Desde que el gran historiador Arthur Schlesinger Jr. publicara La presidencia imperial (1973), en pleno huracán del gobierno de Nixon, no han parado de activarse las alarmas que anuncian la llegada de una verdadera crisis presidencial en los Estados Unidos. Cada década asistimos al mismo sobresalto. Ciertamente, con la insistencia de Donald J. Trump en cantar «fraude electoral», sin prueba consistente alguna, se está generando un estado de opinión que reactiva el imaginario de la crisis institucional de la República de Weimar (Alemania; 1918-1933). No en vano hace unas pocas semanas Bruce Ackerman, gran constitucionalista de la Universidad de Yale, alertaba que las elecciones podrían desembocar en un angustioso momento «Weimar con tintes norteamericanos». Ahora bien, ¿hasta qué punto nos ayuda esta analogía a entender lo que pudiera ocurrir en la actual crisis política? Mi hipótesis es que muy poco o nada. De hecho, estamos lejos de Weimar, y esta lejanía no es meramente de fe en los jueces o de convicción ideológica, sino que se basa en la propia configuración de los poderes públicos norteamericanos. De ahí que sea necesario entender la especificidad de los mecanismos de la rama ejecutiva.

Conviene recordar que este presidencialismo, a diferencia de tradiciones personalistas o caudillistas, consta de una importante concentración de poderes inscritos en un vasto aparato administrativo que coordina y centraliza las agencias que regulan la mayor parte de la vida social. La paradoja del presidencialismo norteamericano radica, como han mostrado brillantemente Eric Posner y Adrian Vermeule en The Executive Unbound (2010), en el hecho de que al mismo tiempo que el poder presidencial contiene una fuerza casi ilimitada (unbounded), esa misma fuerza es constreñida por las diferentes funciones delegativas de las agencias, cuya capacidad de decisión es independiente, aunque ordenada desde el Ejecutivo. Esto explica el grado de plasticidad entre las diversas agendas presidenciales: la función del gobierno ya no solo se atiene al lento proceso legislativo del Congreso, sino que puede proceder mediante recursos estatutarios específicos de la normatividad burocrática. Como ha dicho la gran jueza de la Corte Suprema Elena Kagan, el presidencialismo norteamericano es siempre un «presidencialismo administrativo». Todo ello implica nada más y nada menos que una racionalidad de naturaleza compensatoria y, por tanto, en lo esencial, ajena al impulso de un personalismo dictatorial.

Más de una semana después de los comicios, sabemos que numéricamente los alegatos de Trump carecen de la más mínima posibilidad de avance, como ha señalado el constitucionalista Keith Whittington. Pero, más allá de las cifras electorales, es importante entender la dimensión concreta del «presidencialismo administrativo». Al menos por tres razones. En primer lugar, porque su diseño institucional, operativo desde la potestad delegativa de la administración pública, neutraliza cualquier tentación dictatorial. Esto significa que más allá del deseo de Trump de permanecer en el poder, la autoridad burocrática ejerce una fuerza que lo limita de forma permanente. Esa estructura burocrática presente en el Ejecutivo impide toda posible coagulación de índole personalista. En segundo lugar, la dimensión administrativa del Ejecutivo permite un grado de funcionalidad que no da la espalda al principio de realidad. En concreto, una vez que Joe Biden asuma la Presidencia en enero, aunque no controle el Senado, podrá encaminar algunas medidas inmediatamente y podrá revocar las órdenes ejecutivas de la previa administración. De ahí que algunos expertos describan la Constitución norteamericana como una «pieza suelta»: las capacidades administrativas hacen posible un ordenamiento interno flexible a escala nacional que, al mismo tiempo, evita un choque frontal con el cuerpo legislativo y con los niveles subfederales de los estados. En tercer lugar, la capacidad administrativa del gobierno dota paradójicamente de energía al mando presidencial (digo «paradójicamente» ya que solemos equiparar la burocracia con la inacción o los tiempos lentos).

No podemos olvidar que esto no responde a una reciente invención, sino que remite a la concepción de un «mando enérgico», tal como teorizó Alexander Hamilton en el «Federalista 70». Allí escribía: «Todos los hombres de buen sentido estarán de acuerdo de que un buen Ejecutivo implica la necesidad de un Ejecutivo enérgico… los ingredientes de esa energía interna al Ejecutivo son la unidad, la duración, y la provisión adecuada para la realización de las competencias efectivas de sus poderes» [1]. Desde luego, en el siglo XVIII Hamilton no podía imaginar el desarrollo del Estado administrativo, pero podemos leer en la mención de las «competencias efectivas» un protopresidencialismo administrativo que luego, con la consolidación jurídica del Estado regulatorio en el siglo XX, ha terminado dotando de agilidad a la rama presidencial. A diferencia de las formas caudillistas de poder, la invención hamiltoniana del «Ejecutivo enérgico» radica en un movimiento sutil pero transformador: si bien la Presidencia necesita energía, sus competencias están vinculadas a la coordinación y la delegación del aparato burocrático.

¿Tiene todo esto algo que ver con el momento Weimar? ¿Se debió aquella profunda crisis constitucional que dio lugar al ascenso del nacionalsocialismo a una configuración presidencialista tal y como la hemos descrito? En lo absoluto. Aquella crisis tuvo su origen en algo diametralmente opuesto: a saber, debilidades en la asimetría entre el mando ejecutivo y la función administrativa, entre la configuración del derecho positivo y las restricciones de los partidos, así como en la disyunción entre la territorialidad del pueblo y el déficit de representación de las instituciones. El jurista más brillante de aquellos años, Carl Schmitt, describía por entonces en su opúsculo «Estructura del Estado y derrumbamiento del Segundo Reich», estas patologías con una claridad sorprendente: «La Constitución de Weimar fue una aplicación tardía de un Estado prusiano del soldado que no existía… que añadió un programa de partido fraccional, que no podía dotar de sustancia a la Constitución. El artículo 48 de esta Constitución fue una fiel expresión de todo esto, pero no de comportarse como un Estado neutral» [2]. Esto último tiene que ser leído al pie de la letra: la aceleración de la crisis de legitimidad junto con la impronta de una movilización partisana fue el sobrevenido de un desequilibrio en el diseño constitucional, que solo tenía en el estado de excepción (el artículo 48) la «válvula de escape» para responder a la emergencia política. Haber llegado a ese punto fue síntoma de lo que luego el filósofo Helmuth Plessner llamó el síndrome de una «nación tardía», cuyo elemento cardinal residía en un déficit de mediación entre el polo concreto del pueblo y el diseño general de las instituciones.

A ningún observador se le ocurriría decir que esa es la situación concreta que contemplamos en los Estados Unidos, a pesar de la continua fragmentación social. Sin embargo, hoy necesitamos de una hermenéutica que no descuide lo que se juega en la facticidad de los poderes públicos. Por ello, por más que Trump intente sabotear la legitimidad del resultado electoral o frene el traspaso de administración, su modo «preventivo» de actuación contribuye a su eventual derrota en caso de que se disparen los litigios en las próximas semanas. En tal sentido, la torpeza con que Trump se maneja dentro del diseño y las normas de la rama presidencial constituye un síntoma de su extrema debilidad.

Muchas son las lecciones que podemos extraer con respecto al presidencialismo de cara a la toma de poder de la próxima administración. Ciertamente, el Estado administrativo que recibirá Joe Biden, como ha argumentado recientemente Eric Posner, ha sufrido un deterioro sistemático en sus bases procedimentales luego de estos últimos cuatro años. Hace tan solo unos días hemos presenciado cómo la Casa Blanca ha encaminado los presupuestos de las agencias federales a pesar de los contundentes resultados en su contra.

Sin embargo, conviene recordar que el asalto a la legitimidad burocrática no es una divisa de Trump ni de Steve Bannon, quien hacia el 2017 prometió la «destrucción del Estado administrativo», sino que es una racionalidad propia del constitucionalismo libertario. Un constitucionalismo que, comprometido con una escalada de privatización, ahora se encuentra con eminentes aliados en la nueva Corte Suprema. Sin lugar a duda, el mayor reto de la administración Biden consistirá en la presión que las cortes federales y la Corte Suprema podrá ejercer contra la autoridad burocrática que asumirá los mandatos del Ejecutivo.

Aunque es improbable que la Corte Suprema revierta los principios jurídicos de «Auer» y «Chevron», que facilitan que las agencias se atengan a amplias funciones de interpretación y delegación en pleitos por ambigüedad estatutaria, veremos una continua erosión de las competencias administrativas en materia medioambiental (EPA), regulación comunicacional (FCC) o de cobertura sanitaria universal. De ahí que sea altamente probable que, a partir del comienzo de la nueva administración, se acelere el deterioro de la «Pax administrativa» que caracterizó la legitimidad burocrática e hizo posible el desarrollo de un sistema federal fuerte [3].

Todos los síntomas apuntan a que la batalla en torno a la legitimidad administrativa producirá una guerra civil legal sin precedentes en los próximos años. Y aquí la hermenéutica constitucional liberal es deficitaria. Dicho todo esto, la administración Biden tendrá la doble tarea de gobernar mediante las competencias del Estado regulatorio, a la vez que recompone la autoridad moral y operativa de los funcionarios públicos que Donald J. Trump no cesó de humillar desde el primer día que asumió la Presidencia.

Notas:

1. Alexander Hamilton, James Madison, & John Jay. «Federalist 70», en The Federalist, Ed. Cass Sunstein (Cambridge: Belknap Press, 2009). pp. 459-469.

2. Carl Schmitt. Estructura del Estado y derrumbamiento del Segundo Reich (Madrid: Editorial Reus, 2006).

3. Jon D. Michaels. Constitutional Coup: Privatization’s Threat to the American Republic (Harvard University Press, 2017).

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