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Las películas que Fausto Canel dejó en La Habana

En las películas de Fausto Canel se trata menos de la borradura de la burguesía como axiología cultural o clase social, que del destierro radical de sus integrantes como subjetividad.

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Cuando Fausto Canel sale de Cuba definitivamente, en 1968, deja en los archivos del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), junto a unos cuantos documentales, tres películas de ficción: El final (1964) –cuento que integraría, con otros dos títulos, el malogrado proyecto colectivo Un poco más de azul–, Desarraigo (1965) y Papeles son papeles (1966).

Como otros jóvenes de entonces que también salen del país en los primeros años de la Revolución (Roberto Fandiño, Alberto Roldán, Fernando Villaverde…), Fausto se exilia cuando su ensayo de unaforma peculiar, propia, se encontraba en plena ebullición: apenas comenzaba en el manejo del cine de ficción y su obra deja ver no solo un óptimo dominio del repertorio expresivo cinematográfico ajustado a este campo, sino francas preocupaciones autorales. En el pictórico diseño visual de El final se evidencia ya una imagen vanguardista, moderna, que opera con códigos del documental sin sucumbir a ese realismo afirmativo que demandaba la representación de la Revolución, y que permeó a las realizaciones de esos primeros años del ICAIC. Su empuje estilístico, vale afirmar, resulta menos del dominio técnico del medio que de la riqueza de su imaginario creativo; por sobre el acabado formal de, como mínimo, los dos primeros trabajos de Fausto –así como de los de colegas suyos como Roberto Fandiño (El bautizo, 1965) y Alberto Roldán (La ausencia, 1968)– se aprecia, al interior del momento de su producción, una franca oxigenación, un fértil enriquecimiento artístico del paisaje vanguardista del primer ICAIC. Lamentablemente, esos irreverentes ensayos estéticos de Fausto, de Roldán, de Fandiño, acabaron malogradas con el exilio de estos creadores cuando sus sensibilidades osadas chocaron de bruces con la reguladora política del instituto y la deriva totalitaria del régimen revolucionario.

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Basta con observar una única vez los cuentos respectivos de Fausto Canel, Fernando Villaverde y Manuel Octavio Gómez para Un poco más de azul (con los cuales ellos tres se iniciaban en la ficción)para advertir las posturas estéticas mucho más arriesgadas de los dos primeros frente a Manuel Octavio Gómez, cuyo cuento no solo teje un relato más convencional en términos fílmicos, sino más complaciente con el dictado de la ideología revolucionaria, enfocado en suscribir el cosmos de valores que la Revolución exigía en el hombre nuevo. En consonancia, fue el único de los tres que tomó las salas por asalto. Canel y Villaverde, entretanto, esculpen unos relatos seducidos por las invenciones de la nouvelle vague y el formalismo de Michelangelo Antonioni, a través de las que intentaban desalinear una geografía fílmica que suscribía demasiado el abecedario del neorrealismo, viejo frente a las inspiradas exploraciones cinematográfica emergentes en esa década, sin dudas, pródiga.

A diferencia de El encuentro (título de Manuel Octavio Gómez), El final procura palpar el reverso del frenesí triunfalista de la época; no posa su mirada en el individuo decididamente revolucionario, aquel capaz de renunciar a todo en tanto sabía o intuía que el evento histórico cambiaría favorablemente su mundo, sino en aquel que, sin ser contrario a la Revolución, se presentaba un poco indiferente al cambio, o aquel que se vio excluido, en tanto clase social, del nuevo proyecto de país, dada su no pertenencia, o su resistencia, a integrar la clase obrera y a practicar la militancia revolucionaria. En esos años iniciales de la Revolución, hasta la condición intelectual fue proletarizada; a tal punto que proceder de la clase intelectual se llegó a experimentar como culpa, como “pecado original”. El final pulsa en su conflicto e intenta comprender el desgarrador impacto subjetivo e íntimo que tuvo el acontecer revolucionario en ese sujeto que, no siendo proletario, ni campesino, ni marginal, ni obrero, sino intelectual o profesional (siendo integrante de la geografía de la alta cultura, de las posiciones privilegiadas de la sociedad), ve desaparecer, de forma súbita, los asideros que sostenían su existencia.[1]

Las obras de Fausto Canel, por supuesto, despliegan conflictos siempre emplazados en la temporalidad inaugurada por la Revolución. La crisis, el sufrimiento, la frustración, el malestar, las penas, el descalabro material, las crisis afectivas, la angustia, el infortunio de sus personajes (el de Fausto Canel no es un cine optimista nunca) están anudados a la metamorfosis social/económica intrínseca al período. Cuanto sacude, exorbita, moviliza a estos seres a tomar una u otra decisión, es el choque con las veloces y violentas marejadas del cambio político. Sean pequeñoburgueses, intelectuales o profesionales de diversos ámbitos, sus conflictos están condicionados también por su procedencia social, por el estrato de donde proceden, que los distancia del sujeto que privilegió el cambio (digamos: el proletario, el obrero, el campesino…, que siempre habían sido/estado desplazados de la Historia). En las películas de Fausto, en definitiva, se trata menos de la borradura de la burguesía como axiología cultural o clase social –evidente dada la índole de la Revolución–, que del destierro radical de sus integrantes como subjetividad.[2]

En rigor, ni en El final, ni en Desarraigo, se pueden asociar los conflictos de los personajes solo a cuestiones de clase social, aunque el asunto de su procedencia incide, matiza y condiciona el modo en que ellos experimentan el dilema en que se encuentran. Se trata de trabajadores o profesionales, cuya formación o educación se vieron violentadas por el cambio revolucionario que no abrió nuevos espacios para sus expectativas de futuro, para el negocio de sus sentimientos. Pasa algo muy similar con cada uno de los atracadores de Papeles son papeles. Son asalariados de la burguesía, un grupo de trabajadores que cometen una estafa para intentar escapar del torbellino político que los fuerza a integrar la clase obrera (amarrado su conflicto a los patrones de la comedia y el policiaco). Se trata en el fondo de la tragedia de unos seres impactados por un evento político que no supo/no estuvo interesado en reconfigurar o negociar su posición en el terreno social.

Conversación con el cineasta Fausto Canel (I)

Aunque simpatiza con la Revolución, Ana, la protagonista de El final, necesita dejar el país y sacrificar sus vínculos amorosos porque renunciar a cuanto conoce, a cuanto es, supone una crisis existencial insondable para ella. Es incapaz de vislumbrar el mañana que la Revolución promete, como no puede tampoco el escéptico Mario de Desarraigo. Él regresa a Europa pues no quiere, muy probablemente, quedar atrapado en la avalancha de improvisación, ignorancia y burocratismo que ya azota a Cuba, no parece dispuesto a renunciar a su libre agencia. Martha, la arquitecta cubana de esta primera película de Fausto, queda destrozada al despedir a Mario porque es muy duro aceptar que el tiempo revolucionario castra sus opciones y nomás ofrece obligaciones, deberes, compromisos. Los estafadores de Papeles son papeles están desesperados por preservar los privilegios de su cercanía a una clase social desechada ya por completo. Sus oscuras jugadas resultan inútiles: la Historia ahora no les ofrece salida, son impotentes frente a la vigilancia de la ley revolucionaria.

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En las primeras imágenes de El final vemos una habitación y escuchamos el diálogo de una pareja. La cámara registra lánguidamente el lugar, en una caracterización de los personajes a través de los objetos que pueblan su entorno privado. Al inicio, en un primer desplazamiento, la cámara enfatiza, en primer plano, la página de un periódico sujeta a la pared en la que alcanzamos a leer titulares políticos. En ese intervalo inicial del filme queda claro que la Historia habita en el universo íntimo de los amantes. En el instante en que, finalmente, la cámara encuadra el rostros de los personajes, la crisis que atraviesan resulta zanjada. Ana acaba de prometer a Pedro que no se ira de Cuba; por fin, sus cuerpos pueden abandonarse al placer. El resto de El final se consagrará a radiografiar la angustia de esta muchacha, jalonada entre la posibilidad de permanecer en el país para salvar su relación o emigrar para no verse forzada a renunciar a sus sueños profesionales, a sus proyectos futuros.

En una entrevista a los autores de Un poco más de azul, publicada en Cine Cubano (número 20/1964), cuando parecía aún que la película vería la luz, Fausto Canel comentó que su cuento es “un estudio de la pareja dentro de la Revolución”, intenta entender “cómo los hechos revolucionarios, el cambio de estructura política, social, económica del país, interviene en las relaciones amorosas”. Dice, además, que la cinta acoge también “el tema de la lucha de clase […], cómo toda una serie de factores de formación de un individuo se ponen en contradicción con una vida revolucionaria y cómo eso afecta incluso su vida privada”. Es el cómo se dibuja cinematográficamente este último aspecto, desde una esplendente indagación expresiva, cuanto hace relevante todavía hoy la película.

Los amantes caminan por alguna acera de El Vedado, han salido al espacio público (el espacio privilegiado de la política), y, en algún momento, Pedro propone tomar un café. Al entrar en el establecimiento, salen de cuadro y la cámara continúa su camino, se independiza de ellos. Se detiene más adelante, en un estanquillo donde registra, en una panorámica, las publicaciones en venta: aun conviven revistas Time, Romances, Life con periódicos nacionales. Estos últimos, que el plano enfatiza, informan que Fidel Castro “hablará” ese día. Nunca dejamos de escuchar el diálogo entre los amantes, al fondo de las imágenes. Al entrar a cuadro, ella decide comprar una Romances. Cuando se despiden, él lleva en sus manos un periódico cubano y una revista Time. Pedro vive inmerso en el mundo de la política; Ana se actúa un poco indiferente a semejantes derroteros.

La joven es modelo publicitaria y, aunque todavía trabaja en este campo, sabe que pronto –estamos en pleno 1960– la Revolución descartará su oficio para dejar espacio solo a la propaganda. Ernesto, un amigo suyo, comentará más adelante: “los negocios no van bien, tú sabes que esto de la publicidad se viene abajo”. Ana había prometido a Pedro que llamaría a Ernesto (quien tiene su pasaje para salir de Cuba), con el propósito de expresar su decisión de no dejar el país. Sin embargo, a espaldas de Pedro, se reúne con él: la duda acerca de qué pasará con ella bajo los cambios acelerados de la Revolución la sume en una angustia demasiado profunda. Reunidos ambos en un restaurante de la ciudad, ella confiesa: “Yo misma no me entiendo, es muy complicado […]. Quisiera poder quedarme, créeme que he hecho todo lo que estaba a mi alcance. Si me voy es porque tengo miedo, no sé, siento que si me quedo fracaso, que lo que puede hacerme feliz no está aquí […]. Quiero a Pedro, pero tengo miedo”.

El final abraza la suspensión de esta mujer en una ciudad donde ya no encuentra compañía, donde se siente en un callejón sin salida. Cuánto es como ser social no tiene nada que ofrecer al mundo que comienza. Su miedo, quizá, resulta menos de la posibilidad de fracasar profesionalmente, que de su impotencia para responder con efectividad a las demandas revolucionarias. En la discusión última de la pareja (cuando Ana manifiesta a Pedro, desesperada, que se ira de Cuba), expresa: “antes era más fácil, creíamos en las mismas cosas”. Ana no encuentra lugar en el terreno de la política, que se impone como el único lugar, abarca cada resquicio de la ciudad, se ensancha hasta cubrirlo todo.

Si una secuencia describe con maestría esa situación vivida por el personaje es aquella en que la pareja se reúne en la casa de unos amigos para cenar. Es un interior resueltamente burgués, decorado con obras de arte, amueblado con sillones de estilo colonial, donde se escucha tanto música tradicional cubana como música europea. Allí se encuentra un grupo de intelectuales que debaten sobre la situación del país y la deriva ideológica de la Revolución. Una fotógrafa y periodista francesa asegura que “esta revolución va para la izquierda, eso no se puede negar”, a lo que Pedro contesta: “esta revolución no va ni a la izquierda ni a la derecha, va pa’ lante”. Ana se mueve entre estas personas en silencio, extrañada, como un fantasma. No encaja en ese sitio. Hay un lapso en que Pedro le pregunta: “¿qué piensas tú?”. Y ella responde: “yo no pienso”.

Hacia los minutos finales, abandonan la reunión, toman un automóvil. Ella se dirige a su casa; él al estadio a escuchar la intervención de Fidel Castro. Él llega a su destino y se funde a la multitud de militares que gradualmente colma el paisaje donde comparecerá el líder. Ella sigue, desgarrada y envuelta en llanto, su camino. El taxi entra al túnel y una subjetiva desde la mirada de Ana enfoca esa gruta oscura como un pasadizo sin fondo, sin luz, sin salida… Se sostiene el plano unos breves minutos y la película acaba. Su amor ya no es posible, pero esta mujer llora menos por esos sentimientos lacerados que por su convencimiento de que el exilio es la única salida (del túnel). Envueltas en un clima todavía más trágico, esas imágenes de un túnel sin salida se recuperan en Madagascar,mas ya no como síntoma de la exclusión radical por la Revolución del próximo a la burguesía, sino como expresión de esa peregrinación con rumbo a ninguna parte de todo un pueblo atenazado por una insondable crisis de futuridad.[3]

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En la misma entrevista aparecida en Cine Cubano a propósito de Un poco más de azul, Fausto Canel avisaba: “la relación de la pareja en la Revolución […] es un tema que a mí particularmente me interesa y es también el tema de la película de largometraje que estoy preparando ahora”. Ahora Desarraigo, su ópera prima, jalona otras aristas del asunto, por supuesto; cambian los personajes y su situación. No obstante, indaga también sobre las condiciones y la posibilidad del amor entre dos profesionales y/o intelectuales en la geografía política inmediatamente posterior a 1959. Mario es extranjero, de izquierdas, simpatiza con la Revolución; Martha es cubana, y está comprometida, anegada en las dinámicas del cambio durante la hora temprana del acontecimiento revolucionario.

La historia de la ópera prima de Fausto Canel se emplaza en el contexto de una fábrica de níquel, ubicada en Nicaro, provincia de Holguín, en el oriente del país. El paisaje industrial/laboral de esa empresa minera donde trabajan los protagonistas no solo acoge su idilio, también condiciona su rumbo. Existían pocas mejores opciones para emplazar el amor imposible entre Martha y Mario que la fábrica, en tanto simbólicamente condensa un principio esencial de la ideología revolucionaria: el trabajo es el arma que garantizará suprimir el subdesarrollo, crear al hombre nuevo y, en definitiva, edificar la nueva sociedad. El tiempo regulado por el trabajo es el tiempo de la Revolución, siempre que la Revolución es la fábrica que transforma al país y su gente. Las dinámicas que ciñen a Martha y Mario en la empresa se pueden asumir como alegoría de las dinámicas propias de esa hora del cambio en todo el país. El brío laboral en Niquero, los infortunios que atraviesa la entidad (derivados o bien de la ineficacia y la ignorancia, o bien del sabotaje) responden a la urgencia por una producción efectiva, por ganar tiempo al tiempo, por entregar cuerpo y espíritu a la obra revolucionaria. Bajo tal experiencia, no existe un afuera de la Revolución, que era cuanto resultaba desgarrador a la protagonista de El final. No pueden entregarse los cuerpos de los amantes al placer, porque el trabajo los necesita, deben responder al tiempo planificado por la lógica revolucionaria.

Los escasos minutos de intimidad presentes en la trama son interrumpidos siempre, aparecen mediados, por la política, en una suerte de castración de los deseos de los personajes. Cuando apenas se empiezan a conocer, durante un romántico paseo por los jardines del Hotel Nacional, un miliciano sale al paso para pedir fuego a Mario para encender un cigarro; cuando desean tomar algún atajo para contemplar mejor el horizonte o el mar, otro militar les pide cambiar de dirección. En Nicaro, se fugan a pasear en yate, a nadar un rato, y justo cuando sus cuerpos se juntan, cuando se entregan al placer, tendidos en la orilla, bañados por el agua, aislados en un clima bucólico que desconoce la fábrica, los sonidos de un tiroteo a lo lejos interrumpe sus besos y sus caricias. Un corte imprevisto coloca a los amantes de camino a la empresa: el trabajo reclama, la Revolución necesita de ellos. La Historia es siempre primero. El tablero de signos desplegados por Fausto Canel asienta que apenas existe espacio para el erotismo y la intimidad; el erotismo es recortado de la experiencia en pantalla, pues cuanto pauta el vínculo de los amantes no es el placer, sino la política, o más bien la postura frente al hecho revolucionario, que reclama todas sus fuerzas.[4]

Mario es ingeniero, argentino y reside en París. Llega a la Isla contratado para contribuir en las urgentes tareas de hacer óptima la producción en la extractora de níquel. Él y Martha se conocen en La Habana, poco antes de partir al oriente, y si bien en un primer momento se desencuentran –ella atraviesa por un divorcio–, al final, sellan una relación, se enamoran. Una vez establecido el lazo, de inmediato la película introduce la interrogante de qué pasará cuando llegue el instante de Mario dejar el país. Además de ser ventana para descubrir el amor, el viaje de Mario a Cuba (entonces destino de todo intelectual latinoamericano de izquierdas), deviene viaje de concientización acerca de su necesidad de volver a Argentina para contribuir a la revolución en este país. Martha y el resto de los colegas de la fábrica insisten en ello. El administrador, medio irónico, dice a Mario: “Hacer una revolución es como una pasión, y si no la tienes…” Él no siente que es ese su camino. Ama a Martha, esa es una certeza. Mientras dirimen sus posibilidades de futuro juntos él afirma: “Esto va muy en serio para mí”. Ella contesta de inmediato: “Para mí también”. Sin embargo, él no parece dispuesto a decir adiós a su mundo, a sus “privilegios”, a esas pequeñas cosas que pueblan su existencia y de las que, un poco en broma, Martha se burla durante una salida nocturna en La Habana. Este hombre se siente sitiado en Cuba, y ella no está dispuesta a dejar el país, está convencida de que su realización personal y profesional solo es posible acá.

Alguna vez confiesa: “Hace seis años me hubiese marchado de aquí sin pensarlo. Me hubiese dado lo mismo vivir aquí o en cualquier parte. Lo hubiese dejado todo por tal de irme contigo. Pero esto es precisamente lo único que no puedo dejar: nadie puede pedirme que renuncie a realizarme, a vivir, a ser yo misma”. Ahora, ¿no hay posibilidad de ser sino en la Revolución? ¿No existe la realización en el amor, mas sí en el trabajo revolucionario? En La llama doble, Octavio Paz afirma que “amor y política son los dos extremos de las relaciones humanas […] dos polos unidos por un arco: la persona”. Los amantes de Desarraigo, cuyos cuerpos parece condenados a no ser nunca uno, viven flanqueados por el amor y la política. Mario se mueve, tanto en La Habana como en la fábrica, sin poder encajar del todo. Lo ata el deseo por Marta, ella lo hace dudar en sus decisiones, mas no actúa sino movido por sus intereses personales. Martha se descubre acorralada, gravitante entre el amor por Mario y la voluntad de seguir en Cuba; él es un personaje esencialmente pasivo que no hace sino desnudar el dilema de esta mujer que quisiera apostar por el amor, no obstante, nunca a despecho de la Revolución. Martha es la auténtica receptora de la violencia de la Historia en tanto cubana (y el sujeto activo y la auténtica protagonista de Desarraigo); no por gusto, al final, durante la despedida en el aeropuerto, el punto de vista se identifica con ella. Entonces ya sabe que no hay posibilidades para su experiencia sentimental si no es bajo la economía de las pasiones impuesta por la Revolución, en el marco del tiempo reglamentado por el trabajo. Mario se va –podemos especular– para escapar de su conversión en “categoría ideológica”, como diría el propio Paz; en ese último grito de Martha (“¡vete ya!”) se condensa su dolor, la pesadumbre de un cuerpo regido por la lógica dictada por la política, por sus reclamos. “No debíamos haber dejado que las cosas llegaran a hasta aquí”, había susurrado a Mario; él no demoró en contestar: “Pero había que correr el riesgo, ¿no?”.

Cuenta Fausto Canel que el Che Guevara calificó Desarraigo de “drama burgués”. En puridad, es un drama esencialmente revolucionario, el drama de dos amantes imposibilitados de consumar su amor en medio de las demandas radicales de la transformación de un país, aislados no por decisiones emocionales sino por decisiones políticas. En una entrevista que Emmanuel Vincenot realizó al director (Voix off n°8 – Le cinéma cubain : identité et regards de l’intérieur), este último explica que fue “un delito de lesa humanidad hacer llorar a Martha al final, un detalle que no estaba en el guion”. Y se pregunta de inmediato si ella llora “¿porque se va el hombre que quiere?, ¿porque se va a París y no a Buenos Aires como exige la buena conciencia de la revolución castrista? ¿O llora porque su propio súper ego revolucionario la castra de vivir su vida, le quita el derecho a vivir su vida individual sin obligaciones creadas por otros?” En un período de metamorfosis social como este, el amor aparece completamente alienado, porque los valores del mundo son los valores del trabajo. El protagonista de El encuentro había conseguido ver a su novia, mas no duda en regresar a la Sierra, la Historia lo reclama; la protagonista de Preludio 11 (Kurt Maestsig dir., 1963) debió escoger entre el amor y la Revolución; el jefe de la granja y la maestra de Ustedes tienen la palabra (Manuel Octavio Gómez dir., 1973) no podrán consumar su relación, no tendrán tiempo fuera del tiempo del trabajo que reclama a sus cuerpos.

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Con Papeles son papeles, película más próxima a El bautizo y Tránsito (Eduardo Manet, 1963), Fausto da un giro de estilo de 360o. Vuelve sobre el tema de “el trabajo”, pero ya no como mediador en una relación amorosa (Ana deja Cuba porque no podía continuar acá con su profesión; Martha se queda porque el trabajo la reclama; la pandilla de Papeles son papeles quiere escapar del trabajo según es reglamentado por la Revolución). Ahora hace a un lado las reminiscencia del cine europeo, y asume, y desmonta, estilemas del cine estadounidense. Ahora teje conflictos que atañen a la burguesía desesperada en medio de la abolición de los soportes que sostienen su clase, mas no se trata de partidarios, simpatizantes, adeptos o comprometidos con la Revolución; se trata de individuos opuestos al régimen.

A la cadena de enredos en que se ven envueltos los principales personajes de Papeles… subyace una pregunta: ¿por qué actúan de semejante modo? Sería demasiado simple responder que dada su condición de “contrarrevolucionarios”… En realidad, esa trama enhebrada por Fausto Canel –carnavalesca a ratos– alegoriza su negación a acogerse al orden del sistema: se resisten a la proletarización. Eso se aprecia, sobre todo, en Víctor, el personaje interpretado por Sergio Corrieri, quien, después de luchar en la clandestinidad, se alía a los dueños de la empresa donde trabaja (que se encuentra en proceso de nacionalización); él se junta a Ricardo y emprende el atraco para tener una mínima posibilidad de consumar, además, una relación con Nancy, la hermana del propietario del negocio.

En Papeles son papeles un grupo de colegas –Ricardo, abogado de la empresa donde labora Víctor, el propio Víctor y el dependiente de una joyería– se complota para robar a Pastrana, trabajador de una embajada donde se encuentra asilada una multitud de “contrarrevolucionarios”, el dinero de estos últimos, que él debía cambiar por dólares. Al Pastrana regresar a la embajada, uno de los asilados ordena a un par de delincuentes recuperar el dinero que cree todavía tiene Pastrana consigo, pero estos lo asesinan accidentalmente. La trama articula el intento de los matones de escapar de la policía, y los desmadres de los estafadores bajo el temor de ser culpados del crimen y que se descubra su propósito y naufraguen su salir del país para escapar a las consecuencias de las nacionalizaciones. Como los matones contratados por los opositores asilados en la embajada, Víctor sigue a una burguesía en crisis, opera bajo sus intereses, una burguesía que intenta preservar un terreno que ya no es suyo, que ha perdido, incapaz de burlar la ley revolucionaria. En definitiva, el atraco mismo, la delincuencia, el despelote que modula el devenir del filme, es el grito desesperado, anodino, sordo, de estas personas ante la inevitable borradura social de sus privilegios.

Aunque juzgada de falta de cohesión entre sus secuencias, Papeles son papeles está plagada de situaciones ingeniosas, de inteligentes soluciones de puesta en escena. El desparpajo con que los asilados intentan atrapar a Pastrana resulta en un aquelarre, con arqueros y sonámbulos, tan hilarante como las mejores secuencias de El bautizo y La muerte de un burócrata (Titón, 1965). El desenfreno y el caos social expresado en trifulcas, persecuciones en carros, engaños e intentos de burlar la policía tanto por los asesinos de Pastrana como por sus estafadores, condensan, en un tono paródico próximo al choteo cubano, la tribulaciones de esos especímenes al ver sus propósitos en ruinas. Las escenas en el casino del Capri destilan la decadencia axiológica de unos seres que insisten en sobrevivir en un mundo que no les pertenece. En medio del desenfreno, del alcohol, la ebriedad y la lascivia del club, alguno de ellos sucumbe a la locura. Y hasta allí llega la regulación cívica (es en el Capri donde son atrapados los homicidas).

El final de esta última obra realizada por Fausto en La Habana es desafiante en términos fílmicos, obra de un creador maduro y resuelto en el dominio de los recursos expresivos del cine. Ricardo, el abogado de la empresa donde trabaja Víctor y amante de Nancy, ha engañado y traicionado a sus colegas para escapar con todo el dinero robado. En un calculado montaje de planos cerrados y cenitales, vemos a Ricardo nervioso en las afueras del Hotel Nacional, después de una pelea que costó la vida a Víctor. Se ve desesperado ante la inminente llegada de la policía; no sabe que camino tomar. Coge algún periódico y descubre la más reciente ley revolucionaria: el cambio de moneda. Todos sus propósito han sido frustrados, no había escapatoria para él frente a la política revolucionaria. En un gesto de impotencia, ya al borde de la locura, abre el maletín y tira los billetes al aire, justo cuando la policía lo atrapa.

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Ninguna de las películas de Fausto Canel fue bien recibida por la crítica nacional del momento, para la que sus reflexiones sobre la descolocación del individuo presa de la violencia de la Historia resultaban secundarias. Esa crítica abogaba por un cine técnicamente eficiente, popular (y popular significaba, sospecho, complaciente con el público), y, sobre todo, por un cine afirmativo del comprometimiento y el heroísmo que debía caracterizar al individuo renovado en/con la Revolución. Se exigía una producción optimista acorde con el aire de esos tiempos… Del encono con que se recibieron las ficciones del entonces joven director –contaba con 26 años cuando consuma su ópera prima– solo se libró El final, que sufrió una condena peor: la censura. Ni el Premio Especial del Jurado de San Sebastián con que Desarraigo llegó a las pantallas de La Habana, ni la apelación a los códigos de la comedia, y de géneros tan populares como el cine policiaco o de atracos, en Papeles son papeles, las salvó de los latigazos de la crítica. Esta última, probablemente por apelar a una progresión más causalista y aprovechar principios del choteo cubano para movilizar la risa, consiguió un significativo éxito de público. No obstante, el comentarista Bernardo Callejas celebra que Fausto Canel hubiera comprendido “que el cine es también público”, mas señala que “la trama [tiene] muchas cosas traídas por los pelos y serias incoherencias”. Y reparos afines asesta Alejo Beltrán en Granma (17 de junio, 1966), al decir: “después de la exposición ágil y llamativa […], Fausto comienza a mostrar debilidades que son, por otra parte, al parecer inevitables en este género de películas: conducta errática de algunos personajes, dramas íntimos poco convincentes, situaciones de escasa verosimilitud […]”.

Pero si con un filme se ensañó la crítica fue con Desarraigo. En Bohemia (octubre, 1965),Luis M. López no tuvo suficiente con señalar fallas en su estructura dramática, tildó incluso de superficial su veta crítica; afirma además que “la trama nos presenta algunos ejemplares de la fauna de burócratas que «enfrentan los hechos» y «ofrecen excusas», pero los que están situados más alto y administran la cosa desde despachos refrigerados, esos brillan por su ausencia”. En tal reclamo hay una defensa del obrero que explica desde dónde se consumían las películas entonces, como también la incapacidad de estos periodistas para ver la complejidad del drama sentimental, un drama de raíz política, que en definitiva plantea esta cinta. La exigencia de perfeccionismo técnico y el cuestionamiento a las pequeñas rebeliones del autor frente a la extrema regulación de la vida que comenzaba a dominar el mundo cubano, condujo a opiniones tan ásperas como las de J. M. Valdés Rodríguez, que llegó a titular “Desarraigo, filme irrelevante”, su crítica de El mundo (13 de octubre, 1965), en apoteósica visión romántica de la Revolución que le condujo a la afirmación de que Desarraigo era “un filme carente de valores humanos a escala con el proceso magnífico que vive Cuba”.

Fue una crítica que no supo ver las sutilezas de sentido de los filmes, y ni siquiera valorar la favorable influencia en el autor de Michelangelo Antonioni, cuyos estilemas fueron resortes, no mero atavismo, para Fausto sintonizar mejor las preocupaciones epocales que le interesaba tratar. Francamente, tanto en El final como en Desarraigo, hay una indagación en las relaciones de pareja, en la imposibilidad de consumar el amor al interior de una época mediatizada completamente por la política, que se asemeja bastante a las formulaciones del desamor que tanto interesaban al artífice de La aventura y Desierto rojo. También se perciben en las dos primeras ficciones del autor cubano, intencionados usos del plano secuencia, de la profundidad de campo y del retrato del espacio y la arquitectura como alegorías de la ansiedad de los individuos, que son recursos sustanciales a la autoría del director de El eclipse. El propio Callejas dijo al salir Papeles son papeles que se alegraba de que ahora “Canel sea Canel, y no Antonioni”, y con tal opinión dejaba de reparar en la inteligencia con que, al mirar al maestro italiano, a la nueva ola francesa, al cine clásico americano, el realizador habanero, en buena lid, estaba escapando a los moldes imperantes y sacudiendo las rémoras del paisaje estético del ICAIC.

Mas si algo en relación con Antonioni es revelador en Fausto Canel, es justo cómo se diferencia de aquel al blandir algunas de sus formas autorales. Antonioni está especialmente preocupado, en sus filmes de los sesenta, por la imposibilidad de los personajes de dejar en libertad sus emociones, confinados por una modernidad donde el valor del dinero y la idea del progreso hacían irrelevante los afectos y las emociones. Esto es cuanto hace ya no difícil sino imposible una comunicación plena entre sus personajes, eso hace naufragar los vínculos amorosos. Los de Fausto reconocen/son conscientes del fracaso de sus relaciones frente a la mediatización de la política. Él mismo declaró, con toda lucidez, en la entrevista ofrecida a Vincenot, que, pasado el tiempo, “ya [Desarraigo] ni siquiera [le] parece tan Antonioni”. Aparecen “las largas caminatas”, comenta, “pero no se trata de [la] incomunicación, sino de posiciones muy diferentes ante lo que debe ser la obligación política de un ser humano”. En las películas de Fausto Canel importa el nudo trabado entre la Revolución (en tanto acontecimiento político, axiología, transformación social…) y el ser cuya individualidad o cuyo sostén material del mundo son eliminados.

Con los años, tristemente, esas opiniones parece que se asentaron demasiado en el imaginario colectivo. Una narrativa tan privilegiada del cine cubano del ICAIC como la fraguada por Michael Chanan todo cuanto comenta acerca de los trabajos de ficción de Fausto Canel se reduce a decir que, además de El final, emprendió otras dos ficciones. Y añade: “The first, Desarraigo (1965), concerns an Argentinia engineer who comes to Cuba with the intention of incorporating himself into the work of constructing the new society, but his romantic and touristic idea of the Revolution impedes him. Its treatment, says Ulive, was «hasty, superficial, pseudomodern» and the film was a fiasco. Canel’s second attempt, Papeles son papeles (1966), a comedy on the theme of dollar smuggling by counterrevolutionaries during the early years of the Revolution, was not much better”.[5]

[“La primera, Desarraigo (1965), trata de un ingeniero argentino que llega a Cuba con la intención de incorporarse a las labores de construcción de la nueva sociedad, pero su idea romántica y turística de la Revolución se lo impide. Su tratamiento, dice Ulive, era «apresurado, superficial, pseudomoderno» y la película fue un fiasco. El segundo intento de Canel, Papeles son papeles (1966), una comedia sobre el tema del contrabando de dólares por los contrarrevolucionarios durante los primeros años de la Revolución, no fue mucho mejor”]

Luego, también el estudio sistemático de películas célebres como Lucía (Humberto Solás, 1968), Memorias del subdesarrollo (Titón, 1968), Aventuras de Juan Quin Quin (Julio García Espinosa, 1969), ha desplazado la atención óptima al quehacer de este realizador (como al de sus colegas igualmente exiliados). El final, Desarraigo y Papeles son papeles reclaman transitar sus dominios, comprender su singular experiencia cinematográfica. Este es apenas un llamado de atención.


Notas:

[1] Casi una década después, Sara Gómez, que hace una breve aparición en El final, emprendería la tarea de sintetizar en imágenes la violencia subjetiva con que la Revolución impactó los propios cuerpos obreros, integrados, negros, marginales, en su magnífica De cierta manera. La modelo publicitaria de El final confiesa tener miedo acerca de los posibles derroteros de su futuro en la isla; el obrero del filme de Sara, que intenta despojar su cuerpo y su mente de las marcas de identidad que imprimió en él el ambiente, musita, en el instante de mayor intimidad del filme, que si tiene una certeza es justo que siente miedo; sin dudas, miedo a no ser “suficientemente revolucionario”.

[2] Quizás la obra que mejor represente en el cine cubano la crisis existencial atravesada específicamente por el burgués es Memorias del subdesarrollo, donde, además, se advierten ecos de los conflictos que aquejan a los personajes de Desarraigo. En la magnífica obra de Titón, vemos a Sergio desandar una ciudad de La Habana que, aunque construida para un imaginario y una sensibilidad como la suya, ya no consigue reconocer como propia, la siente distante después de ser ocupada por la Revolución. Si bien no quedó en el corte final del filme, y tal vez no llegó a ser filmado siquiera, en el guion original Sergio se suicida. Esa devenía su solución a la imposibilidad de encontrar un espacio para sí mismo dentro de la Revolución. Como los trabajadores de vivienda que visitan su apartamento, o como las dirigentes del CDR que encuestan al abogado de Papeles son papeles, la Revolución entró a todas partes, incluso en las casas; administraba hasta las emociones. No era necesario dejar la escena del suicidio; pasaría, tal vez, por un énfasis, cuando, a ciencia cierta, el argumento es explicito en cuanto a la condición fantasmal del personaje. Gutiérrez Alea se ocupó otra veces de la burguesía, por ejemplo, en Las doce sillas, sin embargo, su otro ensayo notable en dicho sentido es Los sobrevivientes, en el que, interesado en operar con el estereotipo y estimulado por la parodia como código, no explora problemáticas existenciales o afectivas, escenifica la caducidad de la burguesía como clase social. Ambos enfoques presentes en estas obras de Titón aparecen antes en las producciones de Fausto, en unas tramas que si bien irregulares, deficientes a ratos, están plagadas de ingenio, belleza fílmica e inteligentes observaciones sobre la experiencia cotidiana que se conjuraba al centro del torbellino histórico. Otros autores colocaron la figura de la burguesía, en sus diversos estratos, o del intelectual “insuficientemente revolucionario” en sus tramas –el médico mismo de La ausencia, la casera de El huésped (Eduardo Manet, 1967), de alguna manera una de las familias de El bautizo–. Pero ninguno postuló como Fausto Canel en los filmes que dejó en La Habana los dilemas entre eros, política y Revolución, pocos graficaron con tanta elocuencia fílmica, como en Papeles…, la desesperación de la pequeña burguesía en ese instante liminal en que la Revolución todavía no se había radicalizado, pero ya mostraba signos de su naturaleza excluyente, capaz de excluirse a sí misma, como hemos visto con el paso del tiempo.

[3] En una entrevista ofrecida por Fausto Canel a la escritora y actriz Lynn Cruz en ocasión de la programación de sus filmes habaneros en la sede de INSTAR y publicada después por Rialta Magazine, el realizador comenta que, originalmente, en esa escena final al interior del túnel “se escucha la voz de Fidel Castro proclamando el momento en que nacionaliza todas las empresas estadounidenses en Cuba”. Explica el realizador: “[…] ese momento en que la voz de Fidel aparece, es la clave digamos de todo lo que está queriendo decir la película. Alfredo Guevara se dio cuenta y me pidió que sacase la voz de Fidel Castro porque si alguna vez él tomaba la decisión de estrenar la película, cosa que nunca hizo, claro, él iba a tener una película sin ese discurso. Y yo tuve que hacerlo, qué remedio, y la versión que Luciano Castillo tiene en Cuba es la versión de Alfredo, que fue la que se quedó en el ICAIC. Cuando yo recibo esa versión que me la trae Luciano de Cuba en un disco, lo que hago es meter ese cuento en una computadora y le agrego, le pongo de nuevo el discurso que lo encontré muy fácil en YouTube. Todos los discursos de Fidel Castro están en YouTube. Yo sabía cuál era el discurso, lo encontré y lo volví a colocar en su lugar. Es decir, yo restauré la versión que hay en el ICAIC para que correspondiese con la versión mía, la que yo había presentado, donde el personaje entra en el túnel y es apabullado por esa oscuridad que no acaba y por la voz de Fidel Castro”. En El final se advierte ya el carácter excluyente de la Revolución, que deviene en un totalitarismo en el que la Revolución, al cabo, se excluye a sí misma.

[4] Fausto Canel teje una interesante y arriesgada narración fragmentada, capitular, que alterna entre el pasado inmediato en La Habana (periodo en que los amantes se conocen) y el presente en la fábrica (donde dirimen sus conflictos personales a la vez que enfrentan las dificultades del trabajo). Si se consigue ignorar un poco ciertos segmentos demasiado pedagógicos/aleccionadores que salpican la trama, y se presta atención, esencialmente, al viacrucis devenida la tensión entre el estado sentimental de la pareja, sus deseos de hacer prosperar el vínculo amoroso, y los reclamos sociales del programa revolucionario, se verá florecer notablemente el paisaje dramático de Desarraigo. Cuando hablo de “instantes pedagógicos” me refiero, por ejemplo, a la escena en que, de camino en auto a la fábrica, recogen a un recluta que cuenta estar detenido en una granja agrícola (está de pase y va a ver a la familia), en la que se encuentra feliz, explica sonriente y locuaz, por la educación y reformación que experimenta allí.

[5] Michael Chanan: Cuban Cinema, University of Minnesota Press, 2004, p. 180

ÁNGEL PÉREZ
ÁNGEL PÉREZ
Ángel Pérez (Holguín, Cuba, 1991). Crítico y ensayista. Compiló y prologó, en coautoría con Javier L. Mora y Jamila Media Ríos, las antologías Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Casa Vacía, 2017) y Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, 2019). Tiene publicado el libro de ensayos Las malas palabras. Acercamientos a la poesía cubana de los Años Cero (Casa Vacía, 2020). En 2019 fue ganador del Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas, en el apartado de Estudios de Arte y Literatura. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones de Cuba y el extranjero. Vive en La Habana.

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