La juventud y la belleza me pierden.
Count Drakulea / Claes Bang
Estamos en la morgue de un departamento de policía, y hay una gaveta donde se lee esta inscripción: CUPPI. Es decir: Circumstances Undetermined Pending Police Investigation. Circunstancias indeterminadas pendientes de investigación policial. Dentro de la gaveta hay un brazo, una mano, un pedazo de torso y otras piezas humanas. Nadie sabe a quién o quiénes pertenecen. Esta escena se halla al inicio de Cruising (1980), de William Friedkin.
Convengamos en que hay una limpieza (clásica, vale decir) en el cine de Friedkin. Una pulcritud diestra, una seguridad que se refiere al cálculo de las secuencias y las maniobras de la cámara y sus posicionamientos. Si estoy en lo cierto, la conclusión más inmediata (aparte del hecho de que Friedkin filma desde el estado de un hiperespectador, o como esos escritores hiperconscientes del tipo de lectura que su escritura alcanzaría a forjar) sería que Friedkin puede hacer casi cualquier película (The French Connection, El exorcista, Cruising, o Bug, bien dispares en cuanto a argumentos, escenarios y atmósferas), aunque igual no podamos explicar muy bien cómo se las arregla para ir, por ejemplo, del mundo de la posesión diabólica al mundo gay dentro del territorio concreto de los clubes donde se practican el bondage y el sadomasoquismo en general.
Supongo que en la mente de Friedkin tienen lugar procesos similares a los que suceden en los sistemas binarios: hay transferencias mutuas de información y de “masa”, y las opciones de narrar quedan atrapadas por la perdurable capacidad de sugestión de una historia. Y con eso le basta. Aunque, en verdad, lo que ocurre es que Friedkin es un cineasta dotado, como muy pocos, para presentar la violencia, que viene a ser la médula de su estética.
La violencia es un límite tras el cual la realidad se descompone, vacila, se derrumba y renace, al validar un modelo de deshumanización donde lo humano continúa siendo soportable. Vale la pena citar Killer Joe (2011), una obra de madurez apenas mencionada por los críticos y en la que la humillación brutal del otro resulta hipnótica.
El problema esencial del estilo en el cine consiste no en la autoridad de crearlo a partir de una poética personal unificadora, sino en saber que cada historia exige la presencia de una forma específica. Edgar Allan Poe mencionaba ese asunto e inducía a pensar que el estilo debía ser la exigencia formal más íntima.
Coreografiar el mundo BDSM en esos clubes, afianzarlo como composición de cuerpos en movimiento, ocupados de modo armónico en microprocesos de seducción gestual (caricias, miradas, diálogos de ligue, baile, sexo vainilla y sexo duro con secuencias más o menos imaginadas de fisting), es algo que en Cruising queda muy bien. Y así vemos al policía encubierto que interpreta Al Pacino frecuentando esos clubes y danzando con furor mientras observa a los habituales de ese entorno y va sacando conclusiones sobre la identidad de ese serial killer (un gay killer) a quien necesita descubrir y atrapar.
Friedkin, ya lo vemos en el filme, opera como un pintor hechizado por una atmósfera extraña. Quiere apoderarse de ella y va, digamos, de lo magro a lo graso, como quien, conocedor de la técnica del óleo, sabe de qué manera pintar las transparencias, las veladuras, las sombras y las luces desvaídas. Y, además, está convencido de que personajes como el gay killer y el policía aparecerían apenas como dos caracteres opuestos sin el auxilio de esas capas y esos estratos de color y de manchas traslúcidas.
Friedkin modela los espacios desde sus ejes básicos hasta sus detalles. Y, por supuesto, se detiene en la curiosidad redundante de esos cuerpos que rebotan unos contra otros, pues son como presunciones (toda identidad se desdibuja allí) de unos con respecto a otros.
Al concebir y filmar un thriller con esas características, no deja de subrayar el carácter elusivo de esas presunciones de cuerpos a punto de entregarse luego de diversos procesos de enmascaramiento que, en tanto rituales, tienen, para lo que es el sexo y sus alrededores, una finalidad dudosa. Más allá de la virilidad masiva y plural (importantísima aquí), más allá de atributos-fetiches como las gorras paramilitares, el cuero y los bastones policiales, las botas altas, el cromo de las esposas y las chaquetas negras, dicho enmascaramiento posee un carácter lingüístico. El cuerpo gay tiene ahí una apariencia extremada. Es un signo complejo y proviene de un tipo de elaboración simbólica (dependiente de las masculinidades en proceso de desarreglo y reconfiguración) que hace de ese mundo un coto bastante cerrado, con su jerga, sus señas y sus contraseñas.
Steve Burns, el policía encubierto, de algún modo adivina todo eso desde la perspectiva del detective que llegará a ser, y Friedkin, por su lado, filma una película (a ratos gótica, no me abstendré de calificarla así) sobre un conjunto de cuerpos castigados y donde el espejo, como concepto y umbral, influye en la realineación de ese personaje que se nos escamotea una y otra vez.
Por momentos, el cuerpo del policía es un trastorno que alterna con el cuerpo del asesino, como si necesitara impersonarlo parcial o totalmente antes de localizar a ese escritor temperamental, enfermizo, tan fantasmático como el que más (Stuart Richards, un sospechoso que ama el orbe BDSM, escribe un libro sobre el teatro musical norteamericano, y guarda un centenar de cartas, dirigidas y nunca enviadas a su padre homófobo), y de quien Steve resulta ser, para mayor extrañeza, una especie de doble.
Steve Burns se hospeda, para hacer su trabajo, en un edificio. Usa el nombre de John Forbes. Y se le ha propuesto ser un agente encubierto porque su físico coincide con el perfil de las víctimas. Deviene, pues, una especie de carnada-comodín en ese universo tan recóndito y singular del delito. La jugada maestra de Friedkin es la de moldear una trama donde el protagonista se mueve todo el tiempo dentro de una casa de espejos.
El mayor atrevimiento del perseguido consiste en imaginar que, por instantes, él sería el perseguidor.
Steve vigila el apartamento de Stuart y entra y lo registra con cuidado. Encuentra las numerosas cartas (tan temperamentales como esquizoides) que aquel le ha escrito a su padre, y lee algunas y algo entiende de lo que hay en su cabeza. En un banco del parque vemos a Stuart dialogando con su padre, el hombre tiránico y espectral que lo desprecia, y más tarde comprende que Steve ha conocido (peligrosamente) una zona abisal de su intimidad.
Al final, los dos hombres se dan cita en el bosque por medio de miradas y gestos. Ambos saben que están vigilándose mutuamente, y que el deseo es, sin desaparecer, un componente amenazador, resbaladizo y oscuro. Los cuerpos se entreveran a punto de entrar en contacto, y hay violencia. Las secuencias posteriores dan cuenta de un desenlace más o menos típico: Steve hiere (no lo mata) a Stuart, que es luego acusado de los asesinatos. Por su parte, el policía ha sumergido su cuerpo en un mundo insondable, henchido de perentoriedades instintivas, y es como si Friedkin insinuara que todo –todo— ha sido y es posible.
Sin embargo, al día siguiente la policía halla otro cuerpo. Es el vecino de John Forbes. Un joven con quien Forbes (Steve, recordemos) ha conversado varias veces, intentando buscar información circunstancial. La historia de los asesinatos no ha terminado. Se hace, pues, más enrevesada, densa y equívoca. Toca las puertas de lo enigmático.
Friedkin concibió el personaje de Al Pacino inscribiéndolo, paso a paso, dentro de una ambigüedad implacable. Nos invita a preguntarnos si, además de ser un policía encubierto en busca de un asesino, no sería acaso, de vez en vez, el resultado de una torsión simple y limpia de su identidad, una torsión que daría lugar a ese mismo asesino o a su continuación, a su doble, a su émulo, a su copia mejorada.
“Me están pasando cosas y no sé si pueda seguir con esto”, le había dicho ya, misterioso, Steve a su capitán. Se trata de una confesión turbia. Y añade, a propósito de ciertas evidencias no probatorias: “No acepté este trabajo para abusar de un tipo solo porque es gay”.
Hay una secuencia de un asesinato de un joven que se entrega, después de un ligue rápido, al sádico vestido de policía con gafas oscuras y gorra encubridora. Son minutos de una manufactura ejemplar. Para mayor énfasis de lo que suele ocurrir con las víctimas, Friedkin ubica la secuencia al inicio del filme y nos damos cuenta enseguida de que el criminal es, ante todo, un seductor. La víctima es sumisa y se deja atar bocabajo mientras suplica. El otro (en cuyo rostro furtivo, velado, subrepticio, vemos y no vemos a Al Pacino) lo apuñala varias veces y es allí donde Friedkin inserta unas décimas de segundo de sexo explícito (penetración incontrovertible) mientras el puñal se hunde una y otra vez en la espalda de la víctima.
El archivo de Cruising que he consultado es de 2015 o 2016. Friedkin hizo una reedición conmemorativa de la película, con algunas añadiduras de sexo, pero eso ocurrió en 2020, poco antes de su fallecimiento. ¿Puedo suponer, entonces, que esas cuidadosas inserciones son de 1980?
Artífice de las veladuras y los pormenores que hacen clic (o no) en la memoria inmediata del espectador, Friedkin obra siguiendo una trama que es simple en lo esencial, pero va trufándola de intervalos imprecisos, de irisaciones indeterminantes, de signos que nos avisan sobre las mutaciones experimentadas por el espíritu de un policía en peligro. Él es, a la larga, un hombre solo y en problemas, no importa si está o no protegido por la ley.
Siempre ha habido rumores sobre las secuencias de sexo que Friedkin tuvo que eliminar antes del estreno oficial de Cruising, a inicios de 1980. Se ha llegado a la conclusión, más o menos mítica, de que fueron unos cuarenta minutos de escenas donde había sexo, o una coreografía de movimientos vigorosa y estrictamente sexualizados, o ambas cosas. Cuarenta minutos son muchos minutos. Treinta y tres años después de aquel estreno, los muy lúcidos James Franco y Travis Mathews realizaron Interior. Leather Bar (2013). Su propósito radicaba en imaginar qué hechos aportó y qué aspecto tuvo aquel metraje suprimido.
El resultado, una obra que suele calificarse, de forma inexacta e insuficiente, como falso documental, viene a ser un ensayo visual sobre 1) el mundo BDSM, 2) la dirección de actores en una película autorreferencial sobre ese mundo, 3) la presencia del sexo explícito en el cine, y 4) la exploración del cuerpo y los trazos de la mirada heteronormada cuando se enfrenta a la representación de una sexualidad allanada, en general, por una mezcla de miedo y repudio.
Tantalizado por lo que ocurre en el set (allí se produce una representación, pero resulta imposible pasar por alto que se trata de la filmación de una filmación que, a su vez, posee, como mínimo, un origen arqueológico, y que se refiere a un filme de culto: Cruising), James Franco dialoga con el actor que representa a aquel Al Pacino que, a su vez, se metía bajo la piel de un policía encubierto. Se supone que ese actor se siente incómodo allí. Sin embargo, ¿de verdad se siente incómodo, o solo está representando una incomodidad? Franco, persuasivo, se reúne con él en un sitio apartado del set, y, para “convencerlo” de que todo está bien, le explica (y esto puede ser parte de la ficción de la película, repito, o uno de sus elementos puramente documentales) lo siguiente: “No me gusta el hecho de que siento que he sido educado para pensar de cierta manera. No me gusta sentir eso. No me gusta darme cuenta de que mi mente ha sido torcida por la manera en que el mundo, a mi alrededor, ha sido establecido […] me refiero a un comportamiento convencional y lleno de reglas que ha sido puesto dentro de mi cerebro […] Darme cuenta de todo eso fue impactante para mí. ¡Cada maldito comercial de papel de baño tiene a un tipo y una mujer viviendo juntos en una casa, y cada maldita historia de amor tiene que ver con un tipo que quiere estar con una chica, y el único modo en que van a terminar felices es si se van juntos caminando al atardecer! Estoy harto de esa mierda, ¿entiendes? Así que, si hay una manera de romper con todo eso en mi mente, me dispongo a ello y lo hago, y por eso soy un actor y un artista.
En las pruebas de estilo los planos cerrados abundan, y allí la cámara se comporta como un receptor ávido de saber. Los directores de Interior. Leather Bar buscan referenciar el coqueteo, la cacería, el cruising. Les piden a los actores, que no son exactamente actores, que imaginen que la cámara es otro sujeto gay seducible. Lo que presenciamos es extraordinario: de algún modo ellos saben que las “cosas” que harán en el estudio, más lo que resultará de la filmación de esas “cosas”, van a comprometer, inevitablemente, la idea que cada uno tiene de sí y del mundo BDSM como punto de partida o de destino.
Ligue: miradas, apariencias, trazos esquivos en el aire viciado, gestos señalizadores. Y como la música tendrá un efecto oclusivo en las palabras, todo susurro cerca de los oídos alcanzaría a ser una explicación, un indicio y una caricia.
El actor parecido a Al Pacino debe representar la incomodidad que siente de veras, y, al mismo tiempo, esa incomodidad será tan real como irreal. También debe hacer referencia a lo que hace o pudo hacer el personaje en la película de Friedkin, y, asimismo, tendrá que olvidarse de Al Pacino en tanto gran figura del cine, en tanto pauta artística. Y le pregunta a Franco si él cree que ese mundo que están referenciando, donde hay sexo explícito (felaciones profundas y vehementes, por ejemplo), debería (exposición genuina, realismo, sinceridad artística) ser visto en las películas. “¡Sí, por supuesto! –responde Franco entusiasmado–. Porque el sexo puede ser una herramienta para contar historias […] ¡pero le tenemos tanto miedo! Todo el mundo habla de sexo, pero no te atrevas a ponerlo en una película […] ¡y no te atrevas a mostrar sexo entre gays! Muestra la violencia, los asesinatos, la crueldad, pero no te atrevas con el sexo gay. Todo el mundo se pasa la vida hablando de sexo, ¿y no podemos ponerlo en las películas, y sí a gente matándose, asesinando, golpeando? ¿Qué tiene de malo lo que hemos grabado?El actor responde: “Es de mal gusto”. James Franco contesta: “Muy bien, pero nosotros lo grabamos con buen gusto”. Y el actor replica: “¿Qué tal si le dejáramos algo a la maldita imaginación?” A lo que Franco contesta: “No es una película pornográfica, estamos aludiendo a una historia: la de un tipo que se siente incómodo y se adentra, encubierto, en ese mundo, donde antes ha habido un asesinato. Eso es lo que Friedkin contó”.
Es obvio (¿o no?) que la idea de una mise en abyme ronda la estructura de Interior. Leather bar, y que el asunto de las etiquetas (ser gay, no gay, actor con límites, actor sin límites, disfrutar, no disfrutar, pretender que se disfruta, disfrutar de veras con algo que es pura actuación, etc., etc.) se arremolina de manera sutil y atraviesa las identidades de quienes participan. Tal es la razón por la que, para bien, Interior. Leather bar no cuaja (es la intención, supongo) como obra definitiva, condición esa que la metamorfosea en un sistema abierto permanentemente autorreferenciable.
¿En toda agresión consensuada habría un fugaz anhelo de muerte?
Cuero, cadenas, esposas. Cuero, máscaras, violencia. Cuero, placer, semen, hombría. Cuero, sometimiento audaz, humillaciones deleitables. Y crímenes.
Pero el zorreo no se acaba.
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