LA HABANA.- Estamos en vísperas de una festividad tradicional de origen católico: las Navidades, celebradas por creyentes y no creyentes, junto con la llegada del Año Nuevo. Estas fechas traen a mi mente muchos recuerdos de la manera en que los cubanos, con alegría sincera, celebrábamos ambas ocasiones.
Desde temprano el 24 de diciembre —y a veces incluso antes— comenzaban los preparativos para la cena de Nochebuena, cuyo objetivo primordial era reunir a la familia. En cada casa se cocinaba de acuerdo con los recursos económicos disponibles, pero incluso las familias más humildes celebraban. Con un verdadero espíritu solidario y de amor al prójimo, quienes tenían más ayudaban con algo a los más necesitados.
La cena básica incluía lechón asado, arroz congrí de frijoles negros, yuca con mojo, ensalada de lechuga, alguna vianda frita y turrones o algún postre casero. Se bebía vino, cerveza, refrescos y otras confituras, según los gustos de cada cual. La celebración principal tenía lugar a las 12 de la noche, aunque muchos adelantaban el festejo.
Algo que nunca faltaba en los hogares durante la Nochebuena era la música y el baile. El jolgorio era general.
En la mayoría de las casas se colocaba en la sala u otro espacio el arbolito de Navidad, adornado con bolas y bombillas de colores, junto al nacimiento del Niño Jesús, los Reyes Magos y otros objetos alegóricos. Resulta curioso que, siendo Cuba un país tropical, el nacimiento se representara simbólicamente en un entorno nevado. Igualmente llamativa era la presencia por todas partes de Santa Claus, el anciano barbudo vestido de rojo y blanco, personaje popularizado por el artista Haddon Sundblom para la publicidad de Coca-Cola.
Durante esos días, tiendas, mercados y bodegas estaban abarrotados de comestibles y de objetos para regalar. En cada establecimiento se colocaban adornos y luces de colores en forma de guirnaldas, para crear un ambiente festivo. Los comercios permanecían abiertos casi hasta la medianoche, facilitando a los clientes adquirir aquello que hubieran olvidado.
Las personas más devotas asistían a la Misa del Gallo, celebrada a las 12 de la noche, aunque los templos permanecían abiertos durante todo el día y se oficiaban servicios religiosos en distintos horarios.
De forma muy similar se esperaba también la llegada del nuevo año, el 31 de diciembre. Al dar la medianoche, la gente se abrazaba, se besaba y se deseaba salud, amor y prosperidad. A esa hora estallaban los fuegos artificiales, sonaban los cañonazos desde La Cabaña u otras fortalezas militares, y los barcos anclados en el puerto hacían sonar sus sirenas.
El brindis de las 12 se hacía con sidra (champán), acompañado de las tradicionales 12 uvas, manzanas, peras, dátiles, avellanas, nueces, turrones y otras golosinas, muchas de ellas importadas de España y de Estados Unidos.
Una costumbre muy arraigada en numerosos hogares era arrojar un cubo de agua a la calle o al patio “para que se llevara lo malo”, dar la bienvenida al año que comenzaba y desear que fuera mejor en todos los sentidos.
En estos días he recorrido las calles y avenidas de La Habana donde antes existían aquellos comercios repletos de vituallas, alimentos y regalos para la Navidad y el Año Nuevo, y la imagen es desoladora: parece que hubiera pasado un bulldozer. Los pocos establecimientos que aún permanecen abiertos están vacíos, y de todo lo que antes se podía adquirir solo quedan dos o tres productos, caros y en dólares, inaccesibles para la mayoría.
Hoy, los únicos lugares donde todavía se ven algunos adornos navideños son las mipymes y unas pocas casas que han conservado, durante años, los objetos decorativos propios de la fecha.
Sin esperanza ni alegría, los cubanos no esperamos nada bueno de las Navidades ni del próximo año, que todo indica será aún peor que el que termina. Si aspiráramos —siguiendo la vieja tradición— a que se lleve todo lo negativo, habría que lanzar un tanque de 55 galones de agua en cada casa —si es que hay agua— y rezar al Señor para que nos libre de todo lo malo que hoy nos rodea.








