Dragones 216, el edificio (I) 

    «Porque hay en cada cosa una aspiración a ser más que materia, a ser lo que los físicos llaman fuerza viva».

    José Ortega y Gasset

    Había algo en Dragones 216 que paraba el paso. No por ostentoso ni extraordinario, sino por su presencia sobria y firme de fachada gentilicia entre cuatro rancias columnas que no necesitan llamar la atención para imponerse. El edificio, levantado a fines del siglo XIX, parecía construido desde la convicción de que duraría no décadas, sino generaciones. 

    El interior del palacete lo confirmaba: cruzando el zaguán se accedía a una escalera de mármol blanco, amplia, sólida, 24 peldaños bien nivelados llevaban al primer piso. Otra escalera igualmente de mármol subía al segundo, y ambas conservaban aún la baranda de hierro forjado —ni una ondulación fuera de lugar, ni un tornillo suelto. En los descansillos, los arcos rebajados, ventanales con marcos de cedro y puertas encajadas con modesta precisión. 

    Dragones 216 lleva dos plantas; su estructura sostenida sobre muros portantes de mampostería de piedra y ladrillo, ligados por un mortero de cal que para los años cincuenta conservaba, en algunas secciones, la pátina blanca original que le confería un brillo suave bajo el sol centrohabanero. Los muros no solo garantizaban la estabilidad estructural, sino que ofrecían aislamiento térmico, protegiendo el interior del fuerte calor del mediodía tropical. Las paredes maestras, rectas y gruesas como un canto de piedra, los cimientos hincados en roca firme, y los techos de vigas bien ensambladas, resistían no solo el paso del tiempo, también el clima caprichoso del litoral capitalino.

    El techo plano, apenas inclinado para permitir el escurrimiento de las lluvias, bordeado por una balaustrada de piedra caliza labrada, rematada con pináculos discretos que le otorgaban una presencia noble y equilibrada. La fachada blanca, aunque golpeada por el sol, el salitre y las lluvias anuales de septiembre a octubre, y el polvillo de los tranvías que solían pasar por Dragones, se mantenía incólume, sin desconchones ni grietas. Las cornisas simétricas, las molduras de cal cuidadosamente delineadas, y esa textura rugosa del estuco antiguo, hablaban de una técnica artesanal de construir de otros tiempos. Cada metro del edificio parecía haber sido fabricado teniendo en mente la duración y el alma en el detalle. 

    Dragones 216 no fue construido a la ligera. Surgió de manos expertas: albañiles catalanes, canteros vascos, plomeros andaluces y carpinteros gallegos, traídos a la isla en una época en que los edificios eran promesa de permanencia. Aquellos artesanos fieles a los principios constructivos de la vieja España, no buscaban levantar estructuras a la carrera, sino crear armonía entre funcionalidad, proporción y resistencia.

    En el centro del edificio se abría un patio interior rectangular, resguardado del viento, bañado por la luz vertical, pisos recubiertos por mosaicos hidráulicos de motivos florales y geométricos, dispuestos con un gusto modesto y refinado, revelando una sensibilidad decorativa muy presente en el diseño doméstico de la época. Alrededor del patio, galerías sombreadas para permitir el tránsito fresco entre las estancias, cornisas y molduras decorativas, tanto interiores como en la fachada, ofreciendo un delicado contrapunto visual a la severidad de los muros. Estas molduras, ejecutadas en estuco, mostrando líneas adustas que enmarcaban ventanas y techos, mientras que los aleros sobresalían discretamente, protegían las fachadas de la lluvia y aportaban un equilibrio visual, aligerando la masa arquitectónica. 

    Bajo el techo descansaban vigas de madera dura perfectamente ensambladas, soportando los entrepisos, resistiendo con dignidad el paso del tiempo. Las puertas de madera maciza, altas, rectangulares y revestidas por mamparas de motivos florales en amarillo y anaranjado, acompañadas de postigos interiores, permitían el control de la luz y la ventilación sin sacrificar la intimidad.

    Los techos de puntal generoso no eran un lujo, sino una necesidad bien pensada. Facilitaban la circulación del aire durante los meses del verano, haciendo que la humedad no se estancara y que las habitaciones —aunque sobrias— se mantuvieran frescas, respirables, acogedoras. Incluso los desagües del patio, discretamente escondidos en las losas, funcionaban con eficiencia admirable: el agua de lluvia se deslizaba sin formar charcos, sin dañar las bases del muro.

    Una de las decisiones más importantes en la vida del edificio ocurrió en 1925, gracias una familia de comerciantes españoles. Viendo que la ciudad crecía, y que el confort moderno ya no era una extravagancia sino una necesidad, mandaron a instalar inodoros americanos de tanque alto en los tres baños comunes del solar (de ahí el dicho «jala la cadena»). La mejora fue notable: no solo modernizaba la rutina diaria, sino que atraía a vecinos decentes, trabajadores que buscaban calidad sin lujo ostentoso. 

    En 1938, Dragones 216 cambió de dueño y fue adquirido por José y María Inés Sánchez-Ortega, un matrimonio asturiano cuyos padres habían hecho mucho dinero en la industria tabacalera. Con la compra, no solo heredaron una estructura sólida, sino también la responsabilidad moral de mantener la dignidad del inmueble. Y así lo hicieron, con paciencia, esmero y sentido común.

    En 1952, notaron que el sistema de drenaje original mostraba signos de fatiga —más por los años que por mal uso—, y Don José dirigió una remodelación completa del desagüe, sin alterar la estructura original. Los obreros trabajaron durante semanas bajo su supervisión directa: se retiraron tuberías obsoletas, se redirigió el flujo del aljibe y se acondicionaron nuevas bajantes, discretas y eficaces.

    Luego, en 1954, los Sánchez-Ortega emprendieron otra mejora: la modernización del sistema eléctrico. No fue una intervención superficial. Reemplazaron los viejos conductores por cableado nuevo, protegieron la instalación con cajas de cerámica —de acuerdo a la norma más segura de la época—, y colocaron interruptores sólidos, encajados en la pared, lejos de improvisaciones. Aquella renovación trajo tranquilidad: no más apagones por cables fundidos, no más chispazos en la noche húmeda. Ese año los dueños encargaron al matrimonio López-García el cuidado del edificio.

    Dragones 216, en voz de un viejo albañil que visitaba a su madre enferma en el segundo piso, estaba «hecho con alma de iglesia y tamaño de vecindad». No solo la piedra y la madera lo hacían especial. Los López-García fueron cuidadosos y afectivos. Emilio, de carácter campechano y andar pausado, vigilaba el estado de cada viga, cada bisagra, cada canaleta. Manuela, en voz calmosa, saludaba desde su sillón y recordaba amablemente a los inquilinos la hora de bajar el volumen de la radio o barrer el frente de sus cuartos. Había normas, sí, y se cumplían. No por imposición, sino por un acuerdo tácito. Silencio después de las diez, limpieza diaria de las áreas comunes, respeto por el espacio del otro. 

    Las familias —obreros, costureras, empleados públicos, algún trompetista de una orquesta conocida— vivían en cuartos amplios, pintados en tonos pasteles, pisos de baldosa hidráulica que aún lucían los dibujos geométricos intactos. El patio central con lavadero, helechos colgantes y su aljibe, era un sitio de convivencia y resguardo. 

    Y como si lo anterior no bastara, para conmemorar los veinte años de haber comprado el edificio, a principios de 1958 se decidió pintar toda la fachada de blanco. El trabajo se hizo con pintura de calidad, aplicada por cuadrillas pacientes que respetaban cada contorno, cada moldura, cada reja. 

    A fines de ese año miembros de la familia Triff y Kairus, provenientes de Cueto, Mayarí y Alto Cedro, llegaron en tren a La Habana para celebrar el cumpleaños de mi bisabuela María Kairus, quien vivía junto a tía Elena en la habitación número 4, ubicada a media galería, en el primer piso del solar. La visita fue motivo de gran alegría, y los recién llegados quedaron maravillados con la limpieza y distinción de la estancia, dirección que, pese a encontrarse en un barrio modesto, desbordaba carácter y elegancia en cada rincón.

    Así, en 1959, cuando llegó la revolución, el edificio tenía más de ochenta años de vida, pero se mantenía en pie como si hubiera sido construido el día antes. Sin lujos, pero sin ruina. Sin riquezas, pero con decoro. Dragones 216 irradiaba una elegancia digna. El edificio resplandecía bajo el sol cálido de La Habana como un viejo caballero recién afeitado: sobrio, limpio, perfumado. Era un solar, pero también una lección de lo que significa la convivencia, la buena construcción y la buena vida. 

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    10 COMENTARIOS

    1. ¡Gracias Alfredo! He disfrutado muchísimo leer esto. Me trajo recuerdos de mi viejo trabajando en su «carpintería», donde el esmero era la orden del día. El orgullo de que las cosas se hacían bien o no se hacían. Así era aquella vieja Cuba. Saludos.

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