El día que Donald Trump asumió su segundo mandato como nuevo presidente de los Estados Unidos, la temperatura en Nueva York bajó de -4 a -8 grados Celsius. El martes 21, al día siguiente, el termómetro aumentó a la baja marcando -11° grados, y el miércoles no se detuvo, llegando a los -12° grados, con un viento ártico que cortaba las orejas, en lo que la prensa calificó como el invierno más extremo y riguroso en toda una década.
Asomado a la calle desde la estrecha escalera de incendio del departamento de la calle White donde vivo, en la zona baja de la ciudad donde está el Barrio Chino y la nueva zona de galerías de arte en Tribeca, el aspecto que ofrecía la esquina con West Broadway era el de una pista de hielo, blanca y desangelada. Ni las ratas de Nueva York se atrevían a salir. La helada espantó a los transeúntes e hizo del escaso turismo de invierno una empresa de alto riesgo, más peligrosa aún que bajar al subte y arriesgar un empujón al paso del tren donde, dos veces al mes según las estadísticas recién publicadas, alguien es arrojado a los rieles contra su voluntad. Todo esto, ante la impasibilidad del alcalde de la ciudad, Eric Adams, un expolicía de raza negra afiliado al Partido Demócrata, que enfrenta un juicio por corrupción y soborno ante la justicia federal, y que por arte de magia declaró su disposición a colaborar con el nuevo presidente a una semana de asumir la Casa Blanca.
No ha sido el único pero sí uno de los primeros en mostrarse obsequioso con la agenda personal y política del presidente Trump en sus días inaugurales: deportación masiva de los 14 millones de inmigrantes sin estatus legal en el país o con permisos temporarios; liberación inmediata de los 1 600 miembros de los grupos de ultraderecha condenados por asaltar el Capitolio cuatro años atrás, incluyendo a los procesados por crímenes violentos como el exmarine Thomas Webster y el contratista Dominic Pezzola, ambos sentenciados a diez años de prisión; despido sumario de una docena de funcionarios independientes del aparato estatal; y cesación en los servicios judiciales de cada uno de los miembros del aparato de justicia que participaron en las investigaciones sobre malas prácticas, prevaricaciones y ocultamiento de documentación durante el primer mandato de Donald Trump entre 2016 y 2020.
Nadie se salva, y sálvese quien pueda, son las consignas del momento. Ni el Canal de Panamá ni Groenlandia ni el aumento de las tarifas comerciales a México y Canadá están exentos de castigo. Y los que balbucean una respuesta, como el presidente de Colombia Gustavo Petro, tienen que pedir auxilio antes de ahogarse por completo en la verborragia nacionalista buscando imitar a Trump, cuando no superarlo. Otras medidas inmediatas, como cancelar a los canceladores de izquierda, acabar con las designaciones multiculturalistas de género, desfinanciar los programas de Diversidad, Equidad, e Inclusión, conocida en los departamentos universitarios como DEI, o apretarle el cuello a Netanyahu para obligar una tregua con Hamas que permita el retorno de los secuestrados el 7 de octubre de 2023, son muestras de un poder recargado por el triunfo en el voto popular y el colegio electoral, incluyendo los siete estados en disputa durante las elecciones de noviembre, más un intento de asesinato en medio de la campaña. “Todo el mundo quiere ser mi amigo”, posteó con mayúsculas de asombro el nuevo presidente en su cuenta personal de Truth Social, luego de reunirse a puertas cerradas con Jeff Bezos, el patrón de Amazon y dueño del Washington Post, entre otras reliquias liberales. Y no exagera: hasta Nicolás Maduro apretó la mano del enviado especial de Trump a Caracas, Richard Grenell, quien el último día de enero se trajo de vuelta en el avión a los seis norteamericanos que se mantenían presos en ese país desde hacía meses. Estamos satisfechos, dijo Grenell al volver a Washington con los liberados, en un ejercicio de diplomacia directa con un naipe de represalias en la mano si Maduro insistía en declararse un antiimperialista intachable.
La genuflexión no ha parado un solo instante. Pero de todas, sin duda la más espectacular ha sido la de los big tech de Silicon Valley, esos muchachos liberales que se visten con poleras de algodón color crema al dar sus charlas de introducción a los nuevos productos y tienen novias asiáticas que llevan de la mano entre un sonido de joyas, promoviendo el estilo casual de los nuevos gánsteres del capitalismo tardío. No solo Elon Musk, el más rico y brillante de todos, ha hecho alarde de su alianza prematura con Trump. Lo siguieron el ya citado Bezos, que puso 40 millones de su fortuna personal para financiar un documental de Melania Trump sobre ella misma, Tim Cook, de Apple, Sundar Pichai, de Google, y el inefable adolescente eterno Mark Zuckerberg, todos prometidos libertadores de una nueva era tecnológica que abonaron millones de dólares cada uno para la fiesta inaugural de Trump en Washington. Es el precio a pagar en beneficio de un mundo modelado por y para ellos mismos, sin trabas reguladoras ni fronteras verticales, reunidos en torno al Gran Jefe que les abrirá paso a la conquista de la Inteligencia Artificial en el futuro inmediato. Es el asalto al poder de un nuevo tipo de gánsteres, los hoy llamados oligarcas de la tecnología, ya sin trajes de buena conducta en contra de los discursos de odio en las redes sociales ni máscaras de beneficencia para que cada infante, niño o adulto, tenga su computador en casa con el último software de AI haciendo las tareas por ellos.
Juntos, todos ellos auguran una era nueva y alarmante que comenzamos a vivir con el segundo mandato de Trump, escribió con lucidez aterradora Ezra Klein, cientista político, escritor y columnista habitual del New York Times. En un análisis a toda página el día antes de la asunción presidencial, Klein admitió que la situación desbordaba cualquier intento de predicción sobre lo que ocurrirá a futuro, evocando a Antonio Gramsci y sus proféticas líneas cuando escribió: “El mundo que conocíamos está muriendo, y el nuevo mundo lucha por nacer; hoy es el tiempo de los monstruos”.
¿Y los demócratas? ¿Qué pasa con los demócratas?, pregunta el protagonista de La conjura contra América, la novela que Philip Roth publicara en 2005, hace veinte años exactos, y donde ficcionaliza el triunfo presidencial del aviador criptofascista Charles Lindbergh en las elecciones norteamericanas de 1940, con Hitler ya lanzado a la conquista de Europa. Narrada en primera persona, Philip es un niño de diez años que busca situarse en un mundo donde los judíos corren grave peligro con Lindbergh en el poder, entonces pregunta a su padre qué están haciendo los demócratas para impedir ser aplastados como a insectos inoportunos en la gran transformación que el Tercer Reich está imponiendo.
“No me preguntes por los demócratas, hijo. Ya estoy bastante enfadado sin necesidad de entrar en eso”, es la fúnebre y magnífica respuesta de Herman, el padre de Philip.
Aislado en su propia comunidad, entumecido por las malas noticias que recibe a diario sobre la situación en el mundo y en su propio país donde creía estar protegido del odio étnico por instituciones de justicia que garantizaban la permanencia en una cultura democrática, Herman le escribe a sus parientes tras una visita familiar a Washington donde el nombre del presidente Lindbergh es sinónimo de gloria recuperada: “Sabíamos que las cosas estaban mal, pero no de esta manera. Había que estar allí para verlo. Ellos viven en un sueño y nosotros en una pesadilla”.
La novela tiene la audacia característica de otros libros de Roth, pero además se atreve a imaginar lo inimaginable: un desencadenamiento de fuerzas destructivas que se conjuran desde el poder para acabar con la democracia. El objetivo es sustituirla por una suerte de nueva monarquía de mentes brillantes y estrictamente blancas y protestantes con un chivo expiatorio ya señalado por el Reich: los judíos, allí y en cualquier otra parte donde se encuentren. Ellos son los enemigos a destruir antes de que destruyan el país. No es necesario estrujarse los sesos para comprender que hoy esos judíos de Lindbergh son los inmigrantes hispanos y latinos de Trump. A ellos se les debe culpar de la decadencia del imperio en su hora actual. La solución es expulsarlos en masa para iniciar la recuperación de la gran nación. Como profesó Curtis Yarvin, un ingeniero computacional de mediana edad y gran entusiasta del gansterismo tecnológico, la democracia es demasiado débil como sistema de convivencia para la nueva era que se avecina. Lo que necesitamos, dice en una polémica y reciente entrevista de domingo, es un régimen de CEOs, es decir de altos ejecutivos de empresas corporativas de punta, quienes se encargarían de reportar al directorio central para las decisiones estratégicas y la correcta conducción del país. En palabras simples, una dictadura de la oligarquía big tech con un conductor máximo como líder ejemplar.
¿Y los demócratas? ¿Qué pasa con los demócratas?, papá. Nada, hijo, nada: después de alentar los negocios de Zuckerberg, Bezos, Pichai y unos cuantos más, y de promoverlos como grandes portavoces del liberalismo y la multiculturalidad desde el primer gobierno de Obama hasta el día de ayer, es poco y nada lo que los demócratas pueden hacer hoy. Esto mismo explica la irrelevancia que están teniendo en el debate actual, como si se hubiesen jubilado con la derrota de noviembre. Es la gran paradoja del nuevo escenario político y cultural creado por Trump 2.0. No son los demócratas, sino el populismo nacionalista de los MAGA, ese que quiere hacer grande a América de nuevo, el que está en contra de la globalización económica y a favor del aislacionismo internacional (muy a la manera del aviador Lindbergh en los años cuarenta, que se oponía a Roosevelt y su compromiso con los países agredidos por el nazismo), quien está liderando la oposición más dura al copamiento del poder por parte de los multimillonarios de Silicon Valley, convertidos en unos lacayos con ventaja en la nueva administración. Un enfrentamiento al interior de la misma coalición que devolvió a Trump al poder está diciendo lo que ocurrirá con los nuevos monstruos de la Casa Blanca. Afuera, en la calle White, la temperatura ha comenzado a subir de manera inequívoca. Para todos, es evidente que seguirá subiendo todavía más. Ya al concluir las primeras dos semanas, el congresista republicano Andy Ogles introdujo un proyecto de enmienda constitucional para permitir un tercer mandato en 2028 para Donald Trump. El hombre viene recargado, papá.