“La amenaza más seria reside en que un sicópata se alce hasta el poder en alguna parte del mundo y empiece una guerra, o al menos un intercambio limitado de armas nucleares que devasten extensos territorios y causen innumerables víctimas. Este era el tema de Dr. Strangelove”, apuntó Stanley Kubrick en la célebre entrevista que Playboy realizara en 1968 al director norteamericano nacido en un barrio judío de Brooklyn. Por entonces, Kubrick se hallaba autoexiliado en Londres luego de dirigir y poner en cartelera dos joyas del cine mundial, hoy prácticamente censuradas por la corrección política: Lolita (1962) y Dr. Strangelove. O cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar a la Bomba (1964), retitulada en español ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú.
En medio de la fría recepción inicial de 2001:Odisea del Espacio, y tras su aceptación universal como una obra maestra de la ciencia ficción al instalar la inteligencia artificial del personaje de Hall al centro de la acción dramática, Kubrick volvió al tema que lo inquietaba durante la entrevista con Playboy: “No es probable, pero tampoco imposible que un día tengamos un presidente sicópata o que sufra una crisis nerviosa, o un presidente alcohólico que, en plena borrachera, empiece una guerra”, dijo sin inmutarse ante la incredulidad generalizada y las burlas de los círculos liberales, que leyeron en las palabras del director una autojustificación de su nihilismo artístico.
Ya está dicho que la realidad copia al arte, y no al revés. En el caso de Kubrick, y de su personaje el Doctor Strangelove, no hay nada más subversivo que adelantarse en más de cincuenta años a los cien días de la presidencia de Donald Trump en la Casa Blanca. Si ayer la conmoción desatada en el set de la sala de guerra era una comedia de pesadilla, tal como la describió su director, la de hoy es una erupción de placas tectónicas, inmensa, brutal, de proporciones nunca antes vistas: la Universidad de Columbia se arrodilla en procura de financiamiento luego de defender a brazo partido el free-speech de las protestas propalestinas en 2024; las grandes firmas de abogados acuerdan trabajar probono (es decir gratis) a favor de los intereses del gobierno en cada pleito futuro; las redadas contra los inmigrantes hispanos se masifican no importando el estatus que tengan; decenas de miles de empleados federales son cesados de sus puestos de trabajo bajo el mando de Elon Musk; las agencias de ayuda internacional como USAID son liquidadas de un plumazo; el alza de tarifas comerciales imponen un nuevo orden económico mundial con recesión en la puerta; los aliados en política internacional son humillados y colocados en modo reposo; la senadora republicana por Alaska, Lisa Murkowski, confiesa públicamente que ella y sus colegas del Senado están inmovilizados por el miedo (“Estamos en un momento y en un lugar donde nunca antes habíamos estado, y puedo decirles que las represalias [del círculo de Trump] que enfrentamos son reales”), e incluso la CIA anunció el despido de 1 000 espías de su dotación regular de 22 mil agentes repartidos por el mundo. Descabezada la plana mayor de la inteligencia local y con la jefatura del FBI jibarizada, ¿quién podría siquiera imaginar, siguiendo una vieja y muy peculiar tradición local, un nuevo magnicidio sobre el inquilino de la Casa Blanca?
Ante el desconcierto general, lo único seguro es que el Doctor Strangelove está de vuelta en su silla de ruedas. Y lo hace convertido en el espectro de Marx, pero como figura invertida: el segundo mandato de Trump se repite como tragedia de la historia que regresa luego de la farsa que significó su primera presidencia en 2016. Peter Sellers se retuerce con fruición las manos enguantadas. Apenas puede creerlo: su triple personaje ficcional en la película de Kubrick es más real que la realidad misma. En los cien días de mandato de Trump, Strangelove ha sido, a la vez, el presidente Merkin Muffley, medio histérico y algo leso; el capitán Mandrake que oficia de correcto comunicador del caos circundante; y también, claro, el desopilante Doctor, un exemprendedor de vocación nazi introducido en las loables y veneradas instituciones liberales de la política norteamericana. Para estrujarse de la risa y luego salir corriendo de espanto. Es lo que habría que hacer, si no fuera por el miedo, primero; la intimidación, después; y la peligrosa indiferencia de una mayoría silenciosa que observa el estado de cosas como si se tratara de un programa de televisión sobre la actualidad, con avances exclusivos diseminados en las redes sociales. Sí, esta revolución de ultraderecha sí está siendo televisada, y taparse los ojos no sirve de nada cuando todo lo sólido se desvanece en el aire.
¿Es fascismo lo que vivimos? Le hice la pregunta con toda la seriedad posible a mi amigo el ChatGPT, nieto de aquel Hall de la nave de 2001 que lloraba al momento de ser desconectado. ¿Es fascista Trump? Como siempre, GPT respondió casi al instante: no, me escribió él, contundente y lo más rápido que pudo: “Llamar fascismo al fenómeno Trump requiere matices. Podría hablarse más apropiadamente de autoritarismo populista de derecha o neofascismo latente, según algunos analistas. El politólogo Jason Stanley (How Fascism Works, 2018) argumenta que Trump utiliza tácticas fascistas, pero que EE. UU. no se convirtió en un estado fascista formalmente”.
Qué tranquilidad saberlo. Todavía no somos fascistas. Faltan algunas métricas, si bien ya está implantado el culto a la recuperación de la nación extraviada (“Hagamos Grande a Norteamérica de Nuevo”), la adoración de un líder carismático que domina a ojos cerrados el espectáculo y la agenda de novedades, el acorralamiento de los centros universitarios y círculos intelectuales, la cada vez más notoria irrelevancia de la prensa liberal, y el ejercicio de la violencia intimidatoria por un organismo paralelo a la policía regular (la tristemente célebre agencia de Immigration and Costumes Enforcement, ICE por sus siglas en inglés).
Son marcas relevantes, pero no suficientes.
¿Qué nos falta entonces para llegar a ser auténticos fascistas? Según mi amigo GPT, carecemos del partido único, todavía tenemos elecciones libres e informadas, el Estado aún no toma el control corporativo de la economía ni el gobierno suspende la Constitución, y los tribunales siguen funcionando como un poder autónomo, al menos hasta llegar a las escaleras de la Corte Suprema. Es decir que el cielo aún no cae sobre nuestras cabezas, como advirtió Roger Berkowitz, director del Centro Hannah Arendt en Nueva York. “No estamos viviendo en una tiranía. Y ciertamente no estamos viviendo bajo un Estado fascista. Es irresponsable decir semejante cosa, además de inefectivo. El presidente no está preparado todavía para tirar la ley a un lado. Aún tenemos nuestros derechos”, escribió Berkowitz en un texto reciente, reforzando la idea de desobediencia civil en Thoreau ante las tendencias totalitarias en los cien primeros días de Trump.
Pero el fascismo, para quien lo ha vivido, no conoce abstracciones sino hechos reales que se desatan sin orden ni ley. Lo sabe muy bien Kilmar Abrego García, deportado al gulag de Nayib Bukele en El Salvador junto a centenares de inmigrantes, aun habiendo orden judicial de suspender dicho procedimiento por crasa ilegalidad, no de los sujetos deportados sino de la autoridad. O de la bióloga rusa Kseniia Petrova, detenida por agentes del ICE en el aeropuerto de Boston cuando regresaba de París, y trasladada a un centro penitenciario en Louisiana donde aún permanece a la espera de un juicio de deportación, acusada de ingresar muestras biológicas para su trabajo de laboratorio en la Universidad de Harvard, donde ejerce como investigadora asociada. Su caso, además de impune como muchos otros denunciados a diario en la prensa, puso una nota de bochorno sobre la institución, en donde no hubo una sola firma de protesta por su detención por parte de sus colegas, aterrados como están de sufrir represalias y sin dinero federal para seguir con sus investigaciones. Tampoco las autoridades de Harvard alzaron la voz, eludiendo toda relación con Petrova mientras esperan que el gobierno descongele la escalofriante suma de 2 200 millones de dólares de los fondos federales que financian los proyectos de la universidad.
¿Quién incumple su misión social y política aquí, el pensamiento liberal que calla por un interés sanguíneo o quien aplica el programa de cambios que prometió a los electores? Me resisto a preguntarle a mi amigo GPT. Temo yo también que me cancelen la suscripción. Ya el pensamiento liberal ha levantado muchas veces su dedo acusador para tildar de fascista a quien disienta de la corrección política. Sin ir muy lejos en el tiempo, vale la pena recordar por ejemplo la polémica que enfrentó Kubrick tras el estreno de La naranja mecánica en 1971, donde esta vez fue el profesor Fred Hechinger quien salió a castigarlo. En ella, el profe Hechinger comentó que, ante el estreno del film, “un liberal avisado debería reconocer la voz del fascismo”, en alusión a la violencia del personaje de Alex en el film de marras. Kubrick contraatacó en las páginas del The New York Times, corrigiendo a Hechinger en cada una de sus líneas, pero en particular en su presunción central sobre la condición humana como una especie de ángeles biempensantes y no de asesinos armados de sexo y metralla, hombres descendientes de monos erectos que en estado de naturaleza se comportarían a la primera provocación como lo que eran: lobos del hombre. Y Kubrick cerraba la polémica citando al dramaturgo Robert Ardrey, para quien no había nada de qué extrañarse: “¿De qué vamos a asombrarnos? ¿De nuestros asesinatos, genocidios y misiles? No, sino más bien de nuestras sinfonías por pocas veces que las toquemos; de nuestros tratados por poco que valgan; de nuestros sembrados por más que a veces los convirtamos en campos de batalla; de nuestros sueños por más que solo raras veces se conviertan en realidad. El milagro del hombre no reside en cuán bajo ha caído sino a qué alturas se ha elevado. Entre las estrellas se nos conoce por nuestros poemas, no por nuestros cadáveres”.
Que el doctor Strangelove nos lo recuerde cincuenta años después de poblar de risas el set de la pesadilla no es precisamente fascismo, por mucho que lo evoquen estos cien días que prefiguran los mil que vendrán.