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La solidaridad siempre fue política: es el momento de reivindicarlo

Con una cada vez mayor restricción del espacio para la resistencia cívica, y la eliminación casi total en la práctica de la capacidad de acción de la oposición y la disidencia al interior del país, conectar las demandas económicas con las demandas políticas no es únicamente una decisión estratégica; es también un imperativo humano.

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La emergencia de sociedad civil autoorganizada en Cuba podrá ubicarse probablemente, con el paso de los años, en la movilización –dentro y fuera del país– para la ayuda humanitaria a propósito del paso del tornado que azotó la capital cubana el 27 de enero de 2019. Ello no significa por supuesto que antes de ese momento la sociedad cubana hubiera sido ajena a los imperativos de la solidaridad –el sostén de la vida cruzando el límite del adentro y el afuera es de hecho una condición constitutiva de la naturaleza transnacional de la comunidad cubana–. Se trata más de que a partir de ese momento ese sostén tomó la forma de una extensa red de apoyo consciente y autorreconocida. Desde entonces, la articulación para el envío de medicamentos y apoyo de toda clase no cesó, entre otras razones porque los eventos catastróficos continuaron sucediéndose, en un contexto político y socioeconómico marcado por el deterioro crónico de la infraestructura y el abandono del Estado.

La comunidad cubana –y con “comunidad” me refiero a un conjunto que compartía origen, no necesariamente lugar de residencia o posiciones políticas–, se movilizó también cuando el incendio de la base de supertanqueros de Matanzas, cuando la explosión en el hotel Saratoga y, de manera más intensiva y también más permanente, durante los peores meses de la pandemia de COVID 19. La manera en que la crisis económica vino a sumarse a una crisis política marcada por el aumento de la represión hace posible hablar además de dos líneas fundamentales por las que transita el apoyo hacia el interior de la isla: a las poblaciones vulnerables, fundamentalmente para el envío de medicamentos, y a las personas en prisión y sus familiares. La segunda vía es probablemente menos visible pero no por ello menos importante. Los presos políticos y sus familiares constituyen el grupo más vulnerable en un país en el que la vulnerabilidad causada por la segregación estructural de naturaleza política confluye con las vulnerabilidades de raza, género y acceso socioeconómico, entre otras.

Sin embargo, pensar que la primera dirección de la movilización humanitaria en Cuba no es política y la segunda sí lo es, sería desconocer las condiciones estructurales de la realidad cubana y su impacto en todas las dimensiones de la vida social. Incluso aquella acción que pudiera ser vista como estrictamente humanitaria, dirigida a cualquiera que la necesite con independencia de su posición política o incluso de su rol dentro del entramado político del régimen, carga implícitamente con la significación política implicado en la ocupación de un sitio específico en el esquema de subordinación y control pretendido por el Estado cubano.

Así, en los momentos más álgidos de la pandemia, la movilización de carácter humanitario tuvo un fuerte matiz político. Tener cientos de cubanos fuera del país enviando medicinas a Cuba era de por sí un hecho que ponía en entredicho las narrativas de la “potencia médica”. Un país que apostaba por transmitir internacionalmente la imagen de un Estado solidario y humanitario, capaz de producir vacunas y compartirlas a los países más pobres, era confrontado por la imagen de cubanos y cubanas en varias partes del mundo reuniendo dinero y recursos para enviar medicinas. El contraste ponía en escena una paradoja fundamental que el Estado cubano intentó diluir presionando de diversas maneras para continuar siendo la vía central para el manejo de la ayuda humanitaria. En alguna de las iniciativas, por ejemplo en México y Miami, los responsables de la organización de las ayudas optaron por utilizar vías directas para el envío, la recepción y la distribución dentro de Cuba, lo cual habla por una parte de la desconfianza hacia las vías institucionales prescritas por el Gobierno cubano, pero también del deseo de apelar a formas horizontales de organización, que reflejaran de mejor manera la naturaleza del esfuerzo; cubanos y cubanas dispersos por el mundo, coordinados con cubanos y cubanas dentro de la isla, poniéndose de acuerdo para hacer llegar medicamentos.

Había allí, en esa decisión, un posicionamiento político. Ante la presión de un Estado que buscaba conservar el control, una ciudadanía organizada encontrando formas propias de organización constituía sin duda alguna una decisión política. La otra decisión se ubicaba más en la dimensión ética: poner el imperativo humanitario por encima del político. Para algunos, ello significó recurrir a los mecanismos del Estado cubano (por ejemplo, las embajadas), corriendo los riesgos que ello implicaba cuando las vías directas eran insuficientes. Para otros, significó un esfuerzo deliberado por evitar ceder a la captura política, o sea, a la instrumentalización política de la ayuda humanitaria.

Algunos años después, el panorama continúa siendo estructuralmente el mismo, pero la cartografía de la solidaridad cubana ha cambiado. Por una parte, el gobierno cubano ha movilizado una serie de alianzas con organizaciones fuera del país que, bajo el manto discursivo de la solidaridad, reivindican las narrativas del Estado cubano al negar su responsabilidad en el colapso económico y culpar al embargo de Estados Unidos por la situación del país. Por otra, diversos grupos de cubanos y cubanas continúan enviando ayuda humanitaria, aunque mucha de la disrupción que significó el protagonismo cívico frente a la catástrofe humanitaria en el período del COVID, ha terminado por ser normalizada y naturalizada, de manera que no constituye ya un desafío a controlar por el Estado cubano sino una extensión de la lógica inalienable de la supervivencia que las familias cubanas, divididas entre la isla y los sitios de la diáspora y el exilio, han practicado por generaciones.

El Estado totalitario tardío cubano hace constantes esfuerzos por apropiarse del fruto de la colaboración entre familias, amigos, e incluso desconocidos, con estrategias que en los últimos años han tomado la forma de un vampirismo explícito de tipo segregacionista. El último ejemplo son las tarjetas que permiten comprar en tiendas que venden exclusivamente en dólares. Las tarjetas Clásica no están asociadas a ningún banco y sólo se puede depositar en ellas a través de transferencia desde el exterior. El dinero obtenido por esa vía, subsidiaria del conglomerado monopólico GAESA, va directamente a sus arcas sin que pueda siquiera ser fiscalizado ni siquiera por la Contraloría General de la República. Se trata de un caso claro de apropiación directa del dinero que muchas familias cubanas producen con su esfuerzo fuera de Cuba a través de un esquema extractivista que se beneficia directamente de la necesidad de sostener la vida cotidiana dentro del país.

A la vez que perfecciona este esquema extractivista, el Estado cubano continúa pretendiendo ocupar el lugar de víctima central que, inmovilizada por el “bloqueo”, no tiene otro remedio que acudir a la ayuda internacional para poder cumplir sus obligaciones. Puentes de Amor, Code Pink, Proyecto Hatuey, National Network on Cuba, entre otros, suelen movilizar sistemáticamente campañas de ayuda humanitaria que insisten en la ausencia de responsabilidad del gobierno de Cuba frente a la catastrófica situación económica y ubican la solidaridad como la única alternativa frente a lo que llaman “bloqueo cruel e inhumano”. Estas organizaciones y campañas juegan un rol fundamental en la diseminación de la principal carta política del gobierno: transferir completamente su responsabilidad hacia las sanciones económicas de los Estados Unidos.

En medio de este panorama, dos formas de asistencia humanitaria han sido significativas en los últimos meses. Una proviene de un sitio de empatía básica que en todas las sociedades hace posible la movilización en torno a casos humanitarios graves. La recolección de dinero o recursos –típica de este tipo de emprendimiento– se agudiza en el caso de Cuba como resultado de una percepción de abandono y desamparo que convierte a la ayuda humanitaria en la única vía posible para salvar vidas. Ella choca, en muchos casos, con obstáculos institucionales que se perciben, con toda razón, como falta de sensibilidad y/o mala praxis. El caso reciente del niño Damir fue uno de ellos, posiblemente el más conocido, pero está lejos de ser el único. Con un desenlace fatal, debido al deterioro físico muy avanzado cuando se logró trasladar a un hospital en Miami, la movilización hizo posible conseguir una visa humanitaria para Estados Unidos, el permiso de salida de Cuba e incluso la contratación de una ambulancia aérea para el traslado. Casos como estos articulan lo colectivo con lo individual de maneras inéditas: lo que moviliza es un caso individual, quienes aportan con dinero, gestiones administrativas y políticas, o divulgación, son también personas individuales, pero el resultado de esa colaboración habla de una colectividad que es capaz de coincidir en la colaboración para salvar una vida humana (en particular cuando se trata de menores de edad), más de lo que es capaz de coincidir en una visión para el cambio necesario.

La segunda forma se asemeja a la primera en su motivación, pero difiere tanto en su posicionamiento como en la manera en que articula lo individual y lo colectivo. Se trata del establecimiento de un comedor humanitario en la sede de la organización política opositora Unión Patriótica de Cuba (UNPACU) que, hasta la detención de su líder José Daniel Ferrer, el 29 de abril de 2025, se mantuvo alimentando diariamente durante poco más de tres a aproximadamente mil personas.

Cuando José Daniel Ferrer salió de la cárcel hace unos meses, como parte de un grupo que recibió excarcelaciones condicionadas como resultado del último proceso de negociación de presos del régimen, su energía se centró de inmediato en organizar un comedor comunitario. En las condiciones actuales, tal iniciativa aparece como la reacción natural de un líder político capaz de canalizar recursos para apoyar a una población que vive en unas condiciones de precariedad y miseria cada vez más graves. Y como sucedió hace unos años con la movilización y coordinación entre una parte de la diáspora y un grupo de cubanos dentro del país para hacer llegar ayuda a personas vulnerables, tal rección aparecía como una disrupción en la lógica que el reacomodo de la solidaridad había terminado por asentar. El gobierno cubano fue más rápido que la propia oposición y disidencia en comprender –con la velocidad que da la atención puesta en modo “vigilar y castigar”– el peligro involucrado en un comedor organizado por una figura conocida de la oposición política.

Hoy es ya tarde para defender un emprendimiento que articuló durante poco más de tres meses una ayuda tangible para una comunidad abandonada por el Estado, en el contexto de desmontaje radical del contrato social estatal cubano; tal contrato no era bueno per se, puesto que se sostenía sobre la supresión de las libertades cívicas, pero garantizaba al menos un magro acceso a recursos para satisfacer las necesidades básicas. En ausencia de tal contrato, con una cada vez mayor restricción del espacio para la resistencia cívica, y la eliminación casi total en la práctica de la capacidad de acción de la oposición y la disidencia al interior del país, conectar las demandas económicas con las demandas políticas no es únicamente una decisión estratégica; es también un imperativo humano.

El comedor comunitario de la UNPACU, con José Daniel Ferrer al frente, tuvo la lucidez de reconocer ambas dimensiones de esa conexión y de operar para cubrir esa brecha. No faltaron quienes, desde la posición de un pretendido radicalismo político que se confunde con una acción al servicio de la Seguridad del Estado, cuestionaron a Ferrer y lo acusaron incluso de ser él mismo un agente estatal infiltrado en la oposición. Este tipo de ceguera no es privativa del contexto cubano; todos los regímenes que han llevado a su población a los extremos a los que régimen cubano ha llevado a cubanas y cubanos, produce colateralmente este tipo de figuras que actúan para destruir cualquier esfuerzo organizativo bajo el pretexto de que no es suficientemente radical. Sin embargo, que la demanda de demostración del pretendido radicalismo como única posición legítima frente al régimen, pase por el ataque a un emprendimiento de ayuda humanitaria resulta, cuando menos, profundamente desconectado de la realidad de la vida cotidiana en la isla.

El comedor comunitario de la UNPACU no es ni el único comedor no estatal que ofrece comida a personas necesitadas, ni el único apoyo que un grupo más o menos estructurado de personas de la oposición o la disidencia ofrecen al interior de Cuba, pero es el que logró ubicar y visibilizar, por un tiempo, la intersección entre oposición política y compromiso humanitario dentro del país. La importancia de ello no puede ser disminuida, y es probablemente lo que buscaban las voces radicales que demandan a todo opositor cubano un certificado de pureza anticomunista y que, con intención o sin ella, terminaron confluyendo con los esfuerzos para eliminar el incipiente espacio y regresar a José Daniel Ferrer a la cárcel.

El comedor materializó, durante el corto período en que funcionó, una alternativa al dilema implícito en la ayuda humanitaria en Cuba: su existencia en medio de la pretensión de ser puesta al servicio de la propaganda del Estado cubano, o de una de las agendas de cambio de régimen que pregona un cierre total como vía única para conducir al fin del gobierno actual y su modelo político.

Tales dilemas deberían hacernos repensar la manera en que entendemos el tema como algo “meramente humanitario” para restituirlo en su dimensión política. El emprendimiento humanitario en Cuba sólo podría recuperar su potencia política articulándose desde el sitio de confluencia entre el reconocimiento de la catástrofe humanitaria que implica el desmontaje radical del Estado social, la oposición política al régimen y la disposición a convertirse en una opción para el alivio en la catástrofe. Y convertirse en un alivio en la catástrofe involucra escapar de la captura política. Por una parte, reivindicando la legitimidad de ese alivio, frente a quienes argumentan que la ayuda humanitaria va en contra de la política de cierre total para el derrocamiento del régimen. Por otra, impidiendo la manipulación de la solidaridad para que ella aparezca como la prueba de la no responsabilidad del gobierno cubano en la crisis humanitaria de la población cubana. Ambas cosas pueden ser logradas desde una mirada cívica consciente del entorno político en el que opera. Y esa es la enseñanza del comedor comunitario de la UNPACU y de los que, como ese, aparecerán en el futuro.

HILDA LANDROVE
HILDA LANDROVE
Hilda Landrove. Investigadora, ensayista y promotora cultural cubana radicada en México. Se ha dedicado durante años al emprendimiento social y cultural, y más recientemente a la investigación académica en temas de antropología política. Es Dra. en Estudios Mesoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Entre sus principales líneas de investigación se encuentran la acción política en contextos cerrados, los movimientos políticos de los pueblos amerindios y las dinámicas del poder y el contrapoder a través de las disputas narrativas en la esfera pública. Es profesora de Cátedra del Tecnológico de Monterrey (campus Querétaro). Conduce y coordina el podcast Caminero.

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