«Y estaba por otra parte, el empeño de esos edificios por no caer, en no volverse ruinas. De modo que la perseverancia de toda una ciudad podía entenderse como lucha entre tugurización y estática milagrosa.»
Antonio José Ponte
A simple vista sigue en pie. Pero ya no es un edificio. Es una ruina habitada, un cascarón roído por dentro. Se sostiene no por los cimientos, sino por la costumbre. Fue una construcción digna, modesta, hecha para el bienestar comunitario. Las normas claras: limpieza, orden, armonía. Todo en el pasado.
Su destino quedó sellado el 14 de octubre de 1960, día que se firmó la Ley de Reforma Urbana. Pocos han leído los catorce — «Por cuánto» del documento. El artículo 25 aún nos persigue: «La propiedad de los inmuebles destinados a las llamadas “ciudadelas”, “casas de vecindad”, “cuarterías”, o “solares” se transferirá al Estado sin que los propietarios reciban cantidad alguna en concepto de precio».
El Estado tomó posesión del solar y a la vez lo renegó. El edificio era suyo en papel, no en hechos. Dragones 216 empezó a decaer en el momento en que pasó a manos del gobierno castrista. No de golpe, sino lentamente. Parches y reparaciones chapuceras. Techo, electricidad y plomería dejados por su cuenta.
Para los años setenta el edificio ya daba señales de agobio. Desde dentro el hormigón se disolvía. En su estado ideal, los elementos coexisten en sociedad: el cemento funde y abraza a la arena que sostiene a la grava, mientras el acero recubierto y protegido da tensión y resistencia. Con el tiempo y el abandono surgen micro fisuras como raíces secas; las venas arenosas se dilatan y fracturan la mezcla, disolviendo la cohesión. La grava, antes sujeta, se deshace. Y el acero, al oxidarse, se hincha y revienta el concreto que lo contenía. La pared se agrieta por la expansión implacable del óxido.
El incendio en el cuarto de Agustín
Durante los años sesenta y setenta, Dragones 216 no sufrió los apagones crónicos de los noventa y los dos mil. Aun la amenaza se anidaba en los cables eléctricos, tendidos de otra época para resistir bombillas de filamento. El aislamiento se resecaba; el cobre desnudo quedaba vulnerable a la humedad. Cortocircuitos lentos, silenciosos, imperceptibles al ojo, pero no al olfato, carbonizaban las paredes. La advertencia era el olor acre, mezcla de plástico quemado y humedad rancia. Las cajas de baquelita quebradas mostraban entrañas eléctricas como heridas infectadas. Las chispas avispaban la penumbra. Debido a la crisis de la vivienda de la década de los 80, el edificio ya repleto de gente era un enjambre de cables improvisados, antenas, extensiones múltiples y empates con alambres pelados.
El viejo Agustín vivía en el segundo piso al fondo, con su hija Ofelita y el marido de esta. Cocinaban en un invento eléctrico improvisado: un bloque de caliza y el serpentín encima. Ofelita era entretenida. Mientras freía, la sartén se recalentó. Todo ocurrió rápidamente. Las llamas se propagaron hacia todos lados. Tratando de sofocar el fuego, Ofelita sufrió quemaduras de segundo y tercer grado. Agustín no resistió el estrés y murió de un infarto meses después. Durante la crisis del 94, Ofelita y su esposo se fueron en una balsa desde Cojímar. Mi primo Albertico, testigo de aquellos días, me lo cuenta apagadamente.
La falta de agua permanente
Otro enemigo era la falta de agua potable. Entrados los setenta, se hizo necesario cargarla en cubos, latas, botellas, trayéndola desde donde hubiera. Yo mismo ayudé a mi familia a subir latas.
El agua tiene su historia secreta en las tuberías. El líquido avanza por conductos carcomidos, depositando capas de cal que estrechan el flujo. Las juntas de cáñamo del edificio 216, saturadas y podridas, dejaban escapar hilillos de agua deslizándose por las paredes, formando manchas de moho negro. El verdín cubría el latón con una pátina dura y viscosa. Los salideros de las tuberías y la baja presión en la red municipal de Centro Habana se convirtieron una pesadilla.
Con el tiempo, cuando había agua, las filtraciones corrían como torrentes. Las conexiones deshechas proyectaban el agua más allá de su cauce, enchumbando pisos, techos, ablandando columnas. Las partículas de plomo eran una sombra tóxica, invisible pero real. A fines de los setenta el sistema hidráulico finalmente colapsó.
Entonces a veces llegaba la pipa de agua.
En 2014, Granma reportaba un déficit de 519 mil 307 metros cúbicos de agua por día en la ciudad. A casi 200 mil habaneros el agua les llegaba a través de camiones cisterna, lo que representaba un «elevado costo» para la deprimida economía nacional.
La destrucción de la galería del segundo piso y la vieja Felicia
Otrora, las galerías comunicantes del segundo piso de Dragones 216 estaban cubiertas por losas hidráulicas dibujando flores y estrellas. Las barandas de hierro forjado tenían volutas vegetales. Todo estaba firmemente en su sitio. A mediados de los sesenta les llegó la humedad. Subía por el soporte y se metía en la cornisa, pudriendo el suelo. Silente e invisible, hacía lo suyo –toda ruina empieza desde adentro, como una traición de la materia consigo misma. El yeso, el hierro, el hormigón no caen: se rinden.
Luego la baranda se hinchó, el hierro se oxidó, la pintura se cuarteó; el suelo no aguantaba, las losas se rajaban. Se abrían huecos que dejaban la galería al aire como una costilla rota. Los vecinos pusieron tablones largos y mal cortados. Al caminar sobre ellos, los tablones se balanceaban. Aún era todo lo que había. El hombre frente a la ruina improvisa. Y en esa improvisación pervive.
Felicia vivía al fondo, en el 12. Una anciana viuda que fue maestra de primaria. Había estudiado en La Escuela Normal de La Habana. Tenía una perrita blanca sata, con manchas carmelitas en los ojos. Felicia apenas salía de su cuarto. No se atrevía a cruzar los tablones. Tenía miedo de caer. El baño quedaba afuera y ella no podía llegar. Los vecinos de vez en cuando la ayudaban en el cruce. Una mañana azul la perrita se enfermó y murió. Felicia ni lloró. Se quedó sentada en el sillón mirando la puerta. Y es que la soledad se acuartela en las cosas, deja de ser metáfora y se vuelve una ley física. Un día Felicia enfermó de neumonía. Luis y el enfermero de guardia la sacaron con cuidado y se la llevaron al Calixto García. La vieja maestra falleció la semana siguiente.
La opinión de Marino el arquitecto
En mis últimos días en 216 tuve una conversación con Marino el arquitecto, hermano de Heriberto, un tipo inteligente y jodedor que vivía en el primer piso. Había trabajado en planes de restauración. Sabía de cargas, de tensiones, intramuros, lo que aguanta y lo que no. Marino me reconocía gusano y se franqueaba. Caminábamos con cuidado por la galería que llevaba al cuarto de Leandro.
—Esto se está cayendo no por viejo. Es el abandono. Lo mismo en todas partes.
Apuntó con el zapato una losa suelta. Inspeccionando los hierros de la baranda derruida, quedó en silencio.
El hollín y el azufre del aire de Centro Habana se adherían a la piedra, oscureciendo los detalles tallados, mientras las lluvias disolvían el mortero de cal, dejando un polvo blanco que se acumulaba en las juntas, en las cornisas ennegrecidas.
—El destrozo lo cubre todo. ¿Y después? La costumbre —dijo, pasándole la mano a un marco podrido.
Miró hacia arriba, analizando los tablones que cubrían lo que quedaba del plafón del segundo piso. Subimos y salimos al balcón a coger fresco. Heriberto se recostó a la baranda. Marino oteaba el horizonte más allá del Parque Curita. Reculó, sacudiendo la cabeza.
—¿Ven eso ahí? —indicó las grietas abultadas en la losa—. Este balcón hay que apuntalarlo.
No hablaba como arquitecto en ejercicio. Hablaba como quien ha visto mucho. Heriberto y yo lo escuchábamos. Sabíamos que no exageraba. La última vez que lo vi, me dejó una frase seca:
—Se lo he dicho a Heriberto. Esto no tiene quien lo salve. Es un enfermo de cáncer que hace metástasis.
El fenómeno barbacoa
Durante los noventa y los dos mil, Dragones 216 sufría la ruina lenta del hormigón de las paredes y la carcoma indolente del techo. Cada grieta en la pared de la estructura era a la vez memoria rota y umbral de peligro. Las escaleras, hinchadas de humedad, descentradas y astilladas, trampas de concreto cediendo bajo el peso humano y el trasiego doméstico.
Entre 1960 y 1990 el edificio triplicó su capacidad habitable. Se perforaba su estabilidad estructural para alojar a una masa amedrentada y desposeída que llegaba a la capital desde el interior de la isla.
Un simple cálculo arroja el potencial peligro. En un cuarto de 4 x 4 metros de alto puntal, una barbacoa para tres personas (el cálculo que sigue incluye el peso de la estructura de la barbacoa), más el peso de una cama doble, escaparate pequeño, mesa y dos sillas equivalen a mil 322 libras. Para los años 2000 casi todos los veintiséis cuartos de la vivienda tenían barbacoas.
Un conocedor del fenómeno es el arquitecto Rafael Fornés:
«La barbacoa desempeña un escaso papel en nuestra historia urbana, pero con la Revolución asume un indiscutible protagonismo. Nos atrevemos a afirmar que es la verdadera expresión de la arquitectura revolucionaria. Se manifiesta en los tinglados Mickey Mouse en azoteas y barrios marginales, en cuarterías y solares que aparecen en los documentales Cuba 111, Suite Habana y el Nuevo arte de hacer ruinas. La arquitectura nómada de los palestinos y el vernáculo comunista son la elocuente manifestación arquitectónica del Período Especial y, a causa de su temporalidad, se produce la destrucción que vemos en las imágenes al paso de los huracanes».
De acuerdo a Fornés, el castrismo hizo de la barbacoa mucho más que una simple adición arquitectónica para convertirla en estadística del derrumbe. Gente hacinada, viviendo como puede entre muebles que no caben, estresando los espacios. El peso incidiendo sobre muros desfallecidos que no aguantan.
Un estudio de principios del 2000 del urbanista Mario Coyula arrojaba lo siguiente:
«El hacinamiento obliga a los habitantes a construir subdivisiones para ampliar el espacio habitable. De acuerdo con datos del Censo de Población y Vivienda de 1995, entre 1981 y 1995 el 45 % de los edificios del centro fueron transformados por barbacoas. La proliferación de barbacoas en prácticamente todos los edificios coloniales y solares habaneros, de cierta manera es responsable de los muchos derrumbes. Las personas convierten las ruinas en nuevos espacios habitables aún ante la amenaza de derrumbe que acompaña a las construcciones clandestinas».
Veinticinco años han agravado el presente continuo de la penuria. Vivir en un solar es el último eslabón del desamparo.
El derrumbe en el cuarto de los Sánchez-González
Julio Sánchez y Emelina González vivían en el cuarto 11 con barbacoa, casi al final del segundo piso a la izquierda.
La urgencia de vivir se impuso a la lógica de la gravedad. Y esa superposición arbitraria quebraba la voluntad sostenedora del edificio. Cada paso en estas estructuras era una negación de la física. La madera crujía con angustia contenida. El concreto chirriaba al peso de la sobrecarga. La construcción era presa de una sepsis estructural.
En octubre de 2004 el huracán Charley azotó a la capital. Las lluvias torrenciales descuartizaron el techo del cuarto de Julio y Emelina, que se vino abajo. Afortunadamente no estaban en la habitación en ese momento. El destrozo acabó con sus desencantos. Cuatro días después las autoridades declararon la habitación condenada y le pusieron un sello en la puerta. El derrumbe puso en vilo a los inquilinos. Para la pareja sin familiares en la capital, las opciones eran volver a Puerto Padre, o refugiarse en un albergue estatal, hacinados, compartiendo baños antihigiénicos, cocinas improvisadas.
Griselda en el baño y la cucaracha voladora
Los setenta eran tiempos difíciles, la gente se la buscaba como podía. Ahí Griselda, mujer en sus treinta, bellísima, vivía sola en el segundo piso. Los cuentos sobre Griselda iban de lo sensual a lo sibilino. La forma de caminar y la manera de conversar irradiaban voluptuosidad, alborotando a la juventud del edificio. Naturalmente, todos los hombres del solar le tenían puesto el ojo. Ella lo sabía y jugaba esa carta de manera simpática. Un aspecto de la personalidad de Griselda era el horror instintivo a las cucarachas. Y un solar en la Cuba de los años setenta (hasta hoy en día), significa vivir entre ellas. Las había de todo tipo, pequeñitas y alocadas, medianas invasoras y las grandes voladoras. Era el insecto más célebre en el edificio después de las moscas.
Dragones 216 tenía tres baños: dos grandes y uno pequeño sin ducha. Cada baño tenía tres inodoros de tanque alto y azulejos brillantes color crema. Bañadera grande esmaltada. Cuando las cañerías no tienen agua circulando, quedan expuestas al aire y a la humedad ambiental, acelerando la corrosión, especialmente en materiales metálicos, comunes en edificios viejos, como plomo o hierro galvanizado. El sarro se pegó. El esmalte se manchó. Donde debía fluir lo limpio, reinaba lo estancado. Los inodoros quebrados, las tapas de madera podridas. Los tanques perdieron sus cadenas, si acaso goteaban. El hedor comenzó. Primero leve. Después era parte integral del aire. Puedo ver a mi tía Elena Triff en el umbral de su cuarto, justo al lado del baño compartido, gritando antes de dar un portazo: «¡Qué peste a mierda por Dios!»
Desde principio de los años setenta, cuando los baños ya no funcionaban, muchos vecinos hacían sus necesidades en recipientes y cartones y luego las tiraban al inodoro.
Una noche se escuchó un alarido desgarrador en el baño del segundo piso. Luego el golpe muerto del hueso contra la porcelana. Una silueta femenina desnuda y mojada corría delirante por el pasillo. Un par de vecinos preocupados llegaron a la escena. Griselda, temblorosa, llorando, relató su tragedia a la madre de Albertico. Mientras se enjabonaba el cuerpo dentro de la bañera, una enorme cucaracha voladora descendió del techo y aterrizó en su espalda. Griselda sintió cómo le caminaba. Gritó, soltó el jarro, patinó y cayó de nalgas, mientras el insecto avanzaba sobre la piel desnuda, sembrando el pánico. Días después le pregunté. Me miró coqueta, el asco aún vibrando en las pestañas.
—Más nunca entro a ese cucarachero —dijo.
La súbita invasión de basura en la esquina de Salud y Rayo
Recuerdo un día largo y tedioso del verano de 1979, cuando me tope en la esquina de Salud y Rayo con una montaña de basura. La esquina céntrica quedaba destinada al basurero espontáneo debido a la ineficiencia del sistema de recogida. En mi niñez centro habanera, en la bodega de esa acera, cerca de la casa de mi tío Janna en San Nicolás, mi madre me premiaba con na Orange Crush tras jugar a las cuatro esquinas. La familiaridad del entorno contrastaba con el escenario degradado.
A falta de las bolsas plásticas de hoy en día, los residuos domésticos se tiraban en cajas de cartón deterioradas, o directamente sobre la acera. Grandes pilas ocupaban la esquina, desbordándose hacia parte de la calle. Comida en estado de descomposición, cáscaras de frutas, gatos muertos, trapos sucios, papeles grasientos, botellas rotas. Todo revuelto y bochornoso, húmedo, visitado por las moscas y roedores. El olor persistente, mezcla agria y fétida que se intensificaba en el calor del mediodía, apenas se atenuaba al anochecer.
Volví al lugar días después y reparé en las alcantarillas completamente tupidas. Como había llovido mucho, el agua acumulada en charcos oscuros se mezclaba con los residuos, generando una sopa nauseabunda. Vi que en los meses siguientes el fenómeno se replicó como plaga a lo largo de la calle Zanja y otras esquinas de mi rutina. La interacción de los transeúntes con la basura se normalizaba: algunos nos tapábamos la nariz, otros apresuraban el paso; unos pocos cruzaban la calle en sentido contrario, evitando el desasosiego y el contacto con la pestilencia.
Comencé a percibir un deterioro más amplio. Las fachadas se veían más sucias, la pintura descascarada, el entorno físico respondía al mismo abandono del sistema de limpieza. ¿Era la basura la causa del deterioro visual o reflejo de una decadencia más profunda?, me preguntaba en caminatas nocturnas. Las altas sombras de basura se alargaban bajo la luz pública, y el aire espeso, en el calor residual del día, concentraba los olores.
La proliferación de basura en las calles de Centro Habana no es nueva. La desgracia de Dragones 216 comenzó en 1960 y es expansiva.
Recuerdo haber comentado la situación con mi tío Fuhed. Su respuesta fue profética:
—La basura es tanta y vivimos en ella porque somos ella.
Alfredo, de la manera que has escrito esto a uno le parece estar allí, viendo y oliendo el caos. El cubano debe ser objeto de estudio porque, no vivió siempre bajo esas circunstancias, se acostumbró vivir así. Tenía un primo que trabajaba antes del ’59 en una tienda de ropa exclusiva para caballeros. Su sueldo le permitía tener un apartamento en La Habana Vieja, y mantener a su esposa y un hijo. Yo era niño pero lo recuerdo siempre vestido impecablemente. Su mujer murió relativamente joven y el hijo salió por Mariel. Quedó solo en Cuba y perdió la visión con la edad. Su apartamento quedó en manos de dos putas santiagueras que lo cuidaban a cambio de vivir allí con sus críos y ejercer su profesión. Saludos.
La novela de la cosa-casa-solar, Triff. Súper, lectura deleitable .
Gracias por ese comentario, Miguel. Otra historia de cientos de miles de otras historias de dolor. Nos cayó la plaga.
Gracias, Belle. Las cosas también se duelen. ☝️