Todo lo insólito es maravilloso.
Alejo Carpentier
Profecía
—Sí, me voy, y a que no sabes con qué me estoy yendo… con 300 soles.
—Cómo tú vas a llegar a Estados Unidos con 100 dólares… o sea, es imposible.
—Bueno negra, busca en Youtube qué es la selva del Darién…
Esta conversación, que nos relatan al inicio de #Darien, el corto documental de Tatiana Rojas Ponce, habría sido inconcebible cuando inició la gran oleada migratoria venezolana en 2016, o en 2011, año del infame documental Caracas, ciudad de despedidas, no digamos en 1998, año de la victoria de Chávez y del lanzamiento de “Venezuelan in New York”, de King Changó, un tema que nadie se habría imaginado que terminaría siendo una de las canciones más proféticas de la música nacional.
Parte del álbum Outlandos D’Americas: A Rock en Español Tribute to The Police, apareció en septiembre de ese año y era imposible no escucharlo en los bares de Caracas en los que los Gen Xers criollos matábamos el rato entre la salida del trabajo y la hora de dormir:
No tomo té, tomo café mi amor
Yo como arepa y pabellón
Con mi tumbao machuco el English when I talk
I’m Venezuelan in New York
La letra del cover de “Englishman in New York” refleja las experiencias personales de su autor, pero lo que sugiere, imaginar a los venezolanos en la misma situación que otros miembros de las diásporas del Caribe y América latina, era, en septiembre del 98, casi tan absurdo como imaginarlos en la luna. El mismo concepto de una diáspora venezolana solo habría tenido cabida en una novela distópica.
El hit, se estrenó apenas meses antes de que, con las elecciones de ese año, iniciara la larga cadena de eventos que llevó a Venezuela a la situación insólita en que está hoy en día: devastada, y con una diáspora y unas corrientes migratorias tan grandes que hacen palidecer a todas las demás. La Séptima Diáspora que, hasta ahora, parece ser el final boss entre las de América Latina.
Ya hablaremos de las cadenas de eventos que llevan a miles de personas a arriesgar su vida en la jungla, pero entre todos esos grandes eventos hay siempre otros más pequeños y discretos: decisiones personales sostenidas en las condiciones más extremas que, al repetirse, escalan en eventos geopolíticos.
¿Qué hace que alguien decida acometer una empresa tan insólita y absurda que parece cosa de una serie o de una novela, una que parece mucho más costosa, arriesgada y difícil que cualquier otra alternativa?
El documental de Tatiana Rojas Ponce no ofrece una respuesta definitiva, porque tal vez ni sus protagonistas la tienen, y pasan del estupor (“¿Cómo esta gente puede pasar por ahí, ¿cómo se pueden meter por ahí?”) a la obsesión (“se me metió esa idea aquí”), pero #Darien nos acerca a la perspectiva de aquellos que tomaron esa decisión y vivieron aquella aventura al ver que otros antes que ellos lo habían hecho, o al verse obligados a seguir a otros.
Combinando el video horizontal de la cámara profesional con el vertical de la cámara telefónica, que se ha convertido en nuestro ojo exterior, #Darien nos coloca no en un plano panorámico en que podamos evaluar toda la cadena de causas y condiciones, sino desde el punto de vista de los testigos de la travesía y, a veces, el de la cineasta que los encuentra al otro extremo de la ruta y comparte con ellos la misma experiencia de realidad aumentada y de materialización de las imágenes: ya sean de la selva misma o de la migración venezolana que empiezan a aparecer en la ciudades santuario de Estados Unidos.
En ese sentido, es también un documental sobre “compartir” y “seguir” en / y, más allá de las redes sociales (y de los discursos apocalípticos sobre ellas), como un componente básico de la naturaleza humana: Seguir, o no seguir: he ahí el dilema. ¿Seguir qué o a quién? ¿Seguir hasta cuándo, hasta dónde?
“…me iría demasiado…”[1]
En 2022 Yoabimar Daal, venezolana de 24 años, nacida justamente en el año del lanzamiento de Venezuelan in New York publicó un video en la red social TikTok en el que aparecía bailando salsa en pleno Times Square, desatando la ira de miles de venezolanos, la mayoría trumpistas o “magazolanos”, que la llamaron “marginal” y exigieron su deportación.
El incidente fue un verdadero signo de los tiempos, pues hasta los que decían defender a Yoabimar no disimulaban su desprecio por ella: “Pasamos de una generación de migrantes preparados, con estudios, a una de iletrados con antecedentes penales”… El cineasta Sergio Monsalve, al decir a viva voz lo que la clase media venezolana –al menos buena parte de ella– piensa sobre los pobres, mostró cómo la indignación frente a la emigración masiva a Estados Unidos no es sólo cosa de la extrema derecha.
Su indignación se entiende si recordamos que, durante mucho tiempo, los emigrantes venezolanos en Nueva York eran más gente como Marisol Escobar y Carolina Herrera que como Yoabimar, quien se convirtió en el pretexto para decir, más o menos explícitamente, que la gente que emigra a pie o en autobús no debía estar allá en Times Square, a diferencia de las personas de bien que llegan en avión, con sus pasaportes vigentes: Lima o Barranquilla es una cosa… pero, ¿Nueva York?????
Desde los setenta, Estados Unidos se convirtió en uno de los principales destinos de una emigración de clase media, iniciada cuando el dólar a 4.30 y las becas de Fundayacucho hicieron entrar la posibilidad de la emigración en el horizonte de los sectores medios. Emigrar, o al menos vivir fuera de Venezuela, dejó de ser cosa de la alta sociedad o de los más aventureros.
La farándula desde los noventa, ya se estaba relocalizando en Florida, en medio de la “mayamerización” de la cultura caribeña. Las agitaciones políticas y sociales causaban cada vez más expatriados y las purgas en PDVSA tras 2002, tras la derrota de la tecnocracia petrolera en su choque con la burocracia militar, marcaron el cénit de ese periodo en que la emigración y en particular la emigración hacia el Primer Mundo, aunque mucho más común, todavía era cosa de élites. Asunto de cientos de miles de personas acumuladas en décadas.
Todavía en 2012, las ridículas maneras y afectaciones de los protagonistas de Caracas, ciudad de despedidas, despertaron la indignación y la burla generales y era posible para el gobierno relacionar la migración con el elitismo y la “traición a la patria”. La emigración masiva al estilo cubano o haitiano era inconcebible todavía, mucho menos hacia un país con tantas restricciones como Estados Unidos.
No solo era el chavismo quien, como siempre, no entendía nada de nada, sino la “oposición” de entonces que, al fin y al cabo, compartía los mismos códigos del gobierno y acuñó la consigna “se están yendo los mejores”, que implicaba que los peores eran los que se quedaban.
Todo eso cambió con el increíble boom migratorio iniciado en 2016, que llenó de emigrantes las carreteras andinas y la emigración por el Darién, que inicia al final de la década pasada, ya es la de esos “peores” abriéndose paso por todo el continente y creando, irónicamente, una suerte de élite de atletas migratorios premiada con el codiciado Estatus de Protección Temporal (TPS) tras una especie de Juego del Calamar transcontinental.
La cadena
La “hegemonía” venezolana en el corredor del Darién o las últimas caravanas emigrantes pasan por largas cadenas de eventos que el debate intelectual venezolano quiere reducir a algún suceso aislado (el que la gente haya votado por Chávez en el 98, que la oposición haya dado un golpe, que Chávez haya muerto o los Estados Unidos sancionado a Venezuela o creado los Estatus de Protección Temporal); cadenas de Márkov que mezclan virtud y fortuna, azar y necesidad, y acaban conduciendo a cientos de miles de personas a las selvas panameñas y las corrientes del Río Grande.
Una cadena de Márkov es “una secuencia de eventos donde la probabilidad de que ocurra un evento futuro depende del evento inmediatamente anterior”. En nuestras desastrosas cadenas de Márkov hay que diferenciar las causas que ocasionaron la gran estampida entre 2016 y 2019 y las que causaron el masivo flujo migratorio por una zona que, hasta inicios de la década pasada, era una selva prácticamente virgen.
Si, en el primer caso, se trataba del colapso general (ya no había suficiente comida, medicinas, agua y electricidad para todos los venezolanos), en el otro, se trata de eventos nuevos pero determinados por los anteriores (sean los beneficios de protección temporal para la emigración venezolana en EE. UU., o el impacto de la pandemia en una diáspora que se encontró países con economías contraídas, monedas débiles, bajos salarios y crecientes restricciones migratorias).
El incremento de los cruces por el Darién es una típica cadena de Márkov: cada migrante que pasa por el Darién aumenta la probabilidad de que la ruta sea usada por otros, inclusive sus parientes y amigos, lo que ocurrió desde la segunda década del siglo XXI, y pese al uso de la ruta por haitianos, cubanos y ecuatorianos, el paso de los venezolanos, hoy representantes de la emigración más grande, se hizo predominante. Ecuador es un eslabón clave, pero también las ubicuas plataformas que dieron al hashtag #Darien cientos de miles de seguidores.
En todo este panorama lo que el documental de Rojas Ponce nos muestra es otro tipo de cadena (también márkoviana): la dinámica del seguimiento mutuo, que frecuentemente confundimos con pasividad, aunque en realidad no seguimos cualquier cosa y hay cosas muy difíciles de seguir.
Vivir en sociedad es, en esencia, seguir y ser seguido. Emily, una de las protagonistas del documental #Darien, tuvo que seguir a su hermano para no separarse de su hijo, obsesionado con seguir al tío… quien, en el inicio del viaje, ante la primera montaña que hubo que escalar en la selva, ya no quería seguir.: “mi hijo siempre iba alante… yo lo que decía era que él se fuera alante, que mientras él avanzara, yo iba a tener la voluntad de avanzar”.
La crudeza de los medios con que se efectúa esa travesía –o peregrinación– no debe engañarnos: es una empresa de inteligencia colectiva que involucra el uso táctico y estratégico de la tecnología sin la cual es imposible el seguimiento mutuo: Facebook y TikTok ofrecen la posibilidad de compartir las experiencias, las visiones, los conocimientos necesarios para la travesía, pues las redes son tan esenciales como la ruta en sí. Pero además de la ruta y de las redes, la travesía se compone de caravanas, sociedades provisionales, hechas de gente siguiendo la una a la otra y ayudándose mutuamente a seguir.
A la vez “paleolítica”, como las migraciones prehistóricas, y electrónica, como el trabajo de los drones, la travesía es un cóctel de utopía y distopía: los impulsos más abnegados y las pasiones más bajas, la esperanza y la desesperanza, la insensatez y la inteligencia: “en tantas caídas que yo tuve miles de hombres me ayudaron a pararme”(dice también Emily, una de las protagonistas de #Darien, más adelante).
Hay, claro, sentimientos morales involucrados en esa solidaridad, pero también algo más pragmático y esencial, común a otros mamíferos y que es el verdadero “origen de los sentimientos morales”: ayudarse mutuamente a sobrevivir; pero, eso también implica en este caso dejar atrás a los que ya no tienen salvación –y estar expuesto a los bajos impulsos de otros–. El Darién se convirtió en el laboratorio para un experimento constante sobre la naturaleza humana.
Maravilla
En esa travesía insólita, que no deberíamos temer llamar gesta, hay algo de las novelas distópicas de Ballard, de Cien años de soledad y Los pasos perdidos, pero también de un relato ciberpunk y de una serie de Netflix: si entendemos la palabra “maravilloso” en el sentido estricto de “lo real maravilloso” (la realidad de lo insólito, improbable o desaforado), como la definía Carpentier (“todo lo que se sale de las normas establecidas”), la travesía del Darién se revela como una maravilla. Del horror, claro está, pero también de valor y persistencia.
¿Es insensatez pura o coraje sin límites ese abrir caminos como la selva del Darién a través del mundo, llevar por él a niños, ancianos, personas con discapacidad y mujeres embarazadas? Solo sabemos que cientos de miles de personas han circulado por esa ruta, que podríamos llamar suicida, y que nadie llega a esos extremos sin una razón.
#Darien de Tatiana Rojas Ponce puede ser visto como un registro de cómo lo extraordinario se hace cotidiano y de cómo lo otrora absurdo acabó por volverse racional: a pesar de los cambios en políticas migratorias, que disminuyen los estímulos a correr el riesgo, ha ocurrido una suerte de institucionalización de facto de la ruta que mantiene intacto el poder de su cadena de Márkov: según las autoridades panameñas más de 258 mil personas, incluidos más de 158 mil venezolanos, han cruzado en lo que va de año.
#Darien no dice nada directamente sobre las razones de la catástrofe o sobre la diáspora, pues su propósito es literalmente documentar el testimonio y las razones de dos mujeres, Emily y Paola, que completaron la travesía. Pero las razones del horror y su denuncia están allí implícitas y terribles: al régimen que forzó el éxodo de sus ciudadanos, a la Guardia Nacional panameña pasiva o activamente coludida con bandas de asaltantes y violadores, incluso a las autoridades de Estados Unidos que reciben a los inmigrantes como criminales hasta cuando están dispuestos a acogerlos.
Esa denuncia implícita cuya forma se deja ver en los testimonios nos hace, una vez más, preguntarnos por los responsables de los dolores y horrores sin cuento.
En las cadenas de eventos, esas responsabilidades (y culpabilidades) se distribuyen de una manera no lineal que todavía no terminamos de establecer: entre el régimen que causó el colapso del país, los criminales que acechan en la selva, los gobiernos que no garantizan los derechos fundamentales en su territorio, la “alambrada” de visados, la política de externalización de las fronteras y los mismos que deciden lanzarse a la aventura, ¿quién habría de responder por los horrores?
El Norte no es quimera, es realidad
“Venezuelan in New York” no fue la primera canción popular sobre las penurias de un venezolano en la Gran Manzana. En 1928 “El norte es una quimera”, un merengue de Luis Fragachán, fue un éxito en la Caracas antañona:
Todo el que va a Nueva York
Se vuelve tan embustero
Que si allá lavaba platos
Dice aquí que era platero
El norte es una quimera
¡Que atrocidad!
Y dicen que allá se vive
Como un Pachá.
La canción era una burla de Fragachán a Lorenzo Herrera, un joven músico que se había ido de aventurero a Manhattan y, eventualmente, apareció en la secuencia final de la película Joropo, de Héctor Cabrera Sifontes, bailando ese ritmo en el Waldorf-Astoria.
Era una canción provinciana y tonta, que se quejaba del inglés y los ascensores, propia de un país todavía rural donde para quien no era perseguido político, el emigrar no digamos a Nueva York, sino a cualquier otro país, era más aventura –o insensatez– que necesidad.
Durante mucho tiempo, “El Norte es una quimera” fue la consigna de cierta izquierda costumbrista que se empeñó en ver la emigración –o la huida– hacia países del primer mundo como una forma de alienación. Resonando un poco con él “yo me quedo” de Pablo Milanés (antes de irse y volverse un crítico feroz de la nomenclatura cubana) en una crítica a aquellos que cruzan los mares buscando espejismos que solo existirían en la pantalla del televisor.
Pero nadie cruza el Mediterráneo, el Darién o el Río Grande buscando un espejismo. Nada es más pragmático que las decisiones de un emigrante. En realidad, para los emigrantes del sur global que asedian las grandes urbes europeas y norteamericanas, la “fantasía” consiste en algunas de las cosas más básicas que puede demandar un ser humano como un salario que permita pagar el alquiler y algo de ahorro en el banco. A veces la simple sobrevivencia.
“El Norte es una loquera”[2], el cover de “El Norte es una quimera”, que cierra el corto #Darien, parece oponerse deliberadamente al original (“De Nueva York yo no me voy: aquí si hay chamba y a veces hay amor”) señalando el contraste entre la imagen glamorosa de la ciudad con las realidades crudas que se encuentran los que la habitan, la diferencia entre ver el Norte como quimera o como “loquera” está en la capacidad de apreciar la maravilla, lo absurdo y lo insólito de la ciudad (el olor a marihuana en las calles, por ejemplo). No se trata de la realidad más allá de las imágenes sino de la imagen más allá de lo imaginario.
Es un hecho que las ciudades también son imágenes. Habitar una ciudad es también habitar una imagen y, en ciudades icónicas como Tokio, Río, París, La Habana o Nueva York habitarlas es recorrer lo insólito y lo prodigioso en medio de la procacidad de la vida cotidiana.
Uno de los momentos maravillosos del documental de Rojas Ponce es cuando Paola, una de las protagonistas, describe sus despertares de ensueño: cuando se levanta en una Nueva York que le parece increíble, irreal, (o cree despertar a la selva que permanece como una especie de pesadilla) solo para hacer cosas cotidianas como trabajar o salir a comprar en pijama. Hablando sobre las patrullas de la policía de Nueva York avanzando en fila por las calles comenta: “todo es como de película”, advirtiendo que ahora habita una imagen que había estado contemplando toda la vida.
El horror y el desastre acaban por ser el contexto o el trasfondo porque lo que el documental recoge son relatos de victoria, de personas que lograron lo improbable: habitar lo que para otros es un sueño o una imagen, aun cuando su futuro sea, todavía, incierto. Y aun así no dejan de preguntarse: ¿valió la pena?
Notas:
[1]Frase emblemática viralizada en Venezuela a partir de un testimonio de Caracas ciudad de despedidas (2011) de Ivanna Chávez Idrogo y Javier Pita.
[2] Adaptada e interpretada por Luky Grande y Salomón Lerner, con la nueva letra que Rojas Ponce escribió basándose en los testimonios de las protagonistas.