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Cine, racismo y revolución: A 65 años de ‘El negro’ de Eduardo Manet

'El negro', de Eduardo Manet, puede ser considerada la primera obra del ICAIC que denuncia, de forma explícita, la discriminación racial en Cuba,

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En 1960, invitado por Alfredo Guevara, presidente del naciente ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos), fundado apenas un año antes, el 24 de marzo, Eduardo Manet se suma al “proceso de construcción” de un cine artístico, nacional, inconformista, barato, comercial y técnicamente terminado (como resumió el propio Guevara en el artículo “Realidades y perspectivas de un nuevo cine”, en el primer número de la revista Cine Cubano). Lograr lo anterior –solo intentarlo– no era una tarea sencilla para una cinematografía que daría sus primeros pasos con ansias de novedad y ruptura, como todo proceso generacional y, al mismo tiempo, como parte de un contexto de “radicalización revolucionaria”. Y aunque el neorrealismo marca sus primeros pasos, pues el Centro Sperimentale di Cinematografía en Roma (Cineccittá) había estado presente, con fuerza, en la formación cinematográfica de los jóvenes realizadores que llevaron sus riendas, el ICAIC necesitaba –siguiendo a Guevara– tocar todas las puertas posibles y abrir las suyas al personal técnico y a directores extranjeros para darle forma en pantalla a las anteriores premisas.

Pocos meses antes, Manet –que vivía en París desde 1951, donde había desarrollado una, aunque todavía joven, carrera como actor y escritor, con períodos de residencia en Italia– recibió una carta de Tomás Gutiérrez Alea –también enviada a Ramón F. Suárez y Néstor Almendros, quienes se encontraban, respectivamente, en Suecia y Nueva York– invitándolo a venir a Cuba, pues “ahora sí que van a poder realizar sus sueños”.

En el caso de Manet, estos sueños –los de realizar cine– pueden rastrearse a inicios de los años cincuenta, cuando junto a amigos como Julio García Espinosa, Gutiérrez Alea y Néstor Almendros, quiso matricular en las aulas de Cineccittá. De La Habana, donde perteneció al grupo fundacional de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, partió a Nueva York para conocer las novedades del teatro que se realizaba en Broadway. De ahí viajó a París, la Villa Lumiére, donde vivió hasta su regreso a Cuba en enero de 1960, invitado como jurado del Premio Casa de las Américas, llamado entonces y hasta 1965 Concurso Literario Hispanoamericano; mientras Julio primero y Titón después estudiaban y se graduaban en Roma.[1]

En Cuba, Manet se pone al frente del Conjunto Dramático Nacional, del que fue su fundador a instancias de Mirta Aguirre, Edith García Buchaca y Vicentina Antuña, hasta 1965, cuando renuncia al Conjunto para dedicarse solo al cine. Si bien realizó su primera incursión cinematográfica ese mismo año, con el documental El negro, en el que nos detendremos especialmente, su quehacer en el Instituto se puede rastrear un poco antes, al asumir la dirección del equipo de guiones y tras la fundación de Cine Cubano, en junio y hasta el número 4, en su subdirección (en el número 5 compartió la dirección con Alfredo). Desde esta primera edición hasta la número 48 (septiembre de 1966) se mantuvo como uno de los colaboradores asiduos en la revista (lo que nos permite abordar sus criterios sobre el cine).

La carta enviada por Titón a la que se refiere Manet puede ser –por el tema y la cercanía de la fecha a la de su llegada a Cuba– la firmada en La Habana, el 17 de noviembre de 1959. Varios puntos nos interesan de ella: el primero es que Titón reconoce la movilización que sobre la Revolución cubana está llevando el joven Manet en París, pues “es indispensable mantener siempre alimentada la opinión pública a favor de nuestra Revolución. Eso es lo único que puede detener una agresión de las fuerzas reaccionarias”.[2] Le envía materiales para su difusión y piensa mandarle documentales a través de la Embajada. “En este momento (y en los que vienen) nuestra situación hay que defenderla con gran despliegue de actividad porque nuestra Revolución es un gran ejemplo para toda Latinoamérica (diría que para todo el mundo) y no podemos dejar que se frustre”.[3] El segundo es la mención a argumentos que Manet le ha enviado desde París a Alfredo Guevara y “un próximo retorno al país natal” que este le menciona al presidente del ICAIC. “¿Es cierto? ¿O es el mismo decir de siempre…? Creo que aquí puedes ser doblemente útil. Y casi te espero de un momento a otro”,[4] añade Titón.

La seguridad de ambas invitaciones hacen que la duda de Titón se difumine al comprobar que Eduardo Manet llega a Cuba, luego de tomar un vuelo de Aerolíneas Argentinas desde París a New York y de ahí hasta La Habana, en enero de 1960, junto a su esposa y su hijo Laurent, de tres años. Arriba poco antes de que Casa de las Américas inaugure un Premio –con una futura carga simbólica en el escenario intelectual latinoamericano– cuyo jurado de Teatro integró junto a los también cubanos Mirta Aguirre, Humberto Arenal y Mario Parajón. Este jurado premió por unanimidad la obra Santa Juana de América, del argentino Andrés Lizarraga, y recibieron menciones Ramón Ferreira (Cuba) por El mar de cada día y Juan Ríos (Perú) por El fuego. Santa Juana de América, contó Manet, “era una obra muy brechtiana y como yo admiraba mucho a Brecht y quería mucho a Helen Weigel, su Madre Coraje, le dimos el premio”. Animado por el texto y ante la insistencia para que realice el montaje de “Mirta Aguirre, que era como mi hermana fraternal, Vicentina Antuña, quien había sido mi profesora de latín, y Edith García Buchaca, mi maestra secreta de marxismo”.[5] Manet asume el reto y estrena la obra en la Sala Covarrubias del Teatro Nacional de Cuba, el sábado 21 de mayo de 1960. Luego con ella emprendería una gira por varias ciudades de la isla. El éxito de la puesta y el entusiasmo entre quienes “movían” los hilos culturales, propicia la fundación, como adelantábamos, del Conjunto Dramático Nacional en julio de 1961.[6] Lo integran intérpretes con experiencia como Violeta Casal y un grupo de jóvenes que estarán en los siguientes años entre los más reconocidos actores del país: José Antonio Rodríguez, Adolfo Llauradó, Asenneh Rodríguez, Carlos Ruiz de la Tejera, Alicia Bustamante, Miriam Acevedo… Eduardo Manet –con apenas 31 años, como lo muestra una caricatura de Juan David publicada en Bohemia— fue su Director General hasta, como habíamos dicho, 1965 y aunque no dirigió obras, la actriz y dramaturga Gilda Hernández estrenó allí su pieza La santa (1964).

En las páginas del primer número de Cine Cubano

El primer número de la revista Cine Cubano, al que me referí anteriormente, refleja el contexto histórico y de las influencias que, en cuestiones estéticas, recibía y al mismo tiempo enarbolaba, el ICAIC. Recordemos que el Instituto reunió en sus filas iniciales a un grupo de jóvenes provenientes de los cineclubes, en su mayoría de Nuestro Tiempo (García-Espinosa, Titón) y Visión; y en menor medida del cineclub católico Lumière y de la Cinemateca de Cuba (Guillermo Cabrera Infante, Almendros). Otros llegaban provenientes de CMQ-Televisión y de compañías publicitarias. Esta diversidad, atractiva por la variedad de intereses y miradas a la creación cinematográfica, propició, sobre todo entre los provenientes de Nuestro Tiempo y la Cinemateca, una serie de forcejeos y rivalidades en medios de prensa, que integran lo que Graciela Pogolotti llamó “polémicas culturales de los 60”, extendidas fuera del ICAIC y cuyas tensiones irradiaron ampliamente en el campo intelectual cubano. A menos de un año de creado el Instituto, los diferendos –como si estuviéramos moviendo piezas en un juego de ajedrez o en un campo de batalla– van a continuar latentes, como asegura Iván Giroud, entre su dirección del y los escritores nucleados alrededor de Cabrera Infante en el semanario Lunes de Revolución: “Las diferencias entre ambos grupos se potencian a partir de tres hechos fundamentales: las renuncias de Guillermo Cabrera Infante y Néstor Almendros al ICAIC; la salida del Instituto de un grupo de escritores que trabajaban como guionistas de varios de los proyectos en desarrollo asociados a Cabrera Infante y Lunes de Revolución; y la negativa de la dirección del ICAIC a que Ricardo Vigón se incorporara al Instituto”.[7]

Estas diferencias, en el plano teórico-estético y por consiguiente también en el político, se centraban en la relevancia (y por tanto importancia, influencias y conveniencia para la naciente producción cubana) del cine estadounidense, el realismo socialista, el neorrealismo, la nouvelle vague o el free cinema. Las páginas de Carteles y Revolución (Cabrera Infante), Bohemia (Almendros) y Cine Cubano (Alfredo Guevara, Titón, René Jordán y Manet) reflejaron, en entrevistas y artículos, los dardos lanzados por ambas partes. Ya con anterioridad, como anota Giroud, se habían realizado debates sobre la pertinencia del neorrealismo y el realismo socialista por los miembros de Nuestro Tiempo (que habían recibido al guionista Cesare Zavattini, una de las figuras claves del neorrealismo italiano, en su primera y segunda visita a Cuba, en diciembre de 1953 y septiembre de 1955, respectivamente) y el Partido Socialista Popular, en la figura de Mirta Aguirre. En las páginas de Carteles, por ejemplo, Cabrera Infante publicó “El Neorrealismo en entredicho” y “El Neorrealismo en la estacada”, donde escribió que este, a pesar de los esfuerzos realizador por Zavattini, había pasado sus mejores años, pues ahora apenas “semeja un mundo en disgregación.”[8]

El análisis del primer número de la revista Cine Cubano, creada por el ICAIC en junio de 1960 y en cuyas páginas se reseña el trabajo de ese año y parte del anterior del Instituto, nos permite adentrarnos en los debates que en su seno se suscitaban en relación con los movimientos estéticos en boga a inicios de la década de los años sesenta o, más bien, la posición que el organismo del cine cubano enarbolaba en cuestiones estéticas y teóricas: la línea de trabajo que defendía y cómo esta se encuentra presente en la producción documental y de ficción inicial (entre ella, la de Eduardo Manet) y en los siguientes años de la década. Podríamos decir, incluso, que este número funcionaría como una especie de “programa de trabajo” del Instituto.

Guevara cree que “lo primero es hacer” y que, mientras se trabaja, se deben “tocar todas las puertas, recorrer todos los caminos y hacer de nuestras cámaras, del trabajo directriz, de la obra de nuestros escritores, una antena alerta a las grandes y auténticas corrientes intelectuales cinematográficas, a los estilos más diversos, a las fórmulas más eficaces, a las «actitudes» más acordes con el carácter y posibilidades de un cine que surge en un clima revolucionario, de libertad y de inquietud por el hombre y de preocupación por el reencuentro de su dignidad”.[9] De esta manera, el cine cubano tendrá como denominador común el aprovechamiento y la asimilación de las experiencias válidas en medio siglo de cinematografía o de las más afines a la fisonomía nacional, los caracteres psicológicos, las tradiciones culturales y las necesidades revolucionarias de transformación, crecimiento y madurez.[10]

El presidente del ICAIC enlista una serie de premisas que deberá cumplir una producción que por razones “revolucionarias, estéticas, de solidaridad humana, prácticas, económicas”[11] tendrá que apostar por el logro de la necesaria calidad que legitime su filmografía; una producción que hasta ese momento solo había estrenado cuatro documentales: Esta tierra nuestra (Gutiérrez Alea) y La vivienda (García Espinosa) –comenzados a inicios de 1959 por la Sección de Cine de la Dirección Nacional de Cultura del Ejército Rebelde y concluidos por el mismo equipo ya como parte del ICAIC, siendo considerado el primero, el título inaugural del “nuevo cine cubano”–, así como Construcciones rurales (Humberto Arenal) y Sexto aniversario (García Espinosa). Para lograrlo, Alfredo asegura que el ICAIC cuenta con la ayuda de reconocidos directores, escritores y directores de fotografía, como Luis Buñuel, Juan Antonio Bardem, Francesco Maselli, Alain Resnais, Zavattini, Otello Marteli, Gabriel Figueroa y Alejo Carpentier, que trabajarán junto a los jóvenes realizadores en Cuba: García Espinosa, Titón, José Miguel (Jomi) García Ascot y Eduardo Manet. La inclusión de Manet en esta relación de pocos nombres con la que Guevara cierra su texto, reafirma la apuesta con que el ICAIC recibió al escritor radicado en Francia para sumarlo a realizar un cine “nuevo” y “nacional”.

De vuelta al primer número de Cine Cubano, la revista incluyó –en diálogo con lo sostenido por Guevara en “Realidades y perspectivas de un nuevo cine”– el artículo de Manet “La Nueva Ola: su mito y realidad”; otro del investigador francés George Sadoul sobre este movimiento; un breve reportaje fotográfico titulado “El Gobierno Revolucionario visita los estudios cinematográficos”; un recuadro con un fragmento de la respuesta de Sartre a Manet, como parte de un intercambio realizado por el francés con intelectuales cubanos; una muestra del guion de Margarite Duras para Hiroshima, mon amour (1959) de Alain Resnais; una entrevista de Manet y García Mesa a Zavattini; un artículo de García Ascot sobre el cine y la literatura; otro de Ivonne Suárez con el título “Ingmar Bergman en el cine sueco”, y como cierre, la descripción de la visita realizada por el actor francés Gerard Philippe a Cuba en 1959.

Este interés por subrayar las cualidades de las “cinematografías modernas” y los “diversos diferendos estéticos” que se protagonizaban en la esfera pública, aunque “nadie aludía a lo que estaba pasando en el terreno de la teoría, que no era menos polémico”, le hace a Juan Antonio García Borrero asegurar que la revista, al menos en un principio, “no estaba dirigida a fomentar un enfoque crítico hacia esa producción que institucionalmente se impulsaba, sino en todo caso a neutralizar los ataques externos” (Lunes de Revolución, Hoy). [12] Por eso la elaboración de esos discursos proviene de los mismos creadores o colaboradores afines a la institución, pues “era una manera de controlar el alcance de las objeciones que se podían suscitar”.[13]

Me quiero detener en “La Nueva Ola: su mito y realidad”, artículo donde Eduardo Manet realiza un recorrido histórico por el movimiento francés que nació en las páginas de Cahiers du Cinéma y en los ciclos de la Cinemateca Francesa, a través de los más conocidos filmes, hasta ese momento, de los que destaca sus principales aciertos y errores, y de directores como Roger Vadim, François Fruffaut, Claude Chabrol, Jacques Rivette, Jean-Daniel Pollet, Jean Valere, Bernard-Aubert, Marcel Camus, Chris Marker y Resnais. De este último director no puede evitar extenderse, con admiración, cuando escribe sobre la película Hiroshima, mon amour, de cuyo guion, como vimos, se publica un fragmento en la revista.[14] De esta forma, la obra del francés, que persiste en abordar en sus filmes temas como los horrores de la guerra, la fuerza del olvido (personal o colectivo) y la ubicación del hombre entre dos fuerzas (la lucidez y las tinieblas) “trasciende el hecho cinematográfico y lo coloca en una de las posiciones más distinguidas del movimiento cultural francés”,[15] cuyos ecos llegan a sitios como Cuba. De este texto –además del abordaje que realiza del movimiento cinematográfico y su importancia, con la intención de dar a conocer al lector de Cine Cubano sus particularidades, escritas por alguien llegado de París que había visto de primera mano crecer la Nueva Ola y evolucionar la obra de sus más conocidos representantes– me interesa subrayar su “atractivo” en el desarrollo del naciente cine producido por el ICAIC.

El joven crítico nota, en diálogo con el anterior texto de Guevara, la necesidad de un cine que beba de múltiples influencias foráneas, pero que sea, sobre todo, un cine “netamente cubano”. Un cine nacional, pide el presidente del ICAIC, cada vez más cerca de la fisonomía y del “auténtico carácter” de un país que desarrolla un proceso sociopolítico sin antecedentes en el continente y que se inclinará en la balanza de la geopolítica mundial al socialismo de perfil soviético; un cine “intrínsecamente cubano”, atento a las realidades y expresiones propias de la isla.

Es interesante cómo, para Manet, la Nueva Ola es el movimiento que articula e integra las concepciones creativas del ICAIC en ese momento; sin mencionar el neorrealismo, cuya influencia es palpable en los primeros filmes del Instituto, realizados por directores amigos suyos que estudiaron justamente en Roma. Como asegura Iván Giroud, el neorrealismo “desempeña un papel crucial en el desarrollo del nuevo cine cubano cuando triunfa la Revolución y se crea el ICAIC. Para los responsables de organizar la cinematografía cubana con la creación del Instituto de Cine –Alfredo Guevara, Gutiérrez Alea y García Espinosa– el neorrealismo era una experiencia válida como punto de partida de una nueva cinematografía”.[16] Aunque ambos, neorrealismo y Nueva Ola –como leemos en las páginas de la revista, que publica además una entrevista a Cesare Zavattini, realizada por el propio Eduardo Manet y García Mesa–, vienen a ser sugerentes (y apremiantes) guías del joven Instituto.

Vale la pena citar en extenso las ideas con los que Eduardo Manet cierra este artículo: “En Cuba, la presencia de la Nueva Ola es ya una realidad, y una realidad tan potente que fue ella quien creó e integra el organismo máximo de la cinematografía cubana, el ICAIC [aquí vincula estrechamente a la Nueva Ola con los fundadores de Instituto]. Este sí es un hecho único en el mundo: los menores de 35 años tienen en sus manos la maquinaria necesaria para hacer el cine que consideren más necesario. En esa fuente de ideas, de estéticas, de personalidades diversas, las películas que saldrán obedecerán forzosamente a impulsos diferentes. Esto es lo sano, lo justo que así sea, ya que nuestra aspiración debe basarse no en hacer un cine neorrealista a la italiana o nouvelle vague a la francesa o free cinema a la inglesa, sino un cine cubano, intrínsecamente cubano, atento a nuestras realidades, a nuestras expresiones más propias, pero siempre cuidadoso de lo que se hace «afuera», vigilante de las expresiones de los otros y de lo que de bueno y positivo podemos tomar de ellas. No subestimar ciertos movimientos artísticos, pero tampoco apegarse a tendencias que después de todo no serán más que pasajeras. Personalmente, creo que esa será nuestra posición más beneficiosa.[17]

El documental como un testimonio personal, directo e íntimo

A Eduardo Manet le interesa –como vemos en sus artículos para Cine Cubano— la Nueva Ola y defiende los aportes que, a nivel estético y organizativo, puede ofrecer al ICAIC. Aunque al principio es el neorrealismo el modelo de representación al que se aferran los jóvenes cineastas, por disímiles cuestiones, más allá de la cercanía y la influencia del grupo que había estudiado en Roma y encontró en este, a inicios de la década de los años cincuenta, el anverso del cine comercial de Hollywood que había influido en darle cuerpo a las cinematografías nacionales. El compromiso con la realidad y su transformación, el interés en la gente sencilla que hace que cualquiera pueda verse representado como protagonista de un filme y la intención de lograr un cine más barato que permitiera desligarlo de las limitaciones técnicas y de mercado, guardaban suficiente relación con los objetivos que desde su fundación tenía el ICAIC y que se concreta, como hemos visto, en varios filmes, sobre todo en estos primeros años.

De la misma manera, la Nueva Ola influyó en la primera producción del Instituto, desde el presupuesto inicial de ser un cine rebelde, realizado por jóvenes que se enfrentaban a lo establecido por el cine convencional, tanto en el plano técnico como en lo relativo a los valores sociales existentes en la sociedad francesa (y en sí, europea) de mediados de siglo (los temas que abordaron sus filmes son muestra de ello: las historias personales y autobiográficas, la complejidad de las relaciones amorosas, los personajes en crisis, sin rumbo ni objetivos, que buscan encontrar su lugar). La Nueva Ola y la obra de cineastas como Truffaut y Resnais, sobre todo, fueron para el ICAIC, más allá de los temas, una lección sobre cómo hacer un cine que desafiara la “política cinematográfica tradicional”, en escenarios naturales, sin un cuerpo de estrellas ni derroches de producción (algo propio de una cinematografía emergente) y con un claro criterio de calidad artística (la misma que propugnaba Guevara en “Realidades y perspectivas…”, donde, como vimos, aborda la Nueva Ola).

Estos primeros documentales producidos por el ICAIC vienen a ser precedentes –aún en una etapa de búsquedas y tanteos expresivos, pero con la seguridad de no solo dejar constancia, sino de integrarse al conjunto de discusiones que sacudían a la sociedad– de la experimentación, la osadía y la voluntad de crear que parte del documental cubano enarboló en esa década, más allá de ser un “recopilador de imágenes”, sino un medio donde confluyó la indagación, la euforia creativa y la duda. Es interesante conocer, además, las opiniones de Manet sobre el documental, en las que denota su interés por la Nueva Ola. En una entrevista publicada en 1964 en Cine Cubano, sin abordar explícitamente los que ya había realizado,[18] explica: “El cine es un servicio social, el cine es testimonio, el cine es un arma ideológica, sí, pero, también el cine es un oficio. Y no importa cuál, el oficio se aprende solo de una manera: ejerciéndolo […] El que quiera hacer un largometraje deberá comenzar realizando cinco, seis, diez documentales. Como escuela cinematográfica, este es ideal. Los principales problemas que se hayan en una cinta larga –balance, ritmo, estructura…– se encuentran, ya, en la filmación de un documental. Pero el documental no tiene únicamente ese aspecto práctico, didáctico: puede alcanzar cualidades ejemplares como lo han probado Ivens, Marker, Varda, Resnais. Creo que es una lástima que en los países socialistas se mire el documental solo en su aspecto escolar o como material de relleno (a pesar de los casos de excepción logrados sobre todo en Polonia y Checoslovaquia), ya que el movimiento documentalístico, después de haber fructificado en Francia o Italia, sobre todo, está en plena decadencia (Cuesta casi tanto hacer un corto como un largo al estilo Nueva Ola). […] Yo espero, personalmente, no abandonar nunca las posibilidades que ofrece la realización documental. Con los últimos avances técnicos (cámara Eclair experimental, cámara Debrie, Arri…) se le otorga al cineasta la posibilidad de utilizar la cámara como bolígrafo o, al menos, no como un simple aparato fotográfico. Eso permite que el documental se convierta, con el tiempo, en un testimonio todavía más personal, más directo, más íntimo”.[19]

Este último párrafo nos ofrece pistas que acercan más las búsquedas de Manet a las de la Nueva Ola: las producciones de bajo presupuesto (con equipos reducidos, iluminación y espacios naturales, sonido directo, cámaras más ligeras, actores no profesionales o poco conocidos…) permitían una mayor libertad de movimientos y, además, una mayor independencia creativa, portadora de una naturalidad casi documental. Esto era posible también gracias al concepto de caméra-stylo, que el crítico francés Alexandre Astruc había defendido en un artículo publicado en 1948 en la revista L´Écram Français y que Truffaut y el resto de los jóvenes directores franceses, leyeron y se apropiaron como forma de hacer cine.

Esta caméra-stylo o “cámara-bolígrafo” alienta al director a utilizar la cámara como un escritor utiliza un bolígrafo: el cine como medio de expresión, dueño de un lenguaje único que variará en función de quien dirija, de quien lleve los trazos del bolígrafo. Astruc sostenía que cineastas como Orson Welles o Jean Renoir, por ejemplo, protagonizaban esta tendencia en la que el cine dejaba de ser un mero espectáculo y se convertía en un lenguaje, una forma en la cual y mediante la cual un artista puede expresar su pensamiento, por muy abstractos que estos sean, o traducir sus obsesiones igual que un escritor lo hace con el ensayo o la novela. Esta cámara como bolígrafo, como vemos, capaz de impregnar una mirada de autor, que posibilite captar un testimonio fílmico más personal e íntimo, le interesa a Eduardo Manet; quien, como los miembros de la Nueva Ola, también se inició ejerciendo la crítica de cine.

El negro y el racismo como un problema histórico y cultural

Es en este contexto, que propició varios debates estéticos, enfocados también hacia lo político, que Eduardo Manet realiza su primer documental: El negro. Fue estrenado a finales de julio de 1960, junto a otros seis nuevos documentales del ICAIC, como parte de un programa especial de presentaciones realizado en el cine La Rampa: Patria o Muerte, de García Espinosa; Carnaval, de Fausto Canel y Joe Massot; Ritmo de Cuba, de Néstor Almendros; Tierra Olvidada, de Oscar Torres; Por qué nació el Ejército Rebelde, de José Massip, y Carta del Presidente Dorticós a los Estudiantes Chilenos, de Roberto Fandiño, completan la relación de los títulos presentados en esa ocasión junto a El negro. Ese mismo mes, el primer ministro Fidel Castro anunció la nacionalización de las propiedades estadounidenses en Cuba y en octubre son intervenidos y trasferidos al ICAIC los circuitos de exhibición cinematográficos más importantes, convirtiéndose el Instituto en el propietario de casi 50 % de los 606 cines de la isla, con unas 400 000 butacas para una población cercana a los 6 millones.[20]

El periódico Revolución publicó las palabras que Guevara pronuncia en el estreno: “Había que escoger sin embargo entre producir y enseñar y preferimos producir, y produciendo enseñar. Esto hemos hecho, sin abandonar, desde luego, el propósito señalado. Por eso cada uno de los documentales que veremos hoy, y cada uno de los que antes hemos elaborado y presentado, han dado sitio a nuevas figuras y esperanzas. […] [La Revolución] es nuestro punto de referencia, el centro alrededor del que giran nuestras vidas, pero no por revolucionarios dejamos de ser artistas, y muy por el contrario, porque lo somos tratamos de ser mejores… […] Significa también que aspiramos apasionadamente a lograr la obra lúcida y perfecta que exprese clara y poéticamente el sentido y la fisonomía de nuestra realidad contemporánea”[21]

En el “sentido y la fisonomía” de la “realidad contemporánea” de 1960 se encontraba también el racismo. Si bien desde 1959, el proceso revolucionario cubano catalogó al racismo como un problema social, tomando medidas para acabar con los privilegios históricos que afectaban la vida diaria de negros y mestizos; la misma radicalidad que permitió pensar y enarbolar el cambio, posibilitó que al querer acabar con la discriminación racial de una manera contundente, como asegura el investigador Alejandro de la Fuente, el racismo fuera analizado como un subproducto de las clases privilegiadas, reduciendo así un problema con imbricaciones históricas, sociales y culturales solamente a un terreno, el de la lucha de clases.[22]

El fin de las clases supondría, por tanto, el fin del racismo; por lo que se concedieron los mismos derechos y se otorgaron las mismas posibilidades –de acceso a los estudios, a la salud pública y al trabajo– a todos los cubanos sin importar su raza.[23] Esto tuvo también su efecto contrario, al provocar que, en ocasiones, se tratara de minimizar la cultura y la religión afrocubana con el objetivo de acabar con la presencia de las manifestaciones de diferenciación racial de cualquier signo, perjudicando así a los que en un principio se quería proteger.[24] De este modo, intentando terminar con las diferencias raciales propias de la evolución sociohistórica del país, se acabó por zanjar el tema coartando la diversidad y, a partir de 1962, alejando el racismo del discurso oficial del gobierno, al pretender subrayar que ya no existía en el país.[25] O sea, la igualdad lograda en “todos” los sentidos y que el discurso oficial se encargaba de subrayar en los medios de prensa, había hecho del racismo algo del pasado, que se asociaba a la discriminación y los males de la “pseudorepública” de 1902.

Es en este contexto en el que Eduardo Manet realiza y estrena su debut documentalístico. Rodado en 35 mm, El negro, con argumento y guion del propio Manet, puede ser considerada la primera obra del ICAIC que denuncia, de forma explícita, la discriminación racial en Cuba, “desde la época colonial hasta el triunfo de la Revolución en 1959 y la persistencia de esta injusticia en algunas regiones como el sur de los Estados Unidos”.[26] Tengamos en cuenta que al año anterior el ICAIC solo estrenó cuatro documentales, dos de ellos iniciados por la Sección de Cine de la Dirección Nacional de Cultura del Ejército Rebelde y concluidos por el Instituto.

Así le contó Manet, décadas después, al investigador Luciano Castillo: “Todo el mundo en Francia decía que Cuba antes de la Revolución era extremadamente, cómo decir, racista, y en cierta manera lo era. Pero después de una Revolución, también, yo suponía que el racismo continuaba porque el racismo no es una política, es un sentimiento y creo que Fidel Castro habló de eso en un encuentro que tuvo con un periodista francés que lo interrogó durante varias horas… [se refiere a las entrevistas realizadas por Ignacio Ramonet, periodista español radicado en Francia, recogidas en 2006 en el libro Fidel Castro: biografía a dos voces, también publicado como Cien horas con Fidel] y en un momento dado habla de que el racismo es algo que existe en el interior… y que a veces bajo una revolución se puede seguir siendo racista. Por eso traté de realizar El negro sobre el racismo, pero integrando también al final, el racismo antihebreo y el racismo… en general, porque el racismo no es solo contra los blancos, es contra todo y el racismo dentro del racismo es lo más terrible”.[27]

Alberto Berzosa, en su texto “El negro como punto de partida de la lucha contra el racismo en la Cuba actual”, destaca que la elección del racismo se debe, principalmente, a tres causas: 1) que en 1960, como vimos, las cuestiones raciales estaban siendo analizadas y tratadas por parte del gobierno revolucionario cubano, con el objetivo de eliminar las diferencias históricas entre los ciudadanos para desaparecer el racismo de la sociedad; 2) los motivos biográficos y el interés por abordar un tema que le atraía, pues su madre había sido perseguida por cuestiones raciales;[28] y, además, 3) un incremento de la influencia del Black Power en Cuba.[29]

Según cita Berzosa –a partir de una conversación con Mane– a este “le divertía” tratar un tema tan complejo como el racismo, ya que “en Cuba existía un tipo de racismo social en el que, a diferencia de lo que ocurría en los EE. UU. en los años cuarenta, un negro rico seguía siendo negro”[30] y, por lo tanto, era marginado a pesar de su posición económica. Julio García Espinosa, por su parte, al analizar en la revista Cine Cubano la novel documentalística del ICAIC, nota que Manet –a partir de su análisis de El negro y En el club, documental realizado en 1962– “pese a ser uno de los directores de mayor formación cultural o precisamente debido a ello, imprime a su trabajo una ligereza tal que da la impresión siempre de haber sido hecho por un espíritu joven (en el sentido más vital de la palabra) y no por un pensamiento maduro. Esto quiere decir también que sus documentales difícilmente abruman al espectador”.[31]

El director de Cuba baila y El joven rebelde escribió que El negro es uno de los primeros documentales cubanos que utiliza la foto-fija con sentido cinematográfico y que “pese a la falsedad de algunas escenas de la realidad reconstruida (desafortunada herencia de los primeros documentales),[32] encontramos esa presencia vital como si entre el autor y el espectador no mediase esfuerzo técnico alguno. Esa actitud reafirma el cine como espectáculo. Lo cual no quiere decir el cine como arte superficial”.[33] A través del fotomontaje (grabados, fotografías…), Manet hace un recorrido por la historia del racismo en Cuba, desde la trata de africanos de múltiples culturas para alimentar el trabajo esclavo, sobre todo en las plantaciones azucareras. Ya en la isla una sola palabra los une: negro (con toda la carga despectiva que conllevó la palabra). Además, al director le interesa cómo el racismo está presente hasta el momento en la vida cotidiana no solo de Cuba, sino de países como Estados Unidos (este montaje de fotos fijas al ritmo rápido de la música, con cortes y edición de Benito Martínez, incluso a partir del mismo tema, el racismo, sería más tarde explotado por Santiago Álvarez, quien sería coordinador general de este, en ¡Now!, de 1965). Es sugerente también el interés de Manet por la animación, aquí a partir de la fotografía, y como las imágenes son colocadas en secuencia y posibilitan la ilusión de movimiento, de animación y ritmo.

Para el director, el racismo está inmerso en el lenguaje cotidiano y por tanto tiene un carácter histórico y cultural. Asimilado en la praxis comunicativa, no hay manera de desprenderse “por decreto” de una problemática centenaria. De siglos de acumulación. Todo aquello a lo que se le quiere otorgar una connotación peyorativa –escribe en el guion– se le añade el adjetivo “negro”: mercado negro, trabajar como un negro, lista negra, hambre negra o tristeza negra, incluso el duelo se asocia en el vestir a lo negro… (Aunque esta relación de lo negro con la muerte, la oscuridad y el miedo se puede rastrear desde los orígenes mismos de la humanidad y a través de disímiles culturas). La complejidad del racismo en Cuba queda, entonces, reflejada a través del análisis en estratos planteado por Manet en un documental (estrato histórico, cultural, laboral…) que expone la “condición histórica” de la población negra.

Según Berzosa: “La película expresa en tono docente una opinión bien definida y un tanto maniquea: se trata de un discurso unidireccional, donde no hay espacio para la interacción entre el público y el realizador, ni se da opción a interpretaciones paralelas. En dicho discurso se denuncia la explotación de los esclavos negros como mano de obra, y se hace ver, que tras la obtención de su libertad, el prejuicio racial seguía instalado en la sociedad y la discriminación laboral se manifestaba aún en los criterios de selección, donde los negros eran descartados siempre antes que los blancos. […] El recorrido histórico conduce al naciente período revolucionario, al que se hace mención dos veces a lo largo del film: la primera, indicando que el propósito de la Revolución era acabar con la discriminación racial, y la segunda solicitando un trabajo conjunto para lograr este fin”.[34]

Como resultado de la “acumulación histórica” que intenta “vencer” la Revolución y que posibilitará que todos sean “iguales ante la ley disfrutando de una libertad defendida por todos” –dice la voice over–, el “hombre negro” es asociado a los solares, como vemos al inicio del documental, o a barrios periféricos y pobres (Manet utiliza música “auténtica negra y popular cubana”). El guion, en las voces de Bertina Acevedo y Ángel Espasande, nos subraya que, de los seis millones de habitantes que entonces poseía Cuba, el doce por ciento es de piel negra[35] y hasta ese momento, solo “la miseria y la falta de oportunidades” existente en la Cuba anterior a 1959, caracterizaba una difícil cotidianidad, que, insiste, empezará a cambiar pronto (el documental no deja, como vemos y como es frecuente en buena parte de la producción documentalística inicial del ICAIC, con mayor o menor énfasis o realización artística, de ser un instrumento con un matiz propagandístico y didáctico; con el objetivo de mostrar en pantalla grande muchas de las posibilidades y potencialidades que el reciente proceso lleva a cabo y, al mismo tiempo, contraponerlo con la situación del país antes de la fecha).

Berzosa[36] nota que, aunque El negro pretende acreditar al gobierno cubano como capaz de acabar con las injusticias cometidas históricamente contra las minorías raciales, Eduardo Manet incorpora una secuencia que permite crear en el espectador un atisbo de duda y suspicacia respecto a las posibilidades reales de cambio en los inicios de la década. Es una secuencia de ficción que, ciertamente, añade aprensión y subraya la permanencia del racismo en la sociedad cubana: aquella en la que un niño negro –que podría funcionar como el protagonista o hilo conductor del relato, al aparecer tanto al inicio como al final, y como una metáfora de la discriminación racial y el futuro que la Revolución pondría en sus manos– mira de manera cómplice a otra niña negra, mientras ella limpia las escaleras de un edificio. Ambos sonríen hasta que la propietaria, una mujer blanca que parece tener a la niña como empleada, sale del edificio mirando al niño con desprecio. Una barrera, económica, racial e histórica, los separa. Las condiciones de desigualdad motivadas por la pobreza y el racismo continuaban persistiendo a un año del triunfo de enero de 1959 (un año en el que la sociedad cubana se encuentra en un proceso de “tránsito”; justo con ese título, Tránsito, Manet titula su primer largometraje de ficción, en 1964) y seguirían así, como puede verse en otros materiales, tanto documentales como de ficción, en las siguientes décadas.

El negro –con fotografía de Ramón F. Suárez en su primera colaboración con Manet– establece, no solo a nivel temático, un diálogo con el documental Las estatuas también mueren (1953) de Chris Marker y Alain Resnais. Ambos futuros exponentes de la Nueva Ola –pues comenzaron su trabajo en el grupo de la Rive gauche francesa, paralelo pero distinto de la Nueva Ola, con la que compartirían temas y trabajo más tarde– realizan una denuncia al colonialismo francés, el despojo cultural, las disfunciones económicas derivadas de este, el racismo y al declive de las expresiones artísticas africanas sumergidas, a través de una narración en over y del uso de la fotografía fija (como hizo Manet en El negro). Para Marker y Resnais, el sistema colonial se autolegitima políticamente al mantener un punto de vista antihistórico sobre las tradiciones y el patrimonio, en este caso de países de África; de la misma manera que la presencia colonial obligó al arte africano a perder parte de su expresión idiosincrática para atraer al mercado occidental. El documental subraya de similar forma a como lo haría después Manet, el racismo de los propios africanos en Europa y América del Norte.[37]

“¿Qué es un negro?”, es la pregunta que ronda un documental y encuentra respuesta en la siguiente afirmación, con la que precisamente finaliza: “Un negro es un hombre”. Cree, por tanto, Manet –en la misma línea que anuncia el gobierno con las políticas de igualdad social– que ese hombre, emancipado y con derechos, a pesar de las múltiples condicionantes, esas que se encarga de exponer a través de sencillas historias, podrá ser el futuro de la Revolución. ¿Un hombre nuevo? ¿Un hombre formado, “construido”, como veremos en documentales de Sara Gómez, entre ellos En la otra isla y Otra isla para Miguel, ambos de 1968 (Sara no deja de abordar tampoco la permanencia de manifestaciones de racismo)?

El negro se proyectó en el Festival de Tours, Francia, en 1960, junto a Tierra olvidada, de Oscar Torres. Fue seleccionada como película destacada del año en el V Festival de Cine de Londres, Inglaterra, 1961, y recibió una felicitación del Jurado Internacional al movimiento de cine cubano, en el VII Festival Internacional de Cortometrajes de Oberhausen, República Federal Alemana, junto con La vivienda y Sexto aniversario, de García Espinosa; Esta tierra nuestra, de Titón; Tierra olvidada, de Torres, y Por qué nació el Ejército Rebelde, de José Massip.

Humberto Solás, con apenas veinte años y recién llegado al ICAIC, donde trabajaba como mecanógrafo de la revista Cine Cubano, escribió sobre El negro en el boletín Documental número 3,[38] a propósito de la siguiente producción documentalística de Manet, Napoleón de gratis: “En este breve film (breve como Napoleón de gratis) el realizador tenía ante sí un problema a resolver. Habría de demostrar en imágenes las causas que han determinado la posición racista del blanco hacia el negro en los países subdesarrollados socialmente. Problema resuelto a medias, pero argumento para un documental notable en el orden formal, que habría de convertirse en la más brillante muestra de nuestra Institución en el 2do. Festival de Documentales. El negro mantiene una edición inteligente y exacta y la banda de sonido abría nuevos caminos a nuestro cine documental. Más que el documental que nos representó oficialmente ante el pasado Festival de Tours, El negro era un aporte a la cinematografía de nuestro país”.[39]

Se filman ese año dieciocho documentales más, para un total de 25, lo que marcó un despegue de la producción del ICAIC. “Creo que en Cuba tenemos las condiciones ideales para desarrollar un buen movimiento documentalístico. El prestigio obtenido por nuestros cortos en el extranjero no se debe solo (como muchos maliciosos pueden pensarlo), a la simpatía mundial hacia Cuba. La selección cubana del año pasado en Leipzig probó la eficacia de nuestras obras. Hay un peligro: que con el avance de la industria se considere el documental como un paso hacia el largometraje. Es un deber para todos nosotros recordar que el documental es, en sí, un medio de expresión adecuado e insospechado”, advertía Manet en 1964.[40]

De esos 25, varios tienen la firma de cineastas extranjeros llegados a Cuba en el segundo semestre de 1960 y que influyeron en los realizadores del país: Cuba, pueblo armado[41] y Carnet de viaje, del holandés Joris Ivens, estrenados en 1961; Alba de Cuba y La lámpara azul (ambas de 1961) del soviético Roman Karmen, y Cuba sí, del francés Chris Marker, cuyo asistente de dirección fue Manet y que empezó a rodarse a inicios de 1961 (de su experiencia escribe en el artículo “Tres semanas de trabajo junto a Chris Marker”, publicado en Cine Cubano, en enero de 1961). El año 1960 cierra, al menos cinematográficamente, con el estreno, el 30 de diciembre, en todas las capitales de provincia, de Historias de la Revolución, de Titón, considerado por el ICAIC como el primer largometraje del Instituto y que viene, en materia de ficción, a subrayar los temas de los documentales de ese año, poniendo en letras mayúsculas y con tipografía neorrealista varios momentos de la reciente guerra. El negro se inscribe de manera singular –desde el planteamiento del tema, las preguntas que deja y los recursos expresivos que utiliza— en este período de “exploración”, como lo llamó Ambrosio Fornet, que va de 1959 a 1965 y que antecede al “despegue” ocurrido de 1966 a 1969, en el que Eduardo Manet continúa y finaliza su vinculación con el ICAIC.


[1] Cuenta Manet en entrevista con William Navarrete: “Entonces Titón, Néstor y yo decidimos que debíamos partir a Cineccitá, pero yo me separé del trío porque quería ver Broadway primero. El caso fue que, en septiembre de 1951, llegué por mi lado a Francia, desembarcando en el puerto normando del Havre, con la idea de atravesar el país rumbo a Roma. El destino quiso que de París no pasara, al menos en un primer tiempo, y que luego viviera allí hasta 1959”.

[2] Mirtha Ibarra: Tomás Gutiérrez-Alea: Volver sobre mis pasos, Ediciones Unión, La Habana, 2018, p. 33.

[3] Ídem.

[4] Ídem.

[5] Lilian Manzor y Maité Hernández-Lorenzo: “Manet de vuelta”, Tablas, nos. 1-2, vol. CVIII, 2016, p. 44.

[6] “Siguen llegando los buenos: Eduardo Manet, después de una peregrinación cultural por Europa, con los ojos llenos de cultura y el entusiasmo de ser útil a su país ejemplar, ha sido designado Director General del Conjunto Dramático Nacional” (Nota publicada en la revista Bohemia, el 13 de agosto de 1961, p. 89).

[7] Iván Giroud: La historia en un sobre amarillo. El cine en Cuba (1948-1964), Ediciones Nuevo Cine Latinoamericano y Ediciones ICAIC, 2020, p. 61.

[8] Guillermo Cabrera Infante (G. Caín): “El Neorrealismo en entredicho”, Carteles, año 35, no. 13, 28 de marzo, 1954, p. 38; y “El Neorrealismo en la estacada”, Carteles, año 35, no. 37, 12 de septiembre, 1954, p. 73.

[9] Alfredo Guevara: “Realidades y perspectivas de un nuevo cine”, Revolución es lucidez, Ediciones ICAIC, 1998, p. 356.

[10] Ídem.

[11] Ibídem, p. 363.

[12] Ídem.

[13] Ídem.

[14] En marzo del año siguiente, 1961, el crítico y artista visual Leonel López-Nussa publica en la revista INRA el artículo “La nueva ola y la montaña vieja”, donde, entre otras cosas, compara el filme de Resnais con producciones soviéticas y del campo socialista. Para el crítico, el guion de Margarite Duras es “pastoso, lento, soporífero, introspectivo y viejo. Mientras Resnais conduce a la película con el mismo criterio casuístico, sacrificando a soluciones técnicas la calidad del mensaje, entre otras razones porque no lo había. En resumen, es aburrida y banal, pues lo positivo del filme se ahoga en lo negativo” (pp. 88-91). Prefiere, en cambio, la soviética La balada del soldado (Grigori Chujrái, 1959) y la checoslovaca Gente como (Pavel Blumenfeld, 1960).

[15] Eduardo Manet: “La Nueva Ola: su mito y realidad”, Cine Cubano, año 1, no. 1, julio, 1960, p. 23.

[16] Iván Giroud: Ibídem, p. 45.

[17] Eduardo Manet: “La Nueva Ola: su mito…”, ed. cit.

[18] Había dirigido El negro (1960), Napoleón de gratis (1961), En el club (1962), Portocarrero (1963) y Show (1964).

[19] “Entrevistas con directores de largometrajes, fotografía, escritores y músicos”, Cine Cubano, nos. 23-24-25, septiembre-diciembre de 1964, p. 66.

[20] Iván Giroud: Ibídem, p. 78.

[21] Alfredo Guevara: “Nuestra lengua es la imagen” (“Palabras de Alfredo Guevara en el estreno de 7 documentales”, Revolución, martes 2 de agosto de 1960, p. 15), en Tiempo de fundación, Iberautor Promociones Culturales, 2003, p. 73.

[22] Alejandro de la Fuente: Una nación para todos. Colibrí, Madrid, 2000, p. 40.

[23] Jean Paul Sartre, en respuesta a una pregunta de Nicolás Guillén sobre el origen del racismo y las condiciones para su desaparición, como parte del intercambio con escritores, publicado en Sartre visita a Cuba, apoya la tesis de que “la verdadera razón de la segregación racial es la segregación económica”. Y añade: “Me parece que en un país como Cuba donde la igualdad económica está en trance de realizarse, cuando ya no haya más discriminación originada en la miseria, cuando algunas competencias debido a la falta de trabajo, el desempleo, podrán ser suprimidas, cuando la propiedad colectiva haya lentamente aumentado, el racismo, en la medida en que existe aquí, estará muy cerca de ser eliminado” (pp. 46-47).

[24] Alejandro de la Fuente: ob. cit.

[25] Ídem; Esteban Morales: ob. cit.

[26] Bitácora del cine cubano. Producciones. 1959-Icaic-2017, Ediciones Hurón Azul y Cinemateca de Cuba, 2019, t. 3, pp. 36-37.

[27] Luciano Castillo: “Eduardo Manet, el hombre de los retornos”, La Gaceta de Cuba, no. 2, marzo/abril, 2016, p. 44.

[28] La familia de su madre, residente en Murcia, España, era de origen judío sefardí (o marrano). Además, su nodriza en Santiago de Cuba fue una haitiana negra que le cantaba en criollo, lo que hizo que desde niño Eduardo Manet sintiera atracción por la cultura afrocubana (En comunicación personal, 20 de noviembre, 2022).

[29] Alberto Berzosa: El negro como punto de partida de la lucha contra el racismo en la Cuba actual”, Revista Latinoamericana de Ciencias de la Comunicación, Vol. 9, no. 17, 2014.

[30] Ídem.

[31] Julio García Espinosa: “Nuestro cine documental”, Cine Cubano, septiembre-diciembre, nos. 23-24-25, 1964, p. 15

[32] En estas escenas –que ciertamente poseen un enfoque didáctico, subrayando y “graficando” el texto en voz de los presentadores y el discurso del documental– encontramos como actores al propio Manet y a Néstor Almendros.

[33] Julio García-Espinosa: ob. cit.

[34] Alberto Berzosa: ob. cit.

[35] El censo poblacional más cercano a la fecha de realización del documental, el de 1953, expone un 12,4 por ciento de la población cubana con piel negra. El siguiente, en 1981, solo un 12 por ciento.

[36] Alberto Berzosa: ob. cit.

[37] “Cuando Chris Marker y Alain Resnais aceptaron realizar Las estatuas también mueren, pudieron cumplir perfectamente con el deber de todo artista, al crear un documental de primer orden desde el punto de vista estético; pero pusieron algo más en ese documental: pusieron su elección de hombres honestos, su compromiso de artistas conscientes. Y Las estatuas también mueren dejó de ser un corto sobre el arte africano para convertirse en un testimonio contra el colonialismo y el vandalismo de los blancos en África” (Eduardo Manet: ob. cit., pp. 49-56).

[38] Publicación realizada por el ICAIC con el fin de ser distribuida entre el personal del Departamento de Cortometraje, en formato de página de 8×10 cm y en copias mimeografiadas. Su primer número salió en marzo de 1961 y el sexto y último en agosto de 1962 (un año y un mes después del quinto). El folleto –que potenció la crítica entre los propios realizadores– no contó con un editor fijo, pues variaban por número. En este tercer número Humberto Solás, Alberto Roldán y Fernando Villaverde fueron sus editores.

[39] Humberto Solás: “Napoleón de gratis”, Documental no. 3, La Habana, marzo, 1961.

[40] “Entrevistas con directores de largometrajes…”, ed. cit., p. 74.

[41] También conocido como Pueblo en armas (Peuple armé, Cuba-Francia, 1961).

ERIAN PEÑA PUPO
ERIAN PEÑA PUPO
Erian Peña Pupo (Holguín, 1992). Escritor, periodista y profesor. Máster en Cine de América Latina y el Caribe. Ha publicado los poemarios Puertas para huir de la casa (Ediciones Santiago, 2015), Palabras de canje (Ediciones Vigía, 2022) y Hojarasca de las formas (Ediciones La Luz, 2022), así como la noveleta infantil Nomeolvides (Ediciones Luminaria, 2021) y el relato Entre dos viejos pánicos (Ediciones Áncoras, 2023). En proceso editorial tiene el ensayo Imágenes en tránsito. El cine de Eduardo Manet en Cuba (sello de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano) y el libro de cuentos Aquel verano en Woodstock (Editora Abril). Compiló la antología poética de José Emilio Pacheco, En el último día del mundo (Ediciones La Luz, 2022), la selección de poemas de Emilio Ballagas Castas arenas de la noche (Ediciones La Luz, 2024) y preparó y prologó para la editorial española Verbum el libro Como una carta abierta: “C’est pas mal” (2025) de Eduardo Manet.

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