fbpx

En el nombre del padre. Graciela Iturbide

En la Mixteca, donde no hay justicia ni la de Dios, donde todos estamos insepultos en el silencio ciego de la venganza. No coman nada encima de la sangre.

-

El cuchillo quiebra el aire en la sequedad de la tarde. Su resplandor apenas mide el cuerpo blanquísimo, volteado. De pronto, un aullido de muerte. Y es el chorro de sangre que se rompe en el tajo de seda. Un vacío salado entre los cerros cenizos. Inhiesto, el cuerpo se niega a morir. Rojo, se aferra empapado a su aullido, flota sobre los hombros jóvenes tatuados por la sangre.

La sangre, tan líquida, escurre afilada en las cubetas. Toda la sangre ardiendo en ese cáliz de fuego. Su hervor y su brillo queman el pasto a la sombra de las nubes plomizas. Quien lleva el cuchillo sigue concentrado en la perfecta oquedad de la herida sin dique. Quien sostiene a la víctima, sonríe con las caderas abiertas.

- Anuncio -

Y en presencia de aquellos ídolos, los abren vivos por los pechos y les sacan el corazón y las entrañas. El agua preciosa de los sacrificios. La deidad celestial del agua recibe el brillo inigualable de la sangre. Y antes de acabarse de morir, así aturdida de los golpes cortábanle la garganta como quien degüella un carnero…. Es el equilibrio de la comunidad lo que se pretende restaurar.

La efectividad del sacrificio está en lo espectacular de la aniquilación física, en lo abyecto de su fascinación criminal. El sacerdote, carnicero a un tiempo, con las mangas levantadas iba dando muerte a los animales que le eran presentados. Entonces Pilatos pidió agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Yo no me hago responsable de la sangre que se va a derramar.

Desde este lado ya huele a sangre. Aun estando lejos de esa faja de tierra que se quiebra a un costado del río. Los paisanos le llaman la isla. Para llegar al Rosario hay que tomar ese puente colgante que atraviesa el corazón de un inmenso árbol de mezquite. El mezquite está a mitad del río. Cuando llueve y las aguas se despeñan por los cerros de la Mixteca, el río crece cortando el paso, hasta inundar la base de las ramas. El caudal es traicionero, arrastra a las bestias y a los coches de los patronos. Cuando llueve a raudales no es posible llegar a ese delta que forma la isla. Los muchachos juegan apedreando a los pájaros mientras del otro lado las viejas lavan las tripas en la orilla. En días de matanza, todo ese río se tiñe de sangre. Y hay moscas.

Tesoro de la sangre de Nuestro Señor Jesucristo.

Le dijo que la suerte decía que su hijo había nacido el día que gobernaba el rayo y que era buen día, y que sería cazador su hijo y que se lograría, y que buscase una gallina negra de la tierra y copal para darle de presente al rayo y que hiciese penitencia veinte días bañándose a medianoche…

Tiempo después, Dios quiso probar a Abraham y le llamó: “Abraham”. Este respondió: “Aquí estoy” y Dios le dijo: “Toma a tu hijo, al único que tienes y al que amas, Isaac, y anda a la región de Moriah. Allí me lo sacrificarás en un cerro que yo te indicaré”.

En Santa María la matanza de tentzos dura de diez a quince días. En otra época, más de veinte haciendas hacían matanza. Entonces las cuadrillas y sus capitanes viajaban por todos los cerros de la Mixteca y el compromiso duraba hasta tres meses.

Duermen afuera, al descampado, envueltos en los petates manchados de sangre, oyendo bramar el río. Las mujeres más viejas todo el tiempo cambian la estación de la radio. Algunas ponen a secar las tripas en los tendederos y en las bardas de los corrales, silenciosas van y vienen del río, huyéndole a las polvaredas. La más vieja pide una Pepsi. El aire huele a grasa requemada. Tal vez fríen una que otra víscera de las que provee el capitán. Aquí, no pagan con dinero. Pagan con tripa gorda, con patas….

El desamparo de la vida de los pastores nómadas explica la relación simbólica entre la cabra y el firmamento, y entre la cabra y las lluvias… Y yo por el oficio de provincial, represento a V. Magestad el doloroso balido de tantas ovejas descarriadas.

Es a la comunidad entera a la que el sacrificio protege de su propia violencia, desviando el acto criminal hacia víctimas que le son semejantes y a la vez ajenas. A veces se cortan bien feo y el patrón se los tiene que llevar a curar, para que no se sangren.

La matanza comienza a eso de las dos y media. Ya ni siquiera los patrones dan tiempo ni de rezar. En los tiempos de la tradición siempre se alababa a Dios. Antes y después. Con el último golpe sobre el chiquigüite nos persignábamos todos “Ave María purísima…”. El patrón de antes era español muy católico, este de ahora parece ser de otra secta. Cuando se trabaja con cuchillos, es bueno alabar a Dios.

Desde 1570, la Mixteca es tierra de rebaños, como antes lo fuera de venados. Todavía en 1793 no había españoles por ahí que tuviesen tierras propias. Se hablaba de las cabeceras de Oaxaca como de repúblicas de indios, tierras de cacicazgos, a las que los españoles no pueden dejar de hacer daño con sus estancias y cabras que no hay donde estén sino en la tierra de los naturales. Las cabras cambiaron el paisaje de la Mixteca, así como su vínculo cultural con la tierra. Pueblo de la lluvia, otra vez nómada, como las nubes viajeras.

El patio claustral está lleno de sangre. Como si con la sangre pintaran los dinteles de sus puertas. Por doquier está la sangre, sobre los petates, en las paredes encaladas, en las caras de los niños, en las faldas de las ancianas. Desde el corral del fondo, donde pican y desangran vivas a las cabras, se trae al animal chorreando con los ojos abiertos hasta el patio. Ahí, los chiquillos, los que no saben, pican las orejas y rayan la panza hasta la cola. Hay que saber rayar al animal, porque los patrones se enojan si se corta el cuero. Los que ya saben más rayan los brazos o pelan. Aquí en el Rosario muchas mujeres rayan y pelan. Después se descuartiza el animal, con machete, se corta cabeza, cuello, espinazo, caderas, y otros le sacan la menudencia y separan lo que hay de carne. Lo que va saliendo de ahí, los niños y las señoras lo llevan afuera, adonde están los chiteros, los que cortan la carne en chitos, ya lista para salar. Los chiteros trabajan con cuchillo, algunos cuchillos son muy antiguos, y llevan mango de hueso muy labrado. Los chiteros no quieren saber nada de lo que sucede atrás en el corral.

Y rogaban a los dioses imitando los balidos de una oveja.

Para hablar en claro en claro, los chiteros no somos asesinos. Y ya lo vieron allá atrás como se los están picando. Es criminal matar a la víctima porque ella es sagrada… pero no sería sagrada si no se le matara.

A principios de mayo el Mayordomo pastor se va por ahí, y hasta la Costa Chica a comprar cabras. Llega y dice dame tantas y tantas y paga. Allá en la costa son bien baratas, aquí no, aquí no sale. De allá las traen y se las dan a los pastores al pie del cerro, para que ellos las purguen, las medicinen y las engorden.

Este macho cabrío no ha sido apartado de su rebaño y traído a este lugar para ser ofrecido en sacrificio, ya fuese al bravo guerrero, ya fuese al pacífico, ya fuese a causa de la enfermedad abatida sobre el pueblo, sino que se le ha traído para que el Príncipe pueda jurar por el animal fidelidad al Rey.

En los charcos de sangre, las nubes parecen piedras negras. El aire huele a salado pero no hay zopilotes. Todavía en la corriente del río es posible ver, flotando, algún que otro perro muerto. Los envenenan y los arrojan al río, a que los piquen los pájaros. Por eso ningún zopilote sobrevuela la matanza, y en el cielo sólo se ven nubes, densas como piedras sobre los charcos de sangre.

Freud no sueña pero sueña que los matanceros tampoco sueñan. En el patio del centro ceremonial fue diezmada la fina flor de la nobleza.

Abraham se dio la vuelta y vio un carnero enredado por los cuernos en la espesura. El sacrificio y la división en trozos de la víctima, simbolizan el castigo que caerá sobre el hombre que viole el pacto de fidelidad. Es la fuerza de la santa sangre.

No son solo las mujeres de los picadores las que aguardan por el desangre. Las más ancianas vienen del pueblo envueltas en sus chales, cargando las cubetas. Saben que la sangre de matanza se regala y es fresca. Llegan dos horas antes y se sientan a mirar a las cabras que a su vez las miran, absortas, casi tranquilas. Esperan la hora de la matanza. Algunas ancianas prefieren beberse la sangre cuando todavía está tibia y se empinan ahí mismo las cubetas, a la sombra de los tejebanes. Después, con la cabeza al descubierto, se van sonriendo: los labios delgados teñidos de un rosa mate.

Habéis de saber que con mi muerte he de comprar vuestras vidas, y que habéis de servir a mis hijos y a mis nietos, y que mi sangre real ha de ser pagada con la vuestra, dijo la cabra.

Tomaban los esclavos ya muertos y llevábanlos a su casa, yéndose con los dioses señores de la fiesta y en llegando los mismos aderezaban el cuerpo que llamábanle “lo bañado” y así le cocían. Las personas que asisten a la ceremonia comen después la carne de la cabra. El sacrificio es una violencia sin riesgo de venganza.

La imagen del Divino Pastor: extensión del Hermes Kriophoros.

A eso le llamaban bailar el chivo. Del tiempo de mi padre que también fue picador. Antes de comenzar la matanza, se descogía el mejor animal, se le adornaba con corona y guirnaldas. Sobre el chivo, se trepaba un niño, bonito adornado. Comenzaba la música. Las cuadrillas de matanceros hacían procesión, seguidos por el conjunto. Se bailaba con música de flauta, bugle, tambora y cornetas. Cuatro hombres llevaban en alto el chivo brincoteado por el niño. Detrás todos hacían una sola fila. Después se comenzaba a tocar un tema de la Pasión, bien triste. La pasión del Señor. Y ya no se bailaba, pues las mujeres comenzaban a llorar, de tristeza, como cuando velan y se llevan al muerto al panteón. Así era esa costumbre.

Que vive mi Cristo, que viva mi rey…

Entró él y todos los de su casa en el aposento donde había muerto el muchacho, y en el lugar donde expiró hizo poner lumbre y quemó el dicho copal, y degollando la gallina de la tierra, regó con su sangre todo el dicho lugar, ofreciendo aquel sacrificio al Dios del infierno porque atajase las enfermedades y muertes que no volviesen entrar en dicha casa.

Dicen que la carne y el chicharrón se van a Tehuacán y las pieles a México. Aquí solo se queda para el mole de cadera, el tzincácash que es cara. Para barbacoa están los cabritos que crían por ahí. También se hacen patas de chivo en frijoles. Pero ya no hay casi matanzas, ya no se vende tanto. Por eso hay días se matan 40 y otros 120. Se hace en octubre porque es cuando los animales están gordos, se alimentan de pura hoja buena y no beben agua, sino que se les parte biznaga y de ahí toman. Ahora el tiempo cambia mucho y llueve antes y con el pasto joven las bestias se enferman. La matanza no tiene nada que ver con Días de Muertos. A los muertitos se les da tentzómoli o mole de chivo, pero ese no se hace con carne de matanza.

Y al pie de la encina de Mamré, en el Terebinto, degüellan una cabra para honrar al patriarca. Y les abrían el pescuezo de tajo con una presteza extraña. Y de esta misma forma sacrificaban a los nobles y a los cautivos. Era un signo de sumisión y de homenaje. La realeza de un plato de mole.

Y vais a los Templos de los Padres y también vais al cerro donde tenéis otros dioses, a quienes sacrificando las primicias de los animales y rociando con su sangre, cantáis la Pasión del Señor y ponéis candelas en el río, como si fuese heredad católica de nuestro eterno Padre y Pastor.

El sacerdote presentará la víctima en el altar, le arrancará la cabeza, la quemará sobre el altar y exprimirá su sangre sobre las paredes. Y todo para eludir tanta violencia latente.

Mole de cadera

Todos los chiles se tuestan, procurando que no queden muy tostados, se desvenan y se enjuagan cinco veces, se dejan re­po­­sar en seco con un poco de sal, después se muelen con la almen­dra, el ajonjolí, el ajo y se fríen con todas las especies y se agrega el jitomate asado y molido. Se le pone la cadera de mat­an­za cortada en piezas, el chocolate, sal y azúcar al gusto, y el caldo en que se coció la cadera y se deja hervir hasta que que­­­de el mole de buen espesor. Esta víctima es cosa muy santa.

La carne de la víctima será comida en el mismo día, sin dejar nada para el siguiente. El precio del mole de cadera es de 30 mil pesos. Ya no es negocio, pero nadie se pregunta cuando parará la matanza del Rosario. Son, entre los animales, los más humanos, basta oírles gemir cuando el cuchillo los abre. Los patrones ya están viejos y no saben hacer otra cosa. Los jóvenes viven en México y sólo vienen de pasada.

La inspiración trágica borra las diferencias ficticias en la violencia recíproca.

En la Mixteca, donde no hay justicia ni la de Dios, donde todos estamos insepultos en el silencio ciego de la venganza. No coman nada encima de la sangre.

Los chitos se embadurnan en sal gorda y se extienden sobre los petates ensangrentados, a que se sequen. Hacen una mancha roja, como una llaga oscura, malsana y profunda en el suelo cenagoso de los corrales. Sobre el pasto se ponen a secar las pieles. Y en los tendederos las tripas, muy bien lavadas, y las panzas, que sirven para hacer odres. Todo lo abierto a cuchillo, bocarriba a la sequedad del cielo. La brisa también huele a sangre.

Como criminales, como dioses. En nombre del Padre. Bajo la tutoría celestial del Cordero Salvador. Yacía sobre un costado, cara a la pared. Y la pared estaba cubierta de sangre.

Esto habemos visto alguno de nosotros, y los que lo han visto dicen es la más cruda y espantosa cosa de ver que jamás se ha visto.


* Este texto pertenece al libro ‘En el nombre del padre‘ (Ediciones Toledo, México, 1993), de Graciela Iturbide, conformado por imágenes de su serie La Mixteca (1992).

OSVALDO SÁNCHEZ CRESPO
OSVALDO SÁNCHEZ CRESPO
Osvaldo Sánchez Crespo (La Habana, 1958). Curador y crítico de arte, guionista, poeta. Su cuaderno Matar al último venado (1982) obtuvo en Cuba el Premio David. Reside en México desde 1990, donde ha sido director del Museo de Arte Carrillo Gil (1997-2000), del Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México (2007-2012) y del Museo de Arte Contemporáneo Rufino Tamayo. Fue director artístico y curador de inSite/ Prácticas artísticas en el dominio público en Tijuana-San Diego (2001-2006). En 2012 curó la muestra Destellos, una revisión en el X Aniversario de la Colección Jumex; y en 2013 la muestra Confetti Make-up en el marco del Festival de la Diversidad sexual en el Museo del Chopo, Ciudad de México. Ha dirigido además proyectos socioculturales como el inSite Casa Gallina (Ciudad de México).

Leer más

Las películas que Fausto Canel dejó en La Habana

En las películas de Fausto Canel se trata menos de la borradura de la burguesía como axiología cultural o clase social, que del destierro radical de sus integrantes como subjetividad.

Verse para volver a mirar. Una entrevista con Ailen Maleta

La obra de Ailen Maleta es acto de memoria y de sanación, pero también campo de tensión entre la estética y lo visceral, entre el deseo de ver(se) y la necesidad de desaparecer.

Elisa Díaz Castelo, autora de ‘Malacría’: “Me gusta la literatura que tiene una esencia desobediente”

En la novela 'Malacría' (Sexto Piso, 2025), la escritora Elisa Díaz Castelo ha confirmado tener para la narrativa la intuición y el talento que la han hecho una de las más importantes poetas mexicanas contemporáneas.
- Anuncio -
spot_imgspot_img

Contenidos relacionados

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí