LA HABANA.- En el apogeo de la crisis económica y humanitaria de los años noventa, conocida como Período Especial, una epidemia de ceguera se extendió en la población cubana. Fidel Castro no dio crédito a la alerta emitida por el prestigioso epidemiólogo Héctor Terry Molinet, quien aseguró que el problema se debía a un déficit severo de vitaminas del complejo B, algo que el Comandante no estaba dispuesto a reconocer públicamente. Después de treinta años culpando a Estados Unidos de cuanto mal aparecía en la mayor de las Antillas -incluyendo el brote de dengue hemorrágico de 1981-, la conclusión del Dr. Terry podía decirle al mundo que Castro había empujado a su pueblo a la desnutrición y la enfermedad.
El galeno fue destituido y su informe engavetado, pero el mal persistió y empeoró hasta hacer sonar las alarmas de la Organización Mundial de la Salud. Según un artículo publicado por la BBC, el oftalmólogo estadounidense Alfredo Sadun fue consultado sobre lo que parecía ser una infección viral que afectaba el nervio óptico, y se le solicitó viajar a Cuba para investigar el caso.
A regañadientes Fidel Castro aceptó lo que consideraba una intromisión. Para cuando el médico norteamericano y su equipo iniciaron la pesquisa, 50 mil cubanos habían quedado parcial o totalmente ciegos. Tras notar que los pacientes examinados tenían en común una pérdida de peso significativa, no tardaron en confirmar que la causa de la neuropatía óptica que padecía la población era una mezcla de déficit nutricional y consumo de ron casero con trazas de metanol.
Fue entonces que el dictador, por recomendación del galeno, ordenó la fabricación y distribución masiva de suplementos de ácido fólico y vitamina B. La hambruna de los años noventa desencadenó otras neuropatías, pero Castro aseguró que el sistema cubano de salud estaba preparado para enfrentar un peligro que pudo haberse gestionado con anticipación gracias al Dr. Terry, quien murió en 2021 sin haber sido revindicado. El Dr. Alfredo Sadun, en cambio, fue honrado en el año 2002 con la Medalla de Honor de la Academia de Ciencias de Cuba.
El voluntarismo político volvió a manifestarse con la pandemia de Covid-19, que transcurrió bajo estricta vigilancia durante su primer año de azote. Con la reapertura de las fronteras y la introducción de la cepa Delta en el país, la enfermedad se salió de control y provocó una elevada mortandad en 2021. El gobierno encabezado por Miguel Díaz-Canel se lanzó a fabricar cuatro candidatos vacunales mientras los hospitales se quedaban sin oxígeno medicinal y antibióticos; construyó hoteles mientras colapsaban las salas de terapia e importó varios lotes de vehículos para la policía nacional y el turismo, mientras los cubanos morían por falta de aire en sus casas, sin ambulancias para trasladarlos a los centros de salud.
Con un pico de casi cien muertes diarias (admitidas oficialmente) y sabiendo de antemano que el oxígeno medicinal y los respiradores eran imprescindibles, no fue hasta el mes de agosto que se reparó la planta productora de ese gas en Camagüey, única de su tipo en la isla. Los respiradores mecánicos corrieron por cuenta de la inventiva criolla, porque el mismo gobierno que construía hoteles e importaba carros modernos no tenía dinero para comprar los que necesitaba.
A mediados de 2025 el municipio de Perico, en Matanzas, alertó en redes sociales de un misterioso virus que afectaba a varios vecinos en una misma cuadra. Poco después cayeron manzanas completas. El brote se propagó a municipios aledaños hasta que, finalmente, Matanzas pidió auxilio mientras las autoridades del Ministerio de Salud Pública afirmaban que no había razón para alarmarse y el régimen organizaba marchas en apoyo a Palestina.
El “síndrome febril inespecífico” siguió avanzando ante la morosidad del MINSAP. La gente alertó sobre muertes por causas no esclarecidas y fue entonces que una comisión de especialistas viajó a Matanzas, pero ya era tarde; otras provincias reportaban casos de fiebre alta, dolores articulares terribles y cuadros de deshidratación. La Dra. Carilda Peña –viceministra de Salud Pública- reveló que estaba circulando el serotipo 4 del dengue, más agresivo, y se confirmó la expansión del virus chikungunya.
A cuatro meses del grito de Perico, que las autoridades minimizaron, el Dr. Francisco Durán –Director Nacional de Higiene y Epidemiología- ha declarado una epidemia de chikungunya en la isla, con miles de casos reportados diariamente, así como el aumento de pacientes graves, críticos y fallecidos, entre ellos menores de 18 años. La Organización Panamericana de la Salud, por su parte, ha señalado a Cuba como el país con mayor índice de infestación por chikungunya en todo el continente americano.
Una vez más, los que deciden el destino de la nación restaron importancia al aviso de la ciudadanía y de más de un experto que advirtió que algo fuera de lo normal estaba ocurriendo. Una vez más la salud y las vidas de los cubanos quedaron desprotegidas mientras el gobierno dilapidaba dinero en causas ajenas. Con el país hecho una ruina y un sistema de salud desbordado, el pueblo cubano, que hoy padece un déficit nutricional similar o peor que el de los años noventa, sin acceso a medicamentos básicos, agobiado por apagones, inflación y escaseces de todo tipo, soporta secuelas físicas que a duras penas le permiten salir a “luchar” un magro sustento para no morirse.
El día que, por fin, se haga justicia en este país, las salas de lo penal no darán abasto para juzgar a los responsables -directos e indirectos- de tanta incuria, complicidad criminal y desamparo institucional con consecuencias fatales. El gobierno de Díaz-Canel, perpetuador del desastre creado por Fidel Castro, ha convertido exitosamente a Cuba en un ecosistema hostil a la salud, la rehabilitación y la vida.








