Es reservada en la cama de su aliento
mientras su cuerpo se alza y vuela.
Anne Sexton
La película de ficción Sola no (2023), de la cineasta y guionista cubano-española Doriam Alonso (¿Y si pierdo la razón?, Patria huérfana, F), marcó un nuevo hito en su recorrido por festivales internacionales tras obtener el premio BUSHO de Plata en la categoría de Mejor cortometraje del 20 Festival Internacional de Cortos de Budapest, Budapest Shorts, de Hungría, recientemente celebrado en la capital europea.
En breve continuará camino hacia el Torino Underground Cinefest (TUC), cuya oncena edición transcurrirá del 26 de septiembre próximo al 5 de octubre en Turín, Italia, e incluyó a la cinta en su competencia oficial de cortometrajes. Pocos días después de probar suerte en este certamen, Sola no se exhibirá como parte de la muestra de cine Mujeres en Escena, a celebrarse del 15 de octubre al 3 de noviembre en Málaga, organizado de conjunto por el ayuntamiento de la ciudad española y el prestigioso festival de cine que allí tiene su sede.
La película inauguró su palmarés hace un año, cuando en septiembre de 2023 mereciera la Mención Honoraria de la competencia iberoamericana de ficción del 18 Festival Internacional de Cortometrajes de México, Shorts MX.
Tras este espaldarazo legitimador, esta obra integró durante la primera mitad de este año las selecciones oficiales de las correspondientes ediciones del Festival Cinélatino Recontres, de Toulouse, Francia; del Festival Internacional de Cortometrajes de Moscú, Short Shot, en Rusia; del Festival de Cine Latino y de las Artes de Filadelfia, PHLAFF, en Estados Unidos; y del Human Fest, Festival Internacional de los Derechos Humanos de Valencia, España –ciudad donde reside Doriam Alonso y de cuyas locaciones se sirvió para filmar esta obra, con especial destaque para los paisajes sin tiempo de la oriental provincia de Castellón.
La directora contó además con la colaboración de los sonidistas cubanos Marisol Cao (Amarras Estudio), formada en la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños (EICTV), al igual que Alonso, y Jerónimo Labrada, veterano profesional y actual director académico de esta institución, y la mentoría del realizador Fernando Pérez en los procesos de escritura de guion y el montaje; para así llevar a feliz término la urdimbre de este suave relato de hastío y fuga, de libertad y renuncia, de autorreconocimiento y rebelión, que se cimenta en el epistolario silencioso, invisible e intenso sostenido entre la anciana protagonista (Benedicta Sánchez) y su nieto, el niño Antonio (Carlos Navarro).
Alonso se concentra en exponer la sutil red empática que transcurre a través de los estratos sígnicos más profundos de la historia, allende los sucesos que transcurren en pantalla: la escapada rebelde de la abuela, la consecuente persecución de su hija (Cristina Fernández Pintado) y su yerno (Ángels Fígols), empeñados en reinsertar en su gleba familiar a quien ha decidido desarraigarse como último gesto de autonomía volitiva.
El inicio de la vida y sus postrimerías parecen ser misterios más grandes que la existencia misma, que en la película es prácticamente relegada al fuera de campo por la fotografía de Miguel Llorens. La representación de los adultos, alarmados por las conductas “inauditas” de su mayor y su menor, los revela como seres efímeros, apenas breves perturbaciones del impetuoso sosiego en que existen Antonio y su abuela.
La incompatibilidad de los ritmos de los dos pares de personajes simbolizaría fílmicamente la discordancia irresoluta entre las generaciones en conflicto, pues los adultos parecen enfermos de una prisa que imposibilita encuadrarlos en primeros planos reflexivos que, contrastantemente, definen a la anciana y el niño en pantalla. Paroxismo de los padres versus estado meditativo y trascendental en que parecen inmersos la ascendiente y el descendiente.
Tal es la relación de tensiones que parece propulsar la película de Doriam Alonso, consiguiéndose un equilibrio frágil pero certero, así como una nítida complejidad que la convierte en un iceberg filosófico. Es una historia de esferas en colisión, cuyo implosivo conflicto modifica con sigilo el mundo circundante. También puede leerse como un relato (¿fábula?) sobre colonialismos y poderes. La vida va de hegemonías y rebeliones.
Los primeros y últimos años de los individuos parecen reservar el mayor monto de misterio y maravilla, de sabiduría y sensibilidad, por la libertad que experimentan respecto al “deber ser” de la sociedad regida por una adultez que ha secuestrado para sí las nociones de plenitud, lozanía, prevalencia. La niñez y la vejez se ven relegadas a etapas secundarias, a remanentes existenciales que apenas se soportan como una fastidiosa obligatoriedad, cuando en verdad resultan los extremos más decisivos del uróboros vital: cabeza y cola serpentinas que se engarzan en definitorio (doloroso, lúcido) nexo.
Pasado y futuro se funden en la mordida del monstruo alquímico. Se diluyen en un espacio eterno en el que Antonio y su abuela comulgan, confluyen, dialogan. Las distancias etarias resultan fútiles. Sus espíritus concomitan en espacios ásperos pero libres, como se aprecia en la ruralidad valenciana donde la anciana se sumerge para poder ser ella en su plenitud. Bien a resguardo de quienes pretenden reconfigurarla a una imagen y semejanza ajenas a ella.
El paisaje de opacidad onírica reina en los grandes planos generales que (se) regala la película –legatarios confesos de las praderas y eriales filmadas por Víctor Erice (El espíritu de la colmena, 1973) y Andréi Tarkovski (El espejo, 1975)–, convirtiéndose en un tercer y definitorio vértice expresivo, gracias a los aciertos fotográficos de que hace gala la película.
Los primeros planos subrayan la axialidad de Antonio y su abuela, pero también enfatizan lo opresivo y asfixiante del entorno en que son obligados a existir. Así, los habitáculos urbanos están concebidos como espacios ajenos, impersonales, cuya desnudez recuerda la blancura descarnada de las películas de Carl Theodor Dreyer. Los planos expansivos que irrumpen cuando la anciana se escabulle, resuenan a libertad y realización, a pesar de la aridez, la soledad y la casi fantasmagórica neblina que los amortaja. Su holgura contrasta con la estrechez de los referidos primeros planos. A la vez, su estático sosiego se contrapone a la celeridad histérica, casi en abierto tono de farsa, en que andan los padres, llenos de sonido y furia.
Siguiendo la lógica circular y perpetua del uróboros, la infancia y la ancianidad son puntos críticos, que dialogan en lenguajes olvidados temporalmente por los seres humanos durante sus otras edades. El apogeo de los sentidos y las fuerzas físicas parecen obliterar percepciones otras, que compensan las desventajas corporales de niños y viejos, la virginidad de sus mentes, incondicionadas para unos, descondicionadas para los otros.
Liberados quedan ambos de los exoesqueletos culturales, morales, conductuales –llamados a veces contratos sociales, normas de convivencia, modelos de éxito, leyes escritas, convenios tácitos– que modulan las acciones e ideas de los seres humanos. Sus ideas vuelan hacia otros horizontes, comulgando en su absoluta libertad. La iluminación está al doblar de la esquina, hasta que la “madurez” la convierte en algo inescrutable, inasible, o en una simple fantasía. Parafraseando a Arhur C. Clarke: la fantasía es solo una arista de la realidad que aún no entendemos. Los infantes y los ancianos son pruebas de ello.
La fragilidad y levedad de las pieles infantiles y ancianas, no lo suficientemente curtidas, revelan la luminosidad del alma, sus posibilidades infinitas, antes de ser opacadas por la densificación celular. Son seres plenos en la desnudez que alcanzan sus esencias. En ellos persiste el olor a santidad y resuenan aún con fuerza perceptible los ecos del universo.
Antonio y su abuela no acatan el mundo tal cual es, o tal cual ha sido diseñado por la generación de la madre-hija y el padre-yerno. Sus rebeliones mudas hacen temblar la tierra a sus alrededores. Remueven axiomas y dogmas. Quiebran convenciones arbitrarias. Ponen en crisis el propio modelo de la vida.
El niño y la anciana son respectivamente la cima y la sima herméticas, que a la luz de la metafísica son lo mismo. Como es arriba es abajo. Como es la niñez, es la vejez. El eterno retorno, el eterno comienzo. Por eso la protagonista de la película no está sola, sino que, en su seguro y pausado peregrinar hacia sí misma, acompaña al solitario mundo en su desmelenada travesía y renace en los ojos abisales de Antonio.