
Cada vez que visitaba a Abelardo Estorino en su casa, me detenía a ver esas raras cabezas de papier mâché que descansaban sobre uno de los libreros de su estudio. Antonia Eiriz (La Habana, 1929-Miami, 1995) era la autora de esas piezas, hechas por ella para la aparición de algunos personajes esperpénticos que a manera de jueces o coro intervenían en el montaje de La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea, la obra de Abilio Estévez que Estorino llevó al escenario de la sala Hubert de Blanck con Teatro Estudio. De pronto, en esas cabezas grotescas que inconfundiblemente llevaban el sello de la gran pintora, estaban reunidos todos esos nombres: Zenea, Estorino, Abilio, Teatro Estudio, ella misma… Me pregunto si se conserven aún, pero lo cierto es que tras la muerte del autor de Morir del cuento, nunca he vuelto a subir la empinada escalera para llegar a ese sitio donde Raúl Martínez se escurría al fondo cuando empezaban a llegar los teatristas, y yo insistía para que Estorino me mostrara la africana donde Virgilio Piñera se hundía en aquellas tertulias que allí, mientras transcurrían los duros años setenta, sucedieron para que se pudiesen leer en pleno clandestinaje las obras de esos autores censurados y mal vistos.
Atravesando las galerías del Museo Nacional de Bellas Artes, siempre procuro un momento para detenerme ante La muerte en pelota, El dueño de los caballitos, o La anunciación, esos cuadros de expresionismo feroz que Antonia Eiriz sacó de su imaginación para hablar de los horrores cotidianos. En mi última visita al museo, mientras me dirigía a los espacios de la retrospectiva de Manuel Mendive, busqué también el retrato que en 1977 le hiciera a Antonia su discípulo Flavio Garciandía, titulado con fina ironía Nada personal. Los artistas hablan entre sí, se imaginan en retratos y evocaciones que sobrepasan años y silencio. Ahora, Carlos Celdrán acaba de estrenar en Miami una obra que protagoniza esa mujer, esa pintora que puso a golpe de vista nuestras alucinaciones. Papier maché es el título de ese estreno, presentada por Arca Images en el Westchester Cultural Arts Center desde el 1 y hasta el 11 de agosto.
Con Carlos Celdrán, quien se ha radicado en España y permanece trabajando allí al tiempo que también ha llevado a Miami con esta productora algunas de sus producciones recientes (Foro, Hierro), he querido hablar desde La Habana, donde Argos Teatro, su compañía, persiste también con nuevas puestas en escena. Y también con Zulema Clares, su actriz durante los primeros años de esta agrupación, para la cual protagonizó numerosas puestas en escena. Antonia Eiriz, la autora de una pieza tan controvertida como Una tribuna para la paz democrática (1968), han sido la figura y la inspiración que ha vuelto a reunirlos, y ese reencuentro y el éxito del estreno han llegado como un eco también a La Habana, para alegría de quienes les respetamos. Y los extrañamos, en un panorama ahora mismo tan difícil como algunas de las propias creaciones de Antonia Eiriz.
En la pieza, Antonia Eiriz (Zulema Clares) recibe a un director teatral (Ariel Texidó), ya viviendo en el exilio, que intentará entrevistarla para un posible espectáculo acerca de su vida. A través de ese diálogo hipotético –Celdrán no conoció a la pintora–, vuelven a ella presencias, nombres y conflictos, como el intelectual y censor José Antonio Portuondo (Guillermo Cabré) o la crítica de arte mexicana Raquel Tibol (Rosalinda Rodríguez), que ayudan a recomponer la biografía rota y poco frecuentada de una de nuestras grandes artistas, a lo que ayuda además Andy Barbosa asumiendo otros personajes en la representación. Cuando la obra de Antonia cayó en desgracia, ella se refugió en su casa del barrio Juanelo, donde creó un taller de pâpier maché, acerca de lo cual existe incluso un documental del ICAIC: Arte del pueblo, de 1974. Cuando fue rehabilitada pudo exponer, en 1991, aunque en 1993 prefirió irse a la Florida, donde volvió a pintar esas figuras deformes y alucinantes, que no hacían gracia alguna a los comisarios culturales que la tildaron de contestataria e incómoda. Esa es la Antonia Eiriz que retrata ahora Carlos Celdrán, al que propongo las primeras preguntas.
A través de tus piezas más recientes donde has trabajado sobre tus propios textos se combina una idea de memoria, país, figuras esenciales (Martí, Vicente Revuelta, Antonia Eiriz) que nos devuelve todo eso desde el reclamo de una escena que los entiende y representa como problemas, como asuntos y presencias necesariamente incómodas. ¿En qué sentido, a partir de Diez millones, eso ha significado una urgencia, una demanda como creador hacia ti mismo, que continúa en cada una de estas piezas y llega ahora hasta Papier maché?
Carlos Celdrán (CC). Justo usas la palabra que me impulsa, urgencia. Siento que escribo a contracorriente, contra el tiempo que se me va, contra lo que pierdo, lo que perdemos. La memoria y los testimonios de lo que nos pasó y no pudimos o no supimos dar. Lo descubrí en Diez millones, como toda aquella vida vivida por tantos era considerada la chatarra de un pasado a superar, a olvidar más bien, pero que al rescatarla para el teatro adquiría de pronto una intensidad catártica, colectiva, sanadora, y eso me reveló algo, tenemos todo pendiente, al menos en el teatro, todo el pasado, todas las vidas rotas y silenciadas como una especie de túmulo, de pira apagada que no obstante humea en el fondo de lo que somos.
Por ahí descubrí que podía reinventarme, ser dramaturgo, aunque fuera tardíamente, soy un autor raro, que empieza ya viejo a escribir, a subir la cuesta porque quizás antes no encontró el sentido a fabular, a crear mundos. Sin un tema que me conmoviera, que me sacudiera, se me hizo difícil escribir, ¿escribir sobre qué? ¿Para qué? Me decía siempre, y así pasaron años de mudez, de esterilidad en ese sentido. Hasta que se abrió el pasado, la memoria pendiente, y pude entrar en materia. Un tema que me despertó la escritura, la imaginación, que me dio la fuerza o la fe necesaria en mí mismo para escribir.
Proponer a Antonia Eiriz, la primera mujer que aparece en estos textos como protagonista, es también poner en debate la tensa relación de una política cultural que cuestionó al individuo, a ella en este caso, y que no pudo evitar que hoy la veamos no solo como una gran pintora, sino además como un ser humano que encarnó las numerosas tensiones que esa norma de poder quiso imponernos. ¿En qué medida esta Antonia es la de su biografía, o la que como dramaturgo quisiste procurar tú, dentro y fuera de su propio mito?
CC. No he trabajado con esas grandes figuras, Martí, Vicente Revuelta, y ahora Antonia Eiriz, con la intención del biógrafo sino del necesitado de señales, de explicaciones. Entran a escena como espíritus que la ficción convoca para conjurar demonios, heridas, miserias colectivas que en ellos alcanzan un cenit. Son ellos, pero somos nosotros, yo mismo, llamándolos, inventándolos. Solo la ficción puede hacer esto, darles vida, y me conmueve mucho servir a eso, a esa tarea de insuflarles aliento a esos muertos tremendos, y hacerlo con mi propio oxígeno, con mis propias intuiciones, mis palabras, mi biografía personal huérfana de ancestros que sirvan de guía en estos tiempos que ya no son legibles. Al final no sustituyen las biografías ni los estudios de fondo. Tampoco es lo que pretendo. Mi tarea, si es que acaso lo fuera, es lograr que existan en escena.
Trabajar con un elenco sólido es una garantía que siempre has procurado, y en este caso los elogios de los espectadores y la crítica confirman que ha vuelto a suceder. Actores cubanos y de otros orígenes, algunos ya han sido parte de tus proyectos, otros no. ¿Cómo fue el reencuentro esta vez a partir de Papier maché, especialmente con Zulema? ¿Y el proceso de montaje y ensayos, qué necesitaron ellos para llegar a asumir el texto y la visión de Antonia Eiriz a partir de tu propuesta?
CC. Son los actores y solo ellos los que logran, como un milagro, que esto que busco sea creíble. Alexis Díaz de Villegas con su extraordinario Pasolini, Caleb Casas en Martí, (qué miedo a no alcanzarlo) me hizo ver que sí, que se podía creer que él lo encarnara, o cuando hizo y reinventó a Vicente Revuelta de un modo que hasta sus allegados lo reverenciaban, o cuando Daniel Romero, en Diez millones, levantó sobre sus hombros todas las palabras que narraban mi vida. Ahora es reencontrarme con Zulema tras veinte años de no trabajar juntos. Pedí a Alexa Kuve, la productora de Arca Images, que necesitaba que fuera ella la que hiciera Antonia, solo una actriz como ella, instintiva, “animal”, obsesiva, podía presentar en escena ese mito, rodearla del suficiente misterio para que nos creyéramos que era ella, algo en lo que no me equivoqué.
Zulema está extraordinaria, mezcla en cada gesto el dolor y lo cotidiano, la gracia cubana y la altura de pensamiento de esa mujer enigma que fue Antonia. Desde el primer ensayo Zulema llegó ya arrastrando levemente la pierna, vino vestida de Antonia, jamás vi su pelo real, cubierto por una peluca. Su concentración era única, su silencio, sus respuestas, el asalto a fondo a las situaciones. Con ella el resto del elenco se embarcó en una búsqueda semejante. Fueron ensayos complicados, la mayoría de ellos guiados por mí a través de Zoom, no obtuve la visa necesaria hasta muy avanzado el proceso. No obstante, esa dificultad, veía cómo cada día Antonia estaba frente a mí, cómo me esperaba frente a la cámara, cómo se movía por el espacio virtual como si la tuviera delante de mí. Fue un reencuentro a otro nivel, después de que ella y yo transitáramos por tantos sitios, por tantas experiencias, era la misma Zulema de antes y era otra a la vez, dueña de sus recursos, siempre ella pero crecida. Y pasó algo que había olvidado, volví aprender con ella, igual que al inicio, cuando era una niña y me deslumbraba con sus aciertos. Siento que un ciclo se cose aquí, un rendimiento, un modo de poner frente al público todo lo que sabemos y aprendimos por tantos lados. Estoy orgulloso de ella como un padre.
Es en este punto donde quiero pasar el diálogo a Zulema, a quien he podido ver en La Habana y Nueva York. La pregunta es inevitable, pero no quiero negarme el placer y la alegría de poder hacerla: ¿Cómo ha sido el reencuentro con el director, y dramaturgo a tanto tiempo de haber compartido el salón de ensayo antes de este nuevo espectáculo que los reúne? ¿Qué sigue intacto de la comunicación que sostuvieron con puestas como La tríada, El alma buena…, Julia…? ¿Y qué otros elementos nuevos han surgido en esa comunicación durante este proceso?
Zulema Clares (ZC). Compartí muchos espectáculos con Celdrán, como director, maestro e investigador teatral. Con él subí a los escenarios de Cuba ya profesionalmente. El proceso más largo de toda mi carrera fue La tríada, nuestro primer encuentro. ¡Casi un año investigando y sobre todo conociéndonos! Yo traía la base de mi maestra Celia Rosa Hernández, que es mi tierra, y Carlos me nutrió con toda la experiencia que traía de Buendía y de su búsqueda que ya empezaba a ser muy personal. Así empezó todo. Nació Argos Teatro. Aquello se volvió una obsesión de ambos, una obsesión creativa y entonces comenzó otro viaje, ya juntos, de experimentación, técnicas de todo tipo: Laban, Suzuki, commedia dell arte, etcétera. Y ya luego Strasberg, Utah Hagen, en fin… Unos años de mucho aprendizaje, salvajes. Era el Periodo Especial. Luego nos dejamos de ver por veinte años hasta Papier maché, aquí y hoy. Reencontrarme con él es como volver a casa. Ya no soy su Electra, más bien soy su Orestes que regresa. Y él a mí.
Además, es la primera vez que puedo entrar a su escritura, más bien sentir su dramaturgia, eso me lo había perdido, ¡pero me desquité! Lo que queda intacto entre nosotros es el lenguaje que creamos juntos, el lenguaje creativo, aunque cambien ciertas palabras o yo no sepa exactamente cómo él lo traduzca para su trabajo de todo este tiempo o viceversa. La semilla sigue siendo la misma, es un entendimiento limpio y sin ningún tipo de adornos, ni pretensiones, ni engolamientos. Creo que él y yo no hemos cambiado, seguimos puros y en el mismo camino transparente de exigencia en que vemos el teatro que hacemos, y donde una vez nos encontramos y en el que creemos. Compartimos esa creencia. También el respeto mutuo es una base fuerte. Creo que la novedad de nuestro encuentro está en la solidez de los dos después de tanto tiempo. Hay una admiración, quiero decir una observación, una curiosidad que se vuelve descubrimiento y eso activa y funciona para el trabajo.
Antonia Eiriz nos mira desde los museos, las galerías y los catálogos, y su obra sigue siendo impresionante e implacable. ¿Cómo es la Antonia que imagina Celdrán en Papier maché y cómo te ayudó, desde el texto y la dirección a encontrar tu propio camino hacia esa mujer excepcional?
ZC. Carlos tuvo su encuentro con Una tribuna para la paz democrática cuando era un joven, por casualidad se le descubrió en una bóveda del museo en Cuba. Eso lo marcó. Él coloca a Antonia como ese ente misterioso e inaccesible, al cual acudir en una búsqueda por desencadenar sus cuestionamientos propios como artista y como cubano. La trae de vuelta como una pitonisa que aún guarda el secreto de un encuentro fatal entre la artista y una sociedad e ideología que cuestiona su obra e impone una condena, o que la obliga a condenarse a sí misma. A desaparecer.
Su verbo es afinado y poético, cubanísimo y fulminante. Con un agudo sentido del humor y veracidad. Totalmente verosímil el profundo estudio que hizo de Antonia. Para mí como actriz su palabra es un camino seguro que resume todo lo que he descubierto en mi investigación personal. Cada adjetivo, cada verbo cada imagen completa a esa Antonia que es accesible para todos en las pocas intervenciones, historias de amigos, reseñas, etcétera, que puedes encontrar en libros, redes sociales, artículos… Sobre todo en su obra, hay un peso que recoge su verbo que evoca las manchas, trazos y más de la artista. Eso fue fundamental para mi trabajo de creación que es mucho más sensible a imágenes, espejos, a lo intangible, así como también lo es la poesía.
El proceso de montaje fue muy particular pues tuvimos que ensayar mucho por Zoom, pero su dirección, su alma atravesó el Atlántico, y allí estaban sus comandos que tanto conozco, que nunca se han apartado de mí. Él me conoce mucho, sabe cuándo calmarme, me da mucho espacio para que yo vuele, me escucha tanto como yo le escucho a él. Así también sucedió con los otros actores, algunos alumnos de él, otros con los que viene trabajando recientemente. A mí su claridad y su confianza me dan una libertad muy grande y me dejan un espacio infinito para mi entrega, para mi encuentro con Antonia porque, además del texto, esa gran mujer que todavía sigue vibrando en sintonía y su energía es muy palpable para mí. Es un espíritu que se sale de las convenciones de cualquier tipo. Y que solo sería posible acercarme a ella en un espacio abierto y muy elevado, como el que sembró Celdrán.
El público ha reaccionado con aplausos y una conmoción que demuestra la eficacia de todo el proyecto. Y la excelente labor de todo el reparto. ¿Cómo se creó esa comunidad en el salón de ensayos entre todos ustedes? ¿Qué ha sido para ti, dueña de una carrera actoral tan notable, volver a un punto tan importante en tu vida como el diálogo con Carlos Celdrán y también, en cierto modo, desde esta obra, volver a Cuba?
ZC. Primeramente, es mi primer trabajo fuera de New York, donde sabes que trabajo hace dieciocho años en el Repertorio Español. Es mi primera vez en las tablas de Miami, donde además están casi todos mis amigos, que son mi familia, y sobre todo colegas de teatro también. Gente que no me ven en un escenario desde hace veinte años aproximadamente. Para mí era casi aterrador de alguna manera mostrarme y al mismo tiempo muy excitante. Porque una cosa es Facebook e Instagram y otra muy diferente subirse a la palestra. Pero encontré en el espacio de la casa del ballet, donde ensayamos aquí, un refugio. El elenco tuvo una química especial desde el primer día. Nos conocimos haciendo y eso es especial, porque ver a tu compañero sudar, equivocarnos juntos, más encima de eso la cotidianidad, el sol que nos toca a todos por igual y la admiración por cada uno, por el camino que llevaba cada uno, nos hizo más fuertes y seguros. Con Ariel Texidó había trabajado en New York, pero no con ningún otro. El trabajo de Yeandro Tamayo como asistente de Carlos fue excelente y terminó en amistad. Así que todo quedó listo. Creamos un mundo común y sano. Estoy muy agradecida por cada detalle que tuvieron conmigo y los respeto mucho a todos.
Para mí, que lo único que hago es trabajar sin descanso gracias a Dios en el teatro, trabajar con Carlos otra vez siempre había estado ahí, como un sueño guardado en mi bolsillo. Y realmente ha sido muy conmovedor porque nuestra creación había quedado en Cuba, y este encuentro es volver conversar con un viejo amigo del cual solo te llegaban noticias, y sentarnos en el contén del teatro otra vez, y mostrarnos cuánto habíamos caminado, crecido después de tantos años. Yo siento esto más que como un diálogo de trabajo como un abrazo fuerte de nosotros, una convicción de que nunca estuvimos separados ni equivocados, y de que todo lo que sembramos una vez nos hizo mejores artistas a cada uno por su lado. El hecho de que Antonia Eiriz sea nuestro centro sella esa misma vuelta a la raíz que abrió nuestra Tríada en los noventa, cuando Electra chillaba en las ruinas de Argos, a nuestra Cuba que en estos momentos es una Cuba extendida por el mundo, y que como dice él siempre estará en ti.
Vuelvo a Carlos Celdrán, y no puedo evitar hacer un poco de memoria. Aunque parezca mentira, ya han pasado veinte años desde Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, una de tus puestas más celebradas y una de las esenciales en la trayectoria de Argos Teatro. ¿A esa distancia, ha cambiado algo en el proceso de trabajo como director? ¿Qué se mantiene dentro de tus preceptos, qué reto nuevo hay a la hora de asumir una nueva puesta en escena, con la experiencia de quien ya ha vivido todo eso y lo hace ahora desde otras formas de producción y en otro contexto?
CC. Soy un director más paciente, menos inseguro quizás. Soy el mismo que reclama verdad, la transparencia de las emociones, de las soluciones, que se castiga hasta encontrar la felicidad de un momento de revelación del comportamiento. Eso no cambia, solo que ahora veo más, preparo más el camino, la intuición no me falla todavía, pero tengo más certezas para guiar, para adelantarme y acoger al equipo en la encrucijada del camino. Dirigir fuera de Cuba, de mi espacio tan amado y añorado de Argos, me ha aguzado zonas de mi carácter adormecidas, como la comunicabilidad instantánea, la confianza en los que llegan, y sobre todo la humildad (era tan arrogante a veces) y la paciencia. No eres nadie, paciencia, escucha, da espacio a los otros. Todo vuelve a ti si esperas, si confías. Estoy en un mundo nuevo donde las relaciones fluyen, donde la horizontalidad es real, donde relacionarse y crear vínculos es tan importante como crear cosas interesantes.
Una pregunta final, sobre tu trabajo, sobre el teatro cubano, sobre Cuba y sobre ti. Por esas cosas de la vida, en la ciudad donde está siendo acogida con éxito Papier maché estás no sólo tú sino otros actores, actrices, dramaturgos, directores que han dado mucho a nuestra escena y han emigrado o están temporalmente fuera de la Isla. La imagen que hasta hace poco teníamos de nuestra escena se atomizó, bajo muchas tensiones. Pero se sigue haciendo teatro cubano, dentro y fuera de la Isla. ¿Cómo reconocer esa voluntad a pesar de todo, como seguir creyendo en una idea de teatro cubano bajo estas circunstancias, qué significa saber que este estreno, en Miami, resuena entre quienes te admiramos y respetamos también en Cuba, tan lejos y tan cerca?
CC. A una edad como la mía nadie emigra, es muy duro. Pero la situación social me llevó fuera, y ha sido complicado, esta soledad de empezar de nuevo, de no ser nadie (esa orfandad está en Papier maché). Dicho esto, pienso que es también un regalo que haya pasado, recibir este sacudimiento para saber más de mí mismo. Vivir el exilio es completar ser cubano, un modo histórico de entender a Cuba, lo veo como un aprendizaje, un ciclo que me esperaba sin yo buscarlo. Aún estoy entendiéndolo, el sufrimiento y la libertad que te da, la miseria de estar fuera de tu casa, de tus paisajes, de las voces que pueblan el aire, como decía Martí. Por supuesto lo entiendo ahora más a él, su dolor perenne, su desarraigo esencial, y a Zenea, y a Cabrera Infante y a todos y a todas. Una experiencia en curso. Pero también son los tiempos de Internet, de las redes, de la contigüidad. Ya no estamos tan lejos. Vivo los estrenos de La Habana al instante, al día a día. Visito mi grupo y estoy al tanto. Me fui, pero no igual a como pasaba antes. Estamos en la isla virtual. Y el teatro cubano se aprovecha de eso, en Miami, en Madrid, sigue, se prepara para retornar por muchas vías.
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Vaya aquí mi agradecimiento a Carlos Celdrán y Zulema Clares por sus respuestas. Y mi alegría sincera por su éxito. Desde una Habana donde también están sus palabras, como están los lienzos terribles y hermosos de Antonia Eiriz. Y donde acaso aún estén, también, aquellas extrañas cabezas de papier mâché que siempre, así fuera por un instante, me detenía a admirar. Como los miro ahora ellos, por encima de cualquier distancia.
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Maravillosa entrevista. Gracias a los tres!🌞