En su libro-ensayo La expresión americana, José Lezama Lima destacó la primacía del barroco en las dinámicas culturales del Nuevo Mundo. Lezama anticipó así la fascinación por este fenómeno estético que luego mostrarían otros escritores cubanos como Alejo Carpentier, Virgilio Piñera, Severo Sarduy, Guillermo Cabrera Infante y Reinaldo Arenas. Si bien el barroco colonial no produjo en el Caribe un saldo visual y arquitectónico tan deslumbrante como el que legó en las capitales y provincias virreinales de tierra firme, estos autores insistieron en reactivar y exacerbar conceptos, técnicas y recursos barrocos en pleno siglo XX para interrogar la pertinencia de la Ilustración europea como fuerza modeladora para la región. Sostener que el fenómeno barroco prevalece hasta hoy en la expresión caribeña sirve para desafiar un metarrelato dominante que vio los procesos de independencia, descolonización, construcción nacional, gestación de ciudadanías y conformación identitaria como consecuencia de la influencia del universalismo ilustrado europeo en el Archipiélago Caribe. Asumir que las culturas del Caribe fueron y siguen siendo barrocas contradice las pretensiones teleológicas de cualquier programa para la región que se base exclusivamente en la autoridad política o intelectual de la modernidad europea.
Por otra parte, esta persistencia de la “querella del barroco” en el Caribe del siglo pasado también puede verse como respuesta a las contradicciones que se han padecido cada vez que una revolución con presunciones modernizantes ha sacudido la región sin consolidar el “progreso irreversible” que, alegadamente, la Ilustración había desatado a ambos lados del Atlántico para fines del siglo XVIII. Sabemos cuán compulsivos son los giros y tropos en la obra de los autores cubanos que adoptaron el barroco –el hedonismo gongorino en la poesía y la prosa de Sarduy; la corporeidad grotesca a lo Quevedo en la poesía y los cuentos fríos de Piñera y la narrativa de Arenas; el choteo como manifestación popular del ingenio a lo Gracián en el irreverente juego de palabras de Cabrera Infante; el abuso del hipérbaton y la catacresis en la poesía y la prosa de Lezama–. Podríamos considerar estas proclividades barrocas como expresiones epistemo-estéticas del desengaño devenido tras los fracasos por establecer principios ilustrados de soberanía nacional, democracia representativa, libertades civiles e igualdad racial y sexual por medio de una revolución.
La elipsis de la Ilustración en La expresión americana
Entre las reflexiones sobre el barroco americano o el neobarroco, “La curiosidad barroca”, la segunda de cinco conferencias que Lezama pronunció en el Centro de Altos Estudios del Instituto Nacional de Cultura en 1957, publicadas como capítulos en La expresión ese mismo año, podría considerarse la más influyente. Lezama aquí argumenta que, mientras que en Europa el barroco emerge como una distorsión amanerada de modelos góticos y renacentistas, en América, las manifestaciones del estilo en la arquitectura, la pintura, la escultura, el teatro y la poesía fueron más enérgicas y vibrantes. De forma incisiva, Lezama hace valoraciones vitales y estéticas diametralmente opuestas de cómo el barroco opera en Europa y cómo se manifiesta en el llamado “Nuevo Mundo”. Suscribiendo y rebatiendo a la vez los estudios de Heinrich Wölfflin, Werner Weisbach, Wilhelm Worringer y Carl Gebhardt, Lezama caracteriza el arte barroco del Viejo Mundo como una variación degradada de potentes estilos anteriores cuando estos son sobrecargados por una proliferación sensacional y efectista de rasgos decorativos. En el Nuevo Mundo, por el contrario, la yuxtaposición inconmensurable de técnicas, símbolos y epistemologías europeas y no europeas produjo una tensión dinámica que condujo a una “culminación” artística en vez de a una degeneración.

Lezama denomina “plutonismo” a esta tirantez pulsante que primero confronta y destruye, y luego concilia y reconstruye: “fuego originario que rompe los fragmentos y los unifica”.[1] Pero no define el término del todo. Por su procedencia de la geología, podría hacer referencia a la teoría del origen ígneo del mundo mineral. Podría considerarse como una vibrátil turbulencia que prosigue a un estallido de energía telúrica o solar, como la que se activa tras una erupción volcánica, un movimiento sísmico o una supernova. Es decir, lo “plutónico” plantea la ruptura y reconstitución de una forma a partir de una violencia primigenia y sus réplicas, como si los restos quebrados de una vasija maya se fundieran con los fragmentos de una cerámica de Talavera para recristalizar en un mosaico. Así es cómo Lezama visualiza las convulsiones y reconfiguraciones transculturales, cosmogónicas y demográficas desatadas por el cataclismo genocida de la Conquista española.
Para Lezama, el barroco americano es pues algo más que un remedo subversivo de normas europeas. Es más bien una fragua matriz que galvaniza y transfigura estilos y tendencias del Viejo Mundo a través de modos expresivos autóctonos al Nuevo Mundo (o, para decirlo según otro prisma, al Abya Yala). Como evidencia, Lezama primero despliega y repasa escritos literarios, científicos e históricos del siglo XVII de eruditos mexicanos como Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos de Sigüenza y Góngora, y del poeta-sacerdote colombiano Hernando Domínguez Camargo, para luego comentar la arquitectura y escultura mestizas del artesano andino quechua José Kondori en San Lorenzo del Potosí en el siglo XVIII y las estatuas y relieves que el artesano afrobrasileño Aleijadinho esculpió en las iglesias de Minas Gerais en el mismo siglo. En cada ejemplo, Lezama destaca lo que denomina “temeridades” (83), o lo que es lo mismo: casos en los que los artistas insertan audaces símbolos que son ajenos al cerrado orden eurocatólico de signos. El autor de Paradiso considera que las inclusiones por Sor Juana de frases nahuas en sus villancicos y por Kondori de íconos incaicos en altares católicos son semiherejías calculadas para trastornar y doblegar modelos occidentales. Tales “temeridades” obligan a que los signos de indigeneidad americana injertados en ellos gocen de la misma autoridad y dignidad que sus homólogos europeos. Lezama así glosa y subvierte la famosa definición de Weisbach del barroco europeo como un dogmático “arte de la contrarreforma”, contraponiendo su diagnóstico del barroco americano como un libérrimo “arte de la contraconquista” (80). Es decir, lo concibe como si se tratara de un supremo exorcismo terapéutico y descolonizador de las traumáticas heridas y resentimientos cosmogónicos generados por la expansión y supremacía europeas tras 1492.

Resulta curioso pues que, al caracterizar al barroco colonial en su ensayo como una voluntad antihegemónica de reparación histórica, a través de una agresiva y heterodoxa reintegración cultural, Lezama parezca invocar los ideales de la Ilustración europea. Según otra expresión suya, el barroco americano del siglo XVII podría verse como una “futuridad entrañada” que ya contenía in potentia muchas de las aspiraciones epistemológicas y cívicas del Iluminismo. “Ese barroco nuestro, que situamos a fines del XVII y a lo largo del XVIII, se muestra firmemente amistoso de la Ilustración. En ocasiones, apoyándose en el cientificismo cartesiano, lo antecede” (84), afirma, y da como ejemplo el afán por conocimientos matemáticos y experimentales en los escritos de Sor Juana y “la apetencia de física o astronomía” en el tratado sobre los cometas y otros estudios de índole científica por Sigüenza y Góngora. Liberté, fraternité, egalité: estos sonados ideales del republicanismo revolucionario francés ya iban asomándose también de manera solapada en el imaginario de los intelectuales y artistas plásticos del barroco colonial, según Lezama.
Tal como si hablara en sordina de un cuadro de Delacroix o un poema de Heredia, para el poeta cubano el arte del barroco americano fue sigilosamente rebelde y atrevidamente inclusivo. Nace de tensiones plutónicas y luchas genocidas para gestionar una plena y equitativa expresión de identidades no europeas y europeas, “una imposible victoria donde todos los vencidos pudieran mantener las exigencias de su orgullo y de su despilfarro” (83). Apunta Lezama que este arte abre, en la imaginación de colonizadores y colonizados, las condiciones para posibilitar un “pacto de igualdad” entre castas y cosmologías enfrentadas. Para ilustrarlo, recurre no a escritos de criollos blancos, como Sor Juana o Sigüenza y Góngora, sino a escultores indígenas y afrodescendientes asertivos, como Kondori y Aleijadihho, cuya “rebelión [artística] termina como un pacto de igualdad, en que todos los elementos de su raza y de su cultura tienen que ser admitidos” (104). En ellos, en el modo en que su plutonismo barroco afirma el derecho a la autorepresentación étnica y la cohabitación igualitaria de puntos de vista dispares, Lezama atisba un anticipo o pre-imago de las ideas de Jean Jacques Rousseau sobre la consecución de la soberanía personal y cívica a través de un contrato social que promueva la convivencia de lo diverso. Aquí, el arte barroco del Nuevo Mundo ya no es el vehículo del dogma tridentino (arte de la contrarreforma), sino un espacio ecuménico en el que se preservarán las diferencias, y donde la libertad audaz –la “temeridad”– será respetada (arte de la contraconquista). La visión de Lezama se asemeja a la del filósofo Bolívar Echevarría quien interpretó el barroco colonial como una “modernidad alternativa” en América Latina.[2]
Sin embargo, si varios ideales ilustrados ya estaban prefigurados en el ethos de los artistas e intelectuales subalternos del barroco colonial, ¿qué ocurre entonces con la Ilustración como época de secularización y de revoluciones antimonárquicas en la metanarrativa planteada en La expresión americana? La respuesta es sencilla: en Lezama, esta época se esfuma o evapora; si se manifiesta, lo hace de forma lateral o secundaria. Esta elipsis se verá asomar deliberadamente en la conferencia que titula “El romanticismo y el hecho americano”. Aquí Lezama se las arregla para obviar y desentenderse de todo un entramado conceptual y temporal paradigmático –el Siglo de la Luces, le siècle des lumières–, cuando aborda las grandes figuras románticas de la emancipación hispanoamericana. Lezama representa el romanticismo en América Latina como una resucitación decimonónica del potencial rebelde e igualitario del barroco colonial del siglo XVII sin hacer hincapié en una época intermedia de racionalismo secular.

Para entender cómo lleva a cabo este magno acto de prestidigitación (“now you see it, now you don’t”), ayudaría contrastar su visión acrónica de lo histórico como una red recurrente de contrapuntos con el relato de Michel Foucault de la modernidad como una ruptura epistémica absoluta con el periodo barroco en Europa (o época clásica, el término preferido por Foucault). Siguiendo a Kant, Foucault caracteriza la Ilustración como un cambio tectónico en las estructuras del conocimiento occidental. Lo que en Las palabras y las cosas y otros escritos Foucault denomina el orden del discurso es, de hecho, el resultado de una reordenación abrupta. El pensador francés sostiene que, a medida que se alinean nuevas y más abstractas formas de racionalización disciplinaria en la biología, la economía y la lingüística, se cristaliza de pronto un nuevo horizonte de comprensión –una episteme– que guarda poca relación con lo que se pensaba y creía en el pasado inmediato. Foucault documenta así cómo los espectáculos públicos de castigos corporales decretados por un monarca dieron paso a la vigilancia y el confinamiento “fuera de vista” en la República Francesa, cómo los barcos de locos del Renacimiento se extinguieron con el auge del asilo y el nacimiento de la clínica, y cómo el uso del panóptico de Jeremy Bentham en prisiones y correccionales locales derogó rápidamente la práctica de desterrar a los criminales a colonias penales en ultramar.[3]
Según cómo Lezama interpreta la historia cultural americana, la Ilustración no activa la súbita ruptura epistémica argumentada por Foucault. Por el contrario, la visión sincrética barroca en América sigue persistiendo como la episteme fundadora de la identidad etnonacional y la voluntad política en el periodo de las independencias. El pensamiento liberacionista latinoamericano, plantea Lezama, emerge en el siglo XVII colonial, es decir, antes de las revoluciones atlánticas del siglo XVIII. El romanticismo latinoamericano no resulta ser entonces una ideología secular y anticlerical de la libertad precedida y activada por los enciclopedistas. Es más bien el legado de prácticas religiosas atípicas y contestatarias que permitieron que las devociones indígenas locales retocaran, ampliaran y radicalizaran doctrinas y sectores de la Iglesia en el Nuevo Mundo. En La expresión americana, el romántico emblemático no es el caudillo libertador y visionario republicano monumentalizado por la historia nacional que redacta constituciones (e.g. Simón Bolívar) sino el clérigo municipal, el “cura independentista” que afirma la libertad defendiendo el albedrío popular, y que, simpatizando con los campesinos y los pequeños propietarios, “no establece contacto con el poder central y se sabe hostil en relación a la jerarquía” (109).
Para él, los primeros románticos americanos son los sacerdotes rebeldes de México y Argentina, partidarios de la independencia, tildados de librepensadores y excomulgados por la Inquisición, cuyos precursores fueron los defensores de los derechos indígenas durante la Conquista, como Fray Bartolomé de las Casas. Lezama pudo haber destacado a Miguel Hidalgo y Costilla, quien, en un gesto icónico del barroco mestizo, esgrimió un estandarte con la Virgen de Guadalupe en vez de la Proclamación de los Derechos del Hombre para agitar a sus seguidores el 16 de septiembre de 1810. En su lugar, dedica la mayor parte del capítulo a Fray Servando Teresa de Mier (1763-1827), otro sacerdote mexicano y defensor de la independencia. Este fue perseguido como hereje por radicalizar el mito de la aparición de la Virgen de Guadalupe ante el indio Juan Diego, en diciembre de 1531, al argumentar que, siglos antes de la Conquista, el apóstol Santo Tomás-alias-Quetzalcóatl había traído su imagen para evangelizar a los nahuas durante la temprana era cristiana. Para Lezama, Fray Servando, “desprendido de la opulencia barroca para llegar al romanticismo de principios del siglo XIX” (116), vio la persecución y la prisión como signos de avance en vez de retroceso, como insólitos escenarios para perfeccionar su convicción por la libertad americana. Tal como Sigüenza y Góngora, el fraile fue otro “señor barroco”, es decir, parangón de un señorío americano que “aparece cuando ya se han alejado del tumulto de la conquista y la parcelación del paisaje del colonizador” (82). Más que las doctrinas de la Ilustración, los principios de una soberanía barroca fundamentaron así el ideal de la independencia para América Latina (80-82, 110-116).
Pero igual de barrocos, continúa Lezama, fueron los activistas “no-clericales” que también sufrieron persecución. Si bien como masones militantes o solapados, Simón Rodríguez, Francisco de Miranda y José Martí ayudaron a difundir los ideales de libertad, racionalismo y soberanía que encontraron en la filosofía política anticlerical de la Ilustración, también creyeron barrocamente en dimensiones no occidentales de gobierno y comunalidad basadas en tradiciones autóctonas o indígenas aún persistentes. En su acuciosa discusión de Rodríguez y Miranda como “románticos malditos” condenados al fracaso recurrente (Rodríguez) o al “calabozo final” (Miranda), Lezama alega que ambos abogaron por la restitución de estructuras administrativas del Incanato en una Sudamérica libre. De ahí que presuma la convicción de Rodríguez “de lo que había resuelto la cultura incaica” (124) y confirme la de Miranda “de adquirir un sentido morfológico de una integración, [partiendo] de ese punto en que aún es viviente la cultura incaica” (128). Martí, por supuesto, exhortó plutónicamente en “Nuestra América” a priorizar “los elementos peculiares de los pueblos de América” en la educación y el gobierno, y a “aprender indio” como requisito para la administración de las repúblicas americanas.
La elipsis del Caribe en La expresión americana
Para Lezama, el barroco del Nuevo Mundo es, pues, un espacio de afirmación y convivencia multicultural que evita las racionalizaciones hipócritas y supremacistas de la Ilustración europea al hacer de la hibridez una transacción que considera a todas las partes, occidentales y no occidentales, como iguales. Ahora bien, ¿cómo situamos la subjetividad caribeña en tales dinámicas transculturales? ¿Hasta qué punto es caribeña la soberanía barroca esbozada por Lezama en La expresión americana? ¿Es el Caribe fundamento de lo que llamó “arte de la contraconquista”? Si vemos el libro en su conjunto, las respuestas a estas preguntas bien podrían ser negativas. En un ensayo que repasa cinco siglos de desarrollo cultural figuran poquísimos personajes y acontecimientos caribeños. Al optar por una visión hemisférica de los procesos culturales, Lezama evitó llamativamente ejemplos o paradigmas cubanos o antillanos. Salvo José Martí, las figuras que Lezama destaca se nutren de raíces continentales más que de rutas archipelágicas. Este obstinado prisma no caribeño es una novedad chocante en el pensamiento crítico de Lezama, dada la receptividad, expansividad y prevalencia geocultural que había atribuido a las sensibilidades insulares en su conversación con Juan Ramón Jiménez. Choca también cuando recordamos cómo Cintio Vitier sostuvo cuánto Lezama le animó a él y otros poetas de Orígenes a promulgar el mito de una teleología insular para empoderar a las culturas isleñas, cuando les toca confrontar las invasiones extractivas de los imperios continentales.

Al autor de La expresión americana no parece interesarle promover programas o movimientos insularistas. En el primer capítulo “Mito y cansancio clásico”, Lezama analiza cómo las mitologías mesoamericana, grecorromana y judeocristiana convergieron en la redacción del Popol Vuh, combinando técnicas del sincretismo evangélico jesuita con los pronósticos del calendario maya (64-70). En el segundo, explora las dinámicas de convivencia multicultural y reconocimiento étnico en la poesía, la arquitectura y el ritual público del barroco virreinal, criollo y mestizo en Nueva España y Nueva Granada. En el tercero, dedica muchos párrafos a las figuras románticas continentales (107-130) y unos pocos (los finales) a Martí (130-132). En el cuarto, evalúa la aparición de géneros líricos populares como los anónimospasquines rimadosde la Gran Colombia, los cielitos satíricos del Uruguay, la gauchesca fugitiva de la pampa argentina y los corridos de la Revolución mexicana como expresiones colectivas de voluntad política (133-156), sin mencionar más ejemplos caribeños que los Versos sencillos martianos.
Es decir, en La expresión americana Lezama omite las referencias cubanas e isleñas que sobreabundan en el resto su obra. De haberlo preferido, habría podido escribir una variante del mismo libro, pero bajo el título de “La expresión caribeña”. Las posibilidades y ejemplos en el archipiélago para esto son legión. Por ejemplo, el primer capítulo –donde pondera la convergencia de cosmologías no occidentales y occidentales en la composición del Popol Vuh– pudo haberse centrado en la Relación acerca de las antigüedades de los indios (escrito en 1498), en donde el misionero fray Ramón Pané documenta los mitos de origen, los rituales de la cohoba y el culto a los cemíes en varios cacicazgos taínos de La Española. En lugar del Primero sueño, de Sor Juana, o del Teatro de virtudes políticas, de Sigüenza y Góngora, en el capítulo dos, Lezama pudo haber abordado la reelaboración barroca que Silvestre de Balboa hizo de la epopeya renacentista en Espejo de paciencia (1608), refundiendo mitos griegos con el léxico de la botánica taína, y dando cuenta del “pacto de igualdad” forjado entre oficiales y esclavos, cuando el rescate del arzobispo cautivo le gana la libertad a Salvador Golomón al este liderear la derrota de los piratas y secuestradores franceses. El sacerdote cubano Félix Varela, el poeta José María Heredia y el poeta esclavizado Juan Francisco Manzano habrían funcionado tan bien como Hidalgo, De Mier y Martí, como ejemplos de románticos perseguidos o exiliados en el capítulo tres. La poesía popular repentista cubana del siglo XIX y las célebres improvisaciones del poeta y mártir mulato Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido) hubieran servido para ilustrar los argumentos del cuarto capítulo, tanto como los pasquines, corridos y payadas continentales. Recurrir a figuras afrocaribeñas como Golomón, Manzano y Plácido, para ejemplificar el “plutónico” intercambio cultural entre África y el Nuevo Mundo, quizás habría encajado mejor en una serie de conferencias pronunciadas en Cuba, que un escultor afrobrasileño de Minas Gerais.
La omisión caribeña más flagrante del ciclo de conferencias lezamianas es la del acontecimiento que mejor apoya las ideas que plantean sobre la intrascendencia de la Ilustración en los procesos de descolonización política, cultural e identitaria en América Latina: la Revolución haitiana. La resonante centralidad que Haití y su revolución –fenómeno autóctono sui generis donde los haya– asumen en la cosmovisión de escritores como Nicolás Guillén, Nancy Morejón, Antonio Benítez Rojo y Alejo Carpentier, entre tantos otros, no parece operar en La expresión americana. La trayectoria de Toussaint Louverture como genio militar y político de la liberación haitiana, posteriormente encarcelado y deportado a la Francia donde fallece, hubieran servido mejor que la de sus contemporáneos de Mier, Rodríguez o Miranda para el perfil del romántico perseguido que propone Lezama. Dada su visión del barroco americano como una atrevida voluntad de paridad etnocultural surgida de las cenizas de una asoladora conflagración cosmogónica entre Occidente y sus “periferias”, resulta desconcertante su negligencia al no reconocer el papel plutónico de Haití y su revolución como el escenario quizás más trascendente de “contraconquista” en las Américas.
¿Perpetra Lezama en La expresión americana el “silenciamiento del pasado” que denuncia el historiador Michel-Rolph Trouillot al señalar cómo los intelectuales occidentales minimizan el papel de Haití y del Afro-Caribe en la lucha por estructuras alternativas de soberanía en el Nuevo Mundo?[4] Responder a esta pregunta puede resultar tan difícil como navegar el hermetismo de la escritura lezamiana. Por ello, debe retarnos y estimularnos, según dicta la primera oración del ensayo.
Empecemos por recordar que, a pesar de las inclinaciones eurocosmopolitas de las revistas que dirigió y de sus importantes –si bien periódicas– discrepancias con escritores afrocubanos de izquierda como Nicolás Guillén, Lezama publicó a escritores y promovió a artistas que exploraron las dimensiones afrodiaspóricas del Caribe como región cultural. Figuras como Ramón Guirao, Lydia Cabrera, Aimé Césaire, Roberto Diago y Wifredo Lam llegaron a interpretar a Cuba como parte de un continuum afrocaribeño y fueron considerados por el de Trocadero. Si bien no se refirió al libro de C.L.R. James, Los jacobinos negros, para destacar el papel de Louverture en la emancipación haitiana, fue un entusiasta admirador de la visión de Carpentier de lo afrocaribeño como fundamento de lo real maravilloso en el Nuevo Mundo y estuvo plenamente consciente del papel fundacional que este le atribuyó a la cultura haitiana en el ámbito regional y global. Tanto Luisa Campuzano como Ingrid Robyn han estado documentando cómo Lezama y Carpentier mantuvieron un dinámico intercambio creativo y corresponsal en el que las manifestaciones religiosas afrocaribeñas, el movimiento de la negritud y el surrealismo asumido como vernáculo por autores haitianos y martiniquenses fueron temas frecuentes.[5]
Hay que señalar también que, al escribir, dictar y publicar las conferencias de La expresión americana, Lezama probablemente buscó distanciarse de la estrecha visión de lo cubano como excepción de lo caribeño que Cintio Vitier desarrollaba entonces como doctrina poética. El gran contraste entre los horizontes textuales, ideoestéticos, regionales y hemisféricos del ensayo de Vitier de 1958, Lo cubano en la poesía, y los de La expresión ilustra uno de los desacuerdos menos analizados en la empresa de Orígenes. La ambición de Vitier en Lo cubano era acuñar una ontología nacional exclusivista y cerrada, que no estuviera contaminada por lo que consideró caos o anarquía de lo antillano en La isla en peso, de Virgilio Piñera. A juicio del De Peña Pobre,la comprensión piñeriana de Cuba como parte de un continuum histórico y cultural caribeño constituía una reducción de la isla a “una caótica, telúrica y atroz Antilla cualquier, para festín de existencialista”.[6] Esta voluntad reductiva no podía concordar con la súperamplitud y la radical inclusividad del concepto de “eras imaginarias” como imbricación plutónica de cosmologías y poéticas occidentales y no occidentales que Lezama andaba explorando al escribir La expresión americana. Como escritores antillanos de extremosidad barroca, Piñera y Césaire tendrían cupo en la visión ecuménica y súperdiversa del proceso cultural americano de Lezama, pero quedarían fuera del radar de lo que Vitier idealizó y promulgó como entelequia excepcionalista en Lo cubano en la poesía.
Yo propondría pues que Haití y lo afrocaribeño están presentes de manera latente en la arquitectura profunda de La expresión americana, tal cual están ausentes de manera programática en Lo cubano en la poesía. La súpercomplejidad cosmovisiva y la proliferación sincrética de imágenes y mitos que se dan en la santería y otras religiones afrocubanas, seguro le sirvieron a Lezama como telón de fondo, matriz secreta o aventura sigilosa para conceptualizar sus “eras imaginarias” y su “sistema poético del mundo”. Tal apreciación de un Caribe que palpita tras su obra y pensamiento se insinúa, a mi ver, en la poesía y la ensayística de creadores afrocubanos que son lectores rigurosos de Lezama como Nancy Morejón, Ángel Escobar, Soleida Ríos y Víctor Fowler, sobre todo cuando abordan directamente, con gran probidad crítica y con riqueza de imago, tantosu poesía como su alucinante culturología. Si tomamos en cuenta el brillante análisis que hizo Severo Sarduy (“discípulo” y “heredero” de Lezama por proclamación propia, recordemos) sobre cuán constituyentes fueron la elipse y lo elíptico en los cálculos y procedimientos retóricos, cosmológicos y semióticos del barroco como episteme occidental y global, entenderemos mejor la poderosa “ausencia/presencia” de Haití y el Caribe en la gnoseología lezamiana.[7] En varios ensayos sobre el tema, Sarduy postuló la elipse como figura paradigmática del pensar y el crear barroco: es la anastomosis que erradica el absolutismo del círculo en la arquitectura de Borromini, la ecuación que explica las excentricidades de las órbitas planetarias en la astronomía de Kepler, la descentralización que activa el curvo y fiero dinamismo en los lienzos del Greco y Velásquez. Como sabemos, la elipse funciona geométricamente a partir de dos focos; uno es más explícito y visible, el otro implícito y ocluido, pero ambos operan a la vez y de manera igual de determinante. A nivel lingüístico o retórico, la elipse se torna elipsis: elide o suprime un término fundamental sin reprimirlo del todo, para que así, como “objeto parcial”, desate una proliferación radial de significantes e ideas que lo convoquen y lo silueteen de forma tácita; o lo que sería lo mismo, para hacerlo brillar desde su ausencia. Indica Sarduy: “el significante suprimido, como el elidido, pasa a la zona del preconsciente y no a la del inconsciente: el poeta tendrá siempre más o menos presente el significante expulsado de su discurso legible” (190). Como el caso más radical de “contraconquista” en el Nuevo Mundo, Haití –junto al Caribe que representa– podría considerarse como el foco implícito, fundacional y ocluido, en el pensamiento elíptico de Lezama sobre el plutonismo del barroco americano.

Que esta presencia no sea subrayada o súperevidente, no significa que sea inoperante o fuera de programa. Édouard Glissant y José Buscaglia, entre otros, apoyan este argumento, leyendo a Lezama como un explorador de epistemologías y subjetividades derivadas de la criollización caribeña. Siguiendo a Lezama, Glissant considera el barroco, “naturalizado” en el Caribe y el Nuevo Mundo, como “una manera de vivir la unidad-diversidad del mundo”.[8] Buscaglia, por su parte, conecta el relato de Lezama sobre el papel del sujeto metafórico en la forja de una “era imaginaria” con una agencia cognitiva afrocaribeña y mulata. El “sujeto metafórico” más consecuente sería pues el cimarrón fugitivo que sobrevive por medio de la imagen y la analogía, eludiendo la vigilancia estatal y las estructuras de control racializadas. En lugar de interiorizar los ideales europeos –progreso, pureza racial, logocentrismo, sumisión amo/esclavo y métricas constrictivas del cuerpo y el espacio–, este sujeto opera lateralmente, construyendo, mediante la metáfora y el bricolaje transcultural, un universo estético, devocional y cognitivo paralelo que rechaza cualquier mito europeo exclusivista de origen o finalidad.[9]
Es decir, algunos pensadores y estudiosos del Caribe consideran que el sujeto metafórico lezamiano –el artista y pensador barroco del Nuevo Mundo que relaciona, combina y armoniza epistemologías discrepantes a través de la analogía– es congruente con una poética afrocaribeña de la agencia y la identidad. Más allá de la causalidad aristotélica, el raciocinio cartesiano y la razón dialéctica hegeliana, el conocimiento que reúne ese sujeto metafórico no se basa en una secuencia lineal y tradicional de causa y efecto, sino en un reensamblaje dinámico y continuo de residuos y fragmentos culturales. En lugar de reducir la diversidad a la uniformidad del ideal europeo, el sujeto plutónico-caribeño de Lezama utiliza la metáfora como una gnosis alternativa para fundir mezquita e iglesia, orisha y santo, ciudad y palenque en un mosaico sin fin donde lo múltiple y lo otro derroquen la supremacía de lo mismo.
Notas:
[1] José Lezama Lima: La expresión americana, editado por Irlemar Chiampi, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 80.
[2] Cfr. Bolívar Echevarría: La modernidad de lo barroco, México D.F., Ediciones Era, 2000.
[3] Como se sabe, Foucault desarrolla estas ideas en El nacimiento de la clínica: una arqueología de la mirada médica, en Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión y Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas.
[4] Cfr. Michel-Rolph Trouillot: Silencing the Past: Power and the Production of History, Boston, Beacon Press, 1995.
[5] Cfr. Luisa Campuzano: “Lezama lector de Carpentier”, Casa de las Américas, núm., 261, 2010, pp. 74-86 e Ingrid Robyn, Márgenes del reverso: José Lezama Lima en la encrucijada vanguardista, Liden, Almenara, 2020.
[6] Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, La Habana, Letras Cubanas, 1970, p. 480.
[7] Cfr. Severo Sarduy: Ensayos generales sobre el Barroco, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1987.
[8] Édouard Glissant: Poética de la relación, trad. de Senda Inés Sferco y Ana Paula Penchaszadeh, Universidad Nacional de Quilmas, 2017, p. 111.
[9] Jose F. Buscaglia-Salgado: Undoing Empire Race and Nation in the Mulatto Caribbean,University of Minnesota Press, 2003, pp. xiv-xviii.
* En este ensayo se elaboran y ensanchan ideas expuestas en “José Lezama Lima and the Orbits of Orígenes”, uno de los 46 capítulos del Cambridge History of Cuban Literature, volumen enciclopédico coordinado por Vicky Unruh y Jacqueline Loss, de próxima aparición por la Cambridge University Press.