césar aira, escritor argentino
César Aira

Me ronda una idea que podría aspirar a ser una novelita de César Aira (el diminutivo viene de él). Tiene la extravagancia de esos relatos enanos y autoficcionados, nacidos de anécdotas que cuentan la parte por el todo y con las cuales Aira inventa historias deliberadamente desiguales.

La idea en cuestión es la siguiente: un novelista cualquiera (yo mismo, para mantener la norma de la primera persona, que es la marca de agua de Aira) regresa cincuenta años después a la ciudad donde vivió una parte importante de su juventud. Ha visitado Buenos Aires en otras oportunidades, pero solo ahora resiente el cansancio de los años, el olvido de los nombres, la fatiga de los días que inauguran la vejez. Cuando pisó por primera vez la ciudad tenía dieciséis años y ahora cumple sesenta y seis. La vida, que entonces se le presentaba promisoria y voluptuosa, ha cumplido su ciclo de entusiasmos y desengaños.

En Buenos Aires aprendió a leer la literatura que más tarde escribió siendo adulto, y en parte ha vuelto a la ciudad para recabar datos memoriosos de aquella promesa escondida en las palabras. O despedirse de ella. Su ambición, si alguna vez la tuvo, ha quedado atrás y ha mutado en otra cosa. El tema es que no sabe qué puede ser esa otra cosa que reemplaza o sustituye la tenaz justificación que lo acompañó durante medio siglo. Es otra de las razones por las cuales ha vuelto a Buenos Aires este invierno. Conoce a gente muy diversa en la ciudad, además de familiares, primos y sobrinas, pero su intención es reunirse con aquellos que fueron sus compañeros de colegio cuando llegó hasta allí a cursar el último año de la secundaria. De algún modo, se busca a sí mismo entre todos ellos. Como buen novelista, necesita un héroe para narrar la historia de esos días lejanos en el Nacional Buenos Aires, cuando las muchachas hermosas y los amigos parranderos y los poemas y los trasnoches en los trenes se estiraban hasta alcanzar la madrugada. Los años felices llevan la desgracia en los pliegues, sí, pero también el regalo de la amistad, y sus viejos amigos argentinos lo reciben con el asombro de medio siglo que da paso a los recuentos. Nada parece haber cambiado en la fortaleza de aquellos lazos aunque ahora todo sea muy distinto. Los bultos en la papada, la ironía en el diálogo, las muchas marcas y rasguños de vidas vividas dictan presencia. Si lo que buscaba en esta visita relámpago a Buenos Aires era su juventud, aquí está su vejez para darle la bienvenida. O los primeros pasos de la vejez, que siempre son inciertos y tambaleantes.

Entonces recuerda el único compromiso literario que ha tomado antes de viajar desde Santiago, y le escribe un correo electrónico a César Aira para decirle que ha llegado a la ciudad. Han acordado previamente reunirse por iniciativa suya, y Aira ha accedido con gusto, considerando que el otro fue uno de sus primeros anfitriones en Santiago cuando todavía no estallaba su fama internacional. Aira, además, puede ayudarlo con unas cuantas anécdotas para su proyecto que recorre los años setenta en Buenos Aires. Quedan citados para reunirse en un café del barrio de Caballitos el último día de su estadía en la ciudad. Acto seguido, el novelista se dirige a una librería de moda y compra el último libro de Aira para informarse de su producción más reciente. Desde Ema la cautiva, publicada en 1981, ha leído y seguido la carrera del escritor argentino con auténtica perplejidad, no sabiendo cómo nombrar el secreto de su escritura. Ha leído casi todo el ciclo de títulos de los años ochenta y noventa, algo menos el del 2000, y de forma irregular su producción reciente. Sabe, por supuesto, que el libro que acaba de adquirir no se trata del último libro de Aira, puesto que no existe tal cosa, considerando que el autor publica a una velocidad pasmosa hasta tres y cuatro libros por temporada. Lo único que puede hacer entonces es asegurarse de que la fecha de publicación corresponda al primer semestre de 2024, ya que como todo esto sucede en junio, no cabe otra posibilidad que Ideas diversas esté al menos entre los últimos tres o cuatro títulos publicados a comienzos de año.

Nada más abrir el libro –que en rigor es un compilado de apuntes que cierra o anuncia de manera retroactiva el recurso utilizado en Continuación de ideas diversas, publicado en Santiago ocho años antes, y que a la vez continúa Evasión y otros ensayos, publicado en 2017– un efecto de espejo lo asalta de forma inesperada. Lee al azar: “Algo que casi nunca falta en los recuerdos de ciertos miembros de la clase cultural: una vez fueron a ver alguien importante y admirado, que a regañadientes les había concedido una entrevista de diez minutos … «y nos quedamos tres horas charlando», o cuatro, o cinco, o toda la tarde. Al escribir, uno evita repetir algo que ya dijeron otros. Al vivir, es inevitable repetir hechos que otros han vivido. Pero al escribir lo que se ha vivido, sobre todo si se lo va a presentar como algo nuevo y nunca visto, habría que tomar precauciones.”

Una alerta interior se enciende en su espíritu. ¿Cómo es posible que el autor de Ideas diversas prefigure con semejante precisión su intención o estado de ánimo a pocos días de la cita en Caballitos? ¿Qué es eso de tomar precauciones a la hora de “escribir lo que se ha vivido” sino una advertencia de confidencialidad o reserva ex ante para algo que ocurrirá en unos cuantos días, pero que ya fue categorizado ex post como falso e inauténtico por su interlocutor?

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Una formación de nubes se instala en su cabeza, y no hay otra forma de despejarla que seguir leyendo Ideas diversas. Aira cubre por igual temas domésticos e intelectuales, pasa del diario de Raúl Ruiz al estacionamiento de las motos, y de allí al enciclopedismo o los ready-made de Duchamp (“El ready-made es básicamente la obra de arte que se hace sin tiempo. El tiempo es escamoteado porque la obra ya está hecha”). Sin solución de continuidad, apegado a la doctrina de las transiciones narrativas, o especulativas como en este caso, Aira no lleva el trazo de sus ideas por un camino preconcebido. Al contrario, una distracción metódica es su recurso favorito: “Mi escritura es una operación de desconcentración”, escribe, y él se pregunta cuál podría ser el detonante práctico de semejante poética, a lo que el propio Aira responde en un apunte posterior al intentar definir “el género anécdota”, como llama a lo que vale la pena contar en una narración, o bien al modo en que vale la pena contar los hechos de la narración. “Un hecho, aunque haya sido importante para uno, no es una anécdota. Por ejemplo «iba por la calle en bicicleta y atropellé a un peatón». O: «iba caminando por la calle y me atropelló una bicicleta». La anécdota (bien contada) sería: «Iba en bicicleta y atropellé a un peatón. Hubo una discusión, casi una pelea, quedé tan nervioso que cuando volví a casa salí a caminar para calmarme, y me atropelló una bicicleta»”. Los espejos producen risa, y es ciertamente desopilante una poética que altera el producto cuando el sujeto del discurso atropella y es atropellado por una misma distracción. En Aira todo se resume en la voluntad de invención no realista. Más que una elección, se trata de una condición: lejanía, descreimiento de las ideologías, de la política, del fútbol, de las teorizaciones intelectuales y de los juramentos tribales, junto a una radicalidad textual que requiere de la materia viva para ficcionalizar y desbaratar las simetrías con un pensamiento divergente. Si el mercado es el enemigo, entonces debe ser combatido sin contemplaciones, multiplicando la oferta y desestructurando los algoritmos del gusto y del consumo. ¿No es esta acaso la novela que viene o que vale, la novela que está antes y después de la novela existente?

La lectura de Ideas diversas ronda al visitante al aproximarse a su cita con Aira en el barrio de Caballitos, en un presente a medio siglo de distancia de “vivir y repetir hechos que otros han vivido”. Casi no hace falta decir que admira la libertad de escritura en Aira pero no está dispuesto a calzar el traje de “miembro de la clase cultural” que enseguida escribirá una reseña del encuentro, magnificando su duración e importancia tal y como estaría tentado de hacer él, todo hay que decirlo. Pero mi novelista es un escritor mudo, y la puesta al día y el diálogo con Aira dura lo que dura sin grandes revelaciones. Hasta se diría que transcurre en un amistoso silencio, en torno al cual de pronto hace su aparición el recuerdo de un apunte de Ideas diversas donde el autor desentraña el secreto de los hombres que un día se dejan barba y “no se la quitan más, se mueren con ella”, una característica que se hace notar en el umbral de la vejez a partir de deseos concebidos muchos años atrás y nunca satisfechos.

Se trata de un apunte en espejo, claro, porque Aira sí que lleva una barba blanca y crecida, en abierto contraste con la clásica fotografía de su cara perfectamente afeitada, mirando a la cámara con expresión irónica. Para que la anécdota adquiera cuerpo, bastaría agregar que mi novelista se presenta a la cita sin su barba de poeta joven sino cuidadosamente rasurado. La distracción ha hecho su trabajo, invirtiendo y ahondando las paradojas. Lo que debía ser presente es pasado; lo que antes era deseo ahora es puro pelo, y lo que era promesa hoy es pura piel.

Es triste, claro, como lo es casi siempre el realismo literario. El apunte se cierra sin embargo en un tono optimista y fantástico, apelando a la ley de probabilidades que indica que, al menos una vez en cien o en mil casos de barbas crecidas, “el juego debería salir bien” para que un sueño cumplido diera paso a una afeitada final. En las calles de Buenos Aires, de hecho, se ven muchos hombres de edad caminando con la cara despejada. Esta última posibilidad permitiría pensar que aquí la función de la anécdota no ha sido mostrar la imagen de Aira atrapada en dos tiempos, sino que uno de los escritores vivos más radicales e influyentes de la lengua española ha logrado escapar una vez más del lugar donde su mandato simbólico decía que debía estar, inabordable, encerrado en quizá qué papeles, o contemplando su obra como un monje sentado en la cima de un monte. La distracción tendría entonces esta misión secreta y única: evadirse. Allí donde termina el apunte, comienza la narración de la novela que Aira nunca va a escribir.

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ROBERTO BRODSKY
Roberto Brodsky (Santiago de Chile, 1957). Escritor, profesor universitario, guionista y autor de artículos de opinión y crítica. Entre sus novelas se cuentan El peor de los héroes (1999), El arte de callar (2004), Bosque quemado (2008), Veneno (2012), Casa chilena (2015) y Últimos días (Rialta Ediciones, 2017). Residió durante más de una década en Washington como profesor adjunto de la Universidad de Georgetown. Ha vivido por largos períodos en Buenos Aires, Caracas, Barcelona y Washington DC. A mediados de 2019 se trasladó a vivir a Nueva York.

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