Un amigo está convencido de que Donald Trump va a arrasar en las elecciones en noviembre porque «todos en mi familia y en mi trabajo votaremos por él». Otra amiga cree que Joe Biden será reelecto porque «no conozco a nadie que quiera a un criminal de presidente». La vehemencia de sus convencimientos no es más que un rasgo de la equivocación. Expertos en encuestas de opinión y campañas políticas coinciden en que las predicciones a nueve meses de una elección son inútiles. Pero es difícil no convencerse de algo cuando prácticamente todos a tu alrededor piensan y dicen lo mismo.
Mis amigos no están solos. Un estudio publicado en Harvard Gazette, luego de analizar las direcciones de los 180 millones de votantes registrados en Estados Unidos, demostró que la mayoría de los norteamericanos viven segregados por predilección partidista o, si viven puerta con puerta con personas de diferente signo ideológico, minimizan el contacto. Un demócrata en Brooklyn interactúa con un republicano en su mismo vecindario el diez por ciento del tiempo, el mismo porcentaje que un republicano con un demócrata en Asheboro. Nuestros barrios y comunidades se han convertido en cámaras de eco, refugios contra perspectivas diferentes que, sin embargo, constituyen la otra mitad del país, con la que debemos convivir. El ideal democrático del ciudadano informado y responsable en el cual se basan nuestras instituciones ha sido suplantado por sujetos tribales más interesados en ver perder al otro que en el beneficio común.
Son muchas las razones por las cuales hemos caído como sociedad en esta polarización extrema, cerrados a ideas y puntos de vista distintos a los nuestros: la natural tendencia al sectarismo, diferencias generacionales y étnicas que se magnifican en un país tan grande como este, o la relativa estabilidad económica que hace que las discordias se muevan hacia periferias como las guerras culturales, lo que afecta solo a un porcentaje pequeño de la población. Pero hay una razón que ha sido determinante, y es la paradoja entre una información más variada que nunca antes y, a la misma vez, la preferencia y decantación por silos mediáticos cada vez más estrechos. En otras palabras, mientras más información tenemos disponible, más nos empeñamos en consumir la que confirma nuestras tendencias y concepciones. Los pisicólogos han acuñado dos términos para definir estos fenómenos: tendencia de selección (selection bias) y tendencia de confirmación (confirmation bias).
Esta paradoja se agudiza aún más en momentos en que la vida social y la información consumida van de la mano. Podemos saber como nunca antes y de modo muy detallado qué preferencias ideológicas y culturales tienen nuestros familiares, vecinos y compañeros de trabajo, a través de su participación en medios sociales. El resultado tiende a acercarnos a aquellos con los que compartimos puntos de vista. Otro estudio sobre el consumo mediático, hecho por el think tank SMAPP, concluyó que las personas expuestas a miradas diferentes de las suyas reaccionan de manera mucho más crítica que si se enfrentan a contenidos que validan sus ideas, por ridículo que sea. Por ejemplo, el contenido de las publicaciones satíricas The Onion y Babylon Bee fue aceptado y compartido cuando estábamos de acuerdo con él, y rechazado cuando no, sin aludir a la evidente falsedad de las «noticias» presentadas. En ambos casos lo que menos importa es la veracidad, sino la correspondencia ideológica, y mientras más ridículo, mejor.
Hay que recordar aquí que las redes sociales, al igual que la mayoría de los medios, son negocios, tienen como objetivo no la información, la convivencia o el avance de la sociedad, sino principalmente sus ganancias económicas. Los medios generalistas de antaño, cadenas de televisión nacionales y periódicos que cubrían una urbe determinada, necesitaban reflejar distintos puntos de vista para prosperar o cumplir con su función social. Los medios segmentados de la era digital prosperan, en cambio, cuando refuerzan los prejuicios de las audiencias, y las redes sociales continuamente perfeccionan algoritmos que dirigen información según las tendencias del usuario. El objetivo es micro-segmentar y vender a anunciantes las audiencias atrapadas en burbujas de información y cámaras de eco, a las que además acceden a menudo y por afinidad. Otro ejemplo son los llamados influencers, que, quizá con alguna excepción, sirven un caldo de entretenimiento ramplón, dudosas opiniones e información tendenciosa para monetizar audiencias.
Las consecuencias adversas de las burbujas ideológicas y las cámaras de eco para la convivencia social y política son tan obvias como nefastas. Esto es: la polarización de los ciudadanos en tribus ideológicas, la retórica exacerbada e incluso violenta contra los que piensen diferente, la demonización de los medios de información mainstream y la división entre dos «realidades» percibidas. Los ejemplos sobran, desde la politización de medidas profilácticas como el uso de máscaras durante la pandemia de Covid, hasta las rabiosas denuncias de presunto fraude electoral que condujeron al asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021. Las consecuencias pueden ser incluso contrarias a los propios intereses de los ciudadanos. Hay grupos de personas que rechazan, por razones ideológicas o partidistas, propuestas políticas que los beneficiarían.
Es difícil además contrarrestar tales consecuencias. Un estudio de la institución Brookings demostró cómo los intentos de arreglar el algoritmo de recomendación de YouTube provocó el desplazamiento de usuarios a canales aún más extremos como 4chan. No hay límite para el apetito de consumo de contenido que valide nuestras opiniones aunque las caricaturice. La respuesta, difícil de aceptar pero vital para las normas democráticas, está en nuestra capacidad de perforar la burbuja, salirnos de la cámara de eco.