Presentación
Durante los primeros años de la década del dos mil, en La Habana, se publicó la revista de literatura Azoteas, la cual venía acompañada de un dosier –independiente del cuerpo de la revista y en forma de libro–. Su intención era dar a conocer temas y autores de otras lenguas, con énfasis en la traducción, que estaban en el interés de los lectores y, en no pocos casos, algunos de ellos aún inéditos en español. Me interesa volver a presentar una muestra de mis traducciones de “Las enfermedades mortales en la literatura”, el primer dosier, publicado en el 2006, por Azoteas. En este caso, presentamos un texto sobre viruela, aristocracia y literatura en la tradición francesa a cargo del historiador médico Pierre Darmon (1939).
Pierre Darmon: “Picadas y rostros”
Las dos hermanas, la pequeña y la
mayor, están aún más juntas que los
monjes para destruir al género
humano.
Voltaire, L’Homme aux quarante écus
Voltaire tenía razón. En el orden de la aflicción, la viruela benigna no tenía nada que envidiarle a la gran viruela. Al menos hasta comienzos del siglo XIX. Introducida en Europa por los sarracenos, se dice, que tiene su origen en el Extremo-Oriente. Aun cuando varios textos la nombran desde la Edad Media bajo el nombre de “picote”, la mayor parte de los trabajos de medicina la despojaron, durante mucho tiempo, de toda especificidad, englobándola dentro de la innumerable masa de diferentes pestes, enfermedades pestilentes, enfermedades eruptivas o virulentas. Hasta que los siglos XVII y XVIII la sacan de cierto anonimato, y aparece entonces como una enfermedad infecciosa, muy mortífera. Según el doctor Fausto, dos personas de cada diez escapan, sobre todo, a una muerte prematura. Ocho de diez la contraen un día u otro. Un enfermo de cada siete muere. Proporción corroborada por la mayor parte de los observadores.
Hoy, ya dominada la plaga, no ofrece al público el espectáculo de aquel horror. Así el olvido les confiere una dimensión mitológica a las narraciones de antaño si es que los testigos oculares no garantizaran su autenticidad. Número infinito de pústulas, varios miles, de momento; en caso de confluencia, todo el cuerpo en descomposición se transforma en una sola y única pústula y como empapado en vida, en aceite hirviendo, los ojos cerrados, los párpados pegados por el pus, la deglución y la respiración trabajosa, en fin, sufrimientos inimaginables… La cura a veces dejaba el rostro picado, desfigurado para siempre y el organismo paralizado por secuelas indelebles.
En el entorno aristocrático, los daños de la pequeña viruela son temidos realmente con intensidad dramática. ¡Y con razón! Pues en un mundo dominado por la necesidad de “ver”, los estigmas de la “pequeña hermana”, esa siniestra picada, esos huecos irreversibles provocan obsesiones más funestas que la obsesión por el sufrimiento o por la muerte. En pocos días, los establecimientos de mayor renombre y las ambiciones más desmesuradas se disipan en la sombra helada de los conventos donde, por miles, esas mujeres de antaño tan codiciadas van a esconder su rostro lleno de huecos como si fuese una espumadera a la vista de todas las miradas indiscretas.
En tales condiciones, uno comprende las angustias y neurosis de la bella marquesa de Sablé quien imagina protegerse de los horrores de la epidemia atándose en su cuello un “pentáculo” engastado en oro y lleno de aceite de escorpión y araña, de rabia de víbora y sapo concentrado, en lo que concierne al último, tenía que ser en el mes de mayo, en plena estación de los amores de los batracios.
Sin dudas, la peste y la lepra destruían duramente las chozas. Al menos tenían el buen gusto de no transgredir las normas del saber vivir, al detenerse respetuosamente en el umbral de las grandes casas. Sin embargo, en los lugares encumbrados y bajo los revestimientos dorados de los castillos más venerables, el indigno “picor” osa poner en ebullición la sangre azul.
Al azar, hojeamos las crónicas de época –Catherine de Médicis; la bella La Vallière; Madame Guyon; Marie-Louise Elisabeth, duquesa de Berry, hija primogénita de Philipe d’Orléans; Mademoiselle de Lespinasse; Madame d’Espinay y Madame d’Houdetot, tan amada por Jean-Jacques Rousseau– presentaban todas un rostro más o menos marcado. Incluso más grave, la truculenta Palatina portaba una nariz tan abigarrada que colma de alegría a Madame de Maintenon. Muy poco muestra, en verdad, los desastres causados por la gran devastación en las filas de la nobleza femenina. En el bando de los hombres, la pequeña viruela también muestra sus estigmas con igual generosidad.
En 1562, el duque de Alençon también se encontraba con las mejillas salpicadas de cráteres y, hacia la misma época, el joven duque de Anjou, apenas con doce años, “tuvo la maligna viruela” de la cual el duque de Alençon dijo al respecto que “lo cambió de tal manera que era irreconocible, la cara, había quedado llena de huecos, la nariz gruesa y deforme, empequeñecido y rojos los ojos, de tal forma que agradable y bello como era, se volvió uno de los hombres más feos que se han visto y su espíritu ya no era tan elevado como antes”. Pellisson, el fiel amigo de Fouquet, era de un rostro tan marcado que Mademe de Sévigné podía decir con impertinencia: “Ese Pellisson, abusa del permiso que tienen los hombres para ser feos”.
Se podrían multiplicar hasta el infinito las evocaciones de viruelas célebres. Pero en medio de esta cohorte abigarrada, conviene distinguir la imagen de Mirabeau cuyo “hocico” poderosamente ahuecado impresionó por mucho tiempo la imaginación. Porque es a través de una explotación prodigiosa de su “cabeza gorgoniana” que también el amigo de los hombres se impuso en una asamblea temblorosa, provocando en Chateaubriand una intervención acalorada: “Las huellas dejadas por la pequeña viruela en el rostro del orador parecían úlceras dejadas por las llamas”.
Chateaubriand dio él mismo su contribución a la viruela. Y como nada ordinario podía ocurrirle al autor de Mémoires d’Outre-tombe, se manifestó en tales condiciones que hicieron de ellas, según los propios términos del autor, “un fenómeno del cual la medicina no ofrecía ejemplo”. De este modo contrajo “una pequeña viruela confluente que entraba y salía alternativamente ¡según las impresiones del aire!”. Afortunadamente, no le dejó ninguna huella.
El horror culmina con la muerte. Muerte atroz por asfixia, por hemorragia o por extenuación de un cuerpo descompuesto, nauseabundo y roído hasta el hueso por la acción corrosiva de un inagotable derrame de pus. Según las Mémoires de Saint-Simon, de Sourches, de Dangeau o de Mathieu Marais, no terminaríamos de enumerar las tristes víctimas que van a enriquecer la necrología próvida de la hidra temerosa: el príncipe de Conti, en 1685, el príncipe d’Epinoy, en Estrasburgo, en 1704, “por la obstinación de querer cambiar de ropa interior muy temprano y por mandar a abrir las ventanas”, el marqués de Grignan (1705)… el duque d’Aumont muere en el transcurso de cuatro días durante una epidemia que cuesta la vida a 20 000 parisinos, entre los que se señalan, están los nombres del abate de Saint Guéran, del Conde de Bissy y de Madame Lunati, de quien Mathieu Marais pudo decir: “pereció en los combates de las dos hermanas que vencieron al mismo tiempo: la grande y la pequeña”. Al año siguiente, el príncipe de Soubise es aniquilado en cinco días. Su mujer, que había permanecido en su cabecera durante la enfermedad, lo acompaña poco después en la tumba.
Porque tal era la costumbre. La esposa tenía el deber de encerrarse con su marido desde el comienzo de la enfermedad, a la manera de esas indias que se hacían quemar vivas sobre la hoguera funeraria de sus esposos difuntos. Así fue inmolada la duquesa d’Olonne, la nieta de Louvois.
Memorables entre todas, las muertes del Gran Delfín, en abril de 1711, del duque y de la duquesa de Bourgogne, muertos los dos con seis días de intervalo, en febrero de 1712 y, en 1774, la muerte de Louis XV.
Espectacular fue la pequeña viruela que provocó la muerte de Louis XV y desató las malas lenguas, sobreexcitando imaginaciones. “Moriría de la pequeña viruela y de muchas otras”, “No hay nada de pequeño en los grandes”, decían. El origen del mal, en sí mismo confundido en extraña amalgama, cubre una atmósfera saturada de fantasmas. Se murmuraba que el rey había sido envenenado, en el transcurso de una última orgía, por una chiquilla de doce años en estado de incubación. Y si las versiones difieren de un autor en otro, al final todos mojan la pluma en el mismo veneno.
Según la Chronique del abate Baudeau, el rey había deseado a una pequeña vaquera y Madame Du Barry, que era el alma secreta de sus finos placeres, habría impulsado el refinamiento hasta prostituir a la niña para complacer a su amante, no sin antes haberlo bañado, perfumado y peinado. En esa Correspondance secrète, Metra precisa que la propia hija de Montvallier, intendente y secretario de la Du Barry, habría sido la verdadera portadora del germen. Los Souvenirs d’un page, del conde d’Hézèques, aluden a la hija de un jardinero y las Anecdotes de Pidansat de Mairobert hacen referencia a una “pequeña carpintera”. Desorden que surge finalmente de los relatos –también fuertemente cargados de erotismo– de una joven carpintera, de una pequeña panadera…
Así, tras la sexualidad desordenada del príncipe, se discierne la imagen tradicional del poderoso que oprime al pobre a través de las prerrogativas de un derecho de pernada siempre vivo en el imaginario colectivo. Pero la justicia inmanente, simbolizada por la muerte del rey, erige aquí la pequeña viruela como sustituto refinado de la “gruesa” sanción providencial para el libertinaje más sombrío. En Les liaisons dangereuse, los reproches del Dios vengador ¿no alcanzan a la Marquesa de Merteuil y causan estragos a la “pequeña hermana?…
En este caso, y desde un punto de vista estrictamente histórico, no hay sin embargo ocasión para sospechar de la versión oficial de los hechos tal como nos lo reporta Voltaire: “A fines de abril de 1774, Louis XV yendo de caza, encuentra el convoy de una persona que llevaban a enterrar; la curiosidad natural que tenía por las cosas lúgubres le hace acercase al féretro; pregunta a quién van a enterrar. Se le dice que es una joven muerta por causa de la pequeña viruela. Desde ese momento, quedará afectado por la muerte sin percibirlo”.
Epílogo doloroso, se contentó con cubrir el cuerpo del soberano con bandas aromatizadas. Para evitar cualquier riesgo de contagio y se le encerró en el interior de un doble féretro. Solo era visible el féretro exterior hecho con madera de encina. Los restos estaban depositados en un féretro interior de plomo curtido con una amalgama compuesta de cal viva, vinagre y aguardiente.
Dos días más tarde, el rey había sido conducido sin pompa a Saint-Denis y, según Bezenval, el convoy parecía más un transporte de carga del cual uno quiere deshacerse que los últimos deberes rendidos a un monarca.
Teniendo que hacerle frente a la odiosa viruela, los médicos no cedieron. Por el contrario, se lanzaron en audaces terapias.
Hasta comienzos del siglo XVIII, el recurso por “método de calentamiento” es más o menos sistemático. Cubierto con las mismas telas, sepultado bajo el amontonamiento de mantas en una habitación herméticamente cerrada y recalentada, el enfermo, ya sometido al fuego de la viruela, es atiborrado de bebidas “sudoríficas”: vino, estimulantes, aguardiente, licores, thériaques[1] y caldos grasos. El recurso en tales prácticas era susceptible de favorecer la expulsión del veneno variólico por exudación. Los resultados son catastróficos.
También el “método refrescante” se generaliza de tal manera que alcanza, notablemente, al siglo XVIII y a las clases acomodadas, mientras que el método por recalentamiento queda exclusivamente para las masas populares. En cuanto al enfermo, sacado de su cama y vestido con una simple camisa, es obligado a caminar con los pies descalzos en una pieza expuesta voluntariamente a todas las corrientes de aire, en pleno invierno. Al mismo tiempo, se le administra unas “tisanas frescas y relajantes, como una infusión de menta, de agua de cebada, de leche aguada, y de agua de sémola…”. Régimen muy propicio, se piensa, en la depuración por evacuación del fermento que puede causar una enfermedad. A ese florilegio se añade naturalmente vomitivos, vesicatorios, múltiples sangrías y el clister. Un lavatorio fue también administrado por el boticario Forgeot a Louis XV a punto de expirar, en medio de un sonoro enjambre de cortesanos. Testigo ocular de la escena, el duque de la Rochefoucauld Liancourt dejó un relato con puntos dignos de una comedia humana: “Se le llevó con gran pena al borde de su cama, y allí se le colocó en la actitud conveniente a la circunstancia, es decir, la cara hundida en una almohada y el trasero descubierto y en posición. Los médicos, alrededor de la cama, toman su lugar, poniéndose en fila, el farmacéutico, cánula en mano, es seguido de su asistente –también boticario– que lleva respetuosamente la jeringa y del ayudante de cámara que llevaba la luz destinada naturalmente a alumbrar la escena”.
Otro capítulo de coraje, que contrasta con su elocuencia siniestra, es la muerte de Madame de Sévigné, víctima, en 1711, a la edad asombrosa de 63 años, de una pequeña viruela agravada por la presencia de cuatro médicos que, por turnos, soplan el calor y el frío para de esta manera someterla tanto al “método por recalentamiento” como al “método refrescante”.
Es Josph Chambon, el doctor de los Grignan, quien relata el acontecimiento en su Traité des métaux et des minéraux. Durante toda la primera semana, uno se pregunta si habría que practicar la incisión de las pústulas. En el noveno día, el estado del paciente se deteriora. Las pústulas se aplastan y se vuelven violeta. Síntoma alarmante: el veneno se reabsorbe en el interior del organismo. Chambon administra a su enfermo gotas de una mixtura de su composición diluida en vino. La desdichada busca obstinadamente descubrirse, pero los asistentes se oponen.
Aparece un tal Raimond, partidario encarnizado del método refrescante. Las “tisanas” remplazan al vino y las sangrías continúan. Chambon se lamenta con filosofía: “con sangrías de más o de menos los médicos que las practican están a un mismo nivel”.
Mixtura y sangrías se enfrentan desde entonces. Se olvida a la enferma. Raimond está provisoriamente excluido.
A la luz de tales excentricidades, se aprecia el buen gusto y la pericia del doctor Gatti, médico consultivo del rey y lector en la universidad de Pisa, quien conocía contra la pequeña viruela una terapéutica tan original como eficaz. Se contaba, en todos los salones, cómo ese fino psicólogo había curado la viruela de Madame Helvétius ejecutando ante la enfermedad todo tipo de cabriolas y payasadas con la íntima convicción de que la alegría es el único remedio en un caso tal y que las pequeñas viruelas mortales no eran debidas más que a las drogas de los farmacéuticos.
Notas:
[1] Medicina antigua. Antídoto que se empleaba contra las mordidas de serpientes. Diccionario Gran Robert (N. del. T.)
Aplauso.