Andaba yo en la Feria del libro de Nueva York de 2023 y salía de un panel o un pánel (en dependencia de donde hayas crecido) sobre el mundo del libro en español o el presente del libro en Hispanoamérica o algo así por el estilo. Algunos de los que habíamos asistido nos quedamos a punto de abandonar la sala pero sin hacerlo, y más bien empezamos a formar un cuello de botella justo ante el umbral de la puerta, en un alargue que nos llevó a manosear lo que ya se había estado manoseando durante una hora sin ningún apunte señalable. Mientras el rondo iba ganando en circunferencia un cruce de nombres de editoriales, autores y casas distribuidoras trazaban sobre el mapa del hemisferio otro mapa casi aeronaval de la circulación del libro. Una de las que aportaba las líneas más largas a la conversación, una señora argentina que suele editar para Mondadori desde un rincón de su casa en Buenos Aires, de repente saltó de algún rincón también de aquel tumulto y se dirigió a mí como si hubiera presentido por qué latitudes andaba mi cabeza: ¿Y en Cuba qué se publica?
Si aún tenía mis dudas sobre si la némesis del deseo es su satisfacción este fue el momento de confirmarlo. Para cuando la editora terminó de cerrar el signo imaginario de interrogación con ese agudo del que han sido dotados para bien o para mal sólo los porteños, ya todo en su pregunta era un total desvanecido; cada palabra, una negación en sí misma; y lo siguiente, la consciencia de que has caído de nuevo en esa encerrona de la que no se sale sino con un comentario sobre la dificultad de contestar a la pregunta antes de poder realmente contestarla.
Un libro nunca es un buen talismán, al menos en mi experiencia, pero esa noche yo llevaba conmigo casualmente Lengua materna, el conjunto de ensayos de Osdany Morales, que había acabado de publicarse en Bokeh. Lo había empezado a leer por esos días con el fin de preparar una entrevista para Rialta Magazine. Rialta ni Bokeh, por cierto, estuvieron ni por asomo en boca de nadie durante el panel sobre editoriales hispanoamericanas, ni Osdany Morales había sido invitado a aquella feria, ni yo estaba convencido de que al echar mano a su libro en aquel momento, por más a la mano que estuviera, iba a salvarme de explicar el vacío de rutas que se veía sobre la isla en aquel mapa que todos seguían trazando. Y aun así, lo hice, con las precisiones de rigor, lo cual fue igual de agotador que si me hubiera puesto a explicar lo inexplicable, lo absurdo de un país que nadie puede ya reconocer y una literatura que está atragantada por la realidad. Y aun así, por supuesto, ni la descripción de Cuba que salió de mi boca hizo mella en la idea de la isla que traía la editora argentina, ni el nombre de Osdany creó esa complicidad que uno puede esperar de alguien que identifica la marca registrada de toda una generación literaria en él, con esa letra ye que en su caso aparece desplazada hacia el final, vocalizada, como desmarcándose para patear.
Hoy puedo decir que aquel diálogo aun con todas sus torpezas sacudió mi propia relación con la lectura de Lengua materna y, de algún modo también, fijó el rumbo de las preguntas que finalmente logré enviar a Osdany Morales por correo electrónico. Más que una entrevista para publicitar una novedad editorial, me fue ganando la idea (y el tiempo), egoísta siempre, de dejar a Osdany contestar subrepticiamente a aquella pregunta sobre la literatura en Cuba. Porque nadie como él me parece estar encontrando una mejor forma de hacerlo, o lo que es igual ahora mismo, nadie como él parece estar haciendo por sobrevivir mejor a su literatura nacional. “¿Entrará esta entrevista entre lo más leído en Rialta en 2025?”, me preguntará Osdany Morales unos párrafos más abajo. Pero yo sigo atrapado en aquella conversación decrépita en 2023, en la que nadie sabía quién era él, ni quién publicaba en Cuba, ni que Lengua materna habría de ser el libro más leído en español, pongamos por caso, en 2999.
Hace poco descubrí un ensayo de Maurice Blanchot en el estilo recursivo y desquiciante de Maurice Blanchot. Una de las ideas que pude sacar en claro de allí me hizo pensar en el efecto que provoca la lectura de Lengua materna o al menos el efecto que tuvo en mí: Blanchot hace una analogía entre el acto de abrir los ojos al momento del nacimiento con el impulso a la hora de leer. En ambos casos dice ver una pulsión en la que uno se juega todo lo que tiene por algo que todavía no existe. Y sentencia: uno siempre quiere leer lo que no ha sido escrito todavía. ¿Por qué en Lengua materna tú pareces escribir sobre libros que, por más conocidos o frecuentados que hayan sido, adquieren esta apariencia de ajenidad, de potencial descubrimiento, de obra negra, a pesar de haber salido de la imprenta en otros siglos, de haber sido materia de listas escolares incluso? ¿Eres consciente de esto? ¿Alguien más te ha comentado de una sensación similar? ¿Es parte de tu propio plan para filtrar los “lectores ideales” de este libro?
Puede ser que en el principio de Lengua materna esté la pregunta por la legibilidad, sobre ser contemporáneos de nuestra propia legibilidad. Esa sería la entrada más natural a su lectura: ¿es legible la literatura nacional?, ¿cómo hacer para que vuelva a serlo, si sabemos que estamos permanentemente redefiniendo lo que entendemos por literatura y lo que entendemos por nación? Al referirse al entusiasmo de querer compartir algo en el instante en que lo leemos, Roland Barthes habló sobre el texto que escribimos en nuestra cabeza cada vez que la levantamos: un tipo de interrupciones que no son el resultado del desinterés sino de las asociaciones, los pensamientos, una velocidad en la percepción que se salta la linealidad de las palabras, y como lectores hacemos una pausa, sacamos la mirada de la página y en ese gesto de subir la vista buscamos a alguien imaginario con quien compartir lo que nos está pasando. Virginia Woolf había propuesto algo parecido al celebrar una ventana abierta a la derecha del librero, detener la lectura y mirar hacia afuera. Es posible percibir que un ensayo es una lectura, pero al intentar transcribirla el resultado es una ficción. Los capítulos del libro tratan de avanzar en esa inestabilidad. El deseo de compartir lo leído y la forma más fiel de trasmitirlo incluyen la especulación, la memoria, la materialidad de la lectura.
Considerando esos desvíos podemos entrar, por un párrafo, por una oración larga, en la ficción de la entrevista. Es simple falsear la elasticidad de su conversación, cuando en verdad entre una frase y otra pasan los días, se acumulan las semanas, después de una coma se caen las hojas de los árboles, anochece más temprano desde que leí el cuestionario que me mandaste y empecé a responderlo sin orden y también me he resistido a hacerlo, confirmando que no sé salir de las entrevistas porque la manera más clara de hablar de un libro publicado sería copiar el libro completo y ha pasado más de un año de Lengua materna, no recuerdo muchas partes, he tenido que releer algunos párrafos, reconocer que esta conversación me roba el tiempo de escribir el libro que estoy escribiendo, aunque la uso para creer que no pierdo el tiempo cuando busco algo que me distraiga de lo que debo escribir, y ante otra pregunta que no sé responder leo libros pendientes, me despierto con una alarma, salgo a trabajar, anoto de camino una frase para la siguiente respuesta, pienso que si respondo todo a tiempo puede publicarse en diciembre y si encuentra sus lectores puede entrar en la fascinante lista de lo más leído en este año en Rialta, como pasó hace un año con un texto sobre Kafka y que ahora al mencionarlo podrá generar un enlace azul donde acabo de escribir Kafka, o ponerlo aquí donde he vuelto a decirlo o en tu próxima pregunta, porque en unos segundos tú también vas a decir Kafka, y el ensayo tendrá más visualizaciones aunque no contarán para la lista de este año, y luego pienso que tal vez la lista sea falsa, que la hagan entre ustedes y no se base para nada en el tráfico o tal vez sí sean honestos y entonces poner un título que prometa algún tráfico sea una mejor estrategia, proponerte que titules nuestra conversación “Lo más leído en 2025”, y si entrara a la lista sería una prueba de que la selección es transparente y también de que es un fraude, porque podrían estar siguiendo el juego y nunca se sabría si “Lo más leído en 2025” está entre lo más leído en 2025.
Siempre se ha comentado el hecho de que Kafka solía esconderse para “habitar su propia ficción” –por usar el título de uno de tus textos en el libro–: la del escritor Kafka. Al parecer, para Walter Benjamin, acceder al territorio Kafka pasa por calibrarle el sentido a la persistencia de la imagen de una “llave” en varios de sus relatos. Leyéndote se me ocurrió que esa “llave” tiene una importancia aún más primaria y quién sabe si también más fundamental: Kafka está literalmente encerrado. Tú mismo dices que quien se esconde para escribir quiere ser visto pero no observado, porque pretende, a fin de cuentas, ser leído. Me pregunto si también tú replicaste esa exposición de contrabando que busca un efecto contrario a través de algún acto de recogimiento para escribir este libro. ¿Cómo se fue escribiendo? ¿O cómo fuiste leyendo para escribirlo? ¿Cuánto crees que ello haya aportado al resultado final?
Al final del tercer texto, que es sobre algunas escenas de Loynaz, me refiero a un tipo de cercanía que tal vez solo pueda alcanzarse en la lectura. Nos formamos leyendo a autores muertos; incluso aunque el autor ande vivo por algún lugar, como su libro no se trata de un documento que ha escrito específicamente para ti, por más que su artificio algunas veces nos convenza de que es exclusivamente nuestro, la relación que establecemos como lectores es con esa parte espectral del escritor, aquella versión que, es posible decir, murió simbólicamente cuando terminó de escribir lo que ahora leemos. Al verlo hablar o leerlo en una entrevista, lo que tenemos delante es un poco el residuo vivo de quien antes armó ese objeto presumiblemente inmortal que es un libro. En los autores con seudónimo esta operación es más transparente. Se salvan de las partes aburridas del compromiso editorial y no son encontrados, solo leídos. Pero la impresión de escribir en acciones nuestra propia vida no creo que sea exclusiva de los escritores: todos deseamos ser leídos, todos estamos permanentemente escribiéndonos en una lengua que no sabemos leer.
Un encierro fue parte de varios textos porque los escribí durante la pandemia. Reconocerás las primeras versiones de algunos de los capítulos en la columna Repatriaciones, de esta revista. La pandemia puso a disposición grandes archivos digitales, abrió bibliotecas a las que podíamos acceder desde el confinamiento como una visión total ante el fin del mundo. Luego el mundo siguió y sus instituciones volvieron a cerrarse. Al imaginar la secuencia como libro, aparecieron nuevas conexiones entre los materiales. Pude escribir secciones que por su extensión sería agotador leer en una revista. El libro abre con una frase de Dag Solstad, que traducida dice más o menos: “Un buen escritor siempre tiene buena suerte”. Es una máxima abierta, ¿cuál es la buena suerte de un escritor, la de su vida o la de sus libros?, ¿en qué momento y bajo qué condiciones ocurre esa salvación? La suerte puede que consista en ser leído por un solo lector. Me interesaba pensar, desde sus obras, en la buena suerte de estas vidas literarias cubanas. Un autor que era central en uno de los textos se volvía una figura periférica tres capítulos después y añadía algo a lo que antes podía haber parecido una intervención cerrada; así se anudaba más claramente la pulsión anacrónica de la literatura por ser de su tiempo y de todos los tiempos.
A mí me pasó que después del primer texto del libro empecé a perder el interés por estar al tanto de los títulos y lo autores que ibas convidando a estar, y, en su lugar, me ganó más la manera en que te movías entre ellos, tirando de algún fragmento, dejándolos pronto en alguna analogía, a veces con la irrupción de un recuerdo personal. Hay un merodeo, una gravitación ahí que yo asocio más a un modo de leer paseando por la vida de las bibliotecas, antes que con la reclinación del exégeta que solo puede viajar en abstracto, esclavizado por el texto, a merced del gran conglomerado logocéntrico, por usar el slang derridiano. Y no es que se trate de dos dimensiones disociadas en Lengua materna, pero cambia bastante la manera de escribir sobre literatura si decidimos lanzarnos de lleno a “interpretar” que si hacemos ese zoom out para perseguir las corrientes que mueven la biología de los libros. ¿Crees reconocer en esto un ejercicio deliberado de tu parte para lidiar con la literatura? Y ya que invocamos a los difuntos, ¿por qué no hay rastro –si lo hay, ha sido completamente olvidable– de ese estilo de vida conocido como teoría literaria del que tú prefieres apartarte, que pareces no necesitar para llegar a esos cotos de mayor grandeza que promete?
La teoría literaria tal vez sea el más antiguo de los géneros que aparenta con mayor efectividad no serlo. En ese sentido me interesan su lucidez y su improductividad, su sistema de la moda que es su propio mercado, y tal como el mercado editorial promueve su visibilidad con festivales y lecturas públicas, la crítica literaria despliega seminarios y simposios donde exhibe, tal vez con un sentido estrafalario o conspirativo, su compromiso consigo misma, que es en realidad un compromiso con todos. Quiero pensar que las estrategias de la crítica sí están presentes en Lengua materna, pero separadas de los protocolos de lectura que a veces la vuelven ese ejercicio de dificultad o de referencialidad necesario para que sea verdaderamente útil. El ensayo literario, más discreto o más soberbio, propone una autonomía semejante a la de la ficción y puede permitirse errores más convincentes.
Lengua materna es un libro plagado de personajes o, lo que es lo mismo, plagado de ficciones. Casi me veo tentado a ceder al lugar común de decir que se puede leer como una novela, pero siento que faltaría impunemente a todo lo que intenta no ser. Justo eso es a veces el principio de todo acto que termina siendo también una suerte de declaración estética, o al menos así lo siento con este libro: una andanada de rituales de contención, de desmarques, de desbroces, sacudidas y órdenes de alejamiento para justo dejar aparecer una prosa que quiere distinguirse, que se relame mientras se extrovierte, y que resulta a la vez extrañamente familiar –una de las razones por las que deleita–. ¿Cómo asumes el acto de escritura con todo lo que esto implica de cara a las esclerosantes taxonomías genéricas, ya del mercado ya de la academia, que necesitan acotar, reconocer de antemano lo que ya saben o pregonar la hibridez autobiográfica como la última atracción de la feria?
Una idea, para reforzar el panorama que describes, puede ser prestar atención a la rigidez de los diseños al interior de los libros, las portadas semejantes, el formato de la caja de texto, la tipografía, el interlineado. Abrir cualquier ejemplar de las editoriales más visibles y tratar de imaginar algo distinto ahí dentro es difícil. No me refiero al contenido, sino a la uniformidad que imponen los catálogos, las colecciones. La hibridez, menos que un injerto de varios géneros, puede ser la silueta de algo nuevo que se acerca, y esa novedad es en primer lugar la aparición de un lector. La editorial debería ajustarse al manuscrito y no al revés. Si eso vuelve a pasar podremos empezar a leer libros más interesantes, incluso los mismos.
Rafael Rojas desempolva un estante vacío y tú pareces venir a repoblarlo con tus propias excentricidades. Literalmente, Lengua materna es el libro de un hombre que pasea con los ojos abiertos a la sorpresa de encontrar objetos raros y de “dudosa valía” para la literatura (permíteme las comillas): Los duelos en Cuba (1894) o el tratado Arte de navegar… (1673), firmado en La Habana por un tal Lázaro de Flores nacido en Sevilla, son solo dos de los muchos casos. Libros que tú sacas de la historia o el basurero de la (no) literatura para traerlos a la literatura, poniéndolos en el horizonte de posibilidad de una Cuba por contar. ¿Qué hay de la voluntad en tu libro de reacomodar y refrescar el archivo de la literatura cubana? ¿Cómo imaginas ese archivo, qué autores deberían ir a los estantes a los que mejor ni llegar, a quiénes hay que empezar a editar, a cuáles quitarles el polvo, volverlos a abrir?
No propondría una lista sino una forma de leer. Uno de los deseos del libro es ofrecer otras estrategias de lectura, perseguir operaciones que nos permitan leer lo que ha sido heredado como canónico y dejarlo al mismo nivel de los recortes de la prensa de hace doscientos años, las actas de duelos, las solapas de libros extranjeros, una anécdota en una entrevista, o los fragmentos que se pasan por alto en las obras más asentadas. Cada escritor tiene su relación con la literatura nacional y no es un ejercicio obligatorio, pero me interesaba la operación de tantear las fronteras de la nación leída. A veces no se logra traspasarlas desde la escritura, ni siquiera cambiando de lengua, pero es natural conseguirlo con la lectura. Cabrera Infante tiene una línea innegable para posicionarse ante estas ideas: “Literatura es todo lo que se lea como tal”. Sería fácil vandalizarla: “Literatura cubana es todo lo que se lea como tal”, y ver qué pasa.
Y ya que estamos en el archivo, a mí me resulta cuando menos sorpresivo tu interés por volver al siglo XIX cubano para traerlo a dialogar con obras de la literatura en otras lenguas, pero acaso aún más con un presente que pertenece a la zona rosa de la educación sentimental: los recuerdos de la vida en Cuba. Y creo que hay un gesto muy disidente en ello, siendo que ese siglo literario (Martí y Casal no juegan) parece haber quedado a la suerte de los estudiosos que no de los escritores. Por sólo mencionar dos casos que me vienen ahora a la cabeza: la edición crítica de Cecilia Valdés estuvo en manos de Reinaldo González y Cira Romero. La de Jardín, de Zaida Capote: un premio nacional del Ministerio de Cultura y dos investigadoras del Instituto de Literatura y Lingüística –casa natal de Mirta Aguirre y Portuondo–. Ambos, Cirilo y Dulce María –casi parece el nombre de otra contradanza–, señorean en tu libro con lo que parece ser un cariño muy personal. (Posdata: el teatro cubano de los ochenta tampoco juega).
Es cierto que si los nombramos así es difícil no ver los zombies de un tradición institucionalizada, uneacquizada, guantanamerizada; pero si los leo como Villaverde y Loynaz, entonces pueden emerger unos desconocidos y es posible leerlos por primera vez. Para poder leer a un autor a veces solo hay que cambiarle el nombre.
Italo Calvino es un profesor del internado preuniversitario al que asististe (asistimos todos) con quince años en una provincia ya extinta de Cuba. Un tal Georges Perec enseña Física y acarrea a media Generación Y por los pasillos de la misma escuela. El nombre de Dulce María Loynaz termina en la boca de un vendedor en el mercado agropecuario del Vedado para aclarar a sus clientes que está prohibido comprar más de dos libras de papas por persona. En fin, hay ensayos que bien habrían hecho las delicias de Virgilio Piñera y Cabrera Infante, porque de repente Cuba reaparece como ese rebumbio (Lorenzo, eternamente Lorenzo) a donde van a parar todos los clásicos. Maestros antiguos cayendo en paracaídas o lentamente en botellas traídas por las mareas a una isla que recibe a Occidente y Oriente en un abrazo egocéntrico cacareado lo mismo por Lezama Lima que por Fidel Castro. Me gustaría preguntarte qué crees de ese presunto magnetismo insular por el cual todo el mundo va a recalar a La Habana, y de paso, también por su movimiento contrario: ¿cómo ves que viaja la literatura cubana hacia el resto del globo, qué nombres reconoce ese globo como Cuba?, ¿cómo pensar el límite de ese mito o su reverso?
La percepción de una literatura nacional es obsesiva, lo único que hay que hacer es empezar a seguirla para verla asomar por todas partes, en diferentes apariencias: como personaje, como escenario, como tema de conversación, como un reflejo. En el personaje de la estudiante cubana Consuela Castillo, en El animal moribundo de Philip Roth, y la escena en la que ven por televisión las celebraciones del fin de milenio para descubrir que la fiesta en La Habana es un carnaval intolerable; en la novela de Julio Ramos, Por si nos da el tiempo, donde coloca en la pampa al escritor Carlos Montenegro en un viaje de su infancia, entre los gauchos, y les enseña canciones populares cubanas; en la escritura de la nieta del Padre de la Patria, Alba de Céspedes, comparada con la de su prima lejana, Adolfina Cossío, que tiene un capítulo en Lengua materna, y ver cómo una quedó encerrada en el realismo socialista y otra, en una secuencia de novelas rescatadas por el éxito de Elena Ferrante, se encerró por su cuenta; en el hotel habanero donde el narrador de Corazón tan blanco, de Javier Marías, elegido hace poco como el mejor libro español de los últimos 50 años, pasa su luna de miel al lado de la habitación donde dos personajes, llamados no casualmente Guillermo y Miriam, planean un crimen mientras la conversación oída por el balcón y a través de la pared le trae las memorias de su abuela cubana y finalmente el secreto habanero de su propio padre, que es el secreto de la novela; en Pasión simple, de Annie Ernaux, que conecta todo lo que la rodea con su amante, un diplomático ruso que había cumplido una misión en La Habana, y al hojear una revista y ver fotos de una compañía de baile cubana de visita en París se convence de que una de las bailarinas había tenido algo con él; en la palabra Cuba flotando en medio de la lista de temas que Italo Calvino quería escribir para su inconcluso libro de ejercicios de la memoria que acabó siendo El camino de San Giovanni. Más eficaz sería concluir que es la idea de la literatura nacional la que va detrás de nosotros y no al revés. Se puede huir de ella tanto como se quiera, la lectura nacional sabrá reclamar para sí misma nuestro destino.
Lo opuesto del inmortal es el extranjero, escribes. Victor Leroux, un personaje de Flaubert, y ahora tuyo, ha perdido su nombre tras varios años de vivir en Cuba, en Vuelta Abajo. En el periplo de esa pérdida, la fonética local le inflige variaciones a su nombre, lo bautizan en la esquina con el gentilicio del país de origen y termina siendo castellanizado en alguna notaría enfáticamente con el acento de una lengua vecina a la suya en un país remoto: Víctor. Nos pasa a todos de algún modo cuando nos movemos a vivir a otra lengua, entre lenguas más bien. ¿Qué crees de la experiencia del migrante y la lengua, de ese perder y ganar que te transforma en algo que tampoco existía antes? ¿Cómo, para usar tus palabras, habita el emigrante Osdany Morales la ficción de ser emigrante?
Sarduy dice algo parecido a que para los escritores los tipos de exilio son tan específicos como sus estilos, y en otro texto breve Juan José Saer nos recuerda que por más que a veces pueda parecer el resultado de la decisión individual ningún exilio es voluntario, y también que lo que es válido para un escritor en el exilio no lo es para todo exiliado. Es un poco lo que pasa a ese personaje no escritor que salta de la literatura francesa para habitar en la cubana, donde hace su vida. En Excursión a Vuelta Abajo hay una escena donde Villaverde se encuentra con un francés que tiene una taberna en medio del campo; cronológicamente pudiera tratarse de él, al menos este personaje real debió tener una vida tan literaria como las vidas ficcionales de Flaubert, en otra lengua. En lo personal, la impresión de estar en otra parte me resulta natural. Crecí en un pueblo y me sentí migrante en la ciudad y en la mayoría de las ciudades, y migrante también en el campo. La primera diferencia entre las lenguas se da entre el espacio rural y el urbano.
Puede que esté proyectando mis propias desviaciones, pero hay un concepto que está nerviosamente palpitando en todo el libro una y otra vez, que de tanto estimularlo, diría, se convierte, además, en animal tendido en medio de la carretera. Siempre parapetado, para nada en la sintaxis ni mucho menos en la jerga circular de los que piensan sobre lo que piensan sobre lo que piensan. Me refiero a esa cosa llamada “la realidad” y que aparece en el libro siempre apuntada como algo que se evade, que se combate, que se lee… Culpa a esta frase tuya de este comentario: “Es necesario alterar el lenguaje para no quedar atrapado por la realidad”.
En esa frase me refiero específicamente a la realidad establecida por el régimen socialista. Aparece en un momento en que un trabajador estatal revela, un poco automática o desafiantemente, el lenguaje que ha asumido para no conformarse con lo que se ha convertido su vida. Es una solución extendida en la velocidad de nuestra lengua, su opacidad es una certeza de la primera disidencia, para salir de un ritmo dictado por el lenguaje de la inmovilidad. Nada pasa en esa lengua oficial y para que nada pase se necesita una represión sin escrúpulos de todo lo que pasa y no se debe nombrar. Los líderes oficiales no han sabido expresarse. Fidel Castro, por más que ocupó horas en sus discursos, autopublicó en largas tiradas sus volúmenes de conversaciones, y se dedicó a escribir para la prensa en sus últimos días, es un escritor mediocre, producto de la bravuconería insolente que exhiben los ignorantes y los déspotas; el hermano fue un bodeguero mudo (la bodega, desde luego, como fachada de la opresión); y su continuador es un poeta nefasto que pone a rimar “la limonada” con “la orden de combate dada” y otros versos fatales que han mandado a una generación a la cárcel y al exilio, si uno se obliga a oírlo hablar se encontrará con alguien que recién a su edad ha descubierto el lenguaje y está molesto por su existencia, no puede creer que tenga que decir algo real, con lo fácil que había sido, por años, hablar y no decir nada.
Es el mismo Piglia quien dice aquello de que la crítica es una de las formas modernas de la autobiografía, pero en el siglo XXI la crítica parece estar en extensión o mutando hacia algo que muestra solo retacerías de otro mundo, alistándose para el archivo tal vez. Definitivamente, escribir no es el oficio de este siglo. En tu caso, ¿crees que al escribir sobre tus lecturas escribes de alguna forma también tu autobiografía, como sugería también el argentino? ¿Qué crees del futuro del ensayo, qué crees de la crítica en esta pequeña parte del mundo dominada por los corporativismos editoriales y mediáticos? ¿Cómo te ves a ti mismo hoy como escritor si te paras frente a uno de esos ventanales de la tierra al cielo de uno de esos edificios del Nueva York donde vives?
Piglia también propone la crítica como una forma del género policial, y estas dos impresiones, la autobiografía y la ficción detectivesca como dobles de la crítica literaria, pueden entrenarnos para el futuro. No estoy tan seguro de que este siglo haya dejado atrás la escritura. La inteligencia artificial, que se presenta como el porvenir, es textual incluso si su resultado final es una imagen o un video o cualquiera de sus integraciones en la vida diaria. Las instrucciones precisas con las que ha sido generado un artefacto artificial son un relato intermedio que sigue el formato de un encargo por escrito. Si algo viene a mostrar la práctica de la IA es lo opuesto de lo que parece ser: que el lenguaje siempre ha sido una inteligencia artificial, que se ha guiado por combinaciones automatizadas y que su uso ha definido el lugar común de una experiencia vacía o de la proximidad de la literatura. La industria ha querido ver en ella la oportunidad de lo que nunca había podido producir por sí sola: la creatividad. La batalla futura es una batalla por la escritura y se definirá en el campo de lo que la inteligencia artificial no pueda ocupar; en principio, nuestras memorias, y en un lugar más inesperado, nuestra imaginación. La confrontación resaltará una esencia a veces pasada por alto en la literatura, enmascarada en los géneros: que al leer buscamos lo que ha sido capaz de escribir uno de nosotros, que siempre nos leemos a nosotros mismos.
Una última, tipo revista Playboy: Dice Piglia que a él le encantaría tomarse un café con Faulkner. ¿Qué harías tú con Piglia?
Todavía no hemos terminado de fumar con Cabrera Infante.



