Con Parthenope (2024), Paolo Sorrentino no ha venido a contar una historia. Ha venido a decorar una abstracción. Más que un personaje, Parthenope resulta una idea: etérea e inverosímil, habla como si en cualquier momento fuera a evaporarse o convertirse en metáfora. No dice, declama. Más que vitalismo, hay pose. Y si algo se propone esta película, desde su apertura hasta su languidez final en Nápoles –pasando por Capri, esa siren land conquistada por el turismo, convertida en boutique de lo mítico–, es que todo en su universo debe hablar como si ya se percibiera como icono. Como si cada línea hubiera sido recitada por un epígono de Rilke. Y eso, inevitablemente, agota, porque es una energía impostada, programada para fascinar.
Sorrentino siempre ha sido un director de la imagen. Eso, en sí mismo, no implica un defecto. En sus mejores obras (La grande bellezza, È stata la mano di Dio), el esteticismo servía como envoltorio de una ironía feroz, de una melancolía aguda, o al menos de un intento por comprender lo grotesco de lo sublime. Pero en Parthenope, la forma no envuelve nada: es la cosa misma. El cuidado por el plano perfecto se convierte en una tiranía de lo hermoso. La forma ha devorado al fondo. La composición visual resulta tan meticulosamente simétrica, tan obsesionada con la armonía pictórica, que paraliza todo impulso narrativo. Y el montaje, lento y reverencial, parece hecho para que cada plano sea contemplado como un fresco, no como parte de una secuencia fílmica.
Y sí, hay momentos. Miradas, encuadres, algunas frases. Ecos de algo que fue cine y ahora se recita a sí mismo. Son esos destellos los que confunden al espectador esperanzado. Pero no: retorna el eco. Una resonancia ya sin referente, una memoria de cine disfrazada de obra nueva.
La película atraviesa las décadas como si fueran salas de museo. Cada etapa en la vida de Parthenope es una instalación distinta: iluminación precisa, escenografía cuidada, una frase icónica colgada en la pared. Los personajes secundarios entran y salen como si fueran parte de una exposición. Gary Oldman como John Cheever, por ejemplo, funciona más como una curiosidad de casting que como un aporte real al relato. Si es que hay un relato, porque Parthenope, como su protagonista, resulta más emblema que persona.
Podría decirse que Sorrentino ha hecho una película sobre la belleza femenina, sobre Nápoles (siempre Nápoles), sobre la nostalgia, el arte, la vida. Pero lo ha hecho como quien contempla una pintura desde el cordón de seguridad. Todo está ahí, dispuesto con precisión quirúrgica, pero en estado de vitrina: quieto, pulcro, distante. Parthenope quiere hablar del mundo con una voz despersonalizada, seleccionando, embelleciendo, replicando. Sin riesgo, sin temblor, sin el desorden de lo vivo.
El suicidio del hermano de Parthenope –llamado Raimondo, como si el nombre ya cargara con un peso arcaico–, que es el eje emocional del filme, se diluye como una anécdota decorada. Su muerte se narra con la misma distancia con que se encuadra la perfección idílica de Capri. La tragedia se vuelve postal. El dolor también debe obedecer al mandato estético. Y si el suicidio transforma algo en la protagonista, no la sacude: la reubica en el cuadro, le asigna un nuevo gesto.
La escena de la gran fusión entre las dos familias de la Camorra parece sacada de una ópera en clave kitsch: grandilocuente, coreografiada, entre lo grotesco y lo ceremonial. Se convierte en una especie de carnaval criminal que, más que mostrar poder, reafirma el tono excesivamente teatral que impregna toda la película. Una coreografía del crimen sin tensión real, en la que hasta lo siniestro parece obedecer a esa estética de laboratorio.
Esa misma lógica se repite en la cópula entre Parthenope y el camorrero en el mar, momento que Sorrentino plantea como una especie de boda entre lo mítico y lo sórdido. Las nupcias de la sirena con el submundo. Pero más que transgresión, asistimos a una estilización de lo crudo. Todo se vuelve alegoría: la carne se convierte en símbolo, el deseo en metáfora. Lo sexual no irrumpe: se representa.
La teatralidad alcanza un punto de inflexión en la escena en que Parthenope camina por los callejones junto al camorrero. El encuadre, la iluminación, la disposición de los figurantes: todo parece más pensado para una ópera barroca que para una ciudad viva. El vigor está ausente; en su lugar hay artificios calculados que no buscan representar, sino evocar, como si la ciudad misma actuara una versión idealizada de sí misma.
Y claro, Fellini. Pero aquí no como inspiración sino como agotamiento. Sorrentino parece haber agotado los gestos del maestro, adoptados con exactitud en películas anteriores –por ejemplo, la escena de la comida familiar en È stata la mano di Dio, tan cercana a las de Amarcord–. Ahora, la apropiación del imaginario felliniano se vuelve cansina, repetitiva, una pantomima de lo onírico sin su inconsciente. Como si la fantasía se hubiera vuelto fórmula, y el delirio, trámite.
Incluso los elementos más grotescos, como el hijo deforme del profesor –aparición digna de un simbolismo fortuito–, ni perturban ni desestabilizan. No hay extrañeza real, solo el gesto estético del extrañamiento. Todo está previsto, cuidadosamente afectado.
Y cuando aparece la Parthenope mayor, antropóloga retirada, el ciclo se cierra sin sobresaltos, sin epifanía. Su envejecimiento no es decrepitud ni memoria, sino la fase terminal del icono. Como si envejecer fuera simplemente adoptar una nueva pose. No hay historia que se cierre, solo una imagen más –con el Napoli campeón: el fútbol es la nueva grande belleza— para completar la galería. Esa elección, en el fondo, insinúa que tal vez el único relato capaz de mover verdaderamente la pasión popular en esta Nápoles congelada por el cine sea el de la cancha. Allí donde la emoción no se dirige: irrumpe.
Parthenope, como figura mítica, arrastra la carga simbólica de su nombre: la sirena cuyo cuerpo, según la leyenda, dio origen a Nápoles. Norman Douglas, en sus paseos literarios por Capri y Nápoles, advertía de la ambigüedad perpetua de la ciudad: entre la vida y la representación, lo sensual y lo sepulcral. En ese contexto, Parthenope no encarna a una mujer, sino a la sirena domesticada por el turismo estético, por la belleza que ya no canta para hechizar, sino para ilustrar. Sorrentino toma esa figura y, en vez de devolverle la voz, la convierte en superficie pulida. Nápoles, que debería ser magma, exceso, carne, aparece como una postal melancólica. Las sirenas dejaron de arrastrar marineros al abismo, para empujar espectadores hacia el bostezo reverente.
Donde el propio Sorrentino (en È stata la mano di Dio) y otros cineastas italianos han convertido Nápoles en un organismo vivo –pienso en Martone con su rugosidad teatral, en Rossellini con su crudeza inmediata, incluso en el Visconti de la decadencia–, aquí se convierte en un salón de espejos.
Truffaut pensó el cine como una mezcla de espectáculo y confesión. En Parthenope, hay mucho de espectáculo, pero la confesión ha sido reemplazada por el aforismo. Donde podría haber emoción desnuda, hay sentencia. Donde cabría fragilidad, se coloca una imagen. Esta vez, Sorrentino destierra el riesgo: no hay infancia robada, ni deseo balbuceante. Hay un mármol pulido. Y punto.
El espectador entra con la disposición de quien visita un templo –porque se trata del mismísimo Sorrentino–, pero no encuentra una religión, sino un showroom de espiritualidad. Todo está colocado con devoción por el detalle, pero ese espíritu que sopla (donde quiere) en los grandes relatos, está ausente. Y esa ausencia no es vacío creativo, sino una elección. Sorrentino no quiere conmovernos. Quiere que (lo) admiremos.
Bella película fallida: ese podría ser su epitafio. Porque talento hay, de sobra. Pero le falta vida. Y sí, porque cuando lo kitsch –ese “arte de la felicidad prefabricada”, dijo Hermann Broch– secuestra a lo estético, termina por cansar. Parthenope: ese lienzo minuciosamente pintado donde la emoción ha quedado herméticamente atrapada.
Lo más frustrante no es que Parthenope falle. Es que promete: deja entrever, en ciertos destellos, que pudo haber sido otra cosa. Que pudo haber cantado con voz entera. Pero Sorrentino eligió el eco. Y el cine, al final, también deviene lo que su público consiente. Tal vez el eco sobreviva, porque casi nadie se atreve a escuchar otra cosa.
«Parthenope no encarna a una mujer, sino a la sirena domesticada por el turismo estético, por la belleza que ya no canta para hechizar, sino para ilustrar».
«… la apropiación del imaginario felliniano se vuelve cansina, repetitiva, una pantomima de lo onírico sin su inconsciente. Como si la fantasía se hubiera vuelto fórmula, y el delirio, trámite».
«… esa ausencia no es vacío creativo, sino una elección. Sorrentino no quiere conmovernos. Quiere que (lo) admiremos».
Nueva crítica de cine en ciernes. Delectable.