“¡Merdre!, exclama el Padre Ubú haciendo su entrada en la primera escena de Ubú Rey, el clásico de los clásicos del grotesco escrito por Alfred Jarry, y representada por primera vez en diciembre de 1896 en París. “¡Mierdra!”, con la erre incrustada entre medio de la última sílaba, es la contraseña del personaje central de la obra, un capitán de dragones a quien su mujer, la Madre Ubú, convence para matar al rey Wenceslao de Polonia y hacerse del poder total. El plan se lleva a cabo con la ayuda del capitán Bordure, quien ha prometido cortar al monarca en pedazos “de la cabeza a la cola”, cuestión que ocurre efectivamente durante un desfile oficial. El plan es magníficamente ejecutado y el reino de Polonia, que es como decir América Latina sin fronteras, es gobernado ahora por Ubú Rey con la ayuda de la Madre Ubú, una especie de matriarca ambiciosa quien junto al capitán Bordure persuade al nuevo monarca de ser generoso, distribuyendo comida y dinero a los súbditos del reino para asegurar la lealtad del pueblo al nuevo régimen. Acto seguido, la corrupción invade a la corte: el Padre Ubú amenaza con matar a todos los que se le opongan, esquilma a los campesinos con nuevos impuestos, encarcela a Bordure por conspirar, y crea su propia guardia personal para amedrentar a los opositores. Pero Bordure escapa y parte al exilio, donde organiza un ejército invasor en Rusia que tiene su campo de batalla decisiva en Ucrania, donde Ubú espera enfrentar a las tropas comandadas por Brougelas, el hijo sobreviviente de la masacre familiar contra Wenceslao y eventual heredero al trono. Todo es intriga, confusión, nepotismo, traiciones de pasillo, insultos y caos al cuadrado.
Ha nacido la estética del ridículo en el retrato del poder y la política contemporánea. Y lo ha hecho con una obra maestra (“la cosa más extraordinaria de todas las que han sido vistas en el teatro durante mucho tiempo”, escribió André Gide en su momento) que la realidad copiará hasta la náusea tras el escándalo provocado en el Théâtre de L’Oeuvre donde Jarry estrenó su pieza “de ninguna parte”, como describió a la Polonia donde suceden los hechos. Y es que la claridad lúdica de Ubú enceguece al punto de ser involuntariamente imitada por hombres y mujeres de cualquier latitud cada vez que un nuevo redentor agrega variantes novedosas a los rasgos centrales del personaje, ese idiota entrañable que ocupa el ciclo de las cuatro obras escritas por Jarry en su patafísica del poder. La más reciente aportación a esta saga, qué duda cabe, proviene del Palacio de Miraflores en Caracas, sede del Gobierno venezolano donde Nicolás Maduro decidió ser reelecto para un tercer mandato consecutivo, dejando en claro que no está dispuesto a representar papeles secundarios en esta nueva puesta en escena de Ubú Rey.
Resultaría más cómico que trágico reproducir las apariciones de Maduro desde la noche del 28 de julio declarando su victoria y amenazando con una pelea a cachetazo limpio en la plaza Bolívar a quien no quiera reconocerlo como presidente electo. Maduro no hace teatro, sino que va de la realidad del teatro al teatro de la realidad sin modificar en lo más mínimo su planteamiento dramático ante las cámaras y el estrado oficial. Todo lo cual da paso a la caricatura y la deformidad “sin tiempo, sin lugar, y sin vergüenza alguna por mostrar lo que se trata de ocultar”, como dejó dicho Jarry de su criatura Ubú. Es el libreto que ha utilizado Maduro. Sus gruñidos patéticos, sus acusaciones desaforadas, su retórica vacía y vaciada de todo contenido identificable, su tenaz negación de la realidad que lo circunda, los muchos disfraces que adopta vestido de bandera venezolana, hombre de campo, traje de noche, terno de oficinista, veraneante con guayabera, líder combativo con boina calzada y puño en alto, son los signos visibles de la derrota de un hombre agobiado y sin salida en su lucha por encarnar el poder que se le escurre de las manos. Lo suyo es un acto contracultural que implosiona de principio a fin, en el revés de la política. Así se entiende que rompa relaciones con la mitad de los países que conforman la actual Polonia latinoamericana, decretando con ello el exilio automático de más de seis millones de venezolanos que han emigrado por razones políticas o económicas hacia los países que han dudado de su sorpresivo triunfo electoral. Un gesto patafísico donde los haya, porque la inutilidad y el absurdo se conjugan armoniosamente con sus anuncios de prohibir las redes sociales, las fotos burlonas en su contra, las protestas en las calles al grito del pueblo unido que, se supone, es su base de apoyo.
Maduro en el rol de Ubú es todo lo fantástico que cabe imaginar en un histrión. No se puede pedir más, en verdad. Y sin embargo, ocurre. Inopinadamente, Ubú no está solo en su representación de la victoria. Lo acompaña un séquito de observadores contratados por la Madre Ubú para declarar la limpieza de los resultados que lo designan Rey por un nuevo mandato de seis años al frente de los asuntos de Polonia. Y luego también está la izquierda, o una parte de la izquierda, que dice estar con Ubú ¡La izquierda latinoamericana, la que ha sufrido lo inimaginable bajo las dictaduras de derecha y la mano negra del autoritarismo se muestra reacia a tomar distancia del fraude! Apenas se puede creer viniendo de Lula, un poco más de AMLO, bastante verosímil en relación a Petro. Pero así están las cosas en esta parte del territorio bolivariano, pensamiento Maduro. El grotesco domina los corazones, para provecho de la derecha y la memoria del Rey Wenceslao que renace de las cenizas, todo hay que decirlo. A menos que el triángulo de las Bermudas creado por Lula, AMLO y Petro sea un intermedio en busca de la brecha por donde transitar hacia un reconocimiento del voto popular. Misterios de la política, donde la retirada digna de Ubú para compartir el poder no debiera descartarse. Esto fue, a fin de cuentas, lo que pasó en Chile con Pinochet cuando este perdió el plebiscito de 1988 que lo inmortalizaba como presidente vitalicio. Ya que no se puede ganar en votos, se gana en impunidad.
El fraude en Miraflores y su parcial reconocimiento dice muchas cosas. Algunas son feas de pronunciar en voz alta y otras dan para una reflexión seria sobre la izquierda patafísica del siglo XXI. Yolanda Díaz, actual ministra del trabajo de España y vicepresidenta del Gobierno socialista, dijo por ejemplo que “lo primero es reconocer los resultados electorales […] Es lo que hacemos los demócratas en el mundo”, una línea de diálogo que haría palidecer de envidia a la Madre Ubú. Pero ¿quién podría salvarse de esta charada cuando las tropas de Wenceslao arrasan Ucrania y Maduro acusa al sionismo internacional de estar detrás de un golpe de Estado en su contra, con el chileno Gabriel Boric dirigiendo la asonada en una conspiración à la capitán Bordure? El abuso, el delirio discursivo, la fanfarronada a voz en cuello, y sobre todo las ansias verbales de mostrarse a la altura de su mentor, Hugo Chávez, es lo que hace de Maduro un Ubú ultraparódico, como una especie de acontecimiento antropológico donde descubrimos algo que no sabíamos que éramos.
Contra los que consideran irrelevante por obvia la reacción excepcional de Boric al rechazar el fraude y pedir transparencia, su distanciamiento del coro patafísico no cae en saco roto. El futuro de la izquierda no solo chilena sino latinoamericana podría estar en sus manos, mucho más que en las de cualquiera de sus competidores. Su gesto surge de una constatación tan oportuna como necesaria: la izquierda no puede prestarse para el fraude, porque entonces la izquierda es ese fraude, y la democracia solo un medio para llegar a la dictadura y perpetuarse en ella. Buscando acaso impedir ese giro absolutista que llena las ansias de una izquierda extrema en su búsqueda de justicia, Boric se adelantó y dijo que no, mejor contemos los votos, los mostramos y allí vemos quién ganó y lo que se puede hacer.
La proposición es humilde y parece simple, pero se hará sentir a futuro. Para fortuna de la izquierda de la región, el parteaguas de Boric salva los muebles de un ideario histórico que en Miraflores ha vivido uno de sus momentos menos felices con una falsa victoria. La única respuesta posible ante semejante desgracia la prefiguró el mismo Ubú en el quinto y último acto de la desopilante obra maestra de Jarry. La escena es paradójica. Nuestro héroe ha perdido la batalla contra Brougelas, heredero de los títulos de nobleza del antiguo Rey, y ahora marcha al exilio ante el avance de las tropas enemigas. En el barco que lo aleja para siempre de Polonia, la Madre Ubú comenta que el hijo de Wenceslao se hará coronar de inmediato siguiendo la rutina del poder. “Je ne la lui envie pas sa couronne” (“No le envidio en nada su corona”), replica Ubú con una nota de sensatez.
Es el momento de subir el volumen y poner atención a la palabra desnuda de Ubú cuando acaba la parodia.
Colabora con nuestro trabajo Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro. ¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí. ¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected]. |
Pero el primer demagogo en llegar al poder por las urnas fue Salvador Allende, con intenciones declaradas de perpetuarse y desmantelar las instituciones democráticas, si leemos correctamente el programa de la Unidad Popular (ver abajo). El sentimentalismo de la izquierda chilena ha impedido la crírica de Allende, convertido en un santón. Pero Salvador Allende es el precursor de los dictadores «democráticamente» elegidos por el pueblo, sin bien con márgenes estrechos, que luego invitan a Fidel Castro a entrometerse (Lula, Cristina, Evo, Ortega, Correa, etc). El primero en hacer de La Habana en Vaticano de la alianza izquierdista (la bala que se disparó a la cabeza era cubana). Lo cual nos trae a la cuestión de cómo resolver el problema de los supuestos 20 mil operativos castristas infiltrados en las Fuerzas Armandas Bolivarianas, y más allá, cómo deshacernos de Nicolás Maduro sin un general que se subleve. Es el mismo dilema que se hubiera presentado ante los votantes y las fuerzas vivas de Chile, de todas maneras, de haberse logrado un interminable régimen allendista, con una reforma constitucional que diera la ventaja perpetua a su partido. Sin la crítica del allendismo toda crítica del chavismo es solo un ejercicio de hipocreís política. Aquí está expresado el programa allendista:
“Para estimular y orientar la movilización del pueblo de Chile hacia la conquista del poder, constituiremos por todas partes los Comités de la Unidad Popular, articulados en cada fábrica, fundo, población, oficina o escuela por los militantes de los movimientos y de los partidos de izquierda e integrados por esa multitud de chilenos que se definen por cambios fundamentales. Los Comités de Unidad Popular no solo serán organismos electorales. Serán intérpretes y combatientes de las reivindicaciones inmediatas de las masas y, sobre todo, se prepararán para ejercer el Poder Popular”.
Boric no puede ir a La Moneda a saludar al fantasma de Allende y oponerse al chavismo. Es una petición de principio. AMLO no puede ser el socio de los Castro y el mismo tiempo erigirse en mediador imparcial del conflicto venezolano. Lula está demasiado comprometido con el castrismo como para que no sospechemos de sus intenciones, además de ser un delincuente al que la Corte Suprema brasileña tomada por sus secuaces liberó de la cárcel para que regresara al Poder. Las últimas elecciones en Brasil, aunque solo fuera por esa triquiñaña de Moraes y sus jueces, debe ser puesta en entredicho, tanto como la elección de Maduro. El articulista pasa por alto todo esto, y de contra descarta el plebiscito del 88 somo si no hubiera sido un ejemplo a seguir por los chavistas.
«Su gesto surge de una constatación tan oportuna como necesaria: la izquierda no puede prestarse para el fraude, porque entonces la izquierda es ese fraude, y la democracia solo un medio para llegar a la dictadura y perpetuarse en ella»… ¡Pero señor mío, pregúntele a sus lectores cubanos y venezolanos en este medio! La izquierda ES ese fraude, y si usted no lo sabe entonces debe matricularse en la escuela de Patafísica Política de Hialeah. Que para la izquierda la democracia es solo un medio para llegar a la dictadura es una perogrullada, visite California y vaya a cualquiera de sus municipalidades, a su gobierno estatal tomado desde hace 20 años por la izquierda reaccionaria, visite los campus universitarios de cualquier ciudad americana y verá la izquierda reinante, absolutista, totalitaria, canceladora. En la cima de la pirámide de los dictadores latinoamericanos está el Padre Ubú Allende. ¿Quién quiere meterse hoy en una guerrilla, si las urnas están ahí, al alcance de la mano?
Es más, Boric trata con sumo cuidado, con sumo respeto ESE fraude. Llega a lo sumo a críticar a Maduro y a posicionarse críticamente son respecto al chavismo o al sandinismo, sin comprometerse demasiado y asegurándose de culpar siempre a las sanciones. Pero cuando se le pide a él y a su canciller que asuman una posición crítica con respecto al castrismo, se abstiene, juega cabeza, se pone los guantes de seda para manejar el asunto más asquesoso, más onerodo y más espinoso del continente americano. Ese es el fraude de la izquierda y si alguien lo representa a cabalidad hoy es el gobierno chileno de Boric. Esa doble moral es la definición de la izquierda. Picochet convocó a un plebiscito y entonces ustedes tuvieron a Patricio Aylwin, algo que impelió a Reinaldo Arenas a pedir un plebiscito también para Cuba. Nuestra izquierda no fue tan generosa ni tan iluminada. El resultado del plebiscito de Pinochet en 1988 es la democracia chilena hoy, todo comenzó allí.