La vigilaba moverse lentamente, arrastrando sus rayas amarillas y negras sobre la buganvilia y escribí un poema sobre la lentitud. Pero no sabía que las orugas, hilando más rápido su tejido hasta desvanecerse y convertirse en otra cosa, no se dan por vencidas. Y que esa lentitud aparente, las vuelve más rápidas, hasta dejar al cuerpo ser gusano y, luego, mariposa. Así deberíamos dejar este cascarón cuando el tiempo cambia del lugar conveniente y las evoluciones que hacemos no son suficientes para sobrevivir, pero nos aferramos cada vez más a las palabras: no sé por qué, estoy aferrada.
Creo ver a un amigo llegar al café; creo ver una mancha oscura volteándose tras la puerta, es Tula. Todavía pienso que todo va a volver hasta inundarnos con ese eterno retorno que nos miente durante un maremoto que no llega. Esa línea frágil de separación entre lo que era y lo que ya no será. Y, durante esa espera, dudamos de que fuera real alguna vez: mi madre no regresa de la copa de agua a traerme sopa a la escalera, mientras que las flores que algunas veces le pongo, se marchitan sin gritos ni respuestas.
Mi padre no ha vuelto tampoco de aquella piedra verde azul esmerilada junto al mar de Santa Fe que fue su lápida, pero aún veo sus rodillas haciendo remolinos al adentrarse en la costa pedregosa: “vengan cuando ya no esté” –nos dijo–. Aquella frase de la última vez que fuimos al mar con él todavía sigue haciendo un remolino. ¿A dónde se fueron aquellas palabras? ¿Cómo quedan otras para sustituirlas ya sin ellos? Cuando me prometo olvidarlas para resistir como la oruga por dos o tres semanas, mientras dura su estado de crisálida, sé que no lo merece, porque olvidar para resistir no tiene sentido y, entonces, las invento.
Me agacho debajo de la cama a ver si pusieron otras palabras (sospechosas) que me permitan revisitarlos. Pero las que invento para estar con ellos solo sirven como muletillas. Son las palabras de un nuevo jardín de olvido que atravieso: sin sombra, sin deseos, sin destino, sin tiempo, sin consuelo, y sin ellos. Jamás estarán en ningún diccionario, porque son las que regresan de la muerte de lo que queríamos; de la muerte de lo que alguna vez tuvimos, pero, sobre todo, de la manera de verlos morir que nos dejaron.
Por fin, las encuentro entre el desvelo de un sueño muy antiguo debajo de la cama de hierro de la infancia donde quedaron los juguetes amontonados; debajo del librero donde escondí: Veinte mil leguas de viaje submarino; debajo de la banqueta donde Asia y Marina tocaban con las manos el pedal del piano, mientras la madre encima toca aún conmigo, la ilusión de unas teclas sobre el poyo de la ventana donde el verde fresco de la oruga ha empezado su transformación.
La vejez es el momento de la transformación definitiva. El momento de sacar otras palabras haciendo escaramuzas para remodelar las que tuvimos nunca precisas ni exactas, zigzagueantes; palabras que no estuvieron nunca en lo real, sino que atravesaron la existencia cayendo desde fragmentos de conversaciones cortadas de cuajo cuando, aproximándose, se nos presentan indefensas para secuestrarlas: livianas, temblorosas, e incompletas al final del viaje.
“Tranquila” –me decía, Pepe–, paralizando mi inquietud constante. O “agua pasa su zapato”, refranes de mi madre asegurándonos que, si las telarañas tejían sus telas y las orugas sus crisálidas, no habría ciclones esa temporada. Y las creo –aunque a veces, no todas sean creíbles–, cuando me las apropio, y ya son mías mientras se desplazan de un lado a otro sin descanso, aunque no las guarde ni preserve en algún sitio especial, salen cuando menos lo espero desde aquella alacena que ni siquiera pude tener; desde esos huecos que se producen por falta de pensamientos y de otras palabras vitales en lenguas que no aprendí por pereza, pero que aparecen cuando menos lo querríamos para salvarnos de las imprecisiones diciéndonos a su pesar: “…estamos todavía aquí”.
Entonces, mentimos sobre su procedencia cuando nos resguardan y hasta parecemos más sabios y precisos gracias a ellas, aunque solo nosotros sabemos la verdad de su origen. Podemos desentrañarlas hasta con gestos, o miradas que nos atraviesan como tijeras. Así obtenemos aquellas palabras de los ancianos y de los muertos como apariciones, y “avanzo entre ellos sin que me reconozcan” –les digo– para resucitar un tiempo más.
Última vez
Las rodillas de mi padre
entrando al agua
cortándola.
Los peces en fuga debajo
de sus pies
el resplandor del sol
tangencial
y amarillo
durante esa caminata
hacia nosotros:
barco-papá
anclado allí.
II
Aquellos días en los que contemplábamos como aquel Keusching las cosas más simples, hallando el momento de sensación verdadera en cualquier cosa, cuando ni el dolor ni la falta de dinero eran obstáculos –porque nunca había dolores ni dinero–, y salíamos cogidos de la mano por la calle. Árbol seco, calle llena de galpones abandonados tras sus puertas de hierro oxidadas, pero estábamos bajo la impresión del abrazo rodeando tu cintura, o mi cuello. O cuando presentíamos el invierno que bajaba desde el mar con su olor a fritangas recalentadas en cazuelas mugrientas a lo largo de la calle de las tiendas, buscando una sidra casi siempre vencida y pasando a través de la precariedad que nos rodeaba con indiferencia y sin involucrarnos, creyéndonos distintos, porque tomaríamos una sidra helada y comeríamos después turrón de yema.
Eran momentos de banda ancha –los llamaba–, apretujarnos en la ruta 58 hasta Cojímar para ver el mar, rodeándonos. Si los colecciono, se vuelven un puñadito entre las manos vacías y eso fue todo: ahorrarlos para cuando no hubiera otros. Verte sobre la yerba estirado a más no poder con la camisa blanca apretada sobre el ombligo y la sonrisa salpicada de yerbitas pegadas a la saliva, desobediente, feliz, pero no lo sabías. Qué bueno era ser feliz sin saberlo. Así debe ser la felicidad de la oruga cuando deja de comer, porque está repleta de jugos espesos maravillosos en su tripa.
Al entrar a la habitación equivocada no sé lo que pasó. Había unos ojos verde agua salada que no me quitaban la vista de encima y los lentes cayeron sobre la cama, y yo sobre ti. Tenía tantas ganas de escribir siempre, que se me pasaron volando las ganas de vivir y me convertí en un cronómetro que hace su recorrido mecánicamente sin sentir aquello que pasó alguna vez, sentados en el banco de madera de cerezo con la blusa gris de franela francesa y avisperos rojizos, tu mano ancha sobre el vaso de cerveza y sobre mi hombro, sabía que no se iba a repetir.
III
No sé cómo aprendí tantas. No creo que fuera mi madre quién me enseñara: “Amambrocható matarilerileró”, porque ella solo cantaba las viejas de la trova: “Quiéreme mucho”, “La tarde”: con esa luz que en tus ojos arde. No creo que fuera suyo este repertorio de contrabando que ahora puedo cantarle a Ella: “…cata catapún con candela alza para arriba pon y chinela…” Esas frases que tropiezan con los sonidos desde los movimientos del cuerpo, subiéndolo, bajándolo, acomodándolo al compás de un: oh, oh, oh con el que, desde entonces, nos taparon la boca y nos quitaron la pasión al crecer.
Es bueno regresar, aunque sea a través de onomatopeyas que no desciframos todavía, pero que repetimos sin olvidarlas nunca, porque nos dieron sostén cuando estábamos ante el miedo de cada día, y hasta nos protegieron. Frases que nos llevarían hacia algún lugar más eficaz y seguro, no digo más feliz, al estado de crisálida. ¿Cuánto me das marinero por un pedazo de alma? ¿sí? ¡sí! Por un pedazo de alma para remontar los días que vendrán –tal vez, los más reales–, y encontrarnos de nuevo en la vieja plaza, o en las tramposas esquinas de las fuentes soñadas, irremplazables.
Cada vez que bajabas hacia el mar con los títeres cargados sobre los hombros…; vendías títeres y algunos no los vendías, porque te encariñabas con ellos por el deseo de caminar acompañado la vieja plaza de las buganvilias con aquel coro arrastrando las erres a pesar de tu dicción perfecta–. ¿Cómo se puede tener una dicción perfecta a pesar de arrastrar algunas letras? Así de grande era tu esfuerzo por perfeccionar el lenguaje cuando las erres se soltaban sin querer desde las bocas de tela roja y aserrín hacia el contén, atravesándolo y salpicando las alcantarillas con palabras-crisálidas. ¿Cuánto me das por sobrevivir a esas frases que ya no significan nada?
Miami, 18 de noviembre 2025

