Presos políticos: la moneda de cambio del castrismo

    El pasado 14 de enero, el gobierno cubano anunció la excarcelación de 553 reos comunes, aunque es sabido que buena parte de ellos entran, según múltiples organizaciones internacionales, en la categoría de «presos políticos».

    El acuerdo del cayo

    Corría el año 1986 y Fidel Castro se encontraba disfrutando en uno de los pequeños y placenteros cayos de Cuba donde solía llevar amigos y tramar acuerdos con gente de confianza. Esa vez pasaron las dos cosas. El líder cubano hacía de anfitrión de dos grandes de la cultura latinoamericana, Gabriel García Márquez y Oswaldo Guayasamín, a la vez que intentaba estrechar lazos con el entonces presidente de España, Felipe González.

    En algún momento, relataría González muchos años después, Castro le dijo:

    —Entonces, ¿cuándo me vas a hablar de los presos?

    —¿Qué presos? —bromeó el presidente español, pero las bromas Fidel Castro «no las entendía muy bien».

    Hacia mediados de los ochenta la dictadura cubana también negaba la existencia de presos políticos. En todo caso, Castro prefería decir que esos reclusos habían cometido actos contra la Revolución, como espionaje, terrorismo o subversión, tres delitos asociados siempre a un pecado mayor: trabajar para un gobierno extranjero —es decir, Estados Unidos— para conseguir un cambio de régimen en la isla.

    Explicaría González al rememorar aquel encuentro que por entonces todo el que iba a La Habana —gente, por supuesto, de su nivel— llevaba consigo al menos «tres listas»: «una que es la que te da la CIA»; otra, «la de los españoles de origen» que creían tener derecho a que él los defendiera, aunque Cuba no reconocía la doble nacionalidad, y, por último, una con aquellos que él consideraba «presos políticos».

    Felipe González insistió entonces en la liberación de uno de los más conocidos prisioneros del castrismo: el excomandante revolucionario Eloy Gutiérrez Menoyo. Castro terminaría accediendo a su pedido, no sin esperar quizá alguna muestra de agradecimiento por parte de su homólogo. Cuenta González que entonces le mencionó a su interlocutor varias de las figuras que hasta ese momento habían ido a Cuba a llevarse un «pocotón de presos» y con sorna imitó sus agradecimientos.

    —Pero, ¿qué otra cosa pueden hacer? —dijo el otro.

    —Lo que voy a hacer yo. Tú los liberas o no, es tu problema. Pero lo que no vas a esperar de mí es que yo te dé las gracias porque pongas en libertad a quien no debe estar preso.

    Felipe González asegura que el cubano «se puso como un tigre» en aquella ocasión, mientras él le decía duras verdades acerca de aquella especie de «tráfico de carne humana». Porque eso era: una transacción. La moneda: el cuerpo de decenas de personas encarceladas por motivos políticos.

    Han pasado casi cuatro décadas desde aquel trato y algunas cosas han cambiado en la isla. Fidel Castro, por ejemplo, está muerto, y aunque otros lo han sucedido en poder, nadie ha podido competir con su carisma y su megalomanía. El castrismo, a diferencia de entonces, no parece capricho de un hombre, sino un sistema automático que, sin el apoyo de un gigante como la extinta Unión Soviética, se ha visto cada vez más forzado a la mascarada para no procurarse el rechazo absoluto de Occidente. Las arbitrariedades han sido puntualmente codificadas en la ley; de manera que todo acto de represión y censura queda hoy justificado por la «legalidad socialista». Los presos políticos que antes se presentaban como espías y terroristas, ahora son disfrazados de presos comunes. Y los pactos explícitos que los involucraban como moneda de cambio, ahora se intentan camuflar (sin éxito) como decisiones unilaterales y hasta humanistas de las autoridades cubanas.

    Un claro ejemplo de esta mutación tuvo lugar hace unos días, el martes 14 de enero, cuando el gobierno cubano anunció la excarcelación de 553 reos comunes, aunque es sabido que buena parte de ellos entran, según múltiples organizaciones internacionales, en la categoría de «presos políticos». Según el Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba (MINREX) y el propio presidente Miguel Díaz-Canel, se trató de un gesto «unilateral y soberano» hacia el Vaticano, una demostración de la «naturaleza justa y humanitaria de los sistemas penal y penitenciario». Pero ese mismo día el gobierno de Estados Unidos daba a conocer la salida de Cuba de la lista de Estados patrocinadores del terrorismo, al tiempo que rescindía el memorando «Strengthening the Policy of the United States Toward Cuba» —que dispuso en 2017 sanciones contra una lista de entidades, incluido el conglomerado GAESA, vinculadas al ejército o los servicios de seguridad e inteligencia cubanos— y desactivaba por seis meses el Título III de la Ley Helms-Burton. En este caso, la Casa Blanca no dejó lugar a dudas sobre la existencia de un intercambio, pues declaró que sus medidas serían correspondidas con la liberación de centenares de presos políticos en Cuba.

    La «reserva» humana de Castro

    Con la victoria en Bahía de Cochinos, la Revolución cubana se había anotado su primer gran triunfo desde su llegada al poder. Mientras tanto, en Estados Unidos, el episodio había incomodado a varios sectores poderosos, desde la mafia hasta el exilio cubano. La administración de John F. Kennedy tuvo que asumir el fracaso. Lo que sucedió a continuación no fue precisamente una transacción por presos políticos, sino por prisioneros de guerra; algo que ciertamente viene ocurriendo desde hace milenios.

    En 1962, el asesor político y abogado James Donovan y el fiscal general, Robert Kennedy, impulsaron un proceso de negociación con el gobierno cubano para liberar a más de mil integrantes de la Brigada 2506 que habían sido encarcelados tras la incursión por Bahía de Cochinos. Durante las negociaciones, Donovan habría de decirle a Fidel Castro algo que lo cambiaría todo: «¿Qué piensas hacer exactamente con los prisioneros? No los puedes ejecutar a todos. Si quieres deshacerte de ellos, si quieres venderlos, me los tienes que vender a mí. No hay un mercado mundial de prisioneros».

    Finalmente, el intercambio le costó a Estados Unidos 2.9 millones de dólares por los primeros 60 liberados y otros 25 millones en medicinas y alimentos para niños por el resto de los prisioneros. Para Castro aquella cantidad de dólares y bienes no fue quizá la principal ganancia en el acuerdo, sino la posibilidad de abrir un canal de diálogo con Estados Unidos.

    El castrismo descubrió la «diplomacia de los cuerpos» cuando entendió que los presos —primero de guerra y después políticos— podían funcionar como marcadores de valor para realizar transacciones. En otras palabras, contaba con una especie de moneda para negociar en momentos difíciles, solo que el valor del cambio no estaba asignado aquí a «objetos», sino a «sujetos». Por otro lado, la falta de libertades y la represión no dejarían de producir disidentes, de alimentar la reserva en las cárceles.

    Los setenta: primeras transacciones

    A finales de la década de los setenta, el franquismo había caído y la joven democracia española aún daba sus primeros pasos. Adolfo Suárez, el primer presidente electo democráticamente tras la muerte del Generalísimo, no solo tenía el reto de hacer alianzas aquí y allá para consolidar la transición, sino también de actualizar la política exterior de su país. En septiembre de 1978 viajó con esa intención a Cuba para reunirse con Fidel Castro, quien siempre mantuvo una saludable relación con la España de Franco. Durante los dos días que estuvo en La Habana, Suárez compartió tanto con Fidel como con Raúl Castro; algo no demasiado frecuente entonces (la norma era que solo uno de ellos se presentara en público como anfitrión) y que quizás se explique por las raíces españolas de los hermanos y por el hecho de que aquella fue la primera visita oficial de un mandatario de Europa occidental a la isla después de 1959.

    La agenda Suárez incluía renovar un abanico de acuerdos bilaterales que estaban próximos a vencerse, iniciar un programa de retorno para los españoles establecidos en Cuba, y negociar las indemnizaciones a los españoles afectados por las expropiaciones y nacionalizaciones del gobierno revolucionario. Fidel Castro, por su parte, debía lograr que las indemnizaciones no le golpearan demasiado y, a su vez, fortalecer los vínculos políticos con España para hacerla una interlocutora de Cuba al oeste del muro de Berlín. Como muestra de buena voluntad y de sus intenciones de acercarse a España, le entregó a Suárez uno de sus presos. Se trataba de Odilio Alonso Fernández, un gallego que en 1956 había viajado a Cuba en busca de fortuna y se había alzado en armas contra Castro en los primeros años de la Revolución.

    Ese mismo mes, Fidel Castro se abrió a la posibilidad de dialogar con varios miembros de la comunidad de emigrantes cubanos en Estados Unidos. Apenas un año antes, con la llegada de Jimmy Carter a la Casa Blanca, el líder cubano había accedido a una pequeña distensión con su vecino (aunque muy relevante en su momento), cuyo gran logro fue el establecimiento de una Sección de Intereses de Washington en La Habana y viceversa.

    Para Carter, el coste político de aquel acercamiento resultaba infinitamente mayor que para Castro. Frente a sus detractores republicanos debía dar la impresión de que era él quien llevaba la batuta en el diálogo; así que la isla tenía que ofrecer algo más que promesas de buena voluntad. Fidel Castro echó mano entonces a su moneda de cambio y entre octubre y diciembre de 1978 indultó y liberó a tres mil 600 presos políticos. Entre ellos estaba el excomandante de la Revolución Rolando Cubelas, condenado a 25 años de prisión bajo el cargo de intento de asesinato de su Comandante en Jefe.

    Los ochenta: mercado abierto de presos políticos

    Las relaciones con Carter se enfriaron en 1980, a partir de los sucesos de la Embajada de Perú y el éxodo del Mariel. Los canales de diálogo directo con Estados Unidos se cerraron. A Cuba le convenía ampliar sus relaciones con otros actores en Occidente, si bien la mayoría de gobiernos democráticos no estaban interesados en involucrarse demasiado con un régimen totalitario comunista.

    De todas maneras, varias figuras políticas socialistas (socialdemócratas, en realidad) sí encontraron provechoso acercase a Fidel Castro. Mantener buenas relaciones con Cuba era una declaración ideológica que siempre venía bien de cara algunos sectores de sus bases políticas, aunque también podía traerles problemas con la oposición: ser amigo de un dictador generaba sospechas y acusaciones de querer emularlo. Mandatarios como Pierre Trudeau (Canadá) o François Mitterrand (Francia) encontraron un pequeño truco mediante el que salir ilesos: la liberación de presos políticos. Generalmente, la petición venía de ellos. Cualquier acuerdo con Cuba, incluso las visitas de cortesía, se solían sellar con la excarcelación de un puñado de presos del castrismo, lo que les ganaba a estos gobernantes crédito político en tanto demócratas de izquierda comprometidos con los derechos humanos.

    En 1984, con Ronald Reagan reelecto y enfrascado en detener la influencia política de la URSS, las posibilidades de un entendimiento con Estados Unidos eran casi nulas, sin importar cuántos presos políticos ofreciera el castrismo en una hipotética mesa de conversación. Sin embargo, Fidel Castro encontraría interlocutores en algunos sectores de la sociedad civil estadounidense. Uno de ellos fue Jesse Jackson, reverendo evangélico afroamericano, quien había obtenido el tercer lugar en las primarias demócratas de ese año. Jackson se convirtió en un crítico del embargo estadounidense y estableció canales de ayuda humanitaria hacia Cuba que unos años después serían muy apreciados por el régimen. Para sellar su amistad, ese año Castro le permitió llevarse a Washington a 22 ciudadanos estadounidenses encarcelados por cargos relacionados con drogas. Poco después, hizo lo mismo con 26 presos políticos.

    Al año siguiente ocurrió algo similar, aunque esta vez con una delegación de la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos. Los visitantes le entregaron al dictador una lista con los nombres de 145 presos políticos para que fuesen liberados. Castro solo accedió a excarcelar 75. No obstante, tras la intermediación del famoso oceanógrafo francés Jacques Cousteau (uno de los embajadores informales del régimen), decidió otorgar la libertad a otros 40 y permitir que la mayoría emigrara a Estados Unidos en 1986.

    La última gran excarcelación de la década ocurrió gracias a Felipe González, días después de aquella conversación en uno de los cayos de Fidel Castro. Con ese gesto, el gobernante cubano ganó un aliado —aunque hay que decir que el español se fue con algo más que presos políticos.

    España había entrado en la OTAN en 1982; una decisión que le ganó a González, líder del PSOE (Partido Socialista Obrero Español), severas críticas desde la izquierda. Para salir limpio de polvo y paja echó mano a la estrategia que antes habían usado Mitterrand y Trudeau. Primero, invitó a Fidel Castro a su país en 1984, lo que habría dejado claro que los socialistas españoles, a pesar de integrar el país a la OTAN, mantenían su «independencia» del resto de las potencias occidentales y seguían abogando por un mundo multipolar. Por otro lado, a fin también de evidenciar su distancia con la dictadura caribeña, González debía pasar por la isla y llevarse a unos cuántos presos políticos, como ya iba siendo costumbre.

    El socialista consiguió la excarcelación de 76 presos políticos cubanos y 12 de origen español; entre ellos figuraba Eloy Gutiérrez Menoyo.

    Los noventa: más regalos humanos

    Contaba el recién fallecido Pepe Horta que, en 1995, luego de abandonar su cargo como funcionario cultural cubano en pleno Festival de Cannes para no regresar a la isla, fue interrogado por Danielle Mitterrand, cuyo esposo, muy cercano a Fidel Castro, habría de morir un año después. Madame Mitterrand no solo era la primera dama de Francia, sino que dirigía una fundación defensora de derechos humanos creada por ella misma: France Libertés.

    —Quisiera ir a Cuba con la fundación y sacar a varios presos políticos. ¿Cómo debo pedírselo a Fidel? ¿Le digo que es un gesto en favor de los derechos humanos? —le preguntó a Horta.

    —¡No, no, no! Ni se te ocurra decirle eso, que a él no le gusta que le mencionen los derechos humanos ni nada parecido. Tú aprovéchate de que él es un machote. Dile que a ti solo te ven como la primera dama, que la gente no cree que tengas ninguna participación en la política y que él podría hacerte un favor entregándote algunos presos para que los franceses vean que tú eres más que la esposa del presidente —contaba Pepe Horta que le respondió a la Mitterrand.

    Parecería que la estrategia funcionó. En abril de 1995, Danielle Mitterrand visitó la isla con una delegación que incluía a miembros de su fundación, así como de otras organizaciones no gubernamentales de derechos humanos. Al siguiente mes fueron excarcelados seis presos políticos, entre los que se encontraban Sebastián Arcos Bergnes e Yndamiro Restano Díaz.

    Fidel Castro saluda al Papa Juan Pablo II tras una misa en la Plaza de la Revolución, en La Habana; 25 de enero de 1998.
    Fidel Castro saluda al Papa Juan Pablo II tras una misa en la Plaza de la Revolución, en La Habana; 25 de enero de 1998. / Foto: CNS/Reuters / Vía: angelusenespanol.com

    Durante los noventa hubo al menos otras tres excarcelaciones de presos políticos. Como en las décadas anteriores, todas fueron transaccionales, intercambios de favores diplomáticos o gestos de amistad. La que muchos recuerdan ocurrió en 1998, a raíz de la visita a la isla del papa Juan Pablo II. El sumo pontífice llegó a Cuba el 21 de enero para cumplir con una agenda que incluía «confirmar la fe probada de los cristianos cubanos», reunirse con los obispos, y reparar con Fidel Castro los lazos rotos entre la Iglesia y la Revolución. Pero el papa no vino solo, sino con una amplia delegación que integraba Angelo Sodano, entonces secretario de Estado del Vaticano. Mientras Juan Pablo II le hablaba al pueblo de Cuba, Sodano se dedicó a negociar la liberación de reos cubanos. El 12 de febrero de ese año, el Consejo de Estado decretó un indulto para un total de 299 presos, entre los que había opositores y presos comunes enfermos o de edad avanzada.

    Antes, en 1992, habían tenido lugar otras excarcelaciones, menos sonadas. Fue cuando Manuel Fraga, presidente del gobierno autonómico de Galicia, hizo de anfitrión del dictador cubano. Ideológicamente, ambos estaban en los extremos; sin embargo, desarrollaron una curiosa camaradería que solo puede explicarse desde el galleguismo. El año anterior, Fraga había viajado a Cuba, donde Fidel Castro lo recibió en el aeropuerto con honores de jefe de Estado. Allí, el presidente de Xunta (y exfuncionario de alto rango del franquismo) visitó la casa de sus progenitores, que durante un tiempo vivieron en la isla como emigrados. El cubano hizo lo propio en Galicia, tierra natal de su padre, y se comprometió a liberar a 15 presos políticos y cuatro comunes, no sin aclarar públicamente que aquel había sido un logro diplomático de su amigo.

    Así las cosas, en enero de 1996, Fidel Castro tuvo a bien excarcelar a otros tres presos políticos —Luis Grave de Peralta, Carmen Julia Arias Iglesias y Eduardo Ramón Prida— como gesto de cortesía ante la visita del congresista estadounidense Bill Richardson, quien se convertiría en embajador de Estados Unidos ante las Naciones Unidas en 1997, luego en secretario de Energía de Bill Clinton y, más tarde aún, en gobernador de Nuevo México. Durante esa década y parte de la siguiente, Richardson mantuvo una estrecha relación con Cuba, sobre todo como negociador de la Casa Blanca.

    Después de Fidel ya no hay regalos

    Tras la salida del poder de Fidel Castro por motivos de salud, algunas cosas cambiarían en Cuba, incluido el modo en que se manejaban las excarcelaciones de presos políticos. En sus tiempos, el ahora viejo y enfermo líder a menudo las había usado para ganar simpatías o favores políticos, casi a manera de regalo o de trofeo para visitantes poderosos. Con Raúl Castro y su sucesor, Miguel Díaz-Canel, las cosas tomaron en esta sentido aires de mayor pragmatismo: los presos políticos solo serían liberados como condición o pago por concesiones muy concretas.

    Entre 2010 y 2011, Raúl Castro ordenó la liberación de decenas de presos políticos encarcelados en 2003 durante la llamada Primavera Negra de Cuba. A muchos, incluso, les permitió irse a España por mediación de la Iglesia católica y el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Pero aquel no fue un gesto fortuito.

    En 2010, la Unión Europea aún mantenía la conocida Posición Común, inaugurada en 1996 por el expresidente español José María Aznar (del Partido Popular), quien transfirió al bloque continental su enfriamiento bilateral con la isla. España, ahora gobernada por el PSOE, pretendía enmendar esa situación en Bruselas, pero encontró una fuerte oposición en Alemania, Polonia, República Checa y Hungría, países que dos décadas antes pertenecían al otro lado del Telón de Acero. Entonces se acordó que el régimen isleño debía hacer concesiones en materia de derechos humanos si deseaba echar abajo la Posición Común, pero la muerte por huelga de hambre del preso político Orlando Zapata Tamayo, en febrero de ese año, no facilitó las cosas. Aunque no fue hasta 2016 que la Unión Europea canceló la Posición Común, su desmontaje comenzó en 2011 gracias a que Raúl Castro decidió dar el primer paso con una garantía de «cambios democráticos»: la promesa de reformas económicas dirigidas a permitir el sector privado y la excarcelación de los presos de la Primavera Negra.

    Barack Obama y Raúl Castro / Foto: AP
    Barack Obama y Raúl Castro / Foto: AP

    La siguiente excarcelación «masiva» de presos políticos cubanos sucedió entre diciembre de 2014 y enero de 2015 como parte de los acuerdos que llevaron al restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos. Fueron en total 53 opositores y activistas, condenados casi todos a penas de entre tres y seis años de privación de libertad. En este caso, Raúl Castro no otorgó indultos, como solía hacer su hermano. Los excarcelados habían cumplido al menos la mitad de sus sanciones, por lo que fueron puestos bajo régimen de libertad condicional. Este hecho quedó opacado en su momento por otros sucesos más noticiables, como el regreso de los cinco espías cubanos (Cuban Five), la liberación de Alan Gross y el entendimiento entre Raúl Castro y Barack Obama.

    En aquella ocasión quedó establecido que las excarcelaciones fueron una demanda de Estados Unidos. Pero en 2022 no fue así. Ese año, poco más de una decena de presos políticos, todos asociados a las protestas populares del 11 de julio de 2021, fueron excarcelados bajo regímenes menos severos, como campamentos de trabajo y prisión domiciliaria. El régimen cubano nunca declaró que el gesto fuese parte de algún acuerdo con Estados Unidos, aunque ese mismo año Joe Biden retiró algunas medidas contra Cuba establecidas por Donald Trump. Por su parte, la Casa Blanca tampoco lo dejó muy claro, y en un comunicado oficial se limitó a decir: «Seguimos pidiendo al gobierno cubano que libere de inmediato a los presos políticos, que respete las libertades fundamentales del pueblo cubano y que permita que los cubanos determinen su propio futuro».

    Es muy probable que, aun en el caso de que no se tratara de un intercambio, el gobierno de Miguel Díaz-Canel leyera entre líneas el comunicado de Washington y decidiera corresponder con este gesto a Biden. El restablecimiento del flujo «normal» de vuelos comerciales entre ambos países, la reanudación del programa de reunificación familiar y el retiro del límite a las remesas enviadas de Estados Unidos a la isla fueron pagados, como otras tantas cosas antes, con los cuerpos de presos políticos, histórica moneda de cambio del castrismo.

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.

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    2 COMENTARIOS

    1. Buena antología pero falta un momento esencial: las negociaciones de Bernardo Benes entre 1977 y 1978 que resultarin en la excarcelación de 3600 presos políticos. Notables porque fue el primer acercamiento entre un miembro prominente del exilio cubano y el régimen y por la reacción entre el exilio que lo defamaron, amenazaron, boicotearon sus negocios y lo condenaron al ostracismo. Esta reacción se puede considerar el inicio del verticalismo, posición cómoda desde Miami y tan demagogo como ineficiente, que ha conducido al círculo vicioso entre acercamientos y endurecimientos.

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