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‘Madre de corazón atómico’, una novela escrita con los ojos

La novela de Agustín Fernández Mallo puede que me ayude a entrenar mis ojos para las visiones que depara la frialdad de ciertas habitaciones, el ruido de ciertas máquinas, ciertos goteos… Pero también me invita a estar más atenta, más despierta ante los sucesos que conforman lo más peculiar de nuestras vidas.

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La primera vez que leí su nombre fue referido por el crítico y curador Iván de la Nuez en su texto “El tiempo muerto de los museos”, a propósito del cuerpo de trabajo Museum Traces del artista visual Ramón Williams. De la Nuez mencionaba la idea del escritor Agustín Fernández Mallo de que no es solo que la cultura use el reciclaje, sino que toda ella es reciclaje. No podía imaginar entonces que nos encontraríamos en la Feria del Libro de Miami de este 2025 en la biblioteca del Wolfson Campus, habilitada como comedor-buffet para los escritores y sus infiltrados. Fernández Mallo, en un asiento aparte, comía algún bocadillo que digeriría convenientemente para proporcionarle la energía necesaria para presentarse en un salón, ante un público que necesitaría de esa ATP convertida en palabras. Me perdí el resultado de esa digestión, pues a esa hora yo estaba en otro salón en un panel, hablando de mi libro y dejándole caer al público ciertas ideas recicladas de mi escritura y mi entorno cultural. En fin, que luego de que las presentaciones casi simultáneas terminaran, volví a ver a Agustín.

Le pregunté si podía darle mi novela. (Ya le había contado que andaba a una cuarta parte de terminar la suya, la que acababa de presentar). Aceptó aduciendo que aun tenía espacio en la valija. ¿Cómo olvidar que un libro es materia y pesa, y toda la materia que pasa por los controles de los aeropuertos es susceptible de generar cargos? Ni siquiera sé si en algún momento leerá mis desvaríos, pero el hecho de imaginar que mi rusa y los otros delirantes personajes de mi novela sobrevuelen el Atlántico en un avión cerca de él, me saca una sonrisa. Y es que la novela Madre de corazón atómico (Seix Barral, 2024), presentada en esta feria del libro, se despliega alrededor de un meollo anecdótico fundamental que es la visión del padre del escritor que viaja en un avión de Kansas a La Coruña con escalas intermedias, transportando una veintena de vacas de cierta calidad genética. En medio de una tormenta el padre, que era veterinario, baja a las bodegas del avión para comprobar que los animales están bien y visualiza una multitud de ojos bovinos destellando en la oscuridad. Visión que el escritor se encargará de alterar cuando luego de su muerte escarbe en su papelería y descubra que lo que toda una vida creyó que eran vacas fueron en realidad cerdos. Y es que esta novela es una autoficción en constante desarrollo donde el autor no aspira a crearnos una ilusión de veracidad definitiva, sino todo lo contrario. Su escritura apunta a que la vida y la percepción se engarzan entre lo dicho y el entredicho, entre la certeza y la incertidumbre, entre lo amorfo y lo definitivo. “El alma de un objeto no es lo que este tiene de inmutable, sino todo lo contrario, el alma de las cosas es aquella parte de ellas que continuamente se transforma”, dice Agustín.

Patricia Millán en su blog Relatos en Construcción llama a Fernández Mallo un conector de géneros y me parece un término inmejorable. En Madre de corazón atómico pareciera que el protagonista es la propia mente del escritor que nos participa de sus registros, conexiones y hábitos más íntimos. Hay varios y muy buenos ensayos y reseñas sobre esta novela, que tiene tanto de ensayo en sí misma. Entre las ideas que Fernández Mallo maneja está la de la memoria como literatura, lo cual me fascina. Memoria que se nutre y recicla de otras memorias de carácter gráfico (dígase fotografía, factura de compra, pegatinas con problemas matemáticos, etc.), comenzando por el título que toma prestado del disco de Pink Floyd, y que, según nos enteramos, fue elegido por los músicos a partir de una noticia aleatoria que encontraron en el periódico: una mujer embarazada a la que le implantaron un marcapasos, un corazón atómico. La foto no pudo ser incluida por razones de derechos legales, pero sí está incluida una captura de pantalla del despacho y un fragmento de la silla de madera de cerezo del padre, quien lo iniciara en el amor por la ciencia y las observaciones de la naturaleza. En los cajones del padre donde hay imágenes de ganado, dibujos a plumilla, anotaciones en las márgenes de los libros, hay también un resumen de viaje: “Mezcla de bitácora y documento técnico, tanto detallaba aspectos del Medio Oeste norteamericano, con especial atención al consumo de masas y los hábitos alimenticios, como recogía descripciones técnicas relacionadas con la veterinaria”. El novelista hace reproducir para el lector más de una decena de imágenes que completan el resumen, incluyendo una vaca mirando a la cámara que recuerda la del disco Atom Heart Mother. Todo este material del padre será rumiado por el hijo escritor y deglutido de otra forma, eso que hace que la memoria alimente la literatura y viceversa.

No puedo dejar de mencionar las pegatinas en las que copió a mano los seis problemas matemáticos del milenio, las cuales va dejando en diferentes escenarios, desde el hotel Formentor en Mallorca donde se alojara Jorge Luis Borges, hasta una cabina telefónica en el barrio de Wynwood en Miami. El último problema matemático del milenio quedó adosado en un poste telefónico de Ciudad México. Estando allí es donde se entera de la muerte de su padre, poco antes de encontrarse con el escritor Mario Bellatin; en el camino a su casa, Agustín tiene una especie de epifanía: “En aquellos años yo siempre llevaba una pequeña cámara de iPod en el bolsillo. En tanto Mario me aguardaba en una esquina me detuve a filmar a unos operarios que levantaban una calle. Con gran claridad aprecié los estratos de asfalto, la capa granular y las variadas tierras que a su vez se subdividían en otras de diferentes texturas y humedades, y abajo del todo la confusión de tubos, cañerías y diferentes conducciones que conectan la ciudad. Como ocurre con los cuerpos en los hospitales, me dije: arriba se halla la luz, la luz de la ciudad figurativa, la ciudad que vemos, y abajo, en la oscuridad, yace la ciudad abstracta. Fue en el transcurso de esa filmación cuando por primera vez pensé en algo que ya en otras páginas he apuntado: la muerte de un ser querido genera de inmediato una resurrección dentro de ti, alguien que, más vivo que el muerto, te acompañará para siempre”. Ya en casa del amigo observa una fotografía enmarcada, hecha por Graciela Iturbide sobre una columna de atrezo utilizada por el cineasta Luis Buñuel en su película Simón del desierto,y que fue tomada en un vertedero donde fuera arrimada como un objeto inútil. En un reciclaje de reciclajes, la fotografía fue regalada por Bellatin al visitante, o más que regalada, traspasada.

Hay un capítulo en particular, ya en las páginas finales, que puede leerse con independencia, como si se tratara de un ensayo sobre arte. En él hay una confesión: “Me interesan las fotografías, siempre me han interesado, en cualquiera de ellas se halla uno de los momentos más misteriosos y contradictorios que conozco: un instante que no valiendo para nada vale para todo”. En este capítulo desmenuza un episodio de un viaje suyo a Iowa City, de visita en lo que allí llaman una tienda de antigüedades, donde deja que sus manos se hundan en “un cajón lleno de fotografías anónimas y revueltas”. De entre varias, elige algunas. En la primera, fechada en 1957, una pareja lava el coche en el jardín de su casa. Ya sabemos lo que significa para una familia de clase media norteamericana de los suburbios en esa fecha el tener un coche. Cuidarlo y presumirlo puede ser para ellos una experiencia “de connotación sexual” y el ojo de Agustín lo reconoce en la propia imagen, en esa espuma que como semen se derrama por el costado del capó.

Esta novela me trae ecos de otras poéticas afines, tal vez por sus estudios de las Ciencias Físicas, la que fuera su primera profesión. Esa reverencia por la propia condición material del mundo está en la base de su obra, con la misma pasión con que Roger Caillois coleccionaba sus minerales de ensueño, o Benjamin Labatut siente que literatura y ciencia parten de una misma condición mágica del mundo. Incluso el propio escritor también gallego Manuel Rivas con su “pegar el oído a la tierra”. Sintámosle el peso a esta frase de Fernández Mallo y díganme si esto no es una declaración de principios en cuanto a creación: “La más radical realidad fantástica ya está ahí, en esos arándanos transformados en licor, en esas katiuskas metamorfoseadas en horno, no hace falta inventarles a las cosas un lirismo que de por sí ya poseen. Pero hay que encontrarlo, educar el ojo para llegar a ver esa parte aparentemente irreal que hay en todo cuanto nos rodea, y después tener la habilidad de contarla”.

No sé qué suerte tendrá el libro que le regalé a Agustín, ni siquiera si realmente iba en su valija cuando fue devorada por las fauces del avión. No conservo una imagen del momento en que conversamos en medio del tumulto de la feria. Pero tengo confianza en que le depare un buen destino, como la columna de Simón en el desierto, como el jabón que se escurre sin dar frutos. A mi madre el pasado verano, días antes de cumplir ochenta años, le colocaron un artefacto que aquí llaman pacemaker y que ayudará a que su ritmo cardíaco no desmaye. No es un corazón atómico, ahora funcionan con baterías de litio y no de plutonio. Gracias a la ciencia el corazón de mi madre no se ha parado, y aun así uno se resiste a encontrar belleza en ciertos lugares no acostumbrados. La novela de Agustín Fernández Mallo puede que me ayude a entrenar mis ojos para las visiones que depara la frialdad de ciertas habitaciones, el ruido de ciertas máquinas, ciertos goteos…Pero también me invita a estar más atenta, más despierta ante los sucesos que conforman lo más peculiar de nuestras vidas, a no desatender el todo donde nuestra pequeñez cabe, en fin, a fortalecer ese corazón que alimenta a la memoria.

MARÍA CRISTINA FERNÁNDEZ
MARÍA CRISTINA FERNÁNDEZ
María Cristina Fernández. Narradora. Ha publicado tres libros de cuentos para adultos y dos títulos de literatura infantil. Ha incursionado en el ensayo y la crítica de arte y literaria. Textos suyos han sido publicados en La Letra del Escriba, Letralia, Conexos, Latin American Art, El Nuevo Herald y Diario de Cuba. Desde el año 2006 vive en Miami.

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