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Mamdani versus Mamdani: suban el volumen

Sumar al otro sin buscar eliminarlo o persuadirlo de que abandone su propio ideario, cultura, religión, o pertenencia comunitaria, fue la consigna de la campaña de Mamdani. Por primera vez en mucho tiempo, la discusión ya no giraba en torno a la bondad o maldad de Trump, a su carisma autoritario o su falta de tino. El tema era otro: se estaba a favor o en contra de Mamdani.

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Tenemos un nuevo abogado. No es el doctor Bucéfalo, ese ilustre corcel de Alejandro de Macedonia que Kafka saludara en su brevísimo relato donde no escasea “la habilidad para alcanzar al amigo con la lanza por encima de la mesa del festín”. Muy por el contrario, este otro abogado, Zohran Mamdani, tiene aires de fiscal muy bien articulado, cuando no de juez y parte en los alegatos públicos en los que suele participar y anegar a sus rivales con una argumentación sólida, aparte de una innegable simpatía para plantear sus desacuerdos. Originario de Uganda, pasó parte de su infancia en Sudáfrica hasta que su padre, profesor de economía, fue contratado por la universidad de Columbia, en Nueva York, hacia donde la familia se trasladó y donde Mamdani cursó sus estudios escolares. Matriculado en los mejores establecimientos privados del Upper West Side, cerró su ciclo educativo en Bowdoin, un selecto college del estado de Maine, su alma mater para todos los efectos de identidad cultural y política, donde se graduó con una tesis sobre Frantz Fanon y las teorías decoloniales.

A diferencia de Bucéfalo, lector empedernido de antiguos códigos legales, nuestro nuevo abogado optó por la política como camino de la verdad. Muy tempranamente escogió la causa palestina como pedestal público a través del movimiento de sabotaje BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones, por sus siglas en inglés), promoviendo, desde sus tiempos de junior en Bowdoin, la ruptura con instituciones académicas israelís a través de Estudiantes por la Justicia en Palestina, una organización que había cofundado él mismo un año antes. Le gustaba el rap, y en su juventud formó un grupo duro que lamentablemente no prosperó, y en los momentos más críticos que siguieron a la masacre del 7 de octubre adoptó posturas reacias a la condena del terrorismo de Hamas. Pero el centro de su preocupación política no estaba en Medio Oriente sino en los barrios empobrecidos de Queens Village, Bushwick, Astoria, Jackson Heights, Long Island City, Richmond Hill y Parkchester, todos sitios cuyos nombres suenan poco familiares a oídos de los turistas, y en donde Mandami se hizo fuerte al momento de ser elegido como asambleísta de la legislatura estatal.

Hasta aquí, Mamdani no había pensado en ganar la alcaldía de Nueva York cuando se presentó de forma casi testimonial a la nominación demócrata en junio. Esperaba, sí, generar una reacción, afirmar un polo a la izquierda de la guardia geriátrica del partido demócrata, reuniendo tras su candidatura a cientos de miles de jóvenes desafectados de la política, con títulos universitarios bajo el brazo y desempleados de por vida ante el cierre de las fuentes de trabajo, el alto costo de la vivienda, y la bajeza moral de una élite autosatisfecha tanto de sus privilegios como de sus derrotas electorales ante el alza del trumpismo. Fue entonces cuando sobrevino el giro: una especie de magia trastornó el campo de lo posible, y un contingente de entre 70 000 y 110 000 voluntarios llenaron las calles y plazas de Manhattan, Brooklyn, Queens y el Bronx, principalmente, apoyados por las dos organizaciones madres de su candidatura: el partido Socialista Democrático de América (DSA), y el Partido de Familias Trabajadoras (WFP, por sus siglas en inglés).

Su plataforma era simple y transparente como la victoria que obtuvo sobre el exgobernador Andrew Cuomo en doble instancia, primero en junio y luego el 4 de noviembre pasado: alquileres fijos, transporte público gratuito, impuestos a los millonarios, cuidado infantil subvencionado. No había más; en el sombrero de Mamdani no cabían las políticas de identidad ni el futuro de una sociedad socialista para Nueva York. Tampoco las proclamas palestinas ni las condenas a Israel, o viceversa: cabían todas ellas, y otras tantas más sin exclusión de ninguna. Se trataba de sumar ideas, voces y voluntades, y no de restar gente al precariado, como se conoce de manera muy exacta a esa masa enorme de insatisfechos y enojados con la distribución de oportunidades que pueblan la ciudad más rica del país, con un presupuesto de U$116 mil millones de dólares, muy por arriba del que poseen algunos países en América Latina, Asia y África. Sumar al otro sin buscar eliminarlo o persuadirlo de que abandone su propio ideario, cultura, religión, o pertenencia comunitaria, era la consigna de la campaña. En la recta final, cuando ya asomaba noviembre, nadie sobraba: Bernie Sanders estaba con él, Ocasio-Cortez estaba con él, la gobernadora Hochul estaba con él, buena parte de la comunidad asiática lo acompañaba y, por cierto, toda la colectividad musulmana junto con la afroamericana, además de una sección nada menor de la comunidad judía en Nueva York que veía con agrado cómo Mamdani atemperaba el tono y evitaba cualquier asomo de sectarismo ideológico, identitario, o religioso. “Si estás de acuerdo conmigo en nueve de los doce temas que importan, vota por mí”, dijo Mamdani al ser inquirido por los votos de las agrupaciones sionistas. “Si estás de acuerdo en doce de los doce temas, entonces anda al siquiatra”, remató para sorpresa de todos. No buscaba ser ministro de Relaciones Exteriores de ninguna parte, sino alcalde de su ciudad adoptiva.

Una excepción confirmó la regla de sumar sin dividir, y lo hizo de manera espectacular: no nombrar a Donald Trump como el centro del problema, sino a Zohran Mamdani como el comienzo de una solución. Es lo que nunca supo hacer Kamala Harris, lo que le ha costado casi la vida al partido Demócrata aprender. Por primera vez en mucho tiempo, la discusión ya no giraba en torno a la bondad o maldad de Trump, a su carisma autoritario o su falta de tino, a su locuacidad o indiferencia ante los demás. El tema era otro: se estaba a favor o en contra de Mamdani, cada elector potencial era un pro-Mamdani o un anti-Mamdani, como apuntó con buen olfato el columnista Ezra Klein en el New York Times. El hombre de la sonrisa empática y el hablar fluido podía ser un lobo con piel de oveja, un populista o un redentor, alguien en quien confiar o un mentiroso profesional, pero lo significativo era que no hablaba de Trump, del movimiento MAGA ni de la democracia que estaba en peligro y que el votante debía salvar. Su tema único era Mamdani versus Mamdani, o se estaba con él o contra él, no había otra opción verosímil por la cual inclinarse. Y más aún cuando, solo días antes de la elección, Narciso salió a decir, desde el pantano y con la cara llena de espanto, que apoyaba a su rival Andrew Cuomo, aunque ya no había cómo zafar.

De hecho, la única mención directa sobre Donald Trump durante toda la campaña vino la de noche del triunfo, cuando en medio del júbilo total de sus seguidores Mamdani tomó el micrófono y tiró de la oreja del Presidente para dedicarle cuatro palabras de advertencia: “turn the volumen up” (un imperativo que, en un castellano literal, se lee como “Sube el volumen”, y podría traducirse mejor como “Escucha, te vamos a hablar fuerte”), sabiendo muy bien que el otro estaba atento a sus palabras esa noche casi milagrosa para la izquierda del partido Demócrata. Sin perder tiempo ni ojo para los negocios, el diario New York Post tituló al día siguiente “THE RED APPLE” (con la R invertida, mirando hacia la izquierda), acompañando una foto de Mamdani sosteniendo la hoz y el martillo de la Internacional comunista sobre su cabeza. De inmediato, el titular se transformó en un tazón de café con la imagen impresa que se vendió por millares en las calles y puestos del barrio Chino. Tras esto, vinieron las cifras del combate: la concurrencia a las urnas de los jóvenes entre 18 y 29 años subió del 11,1 porcentual el año 2021, cuando salió electo Eric Adams, al 41,3 en la elección de Mamdani. Es decir casi cuatro veces más que hace cuatro años. Dos motivos explican este aumento sideral en la votación de los más jóvenes, de acuerdo a Thomas Edsall, un experto veterano en el estudio de datos demográficos y conductas electorales: el enojo de una población educada y al mismo tiempo despreciada por la elite política, y por otra parte la legitimidad moral que Mamdani imprimió a su candidatura, en la forma de una demanda por accesibilidad a una vida mejor, condimentada con una insurgencia al interior de un partido Demócrata derrotado en su inmovilidad y falta de ideas.

En su artículo, publicado en el Times a una semana del triunfo, Edsall dejó entrever sin embargo que los números de Mamdani no eran todo lo elocuentes que deseaban ser, y Paul Begala, estratega de la campaña de Bill Clinton en 1992, apuntó en el mismo artículo al hecho de que 50,4% (el porcentaje ganador de Mamdani) no era una gran cifra para los demócratas en Nueva York, considerando que Adams obtuvo 67% y Bill de Blasio 73% en su primera elección. Es claro que el voto demócrata estaba dividido, y que la ciudad, lo mismo que el país y el mundo, se ha derechizado, mientras la izquierda se ha radicalizado en busca de su propia alma extraviada en la identidad. Ante esto, la predicción de John Mollenkopf, director del Centro de Estudios Urbanos de la Universidad de Nueva York ((CUNY), es que tarde o temprano Mamdani se verá confrontado en su propia base electoral con los sectores más extremos del DSA, “para quienes esta elección es solo un camino hacia la revolución”. De suceder, sería un déjà vu de la izquierda, ya remedado en tantas otras ocasiones y países que solo cabe esperar que Mamdani no administre la ciudad al modo en que Hamas gobernó en Gaza contra sus rivales internos y externos.

ROBERTO BRODSKY
ROBERTO BRODSKY
Roberto Brodsky (Santiago de Chile, 1957). Escritor, profesor universitario, guionista y autor de artículos de opinión y crítica. Entre sus novelas se cuentan El peor de los héroes (1999), El arte de callar (2004), Bosque quemado (2008), Veneno (2012), Casa chilena (2015) y Últimos días (Rialta Ediciones, 2017). Residió durante más de una década en Washington como profesor adjunto de la Universidad de Georgetown. Ha vivido por largos períodos en Buenos Aires, Caracas, Barcelona y Washington DC. A mediados de 2019 se trasladó a vivir a Nueva York.

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