geoff dyer, benares
Geoff Dyer visita las orillas del Ganges en Benarés, India (FOTO USC)

…que había ido para averiguar por qué había acabado allí…
Geoff Dyer

El viaje que no di en agosto pasado a la India, se resume en la segunda parte del libro de Geoff Dyer Amor en Venecia, muerte en Benarés (2010), cuando el narrador se pierde entre los templos, buscando con una guirnalda pestilente alrededor del cuello –una guirnalda meada una y otra vez por los fieles–, al dios de tres ojos.

Su esfuerzo por orinar en el Ganges para ser castigado, esa culpa del que narra al perdedor que es: prioridad que el autor quiere darnos de forma subliminal para que se convierta en un ritmo que arrase con todas las expectativas y las creencias que teníamos sobre lo que éramos.

Un ritmo que viene de Bob Dylan, del jazz, del recorrido por los festivales de rock de su juventud, de los escritores que lo acompañaron en sus lecturas: un ritmo progresivo y desgastado a la vez, pero todavía delirante, intenso, cuando arremete hasta el punto de brincar esa barrera de las palabras que usa para llegar tan lejos como pueda, al otro lado del canal veneciano, o del río pestilente, donde lo espera toda la basura acumulada por una vida que lo llevó hasta allí.

El autor se convierte en primera persona de estos dos largos relatos que conforman la novela, que están relacionados por los elementos de su biografía a través de dos personajes también, y por la búsqueda de la identidad en dos ciudades tan diferentes y semejantes como Venecia y Benarés, cual si fueran un envés: “—no te recuerda Veranesi, Benarés a Venecia? –dice ella–. ¿Porque las dos empiezan con uve? –dice él–… viejos palacios que se desmoronan. El agua”.

Dos ciudades que enfrentan al hombre mediocre que se quiere escabullir delante de un cuadro de la Bienal de Venecia, que puede ser Cambio rojo de Turrell –como si aquellos cambios de tonos formando volúmenes, le abrieran una nueva posibilidad al yo–, hacia aquel otro lugar donde las circunstancias de luz, colores y sombras lo protegerían del fracaso.

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Cuando, cansado de tantas reafirmaciones, busca otra cosa: “ese algo más” que satisfaga su curiosidad. Una curiosidad como fragmentos de rupias –esas monedas cada vez más devaluadas–, para canjear un pedazo de destino que sea diferente: rupias por alma, rupias por amores, rupias por sinceridad.

Me gusta esa lealtad del narrador que usa su biografía sin prejuicios, a sabiendas del desgaste que esto puede provocar por las repeticiones constantes de sus obsesiones; por las memorias plagadas por detalles usados como subterfugios contra la rutina de envejecer entre los canales, entre los templos, o entre las frases.

La desarticulación de la sintaxis que avanza desenfrenada entre pasado y presente con un derroche de referencias y de obstáculos que se vuelven también subliminales, mientras leemos un pasaje donde: “lo que está aquí también está allí, y lo que está allí también está aquí” (Kaha-upaniṣad). Ocurre no solo por el cambio de sitios y de perspectiva –entre el creer y el no creer–, sino sobre todo por esa relatividad del tiempo que nunca comprenderemos bien, a pesar de que, desde un ángulo u otro, todo sea lo mismo.

Los pasatiempos entre esnifar coca o meditar, beber te indio o cerveza, lo mismo dan. Porque solo son pequeñas pruebas (trucos) para que el narrador-personaje saque sus naderías de esos envoltorios frágiles donde flotan escombros de aquel pasado con tantas pretensiones que tuvo –sus perentorias justificaciones cotidianas de resistencia–, para hacer un artículo que le encargaron y que ya no quiere hacer: levantarse temprano, correr, comer cruasanes, ser como cualquiera, tener sexo.

Igual que intercambia plátanos con un mono que le ha robado las gafas, midiendo siempre su inteligencia (su ser, o no ser) para intercambiar también lo que ahora comprende se interpone entre él y su felicidad, cuando es el propósito de su novela develárnoslo: “siempre había algo que se interponía entre yo y lo que quería […] ahora me daba cuenta de que esa cosa era yo mismo. Yo me estorbaba”.

Me llaman la atención cada vez más los libros que se vuelven subliminales, repito, dejándonos ver la parte más frágil de uno mismo que sobresale a través de ellos, respondiéndonos preguntas que atravesamos durante nuestro viaje: “¿Era el lugar más apropiado para que acabara un libro?” No lo sé: si entre las aguas del Ganges, en los canales venecianos, o en las aguas de la propia frustración de este lector que somos. Con una mirada cómplice a través de los conflictos existenciales de un autor que se somete a su propio escrutinio –y al nuestro–, con la escritura de un libro como el mejor consuelo que todavía se nos puede dar.

Geoff Dyer, autor inglés del que he leído Pero hermoso, Zona, Los últimos días de Roger Federer, Yoga para los que pasan del yoga, hastiado de todo –sea verdad, o no– regresa otra vez con su carga de revelaciones y de contemporaneidad (su darshan) para dejarnos una novela cuya intención dice, es como aquel chiste de Chéjov: “estoy de luto por mi vida”, porque “mi viejo yo se niega a morir. El nuevo está luchando por renacer”.

Y, en la medida en que se desprende de sí mismo al contarnos cómo se va despojando de su vanidad de hombre occidental –desde ese personaje que es también él–, nos involucra en la sensación de que también participamos de su búsqueda espiritual, cuando se baña junto a los cadáveres y deja de ser el extranjero que somos en cualquier lugar: “yo no renuncié al mundo, simplemente perdí interés poco a poco por ciertos aspectos de él […] empecé a aceptar que mi destino era ser infeliz”.

La comprensión de una felicidad que empieza justamente con la infelicidad, cuando advierte la falta de pretensiones y de falsas seguridades que este mundo nos da, no es nada nuevo, pero intentar acercarnos a la respuesta sobre: “¿cómo, pues, se trasciende el deseo de sí mismo?”, sí. Este deseo ambicioso es una de las búsquedas mayores a que podemos aspirar, y el meollo donde nos pone a prueba esta historia bicéfala con sus dos sets temporales entre un antes y un después, tanto en la Venecia como en el Benarés de Dyer.

Desde la Caída, el hombre pretende todavía enmascarar con un falso desapego el juego a desprenderse de sí mismo. Y esa incertidumbre a la que también se aferra, se ha convertido en la actualidad en un juego más, en una competencia, como jugar al tenis, al futbol, o al golf, carente de toda propuesta metafísica.

Así que, como en aquel otro cuadro Retrato de George Dyer frente al espejo, creado por Francis Bacon para su amante y modelo –como si este otro Dyer jugara también con él, volviéndose su doble–, el autor se aproxima cada vez más, desde un libro al otro, a su propio retrato.

En Amor en Venecia, muerte en Benarés no hay desapego –aunque lleguemos a sentirlo por momentos–, solo hay apego al ego que se afianza cada vez más, a las pruebas que el protagonista se pone a sí mismo modulando con falsa, o cierta, espiritualidad, esa caída inminente por donde sobresalen las partes rotas, conflictivas, e indecisas de su ser; aceptándolas. Cuando el desinterés se ha convertido en el único móvil, el único interés, cuando no queda un clavo ardiendo ante “la falta de mayores ambiciones u objetivos”, a lo que, Jeff personaje, llamará: “una sensación difusa de las cosas”, al comprender que había entrado también en la fase difusa de su vida.

Se trata de salir de la niebla que nos envuelve –al personaje, al escritor, a nosotros mismos–, cuando nos apartamos de la ruta establecida durante la angustia de esa espera que cualquier cambio trae, hasta alcanzar cierta claridad y hasta una mayor tranquilidad, mientras nos preguntamos: “¿en qué momento se acabará el deseo de que las cosas se acabaran para así poder vivir simplemente en el presente?”

Esta idea de haber perdido el presente con merodeos –que Dyer maneja en la novela al cambiar de locación, religión, país, amante, vocación– o la necesidad de fijarlo a su propósito de abandonar cada vez más lo establecido por algo que se acerque a lo que se espera de nosotros –de él–, nos tortura. Como tortura al personaje durante su recorrido entre el gentío indiferente de las plazas venecianas o entre aquellas piras donde se creman los cuerpos que fueron a pedir salvación sin hallarla, frente a los templos de chillones colores, o en cualquier lugar.

Cuando el lugar es solo un pretexto que utiliza el autor para inclinarnos hacia lo mundano o hacia lo espiritual, que se intercambian como la misma cara de una sola moneda, y el autor permanece cada vez más escéptico ante los rumbos que coge su existencia –a través de personajes cual máscaras–, lanza la moneda con desesperación y nos dicta qué hacer y el cómo hacerlo con desdén, con cinismo, porque tampoco sabe bien el cómo o, sobre todo, piensa que todo acontecimiento azaroso es la solución contra el castigo que le han impuesto por la falta de deseos y de fe. ¿Habrá algún dios que supla tanta necesidad? ¿Cuándo viajamos de un lado para otro, no estamos buscando alguna redención también?

Aunque no deja de ser una pregunta mañosa, imposible de responder con la escritura de una novela que merodea por sus bordes, vacila, se afianza y luego cae ante la devastación que sufre el intelecto por la pérdida del deseo, del sentido de vivir, y hasta de la creencia por cuanta baratija acumuló –y construyó–, para sostener una apariencia de credibilidad y sujeción, durante su eterno: ¿para qué?

Ese ¿para qué? que solo se justifica durante la exploración de aquellas emociones vampiras que obtenemos a cambio de un recorrido que no esté preestablecido como la única constante del viaje, pero que, nunca deja de ser una puesta en escena, un teatro donde somos actores y espectadores a la vez. Esa es la mirada doble que Dyer nos da en Amor en Venecia, muerte en Benarés.

No estuve en la India, pero imaginé el largo vuelo en una mañana larga, alargada, siempre a punto de perecer entre los templos sin encontrar la fe. Pero, al menos, pude atravesar un espejo al mirar –como si tuviera entre las manos un aparato de realidad virtual–, lo que solo el dios de los tres ojos puede ver: detener nuestros miedos y la culpa por lo que no fuimos, no pudimos ser, cuando un amor veneciano con su frivolidad feliz se transforma en renuncia de toda vanidad a orillas del Ganges.

Miami, 1 de agosto, 2024

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REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Poeta. Entre sus libros destacan: Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) y Travelling (Rialta Ediciones, 2018). Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como el Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Dirige en La Habana el prestigioso espacio de promoción de la literatura Torre de Letras.

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