hallamos placer en confeccionar listas…
Scott, el escritor de Mao II, de Don Delillo
Me he pasado la vida confeccionando listas: de los gastos diarios, de los textos que tiene –o le faltan– a un libro, de las cosas cotidianas que tengo que hacer. Es así que las listas que conforman la estructura de las últimas novelas del escritor norteamericano David Markson sobre cómo fue la muerte de muchos escritores y artistas, en Esto no es una novela y La última novela –donde cada autor se refiere a otros en una sucesión de intrigas por las que se mueven sus vidas dentro del mundo literario a través de las épocas–, me han obsesionado.
Listas sobre anécdotas y tergiversaciones de los escritores entre sí, sus opiniones sobre otros autores, comparaciones entre el nacimiento de un escritor y la muerte de otro, sus comidas, sus cumpleaños: “Cavafis cumplió cuarenta y un años cuando se publicó su primer libro con catorce poemas” y Breton afirmó que “no comía a diario en la época de sus textos surrealistas”.
También listas de los lugares donde fueron enterrados músicos, escritores, pensadores; los colores del pelo, de los ojos; la burla sobre la fealdad de algunos autores, su gordura o flaquencia; los más feos, los muy altos, bajitos, pálidos: “el eterno sombrero de copa de Turner […] el bombín de Eliot […] el fedora de Saul Bellow” o si sería cierto aquel color de los ojos verdes de Van Gogh en los autorretratos.
Listas sobre reiteraciones en la obra de artistas y escritores y las “sin salida” de muchos textos y pinturas, pero, sobre todo, sobre los maltratos de unos a otros a través de diferentes épocas: “una especie de Kipling sin agallas, llamó Orel a Auden”; “un charlatán, llamó Vladimir Nabokov a Thomas Mann […] una absoluta mediocridad a D.H. Lawrence […] ese impostor total a Ezra Pound […] despreciable, asqueroso, enfermo, de tercera clase, a Dostoievski”. También acerca de la blasfema sobre los críticos: “búhos, cucos, asnos, simios y perros, llamó Milton a los críticos” porque, al final: “la papelera es la mejor amiga del escritor, señala Isaac Bashevis Singer”.
Listas sobre la promiscuidad de los artistas que convertían a doncellas en sus amantes, y sobre los incestos con sus hermanas y sobrinas; sobre los diarios que muchas veces fueron quemados por las esposas, usualmente maldecidas en ellos. O, por el contrario, el diario que escribió la mujer de Thomas Hardy durante veinte años hablando mal de él y que él quemó a su muerte.
Listas sobre las dudas constantes sobre la pertinencia de haber escrito esas obras y qué lugar ocuparían al morir: “¿y ahí abajo los poetas también pueden ganar premios?” El miedo a perder la inmortalidad, el pedacito de fama. Así como: “las trece cartas de Platón que han llegado hasta nosotros. ¿Escribiría Platón alguna de las trece?”.
Pues, con una duda constante sobre todas las cosas habidas y por haber, David Markson apuntala su descreimiento total sobre la fama.
Listas sobre la desconfianza de los autores, no solo entre ellos y sus antecesores, sino sobre todo con Dios porque “la única excusa que tiene Dios por el sufrimiento que tiene el mundo es que no existe, dijo Stendhal.” Así como acerca de la forma en que algunos depositaron su fe en otros escritores: “Malcolm Lowry, aparentemente muy en serio, le contó a un amigo que una vez le había rezado a Kafka. Y contestó a mi plegaria”.
Casi todas las novelas últimas de David Markson transitan desde las dificultades y desconfianza del escritor hasta su locura y rareza: “Quentin de la Tour […] al que con frecuencia se veía hablando con árboles”, o por los encierros en sanatorios y manicomios de muchos otros. Hablan además de la precariedad en la que vivieron y aún vive la mayoría porque: “los escritores son los mendigos de la sociedad occidental, dijo Octavio Paz”.
Listas sobre la apatía hacia el resto de los individuos como una característica común a los artistas: “semejante labor apenas deja tiempo a nadie para ser un buen vecino, o un amigo solícito, o para plantar un árbol, o mucho menos para salvar su alma, dijo Pope con respecto a escribir bien”.
He leído las novelas de Markson en español y, supongo que, si lo hubiera hecho en inglés, no me perdería nada de los encabalgamientos de las frases en la mayoría de las enumeraciones, del ritmo y sonoridad que las hace únicas: los cortes, las aliteraciones, pero, sobre todo, la elección que Markson hace en la colocación de estas frases, su ordenamiento, por donde van pasando como un tapiz al fondo: guerras, campos de exterminio, acontecimientos que marcaron las vidas de cada uno de estos autores.
Estas listas, entresacadas de pasado y presente, crean un formato intemporal: una caja para conservar las vivencias dentro de un estilo que no se puede repetir, porque estas novelas con temas tan variados que conforman anécdotas de las vidas de los autores involucrados –bajando por los renglones de aquellas libretas de tareas como castigo que nos ponían en la escuela– describen la realidad que tuvieron detrás del telón de sus obras autores tan disímiles que se ensartan a ellas con una aguja a crochet y me hacen recordar –y sospechar– aquellos tejidos que se hacían con largas agujetas de madera, o pequeñas metálicas para cordel, desgranándose.
No siempre se va hacia delante en un tejido, sino hacia los costados también, alrededor de un cuello, o de una idea en la página. Así, David Markson corta los cuellos de otros escritores: los decapita, enfocándose en cómo la literatura y el arte, a través de sus instituciones, la mayoría de las veces los maltrató.
Saber cómo fueron sus vidas casi siempre malogradas y en qué condiciones subsistieron y de cuáles enfermedades murieron estos escritores y artistas nos lleva a una desesperación que atraviesa los libros que hemos leído de cada uno y nos hace releerlos para saber más sobre ellos, con un sentimiento morboso por recopilar todo lo posible y aproximarnos aún más al: “sentimiento de un oficio”, como lo llamara Henry James.
En estas novelas de David Markson, la biografía de muchos compone la de cada uno –a diferencia de lo que son las biografías comúnmente, uniendo obra y vida, algo que casi siempre viene en cubículos separados–, por lo que nos quedamos perplejos, como si acabáramos de conocer a un autor que tanto habíamos leído a través de otra radiografía. Lo redescubrimos más que por sus logros por sus insignificancias, por sus errores y por lo invisible de lo que fuera su intimidad. Markson enfoca el reflector hacia una zona casi nunca descubierta de los realismos, haciendo malabares para crear un nuevo catálogo y proponiendo una sorprendente forma de leerlos para mantenerlos vivos junto a nosotros un tiempo más.
Así, les da esta cápsula de inmortalidad, por ejemplo, durante la composición de John Cage titulada 4:33, en la que el intérprete se sienta al piano, pero no lo toca, no hay sonido alguno, y el silencio –sobre lo que ahora sabemos y lo que nos falta de una composición o de una vida– crea la sensación del argumento: así es el argumento de estas novelas donde el autor se posesiona de su piano –de su obra como obra de otros– y nos delata con su silencio cómplice, aquellos vericuetos por los que pasó una vida, vivida sobre unas teclas antes mudas.
Igual, los olvidamos: a los ruidos con sus chismes y alharacas, a los silencios con su promiscuidad al fondo y, mientras tanto, ellos se quejan, gritan, piden disculpas, se golpean los unos a los otros, porque son solo: listas. Unas listas que se atropellan dentro de un caos ordenado minuciosamente por David Markson, y que hacen su mayor esfuerzo por quedarse entre instantes que no quieren componer un orden, sino edificar aquel otro caos que ha llevado a cada uno de estos autores hacia su propia resistencia y caída dentro de la obra.
Entonces, agotados queremos salir de estas enumeraciones interminables, de las que no podemos finalmente desprendernos por lo fascinados que estamos alrededor del dolor que otros sufrieron. Estableciendo pálidas comparaciones y suspendiendo las cronologías al revivirlos con nuestra curiosidad inmediata, comprendemos que: la vida es otra lista que se suma a muchas más.
Y que esta lista esencial cuya gradación ha sido seleccionada por David Markson para mostrarnos el reverso de la fama, y su descrédito en el desafío de cada día, desata ese lío que no dejaron las historias reales para desamarrar ciertos nudos, como si la verdadera relación del autor hubiera sido construida sobre aquella idea de Samuel Butler de que: “la vida es un largo proceso de ir cansándose”.