparecido político de hace varias décadas, el de los vuelos de la muerte y la Guerra Sucia, cuando era fácil decir que una persona murió a manos del ejército. Aunque suene extraño, uno de los horrores que aparecieron con la llegada del crimen organizado, el narcotráfico y la trata de personas es la incertidumbre, la posibilidad de que los desaparecidos no estén muertos. Dentro de la palabra “desaparición”, como queda claro, hay una cantidad de sentidos enorme, y por eso el lenguaje es tan importante para mí en esta novela.
Podría decirse que el lenguaje en Los vivos es casi un personaje…
Lo es en toda la regla. El tiempo tiene sentido porque estamos vivos o muertos, y creo que con el lenguaje sucede algo parecido. Si no estamos vivos o muertos, el lenguaje pierde su dirección. De algún modo, eso me reforzó la idea de que tenía que ser un personaje en la novela. El lenguaje es el vaso comunicante que existe entre el mundo de los personajes y el mundo del lector. Pero, por otro lado, los personajes de Los vivos desaparecen de un lugar y aparecen en otro, y lo único que conservan es el lenguaje. Además, hay otro vínculo entre universos: el narrador, que es también lenguaje puro.
Esto también tiene que ver con lo que hablábamos antes del compromiso. Cuando menciono este tema, siempre cito la discusión que tuvieron Vargas Llosa y Saer en el periódico El País hace ya un tiempo. Vargas Llosa defendía que el compromiso en la literatura estaba perdido. La literatura, decía, está condenada a ser panfletaria. Saer, entonces, le dio una revolcada. El problema, dijo Saer, es que Vargas Llosa no entendía dónde está el compromiso en la literatura. El compromiso político no está en qué historia eliges contar, sino en cómo la vas a contar, en el lenguaje. Siempre habrá un compromiso si en cada historia usamos un lenguaje diferente al lenguaje de la cotidianidad o al lenguaje del poder. Puedes hacerlo conscientemente o no, pero dedicarse a la literatura es narrar con un lenguaje diferente.
En Los vivos percibí algo que solo he encontrado en novelas donde la muerte o el dolor están presentes –pienso, por ejemplo, en Pedro Páramo–. Me refiero a una palabra central que quizás pase más desapercibida que “desaparición” y “aparición” y que, a la vez, tiene que ver con estas: “ilusión”. La ilusión entendida como anhelo, como la esperanza de que, en este caso, aparezca alguien, y también la esperanza de ese alguien que desea ser encontrado. Pero esta moneda tiene otra cara: la de los “aparecidos”. Un aparecido siempre remite a algo espectral, a un espejismo, una ilusión…
Retomando lo que hablábamos antes, creo que el periodismo puede contar la historia de un desaparecido hasta el momento de la desaparición y lo que está pasando con las personas que buscan, pero no el paréntesis que hay en medio. No puede decirnos nada de lo que le está sucediendo al desaparecido o dónde está, porque no se sabe. Ese agujero, ese vórtice, es un lugar al que solo pueden acercarse el arte y la literatura. Ese mundo al que se asoma Los vivos es una aparición y, por tanto, en la novela hay muchas cosas que tienen que ver con la ilusión en los diferentes sentidos de la palabra. ¡Incluso en el de la prestidigitación mágica! Sí, es una novela de ilusiones. La historia está tirada por la ilusión. Marina Azahua también se preguntaba en aquella presentación que ya mencioné “¿qué buscan quienes son buscados?”, y lo que están buscando en la novela es precisamente una ilusión.
No sé si le habrá pasado a otros lectores, pero mientras avanzaba la novela, sentí que me remitía al teatro clásico, sobre todo a la tragedia griega. Solo el título me hizo recordar otros como Las tranquinias, Los persas, Las suplicantes o Los rastreadores. Luego están los títulos de los capítulos, que presentan a los personajes que seguiremos en una escena, y la dramaturgia de los diálogos. Finalmente, para rematar, la voz del narrador, que en muchos sentidos me recordó al coro. Es un narrador intrusivo que ubica a los personajes, introduce escenas, aclara tiempos, nos deja ver de refilón ciertos destinos.
En el proceso de la escritura hay un montón de cosas que hacemos consciente y racionalmente, y otro montón que no. Cuando se escribe, muchas cosas salen, digamos, por intuición. Después, cuando las tratamos de explicar, podemos echar mano a casi cualquier respuesta porque explicar que algo fue construido por intuición es fácil de disfrazar. En este caso, ahora que lo pienso, no creo que sea casual que empezara a pensar en Los vivos cuando terminé Las tierras arrasadas, en la que había una voluntad absoluta de que fuera como una tragedia clásica. En Los vivos hay un tono similar, aunque no sea consciente. En la novela, por ejemplo, hay un oráculo, y todo el tiempo está presente la búsqueda de ese oráculo. No hay nada más propio de la tragedia clásica que eso, y es algo que ni siquiera aparece en Las tierras arrasadas.
Creo que nadie ha contado la tragedia mejor que los griegos. Después de ellos, solo ha habido ecos de esa forma. No se ha hecho mejor, digamos. Entonces, si uno quiere hacer algo que tiene que ver con la tragedia, necesariamente hay un diálogo con esas obras. Los griegos, además, entendieron muy bien que la tragedia no es solo tragedia, sino que está llena de muchas cosas más. Con el tiempo eso se ha ido desvistiendo y ha quedado la tragedia pura, y creo que eso la desvirtúa. En la tragedia debe haber de todo. De hecho, creo que se trata más de un sentido trágico que de tragedia en sí. Y eso, por supuesto, estuvo en la manera de escribir y presentar el libro.
Con el narrador pasó algo curioso, y es que apareció tarde. En mí es extraño, porque siempre tengo muy clara la figura del narrador y parto siempre de ella. Al principio, sin embargo, solo tenía claro que era una novela que contaban los personajes. La primera versión era solo un intercambio epistolar entre Vestigia e Hincapié, sin una voz que mediara. El niño, por su parte, se contaba primero a sí mismo, y la historia de Lucía y la vidente la contaba Lucía. Después, por la necesidad de silencio del niño, dejé que apareciera este narrador, que terminó comiéndoselo todo de golpe. Se apropió de la historia y ahí, de pronto, el lenguaje se volvió todavía más importante en la novela. De algún modo, el lenguaje, como el narrador, se fue imponiendo. Y es cierto que el narrador funciona en el sentido de un coro de tragedia griega, quizás no tanto cuando nos está contando algo como cuando nos muestra algo de los personajes y funciona como una acentuación de determinadas cosas y destinos.
Ahora que mencionas esto de que hay una figura que se impone en la novela, recordé una entrevista realizada al escritor chileno Diego Zúñiga a raíz de la publicación de Tierra de campeones (Random House, 2023). Zuñiga, que estuvo también muchos años trabajando esa novela, decía que hay un momento en que el escritor no tiene todo el control y debe aprender a escuchar al texto.
Eso es muy importante. Cuando un escritor dice algo así es muy fácil pensar que está loco. ¿Cómo va a querer el texto algo que el escritor no quiere? Pero es real. Hay una etapa de la escritura en que empieza a suceder. Al principio, el que está escribiendo lo decide todo, pero en cierto momento el mundo que se ha ido creando todos los días, poco a poco, se encierra en sí mismo y se convierte en una burbuja. A partir de ahí tiene leyes, reglas, por tanto, hay cosas que ya no pueden suceder dentro de él. Ese es el momento en el que debes escuchar al texto, porque puedes querer que algo pase, pero eso ya no puede pasar. Uno se da cuenta porque el texto te dice muy claramente “no”; entonces entiendes que el universo ya está creado y tiene sus lógicas propias. Comienzan a pasar cosas dentro de ese universo, pero, sobre todo, también comienzas a notar que hay cosas que de ninguna manera podrían suceder. Ya no eres omnipotente. Una decisión tomada sin respetar las reglas del mundo que creaste rechina, entorpece. Da mucho miedo porque uno está entregado obsesiva y compulsivamente a controlarlo todo, y cuando esto ocurre, debes asumir que ya no podrás seguir así.
Comienzas a tener las opciones limitadas…
Sí, por supuesto, pero también empiezan a aparecer opciones que no habías visto o que no pensaste que aparecieran. Mientras escribía la novela, me preguntaba sobre la búsqueda de la vidente por parte de Lucía, sobre esa necesidad suya de pensar en la vidente y en si esta era real o no. Y en algún punto entendí de que la verdadera vidente es Lucía. Eso fue algo que sucedió en la novela y yo no había planeado. Cuando lo descubrí, me di cuenta de que así debía ser y, aunque quisiera, no podía evitarlo. La otra vidente se me iba a volver un poco de cartón piedra, pero ni modo.
Durante la escritura muchas cosas aparecen, y por eso también, en cualquier gran novela, a veces desaparecen otras de la trama sin explicación. Sucede porque dejaron de tener lógica cuando el texto tomó el control y empezó a tener sus propias reglas. Esto también le da sentido a los universos literarios.
Hablando de universos literarios, hay algunos que solo pueden percibirse en un conjunto de obras unidas, ya sea por una forma específica del lenguaje, las características de los personajes, la atmósfera, el trasfondo. Pero en tu caso, aunque has escrito libros en los que se pueden encontrar estos vínculos (casi en pares), es más lo que los distancia que aquello que los une. ¿Cuando inicias un proyecto lo haces con la voluntad de que sea así de diferente a los demás o es, simplemente, algo que sucede inconscientemente?
Hay una voluntad consciente de que la escritura sea, primero que todo, un reto. No me interesa volver a algo que haya hecho. Para mí, la escritura es volver a empezar. Hay una historia por ahí, rondándome, y le doy vueltas y vueltas hasta que encuentro una forma de contarla totalmente distinta a lo que hice hasta entonces. Si mientras escribo reconozco que estoy haciendo algo que ya hice en un libro, paro y lo deshago todo. No busco en la escritura respuestas instantáneas ni soluciones; busco construcciones. Y la única manera de encontrar eso es retarse con el lenguaje, batirse cuerpo a cuerpo con él, hacer cosas distintas. Es una especie de mantra que desde el principio me orilla y obliga a buscar nuevos modos de contar. Por otro lado, las historias exigen modos. Hay historias que se pueden contar en primera persona, aunque sería mucho mejor hacerlo en tercera persona. La historia siempre te dice cómo será. Algunas te dejan claro que las tienes que contar en un día, otras te dejan claro que las tienes que contar en cien años. Y luego está la cuestión de los narradores y el lenguaje.
Cuando escribo, soy consciente de que quiero que un libro sea distinto a todos los anteriores. Incluso, te diría que en No contar todo (Literatura Random House, 2018) y Justo antes del final (Literatura Random House, 2022), que tienen tanta cercanía, hay muchas diferencias porque desde el principio supe que serían dos libros. Cuando empecé a escribir No contar todo supe que el límite de la historia que buscaba contar era la de esa otra novela que ya estaba pensando. Cuando escribí Justo antes del final la frontera ya estaba: era la novela que había escrito antes. Entonces, son dos territorios totalmente distintos, aunque pudieron ser publicados juntos.
Cada una de tus novelas tiene lo que, personalmente, creo que debiera tener toda gran novela: ser un universo en sí mismo, con una atmósfera propia en la que, como lector, me sienta retado y atrapado; un mundo que, por más fantástico que sea, se sienta veraz, que no se contradiga y permita dejarse llevar por sus reglas.
Y que, pensando en el conjunto, sea siempre distinta. Esto es algo personal, que me hace bien por como soy, y es no preocuparme por eso que llaman la “carrera literaria”. Cuando me dicen “tus libros” pienso en varias cosas distintas, separadas entre sí por completo. No pienso en un cuerpo. Y eso ayuda mucho a que cada uno sea diferente, aunque, claro está, sean mis libros. Para explicarlo, últimamente recurro a la metáfora del pulpo. El pulpo tiene un cerebro central, que sería el autor, pero cada tentáculo tiene también su cerebro. Cada tentáculo conoce el mundo de manera distinta a los demás y, a la vez, se vinculan al cerebro central. Me gusta la idea de que mis libros no se parezcan, aunque se sepa que son míos. Eso se ve, sobre todo, en los de relatos: Arrastrar esa sombra (Sexto Piso, 2008) y La superficie más honda (Literatura Random House, 2017) no tienen nada que ver, y el que estoy escribiendo, menos…
¿Estás escribiendo un libro de relatos?
Ya está… o, bueno, más o menos. Es un libro que es como una trampa, porque llevo muchos años utilizándolo como estancia entre novelas. Lo he rehecho mil veces. Que sean textos individuales me permite continuar trabajando en ellos. Es absurdo, porque podría seguir así muchos años más, hasta completar 1 000 páginas, o elegir cinco textos que encajen bien como un libro de 120 páginas, como dice el canon que debe ser un libro de relatos. Por ahora, es solo un espacio de seguridad donde la escritura es distinta a la del resto de proyectos que he tenido.
¿Te sirve entonces para ejercitar la escritura entre novela y novela?
Sobre todo, me sirve para no desesperar. Estar sin escribir me pone mal: me extravío mucho, me pongo de pésimas. No me aguanto a mí mismo en este lugar; necesito un espacio en el que se esté creando un universo para no estar solo aquí. Aunque ahora reconozco que ese sentimiento que tiene que ver con la necesidad y la urgencia por escribir, ese malestar por no estar creando, ha ido cediendo terreno al cansancio. Creo que es algo que tiene que ver con la vida.
De algún modo, cada vez es más evidente para mí que empezar un libro necesita un acopio de energías enorme. Yo terminaba uno y empezaba otro al momento, pero ahora siento que termino y necesito dejar pasar. En ese dejar pasar he aprendido, de a poco, a convivir con mi incomodidad de otras formas. Ya es menos la urgencia por empezar a escribir porque siento que no tengo la energía necesaria.
¿Te refieres a la energía creativa? ¿Crees que la energía creativa se agota?
Creo que no es inagotable. Durante mucho tiempo hice la broma de que los escritores y las escritoras de América Latina deberíamos dejar de escribir a los 50 porque después de esa edad lo que se hace es basura. Ya me estoy acercando a los 50 ¡y quizás no se trataba de una broma! Creo que era un vaticinio, o quizás se me revele como una autoprofecía cumplida.
En fin, creo que la energía de la creación se va atemperando muchísimo, aunque se compensa con otras cosas, como la experiencia. Ideas tengo, pero ya voy necesitando hacer acopio de fuerzas para encontrar lo que exige iniciar la escritura: la voz, la forma, el escenario, las características de los personajes. Tal vez por eso tengo ese libro de relatos sin terminar, porque sé que siempre estará ahí. Y cuando ese libro me comience a rechazar, sabré que debo empezar una novela.