des teufel bad, el baño del diablo, cine de terror
Fotograma de 'Des Teufels Bad', Veronika Franz y Severin Fiala dirs., 2024

Para Soleida Ríos, Legna Rodríguez Iglesias y Enzzo Hernández

Al inicio de Des Teufels Bad (The Devil’s Bath, El baño del diablo), la reciente película de Veronika Franz y Severin Fiala, vemos a una mujer de edad indeterminada que roba un niño muy pequeño y lo mima y camina con él en brazos, y hasta le pone un rosario en el cuello. Llega al borde de una alta cascada y arroja al niño. Después, entre la niebla del amanecer, atraviesa el bosque y llega a un monasterio y toca la puerta. “He cometido un crimen”, dice. Y la hacen pasar. Días después la juzgan y la ejecutan. Su cabeza se pudre en una jaula de metal, como se hacía con los criminales más despreciables en los antiguos castigos.

La secuencia que acabo de describir es una especie de proemio, de vestíbulo. El sitio de la ejecución es un catafalco de piedra cercado triangularmente por tres columnas.

Esta es una película casi sin habla, o con el habla justa. Lo bastante refractaria a las palabras como para que un espectador avisado sospeche que algo fuerte, muy importante y definitivo sucede en el interior de los personajes. Pero no porque los directores sigan, por una convicción estética antepuesta, el ideario de un cine apenas fonocéntrico, sino porque, además, es una obra que se sumerge en una época donde las interrogaciones sobre Dios, la Naturaleza y el mundo de los individuos hacen de la vida una costumbre signada por el mutismo (de lo apenas comprensible a lo inefable) y por la aceptación de prácticas encadenadas e inmóviles: rezar, cortar la leña, hacer el fuego, ordeñar las cabras, desayunar, volver a rezar, ir al lago a pescar, ordenar la vivienda, cocinar, comer, rezar otra vez, tener sexo, retomar los rezos, dormir.

Estamos en una zona rural y muy pobre de Austria a mediados del siglo XVIII, y la joven Agnes (Anja Plaschg, quien también ha compuesto la sugestiva banda sonora de la película) se va a casar con Wolf. Ella misma teje su rústica corona de novia, con flores silvestres, tallos y pequeñas bayas. Es una mujer diferente. Se fija en la suavidad del sol que atraviesa la bruma, en la coloración de las flores, o en una araña zancuda que camina por su mano. Y envuelve en un trozo de tela un extraño conjunto: pétalos, piedrecillas, una libélula, diversas alas de mariposas, un escarabajo, una abeja. Cubre todo esto con algo que parece un trozo de corteza de árbol, o la piel seca de un pez.

(Una banda sonora “cómplice”, absorta, casi extrasensorial, casi abstracta, que se origina en la alianza de la música electrónica con el sonido de violines alternativos, un piano atmosférico, unas voces espectrales).

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Cuando se ejerce físicamente, la enumeración interior puede dar fe de cierta estructura mágica de la existencia, o puede ser una confirmación de que todo es tan real como el tejido que conforman los objetos ritualísticos cuando se reúnen y dialogan entre sí. Entonces no hay motivo para hablar, sino más bien para escuchar y meditar. En cualquier caso, toda habla se manifestaría, pues, hacia adentro, en la interpelación de un paisaje que se funde con el alma y con el espíritu. Todo esto posee una fuerza extraordinaria, mas no por ello Dios ha dejado de imponer su presencia (la más real de todas) atemorizadora e irreprochable.

Entre Dios y la configuración del espíritu hay una tirantez llena de anomalías.

Agnes se va a casar, sí, y habrá fiesta. Pero esto no significa que ella deje de ser Agnes o el lirismo que se refrena. Agnes o el impudor de la tristeza. Agnes o la ensoñación desconcertada. Es una campesina distinta, por así decir.

Por la noche, en la fiesta que sigue a la boda, Agnes está sola. Su marido se abraza (¿tal vez demasiado?) con su amigo Lenz. Ella deambula sin saber qué hacer. Su familia se despide tras bendecirla y su hermano le hace un regalo: un pequeño falo envuelto por un paño. “Porque pronto estarás embarazada”, dice él y ella sonríe, feliz. Notablemente ebrios, Wolf y Lenz beben cerveza. Wolf dice: “Lenz, ¡eres tan guapo!” Y Lenz responde: “¡Tú también me gustas!”

Hay una escena que se repite de diversas maneras: Agnes se recoge el ropón de dormir, alzándolo, y se pone de espaldas a Wolf, le muestra su cintura, sus nalgas, su pubis floreciente (donde el vello, montaraz y discreto, contrasta con una piel muy blanca) y aguarda. Pero Wolf sólo atina a masturbarse y caer dormido. Durante la masturbación, que es frenética, él voltea el rostro de Agnes. Le impide mirar. No quiere que ella lo vea. En la boda, la madre de Wolf ha atado el cabello de Agnes bajo un pañuelo y la viste como a un personaje de esa domesticidad a la cual debe someterse sin el menor reparo. Después le pone en los brazos un muñeco. Es el simulacro del bebé (una suerte de tótem para la invocación y el anuncio) que no tendrá jamás.

Desánimo, languidez, agobio, melancolía. Estos sentimientos van naciendo y acentuándose. Agnes quisiera tener un hijo, pero no puede. Si Wolf sigue tratándola como la trata, no podrá. Ella es, en definitiva, una mujer extraña que oye cantar a los árboles y que intuye el simbolismo de los peces y que percibe, sin entenderlo del todo, el significado de las mariposas que acarician su rostro.

Esta película trata del lento y doloroso aprendizaje de la angustia que la soledad produce. Una soledad que, en el escenario del temor a Dios, sirve de preludio una hiperestesia donde las imágenes se agolpan.

Agnes se rebela, quiere regresar a la casa de su madre y su hermano. Pero ellos se lo impiden. Pasa días enteros en cama, sin hablar. Wolf la envía al barbero, que sabe cómo filtrar la melancolía, esa mítica sustancia negra que nubla la mente e infecta el cuerpo. Y un día encuentra a un bebé llorando en el bosque y se lo apropia y le dice a Wolf, extasiada, que es un regalo de Dios. Más tarde, cuando ya ha devuelto al niño, ingiere veneno para ratas. El delirio se apodera de ella y, con otro bebé en brazos (de cera: ha roto la urna de la iglesia y se ha robado el Jesús niño), imagina que al fin es madre. Y canta.

Todo esto no es sino la obertura de algo terrible: dado que suicidarse la indispondría con Dios, Agnes cometerá un crimen (asesina a un muchacho local) y obtendrá, arrepentida, el perdón. Podrá morir, aunque sea ejecutada públicamente gracias a la justicia de los hombres.

El asunto es de índole teológica y se ha metamorfoseado a lo largo de los siglos. ¿La salvación del alma del suicida se deja en manos de Dios? El suicida es un hereje que no confía en Dios ni en la fuerza que este le dará para soportar los sufrimientos. El suicida atenta contra el bien más preciado de Dios, la vida, y se entiende que usurpa el poder de Dios al hacerlo.

Lenz, amigo predilecto de Wolf, se ahorca. No se sabe la causa, aunque uno alcanza a sospecharla. Su madre quiere enterrarlo, pero Wolf y otros lo descuelgan y se lo llevan. No puede ser enterrado porque ha cometido el mayor crimen de todos: rechazar el don de Dios y repudiar el regalo del alma.

Entre paréntesis: se tiene por verosímil que la mayor parte de los estudios medievales (y posmedievales) de medicina son tan especialmente derivativos (en la ilimitada y casi lírica ponderación del binomio causa-efecto, por ejemplo) que acaban por convertirse en literatura de ficción, o en literatura a secas. Así sucede con la inasible y “tornasolada” melancolía. La edición de Anatomy of Melancholy, de Robert Burton, que solía yo consultar en la biblioteca del Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana, no es sino un compendio, bastante abreviado, del original, que tiene más de 1000 páginas. He buscado por estos días esta obra maravillosa y me he adentrado en ella. Es un libro casi imposible, un teratoma de la reflexión médico-filosófica que se lee con la precaria fe que hoy se agencia la posverdad, como si dijéramos.

Allí Burton se refiere, como en un insólito juego, al “verdadero” autor de su multitudinario libro (lleno de citas, préstamos, recetas, fórmulas, derivaciones y alusiones a textos que hoy forman una corriente de otro mundo, una vigorosa sabiduría alternativa). Se dirige al lector, a un tipo especial de lector, al lector “atrapado” pero incrédulo. Le dice que si el libro le gusta y aprende algo de él y le resulta útil, que suponga que no lo escribió él, Robert Burton, sino el Hombre de la Luna.

No es una boutade gratuita y ha sido escrita en 1621.

La melancolía se manifiesta todo el tiempo como una carcoma, pero es, acaso, un mal lunar, el resultado de una visita lunar, un intercambio lunar. Agnes y la Luna. Y no tanto el Hombre de la Luna, presto a invadir su aislamiento y aliviarlo, sino la Madre Luna: el advenimiento del azote de las intuiciones y los ritos de fertilidad allí donde el lenguaje desaparece y la mujer (su constitución mítica) se entroniza.

En Des Teufels Bad el paisaje rural es una valiosa instancia de significación. En términos de artisticidad, incluido el extraordinario trabajo fotográfico, la película bebe de algunos de los pintores que, en tanto referentes visuales, se educaron en la Academia de Bellas Artes de Viena. El más adecuado tal vez sea Franz Anton Maulbertsch, que pinta escenas campestres (por ejemplo, una especie de fiesta popular donde hay bailes y música mientras un cirujano-barbero extrae una muela) y momentos más íntimos de la vida cotidiana. Advierto sobre esto porque Des Teufels Bad es una obra cuya exploración de la sensibilidad (la más popular y la del sujeto) conecta muy bien con el oclusivo dramatismo del paisaje.

Habría que pensar, sobre todo, en la representación de ese paisaje austríaco. En ciertos encuadres hay buena dosis de tenebrismo y un efecto estético de inmovilidad, de “no colaboración” (no congruencia) del mundo exterior con la psiquis. El paisajismo pictórico del siglo XVIII no fue especialmente creativo, pues en lo esencial se inspiró en lo hecho por diversas escuelas europeas del siglo precedente.

Lo que anhelo decir es que, si bien unas veces hay una enérgica articulación de la mente (porosa y, en apariencia, tranquila) de la protagonista con el paisaje, otras veces esa misma mente, rumbo a la desarticulación y la desesperanza, choca contra la “pasividad” del entorno rural, como si débilmente le exigiera a la naturaleza el establecimiento de un compromiso con su tragedia, o la dádiva de un signo de aquiescencia, o al menos un indicio de que podría hallar, en ella, una compañía, no un mero escenario que no por hermoso deja de ser impasible y frío.

La mayor parte de las escenas que transcurren en interiores parecen, en consecuencia, cuadros tenebristas. El cuidado de la iluminación y el tránsito de las sombras a las luces son especialmente precisos, y más si se tiene en cuenta que en ningún momento lo sombrío se enemista con la nitidez. Me refiero a una fotografía impecable, que se articula de manera exquisita con el dramatismo silencioso de lo que va sucediéndole a Agnes.

Hay películas que alcanzan esa extraña condición de relatos cinematográficos cerrados, inapelables, suficientes en sí mismos, y que elaboran una suerte de filigrana sobre la existencia de un personaje raro, que trasciende su época, o que desafía a los guardianes de ciertas fronteras. Vale decirlo de otra manera: hay películas que alcanzan a aparejar una personalidad desvaída, refractaria al habla del mundo (a las voces del mundo, excepto a la presunta voz de Dios, justo esa que brota de la iglesia católica, que más trapacera y criminal no puede ser), no así a la voz sin palabras de la Naturaleza.

Y hay fronteras intemporales, en especial para una mujer. Que un hombre tenga alucinaciones y episodios de tristeza es algo pasajero y que se resuelve con varios vasos de vino, o con sexo, o con otras diversiones. Que una mujer alucine es peligroso. Habría que ponerla en manos del cura del pueblo, a ver si los demonios no la han poseído.

A ver si, con suerte, no es considerada una bruja.

Enfermarse de la mente, lo mismo ahora que en la Austria rural de hace 300 años, es una maldición. Pero esa “enfermedad” esconde lo que sí es real: una áspera y constante infelicidad. Des Teufels Bad deviene, así, el documento de una indignación. Agnes no encuentra otra salida que la de evitar el suicidio cometiendo un crimen atroz, tristísimo, pidiendo perdón por él, por el niño que muere, para ganar al cabo una muerte “justa”: la decapitación frente a todos.

Este espectáculo, que Veronika Franz y Severin Fiala componen y filman con perturbadora prolijidad, se convierte en la fiesta donde se celebra la victoria del Bien sobre el Mal. A Agnes se le corta el cabello, para dejar su nuca bien expuesta y, amarrada a una armazón de madera, es envuelta en la piel de una res recién sacrificada. Ha adquirido la condición de animal. Un caballo tira del extravagante y tétrico conjunto. La joven ya no es un ser humano. Cuando la espada del verdugo cae, la diversión y la alegría empiezan. Hay música y baile. Y la sangre de Agnes es repartida entre todos.

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ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

2 comentarios

  1. Tremenda tu narrativa que hace al lector ver esas imágenes y comprender el relato cinematográfico con interés. Hay poesía en tu escritura, magia en tus expresiones. Es como tener el cuadro entero frente a los ojos. Quiero ver esa película.

  2. Muchas gracias por tus palabras. Esa película llegó a mis manos gracias, por increíble que parezca, al paquete semanal. El caso es que la compró SHUDDER para su distribución como película de terror. ¿Te imaginas?

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