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‘Meteora’: encendidos amores monásticos

El cineasta griego Spiros Stathoulopoulos desarrolla en 'Meteora' (2012) un filme sobre el cuerpo, el deseo y lo sagrado, que enfoca el amor como si se tratara, de antemano, de algo devenido un mito.

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Para Monseñor Timotheos, obispo ortodoxo

El cine griego (de Costa-Gavras y Theo Angelopoulos a Yorgos Lanthimos, por ejemplo) no es ajeno a esa polirritmia cosmopolita que, entre directores, actores, escenarios y productores, obra la magia de hacer de una obra algo que “trasciende” las identidades culturales, pongamos por caso. Básicamente, lo que más peso tiene es la articulación visual del relato con sus personajes. Una buena historia más individualidades capaces de adherirse a la sinusoide irregular de la conciencia emotiva de los espectadores.

¿“Lo griego” es, acaso, demasiado griego (me refiero a eso que tiende a identificarse, sin serlo del todo, con el color local, y a ciertos procesos identitarios endémicos)? Supongo que esa es una buena pregunta. Porque “lo griego” sobrevive más allá de sus propias virtudes, que, al cabo, se universalizan. En definitiva fueron ellos, los griegos, quienes inventaron la política, la separación de poderes, la democracia y muchas otras cosas. Por ejemplo, la catarsis, como purga moral/sentimental, visibilizó una forma moderna de la antesala del equilibrio sensitivo. Y eso se lo debemos, en buena medida, a la tragedia ática.

Está claro que no es lo mismo hacer cine atándose (con conciencia de ello o no) a determinada identidad cultural, que hacer cine y ya. Lo primero, creo, es un esquema supersticioso. Lo segundo da libre curso a lo espontáneo de la libertad creativa.

(Aunque hay libertades espontáneas y libertades electivas.)

El cineasta griego Spiros Stathoulopoulos se atrevió a desarrollar, en Meteora (2012), una fábula impregnada de símbolos cristianos novo-testamentarios desde la perspectiva de las liturgias ortodoxas. La película posee la lentitud propia de la mirada que, atónita, no puede escapar de un paisaje dominado, en este caso, por los grandes monasterios de Meteora (fundados en el siglo XIV y habitados desde entonces), construcciones bizantinas que se elevan por sobre las enormes rocas de la llanura de Tesalia, al norte de Grecia.

La mirada de Meteora es la prueba “deseable” del esplendor de Dios, de acuerdo con lo que el director nos induce a pensar (de vez en vez entramos en contacto con la gnosis de los salmos), y deviene, además, una de las formas que asume el recogimiento ante la naturaleza. La cámara de Stathoulopoulos se mueve con mucha lentitud (cuando se mueve). Por lo general, todo está dramáticamente enfatizado dentro de un encuadre que existe gracias a la curiosidad en tanto virtud de la contemplación, en una trama protagonizada por la monja Urania y el monje Theodoros.

Un religioso, una religiosa. Dos cuerpos.

Es común hallar consenso relativo frente al hecho de que la iglesia cristiana occidental subraya el martirio (de Jesús, de sus seguidores y del hombre en general) y la fe como actos de retribución próximos al ensombrecimiento, mientras que la iglesia cristiana oriental es, en esencia, celebratoria del lado luminoso del dolor, es decir, de lo que el sacrificio y la testificación del martirio dejan ver como tesoro para el espíritu y el levantamiento del alma. Sin embargo, Stathoulopoulos resuelve contar una historia sobre la alianza del credo de Dios con el agasajo de lo vital, a pesar del recogimiento, la clausura (mudable, aunque cierta) y la inmersión en las voces del Nuevo Testamento.

Dicho con simplicidad e inexactitud: la iglesia romana es la del castigo, mientras que la ortodoxa perdona.

Urania y Theodoros se ven pocas veces en el mundo exterior. La celda de Urania tiene un toque femenino que no le impide el cultivo de la sobriedad. La de Theodoros es basta y está casi desnuda, excepción hecha de un parco iconostasio. La vida es allí regular. La alabanza de Dios se produce, sin variaciones, tras los toques del talantón. Entonces Theodoros sale al alba y contempla el nacimiento del sol y advierte que Dios pone a prueba al ser humano todos los días.

Meteora es un filme sobre el cuerpo, el deseo y lo sagrado, y enfoca el amor como si se tratara, de antemano, de algo devenido un mito o que solo florece en la gestualidad mítica de aquello que, al ser excepcional, resulta legible o cantábile como leyenda. El relieve mítico de la fábula de Urania y Theodoros se hace visible en los momentos en que Stathoulopoulos usa la animación. Solo así puede tomar distancia. Y con la animación, que adopta formas semejantes a las de la iconografía bizantina (es, de hecho, una revisión muy moderna del estilo de la iconografía bizantina), la relación de Urania y Theodoros se manifiesta en dos dimensiones: la real, en la historia inmediata, y la quimérica, en la historia que fue o pudo ser, intervenida por las voces de quienes fueron sus testigos y las de quienes la entendieron como una extraña parábola (de lo que está consagrado y se aleja, pues, del paganismo) acerca del amor dentro de la prédica de Jesucristo.

¿La prédica del amor en Jesús excluye el sexo? Claro que no. Sexo y disfrute absoluto del sexo. O el sexo como absoluto del goce, más la vindicación de la vida en su Creador.

O eso suponemos.

Las severas restricciones del habla durante la vida monástica se duplican en Meteora cuando los personajes entablan ese vínculo magnético, próximo al desencadenamiento de las metáforas, y, aun así, deciden no hablar. Es decir: deciden volverse refractarios a un habla sentimental. El habla es el placer fácil y la ruina de lo inmaculado, que tiende a no admitir predicaciones de ningún tipo. La ausencia casi total de verbalización es, en Meteora, la prueba de que todo está allí más allá de las palabras y más acá del sistema del lenguaje. Nunca en el centro. Nunca en medio de la lengua. (La autenticidad del cine, diríase).

Para lograrlo y sostener un equilibrio estético notable, Stathoulopoulos dosifica la animación y la carga de elementos simbólicos. El más notorio es el del laberinto. Theodoros recibe de Urania una bola de cordel, y, como un Teseo, penetra en un laberinto que vendría a ser una especie de examen de conciencia. Al orientarse en él, el cordel se agota y la luz se apaga, y es entonces cuando Theodoros llega al centro y allí está Jesucristo crucificado. Pero, aunque se encuentra en la cruz, son cuerdas las que lo sujetan. Theodoros toma unos clavos y consigue completar el mito de la sangre. Y la sangre brota de las manos perforadas y lo hace de modo tan abundante que el laberinto se inunda y también todo el espacio exterior, incluida la hoya donde prospera el mundo infernal.

La sangre de Cristo tiene mucho poder. Puede redimir. Y puede, además, “completar” la sabiduría interior del cuerpo y del yo.

Esta pequeña historia del laberinto, más otras donde los amantes se enfrentan a las cosas esenciales (los detalles de una vida rural donde solo existen las referencias sobre la felicidad posible: el cultivo de la tierra, el trabajo con los animales, el amor a la familia, la oración, el respeto a Dios), aparejan un universo sin contradicciones. Theodoros invita a Urania a un almuerzo campestre, bajo un árbol. Él mismo prepara el cordero en el horno y lo hace de modo simple, con hierbas y algunas papas, y todo parece un ofrecimiento donde ni siquiera hay esos pormenores que se refieren a la pulcritud de lo civilizado. Y es allí, en medio de esa comida limítrofe que prescinde de cubiertos y servilletas (tan solo el cordero y una garrafa de vino), donde el cuerpo se revela como una estancia imposible de evitar. Y Theodoros besa y acaricia y abraza a Urania. Ella queda tan erotizada que no podrá sino masturbarse cuando, semidesnuda, se refugie en la intimidad de su celda y recuerde.

Al amanecer, un día cualquiera, Theodoros observa el horizonte nublado y le pregunta a Dios: “¿Te gusta la forma en que amamos?” Está anhelando que Dios lo acepte. Se trata de una súplica indirecta, una suerte de preámbulo digresivo, porque más tarde Urania y él se verán en el interior de una caverna adonde llegan algunos rayos de sol, los mismos que ellos han estado usando (el resplandor de los reflejos en iconos de plata o en espejos) para enviarse mensajes de un monasterio a otro, desde sus respectivas ventanas.

Al concertar un símbolo de lo que allí hacen (tienen sexo, desnudos, de pie, apoyados en una roca), los amantes en Dios necesitan el espacio de la profundidad acariciada por la luz: la caverna iluminada. No se marchan al campo, no se esconden entre arbustos. Allí el cuerpo es ya una ofrenda, y tiene un valor doble: es una estancia para guardar lo sagrado, y es un instrumento para restablecer su comunión.

¿Es aceptable, entonces, esa máxima de François de La Rochefoucauld que dice que el amor es al espíritu de quien ama, lo que el espíritu es al cuerpo que anima?

Al parecer se nos dice que el lenguaje del cosmos, que es el de Dios, se codifica en el lenguaje de la naturaleza (incluido allí el ser humano). Hay que escuchar al viento, interpretar los contornos de las nubes, leer la quietud y el fluir de las aguas, oír la crepitación del fuego, descifrar las formas de las rocas.

Cuando, frente a una divinidad inmarcesible cuyo logos atraviesa la vida y es una forma de vida (contemplación, oración, fe), alguien decide alcanzar el punto en que el sexo es tan real como ficticio, tan ideal como tangible, lo elegible de las opciones allí (sean las que sean) desaparece. Ya no hay necesidad de elegir. Esta idea, tan bella como terrible, es acaso una de las que la película promueve.

Al inicio de Meteora vemos un tríptico bizantino en el mismo estilo de las demás animaciones. En la tabla central hay una imagen de los monasterios, y, en el medio, un montículo donde crece un árbol. A la derecha, en otra tabla, el rostro de Theodoros. A la izquierda, el rostro de Urania. Es un tríptico anunciador del mito que la película desbrozará en lo inmediato de la historia. Pero, tras el desenlace, justo antes de los créditos finales, la reaparición del tríptico es bien diferente. En el montículo de la tabla central ya no hay un árbol, sino dos. Y las tablas donde estaban los rostros ahora son solo dos espacios vacíos.

La metáfora podría ser allí la de la integración, el arraigo terrestre y la metamorfosis que ocurre en las postrimerías. Pero algo nos fuerza a pensar, también, en un hecho que Meteora traza con maestría prudente, con cautela, con circunspección: renunciar a algo es un acto que solo tiene sentido si se ejecuta con posterioridad al acto de poseer ese algo, luego de su conocimiento real, aun cuando, en tales condiciones, renunciar implique, en cierta medida, la desvalorización de la inocencia.

ALBERTO GARRANDÉS
ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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