En zona de peligro: ‘El motel del voyeur’ de Gay Talese

    En su ensayo sobre la transgresora y desconcertante obra de Pierre Klossowski, anotaba el mexicano Juan García Ponce que había obras —y por supuesto, libros— que se desarrollaban en una zona de peligro para el arte, el pensamiento y el mundo organizado de las relaciones sociales siempre regido por la Ley: mirada y deseo como líneas quebradas en la imaginación y el lenguaje; imaginario sexual pulsional y gravitante que se transforma en conocimiento; belleza como revelación y su poder sobre nuestra conciencia moral y ética; máscaras que ocultan lo que somos; nostalgia de la infancia, tiempo ido que nos conformó y deformó; tiempo que repetimos, aunque lo sabemos irrecuperable… Si hay un libro del periodista y escritor norteamericano Gay Talese que aborda esta zona de peligro en su prosa eficiente, certera y penetrante, ese libro es El motel del voyeur (2016).

    El motel…, penúltima y más controvertida obra de Talese, narra las andanzas de un señor llamado Gerald Foos quien, en su necesidad de mirar —Foos es el clásico mirón o voyeur y, por demás, fetichista del pie femenino—, compra un motel, la Manor House, y acondiciona los conductos interiores para, a través ellos, desplazarse silenciosamente y espiar a sus huéspedes. El libro cuenta también algunos episodios de la infancia relacionados con una tía, por los que el Voyeur —así se nombra a sí mismo Foos en varias ocasiones— intenta explicarse a sí mismo ese intenso deseo.   

    Como es sabido, Talese es uno de los principales exponentes del Nuevo Periodismo que surge en los años sesenta del siglo XX. Y es precisamente el cúmulo de conflictividad social en esa década lo primero a tomar en cuenta para esta nueva forma de enfrentar el hecho periodístico: varios asesinatos políticos (los hermanos Kennedy, Malcolm X, Martin Luther King); rebelión negra y movimiento por los derechos civiles; liberación sexual y feminismo que llevan a diversas reivindicaciones sociales y económicas; comunidades hippies que se aíslan e intentan vivir de forma diferente; aumento del consumo de drogas; guerra de Vietnam y agitación pacifista. 

    Por otra parte, a nivel formal y técnico: prosa literaria y no solo informativa; narración no ficcional; subjetividad de lo narrado a partir de un punto de vista objetivo; complejas descripciones de personajes y de entornos sociales que definen las conductas; poco apego a la «verdad oficial» y a la tradición liberal y objetiva que relata hechos, pero oculta la realidad. Con estas herramientas, el Nuevo Periodismo se impuso como tarea narrar aspectos desconocidos de la Norteamérica profunda. Muchos de estos aspectos ubicados en aquella zona de peligro que arriba enunciamos.   

    Descendiente de una familia italiana, Gay Talese nace en otra década convulsa de la historia de los Estados Unidos: los años treinta. Muy temprano, a sus 15 años, comienza a hacer periodismo deportivo. Pero será entre 1956 y 1965, ya terminados sus estudios de periodismo en la Universidad de Alabama, cuando llega el reconocimiento mientras escribe para The New York Times

    Desde entonces, este tipo exquisito, este arbiter elegantiae, vestido con trajes impecablemente cortados y coloridas corbatas, escribe no solo para periódicos sino también, y sobre todo, para las revistas más importantes de la época. Fue en esos propios años sesenta cuando, junto a otros grandes periodistas y escritores como Truman Capote. Norman Mailer, Joan Didion, Tom Wolf o Hunter S. Thompson, sin proponérselo, ayudó a definir lo que ha sido llamado literary journalism o Nuevo Periodismo. Anoto un dato interesante: Galese visitó Cuba dos veces. La primera, en los ochenta, con su esposa Nan Talese, editora de Random House. En ese viaje conoció de forma casual a su admirado Gabriel García Márquez. La segunda, en 1996, coincidiendo con el mítico peso pesado de boxeo profesional Muhammad Alí, en un vuelo que llevaba a La Habana un donativo de organizaciones humanitarias estadounidenses. 

    Publicado en 2016, la historia de El motel… comienza, sin embargo, en los años ochenta, a pocos meses de publicarse el que ha sido considerado su mejor libro, La mujer del prójimo. Cuenta el propio Talese en el prólogo de El motel… cómo, al ser publicados fragmentos de La mujer… en diversos periódicos, recibió una intrigante y perturbadora carta de Gerald Foos, quien, desde hacía 15 años —es decir, desde 1965—, poseía un pequeño hotel de 21 habitaciones en el área metropolitana de Denver.

    Como arriba apuntamos, esa propiedad de ladrillos pintados de verde y con puertas color naranja fue comprada y reacondicionada por Foos, su propietario, a fin de satisfacer los impulsos voyeuristas que se remontaban a su infancia. Además, la carta hacía referencia a un minucioso diario, una memoria secreta y estrictamente personal que el remitente había llevado a lo largo de varios años. En esas páginas escritas a mano y llenas de tablas y apuntes, El Voyeur refleja —con la paciencia de un etnólogo que registra lo que escucha, lo que ve, e incluso lo que siente en el proceso— «cómo la gente se comporta sexualmente en la intimidad de su dormitorio». 

    Es también como un etnólogo que intenta arrojar alguna luz sobre «la verdad» del proceso social, que sería a fin de cuentas una «verdad» sobre la cultura del momento. Y es justo esa pretendida condición «científica» y «etnográfica» lo que niega a los diarios de Foos la condición de textos eróticos. Tal vez aquí corresponda lo apuntado por el crítico y ensayista francés George Steiner, para quien la diferencia entre una literatura sexualizada y una escritura erótica con «altura» es de carácter lingüístico y se debe buscar en el refinamiento de lo narrado. Parafraseando al propio crítico cuando se refiere a los pornógrafos: la palabra erótica es una palabra nocturna y pertenece a la noche; no debe perder nunca su privacidad poniéndosela a gritar por los tejados. O mejor, como le dice la casta diosa Artemisa, metáfora de la materia virgen e intocable, al joven cazador —y voyeur— Acteón, fascinado ante su belleza desnuda: «Ahora ve a contar que me has visto sin velos; si puedes hacerlo, no hay inconveniente». 

    No solo por su temática y concordancia temporal los dos libros están emparentados. En el prólogo de El motel…, Talese reconoce que tan sus motivos como sus métodos de investigación en La mujer del prójimo son similares a los empleados por Foos en sus diarios. En realidad, lo había escrito mucho antes en El reino y el poder (1969), su investigación sobre The New York Times: «casi todos los periodistas son incansables voyeurs que ven los defectos del mundo, las imperfecciones de la gente y los lugares». Pero: no solo los periodistas… 

    La idea de la literatura como voyeurismo —¿y viceversa?— parte del hecho de que la escritura, más allá de ser un ejercicio de sublimación, supone la intromisión placentera y extraña del narrador —y de quien lee— en un entorno ajeno e íntimo. Sea que hablemos de personajes de ficción, o reales, como es el caso de la narrativa del periodismo literario. Tal vez, en ambos casos, solo estemos hablando de la «felicidad absoluta» y esa sensación de poder, de sentirse fuerte y valiente que posee a Foos cuando desde el «laboratorio de observación» logra invadir la intimidad ajena sin que nadie lo sepa. O también como se refiere el propio Voyeur a su práctica en una frase que posiblemente ni él comprendiera en toda su profundidad (¿psicoanalítica?): «los voyeurs son tullidos… a los que Dios no ha bendecido. El voyeur es el que pasa la noche en vela, el que permanece despierto noche y día a la espera de la siguiente observación».    

    En las páginas iniciales de El motel…, Talese nos ubica en otra experiencia similar del ámbito cultural anglosajón; esta vez es el siglo XIX: The Other Victorians. En ese libro, Steven Marcus, profesor de la Universidad de Columbia, cuenta las preferencias sexuales y ocultas de un respetable caballero victoriano, quien compensaba su educación represiva con experiencias voyeurísticas y una infinidad de relaciones íntimas con mujeres de todos los estratos sociales. A mediados de los ochenta del siglo XIX, este caballero —también voyeur y escritor— conformó una interesante obra en 11 volúmenes y más de cuatro mil páginas que tituló Mi vida secreta

    Para nosotros esto no tendría más importancia que la de saciar nuestra curiosiosidad sociológica —y también voyeurística— sobre «el envés del mundo victoriano», si no fuera por una frase anotada por Marcus y recogida por Talese: lo primero que aprendemos en las escenas de Mi vida secreta es lo que no pasó a la novela victoriana. A riesgo de apartarnos de nuestro tema principal, aquí cabría anotar que aquello «o escrito», reprimido o sublimado, por los novelistas victorianos en su afán de corrección social y política, es decir, aquellos elementos que descolocan la realidad y representan un mundo dominado por fuerzas extrañas o no discernibles a simple vista, sí fue mostrado por escritores y artistas no realistas de la época: góticos y romanticos, simbolistas, decadentistas. Estos movimientos contrailustrados (Isaiah Berlin) fueron estudiados por el crítico italiano Mario Praz en dos de sus obras fundamentales: El pacto con la serpiente La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica

    La trama de El motel… tiene una franca referencia en ese gótico —en este caso norteamericano—, pero gótico como pulsión, como inconsciente que se manifiesta en la obra literaria o artística más que como movimiento cultural con un cronotopo preciso. Por demás, todo en el motel y su arquitectura —puertas clausuradas, escondrijos, pasadizos, pasillos secretos, ocultas rejillas— funciona como dispositivo estratégico para permitir la visión del objeto de deseo; visión en la que el disfrute está dado justo a partir de la invisibilidad de quien mira desde su perfecta «plataforma de observación». Aunque también podría anotarse que, a diferencia de lo que ocurre con los personajes en la narrativa del gótico histórico, las dos esposas de Foos son activas colaboradoras y cómplices, tanto en la construcción como en el goce de esta mirada sigilosa, que incluye el placer sexual clandestino y compartido. 

    Y, claro, en medio del «giro visual» en que vivimos, es decir, la hegemonía de los medios audiovisuales en la cultura actual, una hegemonía que modela el modo en que miramos y en que los demás reciben la mirada, ¿cómo no pensar en grandes momentos de la historia del cine como Psicosis y La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock, en El fotógrafo del pánico de Michael Powell, obras mencionadas por Talese en las primeras páginas del libro, pero también en aquella escena principal de Terciopelo azul, clásico del cine neo-noirdirigido por David Lynch? El protagonista, escondido en un closet, observa a través de una rejilla una extraña, perturbadora y fascinante episodio sexual en que sin proponérselo se ve involucrado. No olvidar el Lumberton de Lynch, aquel pueblito con casas y vallas publicitarias pintadas con suaves y apastelados colores que escondía una realidad violenta…   

    En cuanto a la «función autor», El motel… es también una obra peculiar; alguna que otra vez la información ha sido puesta en duda debido a ciertas incongruencias en las fechas y a la emergencia de hechos no comprobables. Habría que destacar cómo esos diarios de Gerald Foos, que Talese comienza a recibir en los años ochenta, «transversalizan» su propia experiencia de la escritura y la publicación de La mujer del prójimo y otros libros posteriores. También el hecho de que, si bien ambos libros reflejan algo de esa Norteamérica oculta tras las bambalinas de la prosperidad y la riqueza, lo hacen desde puntos de vista diferentes. Son, en todo caso, complementarios. Uno, La mujer…, más objetivo, social, histórico; el otro, más personal o íntimo, articulado a través de «los complacidos ojos del obsesivo Voyeur». 

    Pero esto último no excluye —consecuencia de las propias escenas que Foos ha espiado a lo largo de muchos años: robo, incesto, bestialismo o violación— una visión sumamente crítica del comportamiento humano en la intimidad; más aún, una visión de estos seres —solo aparentemente «unidimensionales» (Herbert Marcuse)— no solo burlesca o cruel, sino rayana, con el tiempo, en la misantropía.  

    En consecuencia, ninguna relación entre la mirada de Foos —aquella «locura de la visión» de la que nos hablaba Christine Buci-Glucksmann, donde los ojos miran nerviosos desde el deseo— y la mirada cartesiana, fría, reificada, del observador-narrador de Alain Robbe Grillet, que como una cámara mecánica nos devuelve objetivamente la realidad circundante. Tal vez por eso lo más interesante en ambas experiencias —Foos y Talese— no es tanto la presencia del Mirón —es decir, el ojo como órgano visual acoplado a impulsos escopofílicos y sexuales, y conectado a un sistema mayor: el cuerpo humano, sus fluidos y humores—, sino la mirada tenaz y furtiva que lanza «el escritor» sobre la vida íntima y compleja de los otros: una vida que siempre desborda los impulsos sexuales.  

    Esto lleva a preguntarnos por la posible condición de escritor de Gerald Foos. O sea: ¿puede Foos ser definido como un autor? De creerle a Talese, a propósito de su empleo de largos fragmentos del diario, intercalados en cursiva dentro de su libro —y si no le creyera no escribiría estas notas— estaríamos hablando de un «escritor», lo que, por supuesto, no supone encadenar armónicamente una oración tras otra, ni siquiera la obligación de cuidar la corrección, el sentido, la cohesión o la musicalidad de un periodo gramatical. 

    Es con el acento de un escritor de ascendencia borgeana que parece declararlo Foos en uno de sus diarios: «A veces he cavilado que quizás no existo, que solo represento un producto de los sueños del sujeto. De todos modos, nadie creería lo que he conseguido como voyeur, y por tanto la manifestación onírica explicaría mi realidad». Es también lo que Talese intuye, o sabe, cuando escribe: «Aquello se convirtió en una rutina: si le aburría lo que veía a través de las rejillas… trasladaba su atención del voyeurismo a su historia personal y recordaba sus aventuras infantiles en el Ault rural». Desde estas citas hasta lo que conocemos como «autoficción» en la teoría narrativa contemporánea, no hay más que un paso. 

    El motel… sería una historia incompleta si no aludiera a cierto momento de la infancia de Gerald Foos; esa, digamos, «escena primordial», aunque no reprimida ni traumática, detonadora de su necesidad voyeurística y organizadora del erotismo a lo largo de su vida de joven y adulto. En un sentido similar estaría aquella misteriosa palabra, rosebud, empleada por Orson Welles en su película Ciudadano Kane. Si hoy sabemos que rosebud significó también el sexo de su amante Marion Davies, y no solo el trineo y la infancia, la madre y el hogar… pues ya tenemos un vislumbre de esa posible intersección entre ambos significados. 

    El rosebud de Foos, aquella perdida felicidad infantil, se condensa en varios episodios de voyeurismo y fetichismo —del pie— asociados a su hermosa tía Katheryn, que tenía por costumbre pasearse desnuda con las ventanas abiertas y las luces encendidas. Desde las sombras, escondido bajo el alfeizar de una ventana la espiaba el niño Gerald, buscador de belleza en un quieto ritual nocturno de iniciación. Así, años después, le cuenta Foos a Talese: «Guardo una imagen concreta de ella, de pie, desnuda en su dormitorio mientras acaricia una de sus muñecas de porcelana, eso siempre permanece en mi cabeza, y probablemente siempre estará ahí». Es una imagen que penetra en el futuro, nos dice Talese: un instante, no elidido, que queda tatuado en la memoria y con el que Foos seguía masturbándose en la adultez. 

    A través de esa observación minuciosa —a la que Foos encontrará paralelos en los estudios de sexología del Instituto Kingsley o del Master & Johnson—, de los años sesenta a los ochenta, el libro da cuenta de un movimiento fundamental que va desde la propia necesidad «pervertida» del Voyeur hasta la entraña social, o sociológica, de las situaciones ahí vistas y narradas. Varias son las situaciones que evolucionan y convierten a Foos, de forma inadvertida, casi en un «historiador social», porque, como dice Talese, cabía la posibilidad que desde su «plataforma de observación», él viera y anotara más allá de la expectativa de su deseo.

    En primer lugar, y como tónica general de la vida íntima del norteamericano medio, una profunda insatisfacción humana, o sea, la infelicidad de casi todas las parejas que pasan por el motel. También el aumento de relaciones lésbicas y de la homosexualidad masculina, de las parejas sexuales interraciales (sobre todo blancos y negros) que practican sexo oral; el comienzo de prácticas que años después se conocerán como pet play; el intercambio sexual en tríos y las parejas swingers que a partir de los años setenta se convertirán en experiencias más comunes y con cierto nivel de aceptación social; el incremento exponencial de los adulterios, de las relaciones de «casquete rápido», así como del sexo oral entre heterosexuales, que Foos asocia al estreno en 1972 de la película pornográfica Garganta profunda… Y, finalmente, están las más impactantes y dolorosas de estas escenas para el anfitrión: las relaciones sexuales que involucran a veteranos mutilados de la guerra de Viet Nam, de la cual Foos es profundamente crítico.  

    Cuerpo y lenguaje; literatura como visualidad y voyeurismo; sociología de lo cotidiano, y hasta política de la imagen y de lo verdadero: régimen escópico del momento en que vivimos… Todo, o casi todo, incluso la acción humana y la forma en que miramos y somos percibidos, puede cambiar y evolucionar dentro del tiempo social. Y todo lo que evoluciona es central para pensar la acción de ese mirar, no como un acto neutral y objetivo, sino como una instancia política desde donde se devela o, por el contrario, se invisibiliza.  

    Al final de El motel voyeur —ya vendidos los dos inmuebles de los que Foos fue propietario durante más de 30 años—, un viejo, achacoso y artrítico Voyeur, que apenas puede caminar sin bastón, comprueba con desagrado la exposición de las vidas privadas al control del Gran Hermano: control no directo aunque estricto, que se manifiesta en cámaras de seguridad colocadas para captar los ángulos más impensados, Internet, tarjetas de crédito y cuentas bancarias, teléfonos móviles, GPS y localizadores físicos, clandestinas e ilegales escuchas telefónicas llevadas a cabo por los aparatos de inteligencia y espionaje del gobierno… Y, sobre todo, el Ojo del poder omnímodo de los actuales medios de comunicación. 

    A todo ello también pudiera preferirse la mirada convertida en lenguaje y escritura como una instancia, tal vez, no influenciada, más libre, allende el tiempo y la cultura de un lugar específico. Ese algo, icónico y sin nombre, ese vacío que nos observa y que el hombre siente y no sabe por qué; esa conciencia de otredad, de «lo otro» hermoso o amenazante, pero siempre fuera del momento en que el Universo alcanza su definición mejor a través del lenguaje. 

    Veamos este fragmento del diario de Gerald Foos, cuando algo de la Ley y de esa cotidianidad —de una cotidianidad que, por demás, pudiéramos llamar perversa— se abre a esa entraña metafísica gracias al poder de la mirada transformada en escritura: «Podía ver a los sujetos debajo de mí, y sin duda era una pareja perfecta para ser los primeros en actuar en el escenario que había sido creado especialmente para ellos, y para otros que los seguirían, y yo sería su público».

    En ese cruce entre las dos instancias, política y metafísica, zona de peligro por excelencia, toma todo su valor un libro como El motel del voyeur de Gay Talese.  

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    Nansen H. Tápanes
    Nansen H. Tápanes
    Nansen H. Tápanes (1969). Licenciado y master en Historia por la Universidad de La Habana. Ha publicado artículos en las revistas Cubanow (ICAIC) y Conexos, el portal CubarteHypermedia Magazine y Rialta Magazine.

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    2 COMENTARIOS

    1. Felicitaciones, querido Nansen. Este texto tuyo es impresionantemente bueno (y mira que estoy habituada a tus estándares altos), pero has rodeado este libro desde todos los ángulos posibles y con mucha hondura. Recordé además que solo había visto un documental sobre la historia de concepción del libro y he aprovechado para pedirlo en la biblioteca. Gracias por esta publicación!

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