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“¿Qué es esta quintaesencia del polvo?”: notas sobre ‘Grand Theft Hamlet’

Con los teatros de Londres cerrados a causa de la pandemia, dos dramaturgos ingleses tuvieron en 2021 una idea espontánea y delirante: montar 'Hamlet', de William Shakespeare, dentro de un afamado videojuego, el 'Grand Theft Auto'.

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Cuando los heraldos de las nuevas generaciones, con sus interrogantes como antorchas encendidas, vengan a pedirnos cuentas de los años en que vivimos confinados por culpa del COVID-19, ¿qué vamos a decirles?

Ojalá: aprendí a cocinar feijoada o canard à la presse en casa.

Ojalá: vi todas las películas de Joe Swanberg y leí los libros de Simenon y Kraszewski que tenía pendientes.

Ojalá: exploré todas las galaxias posibles en No Man’s Sky, al punto de que Hello Games me expandió la licencia gratis.

Pero pus…

Sam Crane y Mark Oosterveen, dos actores y dramaturgos ingleses, podrían dar una respuesta más digna que cualquiera de las nuestras. Con los teatros de Londres cerrados a causa de la pandemia, tuvieron en 2021 una idea espontánea y delirante: montar Hamlet, de William Shakespeare, dentro de un afamado videojuego, el Grand Theft Auto.

Sí, el mismo en el que puedes iniciar una pelea a puñetazos, robar y estrellar coches, insultar a otros personajes y acribillarlos con una AK-47…

Ese mismo donde corres desbocado por playas y jardines, brincas bardas y manejas oyendo rap resentido, hasta que al coche se le acaba la gasolina…

Ese juego donde todo es permitido. Hasta que suena una sirena y te persigue la policía.

Trascendiéndolo a niveles shakesperianos: ese juego en el que todo es posible, hasta que se impone una ley superior (monárquica, moral, mitológica, natural, ideológica), e independiente de que tu avatar sea Macbeth, Lear, Yago o Julio César, para todos sobreviene tras ello un irremediable game over.

Crane y Oosterveen identificaron aquello con agudeza: la vida parecía, en pandemia, un videojuego en el que el avatar que nos hemos construido para interactuar piensa, ingenuamente, que actúa con libre albedrío. Pero al trasgredir un principio, que siempre va más allá del burdo pacto social, se deja caer sobre él todo el peso de una autoridad. Y tras ello, parpadea delante de los ojos las letras de game over.

A su documental lo titularon Grand Theft Hamlet y es alucinante, algo raro para un documental contemporáneo, por lo general siempre aburridones debido a lo insoportablemente autorreferenciales que suelen ser.

Se trata, en esencia, de las peripecias que Oosterveen, Crane y la mujer de este último, Pinny Grylls (ambos directores de la película), deben sortear para convencer a otros jugadores en línea de montar Hamlet, en un teatrito que encuentran en sus exploraciones a través de los escenarios del Grand Theft Auto.

En un principio, la respuesta que reciben es gestual, muy agresiva: tras escuchar la invitación, otros jugadores les disparan, los masacran y desaparecen. Y aquí se suscita lo primero bueno a destacar de la película: en medio del confinamiento por el virus, cuando Grand Theft Auto estaba siendo empleado por millones de personas para hacer catarsis debido a la frustración, rabia o distimia que la cuarentena les provocaba, el proyecto de Oosterveen, Crane y Grylls emerge como lo más subversivo que pudo plantearse: no robar dentro del juego; no matar, no dañar, no burlar a la ley, sino hacer arte con los pobres medios que tenían a mano.

Quién sabe por qué, pero sacar a flote un proyecto artístico genera siempre distanciamiento o impulsos de destrucción por parte de algunos. Es así como a medida que avanza el documental, los dos o tres jugadores que les habían dicho que sí a este grupo de teatreros (y que interpretarían, con sus monitos, dentro del mismo juego, a Laertes, Rosencrantz o Guildenstern) les cancelan. Con esto, el desengaño –el verdadero: no el bajón cotidiano, sino el desengaño real que ataca a los auténticos artistas cuando notan que aquello a lo que están apostándole la vida es una actividad ajena e inútil– reaparece.

Hay una escena que cristaliza bien esto. Uno de los usuarios del Grand Theft Auto, Dipo, se reúne con Mark y Sam en una estación de metro. Su avatar lleva un impermeable rojo y una pistola en la mano. Con la acostumbrada british cordiality, Dipo les explica que se lo ha pensado mejor, que lo disculpen sinceramente, que el asunto excede su situación actual (que ya ha encontrado, pues, un trabajo estable). Los amigos se muestran comprensivos y los tres se despiden cortésmente, como si fuesen lords decimonónicos, salidos de un relato de Chesterton. Pero antes de subir a uno de los vagones del metro, y como regalito de despedida, Dipo les dispara a ambos a mansalva.

La reacción de Sam y Mark es la esperada: ¡WTF!, ¿pero por qué? La normalidad para un juego así es la exhibición de violencia gratuita, extrema, catártica. Por eso intentar construir un entorno donde exista, mejor, una violencia contenida –como ocurre en las obras de Shakespeare, y aún más Hamlet— es jugar a la contra de toda lógica.

En eso podría estribar el valor de un documental contemporáneo: en ir a la contra de toda lógica.

De ahí que resulte imprescindible volver al tema del desengaño, porque posiblemente se trata del elemento más singular de todo el filme. Es la sensación de esfuerzo fútil lo que, a niveles muy hondos, proporciona el suspenso y dramatismo necesario para que la cinta no se quede solo en un rastreo de un buen casting o en la expectativa de un happy end (es decir, en el simple ejercicio de un documentalista aficionado). Cuando Dipo les explica el motivo de su renuncia, se aprecia cómo Sam Crane se derrumba. “Dipo ha conseguido un trabajo real. Esto que hacemos, entonces, no es más que una gran tontería”. Pero Mark reacciona agresivamente ante la sentencia de su amigo. Mientras sus avatares se encuentran en la parte de atrás de un estacionamiento, en medio de unos container de basura, el espectador comprende que la reacción de Oosterveen se debe a que ha perdido en pandemia a su tía, el único familiar que le quedaba. “Tú tienes familia”, le dice a Sam, “yo no tengo nada. Mi única distracción es esto. Para mí esto es lo real”.

Este es, sin duda, el diálogo más importante de todo el documental. Un videojuego, se sabe, no es una representación, sino una hiperproyección de la realidad. Pero en esencia, una obra de William Shakespeare también lo es. De esta forma, en una situación coercitiva como la del COVID-19, en la que la realidad exterior quiso ser suprimida, el montaje de Hamlet es un intento –más para Oosterveen que para Crane– de restaurar la cultura en el único entorno por entonces real: el virtual.

Por tanto, Grand Theft Hamlet puede leerse, también, como un grito desesperado por validación y consuelo cuando Mark, pero también Sam, comprueban que han perdido sus últimos vínculos verdaderos. Porque, en otra escena extraordinaria, la mujer de Crane, Pinny Grylls, le espeta que se olvidó de su cumpleaños y que el único modo de pasar un poco de tiempo con él fue entrar con su avatar en ese juego absurdo. “Qué estamos haciendo”, le reclama al final de esa secuencia, “hablando a través de nuestras computadoras si podemos salir de nuestras habitaciones y darnos un abrazo”. Sin embargo, para no romper el pacto ficcional y mantener al espectador dentro del videojuego, ese momento deliberadamente no se exhibe. Se trata de una escena oculta, de una ambigüedad desconcertante, que queda del lado de esa realidad que ninguno de nosotros verá.

El montaje de Hamlet de Sam Crane, Pinny Grylls y Mark Oosterveen se estrenó, a través de un live de YouTube, el 4 de julio 2022. Varias personas se conectaron a través de la plataforma blanquirojinegra, pero otros lo hicieron directamente en el juego, con sus avatares, para sentirse más próximos a ese Crane que hacía del príncipe de Dinamarca en la terraza de un penthouse o sobre un zeppelín pixelado. Cuando acabó la obra, los espectadores virtuales ya no dispararon con sus AK-47: alzaron, al unísono, sus bracitos.

La película –que, por cierto, ganó el año pasado el Gran Premio del Jurado al mejor largometraje documental en el Festival de Cine SXSW– acaba cuando a actores, directores y público no les queda más remedio que desconectarse de la sesión. “La partida se cerrará, no hay más jugadores”, se lee antes de las letras de the end (otra variante más del game over).

Lo que ya no se mostró –la expresión amarga de Mark al narrar lo de su tía; el supuesto abrazo entre Pinny y Sam; lo que ocurrió después de que todos apagaran sus laptops– puede asumirse como la interpretación más feroz de la película; la más inexorable: la templanza de un dramaturgo o cineasta no se mide al urdir una obra, buscar los medios para darla a conocer, diseñar el poster promocional o captar a unos cuantos ojos dispuestos a presenciarla. No. Se mide luego de que todo eso ya ha pasado. Cuando, en la más profunda soledad, todo individuo metido en estas cuitas se entera de que los vínculos afectivos más reales que pudieron construirse alguna vez se han desvanecido durante el proceso de creación artística.

Por eso, parece como si Grylls, Oosterveen y Crane confirmaran que un documental sigue siendo el género más ficcional de todos: da a conocer una realidad sin realidad, una puesta en cámara de un deseo de vida más que de la vida misma, y donde el protagonista o documentalista es siempre solo un avatar moviéndose por los escenarios pixelados de un videojuego.

FELIPE RÍOS BAEZA
FELIPE RÍOS BAEZA
Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escritor, comunicólogo social y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autor del volumen de cuentos Satori (2018) y de las novelas Clowns (2016) e Infectados (2021). Ha publicado, además, La letra ensimismada. Nuevos ensayos de literatura hispanoamericana (2023); El texto desbordado. Aproximaciones contemporáneas al fenómeno literario y artístico (2019); El desvarío ilustrado. Ensayos sobre literatura hispanoamericana contemporánea (2014) y los dos volúmenes de Roberto Bolaño: una narrativa en el margen (2013 y 2016), entre otros libros académicos. Es fundador y director de Notas al Margen. Espacio de Cultura, que ofrece talleres culturales cada mes. Se ha desempeñado como profesor e investigador en varias instituciones de educación superior, en materias de literatura, cine, filosofía y estética, además de escribir y coordinar libros críticos dedicados a autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, César Aira y Juan Villoro, entre otros.

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