¿qué se tiene en la almendra?
La nada.
[…]
almendra vacía, azul real.
Paul Celan
I
Susan Sontag va a París por un año sin libros entre las manos ni en los estantes del apartamento. Pensar cómo escribir sin leer se convierte en su obsesión durante ese plazo: sin referentes ni citas ni pensamientos de otros, nada a lo que asirse para intentar saber cómo y con qué hacerlo. Es el peor espacio al que pueda enfrentarse un escritor: su vacío, su nada, su almendra, su soledad.
No tengo aquí libros de Rubén Darío ni internet. Con el desierto en la memoria, pongo la máquina y veo avanzar elefantes que luego colocaré sobre una repisa, vaciándolos de trayecto y procedencia tanto como de su realidad. Sé que provienen de alguna parte inconclusa. Los veo avanzar hacia mí, lentos, difusos, sobre el reflejo de la arena entre el dorado y el polvo. Se han vuelto figuras irreales al acercarse demasiado.
Durante la madrugada, recuerdo fragmentos de un poema de Darío: “A Margarita de Bayle”. Nunca olvidé su nombre. Después, casi al despertar, tengo un color. Elegir un color es como elegir una vida. Supe entonces que había elegido el tisú. Pero, no supe hasta hoy –a mis tantos años– que tisú no era el color del mar que me gustaba desde la infancia, los lomos de los elefantes con mantas encima –de terciopelo bordado– y el color del deseo de unos ojos entre oleaje y cabalgata: la página, su lámina, el dolor.
Porque tisú es solo una fibra, un papel. Tampoco estoy segura de su procedencia exacta, pero si lo intento, apuesto por lo que formaron dentro de mí esos lomos, sus movimientos dentro de un poema donde Margarita va en busca de la estrella de plata, aunque luego tenga que devolverla al firmamento por mandato de su padre, el rey. Este es el lujo más caro que tengo sin saber cómo obtenerlo entre un recuerdo y la página donde se han vuelto otra cosa: “un gran manto de tisú” que envuelve la historia con una textura que arropa sin ser seda, o terciopelo, lo intercambiable en la mente.
Esperar siempre por un príncipe también se lo debo a él: “la princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?”. Como esas canciones cuyos estribillos se repiten una y otra vez, hasta el cansancio en nuestros oídos por toda la vida. Pues tengo, arbitrariamente en mi cabeza, pedazos sueltos de “Sonatina”, ese poema que desde que era una niña mi madre me leyó alguna vez, algún tiempo.
Paul Klee escribió un diario sobre el color que he leído muchas veces. Es un diario sobre el gris, entre el blanco y el negro; sobre el anaranjado, entre el rojo y el amarillo. Jorge Luis Borges habló sobre la raya amarilla del tigre que fue lo último que pudo ver. Claudio Magris escribe con tizas de colores, según confesó recientemente en la entrega de un premio. José Kozer insiste en el azul: “gris azul”, “azul claro”, “azul cielo”, llegando a un color diluido por el propio color.
Darío confiscó el azul y dejó desprendimientos, porque sin querer hacer un diario sobre el azul, lo hizo. Hoy tenemos un azul diferente: azul Darío podríamos decir: “no te he dicho que el azul no hay que tocar” –advierte el rey a su hija–. Una gradería de tonos se precipita corrompiéndolo y tal vez, por eso, hoy sé elegir un color dentro de muchos y elegir un color es tan difícil como elegir una vida.
Rubén Darío me dio el tisú que no era solo color, sino fibra, transparencia: hecho. Tampoco quiero buscar su definición, si se mueve entre un morado violeta fuerte y un Prusia, rebajado hasta el agua de la profundidad, podría cambiar. Pues, es solo el mío, ese manto delgado que atravieso.
Cuando levantamos con esfuerzo el presente –que no es culminación del pasado, sino una advertencia–, al revivir pinceladas de otros tiempos que por instantes nos dieron chispas con alguna certeza de que estamos aquí, en este juego, entrelazando acontecimientos, sabemos cuál es la deuda impagable por su claridad: así supe esta madrugada, al devenir el día, que le debo a Darío mi ilusión de ser ella, Margarita, la princesa en su templo de malaquitas, y el deseo de encontrar el amor por cada estrella vista desde un alero, una ventana. Porque las princesas: “cortan astros”, son así.
No creo que pueda importarle a alguien, pero es suficiente para que, en una madrugada tan lejana, me sienta acompañada, cuando esa niña haya recordado su poema preferido en la voz de la madre que la arrulla, y que intenta deletrear con huellas ajenas, dedos pálidos, caravanas de elefantes: otros misterios –aunque no haya desierto por ninguna parte, sino un asfalto pobre, recalentado, contra su deseo.
II
Cuando escribí el poema “Elegiste azul” para mi hija Elis, no sabía cuánto estaba involucrado Rubén Darío en él. Me estaba refiriendo a un azul que no tiene nunca un tono preciso, una edad ni un sitio, ni siquiera un color definido, sino a aquel azul impreciso que Darío me dio. Igual cuando hablé de las estrellas en otro. La imprecisión daba margen a la precisión, al resguardo del color: lo puro se había mezclado con la impureza, y el color tenía subterfugios más allá del color.
No quiero descifrar ahora si tisú es un borde de ese azul, un reflejo de los ojos de alguien que amé en diferentes rostros y épocas: una intensidad. Los ojos azules pelo negro de la novela de Duras que también marcan por su alto contraste ese deseo del que me apropio, mientras que, aquel cuarto donde escribe Susan Sontag, en París, es un estímulo que se confunde con los tonos de un mar al fondo que no se ve pero huele, y obtengo –a través del salitre compartido la sensación de cuán difícil es, desde los marcos de la madera azul de las ventanas de un barco, presentirlo.
Sin tener ahora el presente frente a mí más que en esta página nocturna, podría ver la sucesión de tonos que traspasan mi mente, hasta llegar a la elección de uno que está en un mar próximo alrededor de mi impaciencia por darle una definición con palabras. También es el mar de la separación que nos une, al que vuelvo, dándome la textura suficiente, al menos, la que necesito para que sea un regazo –de una madre, una hija–: esas princesas con las que siempre conviví, rodeándome –como al príncipe soñado desde un cuento que no hace milagros, pero que define una intención posterior a los acontecimientos, aunque tenga que elegir otra vida para hallarlo.
III
Un poema crea un trayecto sinuoso que de alguna manera seguí cuando lo perdí. Cuando en lugar de adelantarme y avanzar, retrocedía. Es la pérdida de un lazo que se zafa cuando más nos une: su definición en un color que nos ata y que aún atravieso. Un ritmo, una obsesión; unos trozos de realidad que sigo mezclando a unos trozos de sueños. Sin esa fantasía la vida sería aburrida, indiferente.
Las estrellas sobre el mar que he visto desde el desierto aquel sobre el techo no son las mismas ya. Fueron elaboradas para que las vea desde otra altura. Igual, la tristeza, ya no será la misma nunca. Es una tristeza extraviada y, a la vez, compartida desde un poema que ha llegado desde tan lejos a esa niña, a mí. Y se la debo a las sílabas y a la paciencia de mi madre. Volverme poco a poco una princesa fue su legado, darme una varita y un nombre: Margarita.
Y así, cuando la tristeza se apacigua totalmente, se convierte en bondad que viene con el cuento y nos protege como leche espumosa y caliente. Me siento protegida, a pesar del insomnio, por el texto de Darío, como nos protege un abrazo que es más que una referencia: un abrazo que ha durado tantos años y un abrigo color tisú –aunque nunca, seguramente, podría definirlo en un color–, y esa es la impotencia que compartimos los que creemos en convertir este acá en un allí que sea, además, un luego.
IV
No he leído más el poema de Darío y no quiero –y no podría, creo– volver sobre él tampoco. Se volvería una trampa, otra cosa, una impostura. La lectura de esos poemas sospecho que se convirtieron en “Elegiste azul”, el mío. Quedará la explicación quizás, en esos intentos de cantos o rezos vagos de mi madre tarareándolos a sus 95 años: un balbuceo donde ha puesto algo más intenso que su precisión, que su recuerdo, y que su dicción de ahora.
Lo que ya no es recuerdo al perderse completamente los bordes, procede de otra zona y configura algo que se ha convertido en promesa: la promesa del deseo de ella para que sea yo, donde su seguridad al dármelo con mi inseguridad al retenerlo nos fortifica y envuelve a ambas.
Si volviera a empezar sería de nuevo Margarita: aquella princesa esperando a su príncipe en un tiempo lejano. Es lo que he sido toda la vida: alguien que espera dentro de un poema. El grito de esa niña quebrándose en la voz de la madre, me hizo vieja a mí también, acompañada solo por un color protector e indefenso a la vez: una capa, una inocencia y su mentira.
Sería demasiado obvio decir que los colores tienen alma y nos protegen, pero a estas alturas es lo que siento: la obviedad de lo que trasciende es solo un cuento; una advertencia de la figura que hemos hecho en retrospectiva.
Nunca pude ver el color que estaba dentro de las olas cuando se agitaban, o cuando se calmaban frente al dolor. He visto solo aquel que no me fue indiferente, me atrajo y me dio una pertenencia en el mundo donde quería vivir como intermediaria entre su pasión, la perfección y mi extrañeza al encontrarlo. Aquella posesión desde entonces: la brecha para colocar palabras entre la textura desaparecida por la prisa de los demás. Porque, un color se va tragando al suyo, lo reivindica, y me ha dado un sueño. A él se lo agradezco.
Elegiste azul
para Elis
Azul es el color de la verdad, dice la niña.
Es un color antiguo –dice la madre que se aleja
al fondo del espejo donde pretende quedar resguardada
de la realidad.
Por mucho tiempo el techo fue azul pálido
engañándonos
con ser un cielo vulgar, un rascacielos,
una felicidad.
Darte un techo celeste no fue suficiente.
¡Estoy deshecha!
Cada color me ha prometido un recuerdo que se va.
Estaré el tiempo máximo sin verte
y desde ahora
¡sé que no podré soportarlo!
Es tu vida que se lleva por delante, la mía
sin recordar cuando fuimos una misma cosa tejida
apretujada
(como el anillo que ese pájaro da como símbolo,
porque hay bichos que aman el azul más que los humanos).
Por eso, te recordaré
en la piedra del dedo bajo el agua
(piedra lunar)
cuando mire
aqua-petróleo-turquesa
recostada sobre el muro
buscándote en otras muchachas azules.
¿Qué más te puedo pedir?
Una cinta del pelo que guardaré bajo la almohada
y se agrietará.
Azul es el color de la mentira, digo ahora,
cuando aprendí que los colores irradian despedidas.
El tejido se zafa nuevamente
contra la espuma
desatándote
y ¡no te vuelvo a encontrar!
Miami, 6 de septiembre 2024