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Joana Pimenta y Adirley Queirós: fricción contra ficción

Si la ficción del poder desea tragar todo en una narrativa uniforme, Joana Pimenta y Adirley Queirós responden con películas que son campos de batalla entre ficciones dispares, fricción agonística entre mundos imaginarios opuestos.

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La tarea de reunir en un mismo ensayo un acercamiento a las películas dirigidas por Joana Pimenta y Adirley Queirós, más allá de sus codirecciones, es a la vez seductora y desafiante. La portuguesa Pimenta y el brasileño Queirós empiezan a colaborar en Era uma vez Brasília (2017), en la que Joana actúa como directora de fotografía y Adirley como director. Sin embargo, ambos ya tenían una larga trayectoria previa como realizadores, cada cual en su sendero y con un océano de distancia de por medio. Los riesgos de buscar los puntos de contacto entre ambas sensibilidades son muchos. Por un lado, ¿cómo no hacer caso a la impronta autoral de una y de otro, que ya se manifestaba en las películas anteriores a su encuentro? Por otro lado, ¿cómo ignorar los cruces posibles, cuando uno se pone a ver las películas en retrospectiva? Más allá de una perspectiva autorista, que concedería demasiada importancia al autor como demiurgo, se trata aquí de un acercamiento a la materia de las películas, que son siempre un resultado complejo de contagios varios y de pulsiones muchas veces contradictorias. 

En un primer vistazo, hay un abismo entre la obra en solitario de Joana Pimenta y la de Adirley Queirós. A mediados de los años 2000, Queirós empieza a desarrollar en Ceilândia, ciudad-satélite en la periferia de Brasilia, un conjunto de cortometrajes anclados en las manifestaciones populares que emergen de ese espacio, ya sea el rap (Rap, o Canto da Ceilândia, de 2005), el fútbol (Fora de Campo, 2010), o las formas de organización y disfrute de la clase trabajadora, atravesadas a su vez por la música y el deporte (Dias de Greve, 2009). En este corto, ya se empiezan a dibujar algunos elementos del estilo que marcará el cine de Queirós en los largometrajes venideros: un trabajo a largo plazo con actores ocasionales reclutados en el vecindario, que resultará en ficciones sumamente frescas, impulsadas por el habla popular; una investigación continuada sobre la historia y el imaginario del territorio, que irrigará las películas subsecuentes; una mezcla particular entre comicidad y confrontación, que dictará el tono callejero y expansivo de sus películas posteriores.

Una década más tarde, Joana Pimenta empieza a practicar un cine ensayístico, en un tono radicalmente distinto. Por esas alturas, Adirley filma en las calles cerca de su casa, con una cámara móvil y muy cerca de sus actores-vecinos. Joana se interesa por tierras lejanas, y a partir de postales enviadas entre la Isla de la Madera y Mozambique en los años 1960 y 1970, compone un ensayo especulativo, interesado en la memoria, en la arquitectura y en la ciencia. La visualidad del cortometraje As Figuras Gravadas na Faca com a Seiva das Bananeiras (2014)va desde lo más pequeño –algunas fotografías, un par de objetos– hacia lo más amplio, en paisajes marítimos filmados desde muy lejos, a veces tanteando la abstracción. El texto, dicho en voice over por la misma cineasta, oscila entre el relato íntimo, explorando las relaciones posibles entre quienes envían y reciben las postales, y una ficción especulativa que rechaza lo antropocéntrico: acá los árboles hablan, a veces dejan huellas en los cuchillos, y también se callan. La materia de la película está hecha de texturas, luces delicadas, evocaciones poéticas, y desplaza la centralidad de la figura humana. Si se puede arriesgar una primera comparación, Adirley empieza con lo que más conoce, con su vivencia cotidiana y con lo que le ofrecen sus amigos y vecinos, para desde ahí transfigurarlo en ficción. Joana, en un movimiento opuesto, parte desde lo más lejano y desconocido, para traerlo a la intimidad del ensayo. Pero, ¿serán así tan distantes los gestos? 

El deseo por explorar las historias que se plasman –o se esconden– en la arquitectura, que se infiltran en los hoteles frente a la playa de As Figuras Gravadas na Faca com a Seiva das Bananeiras, no está tan lejos de la premisa del primer largometraje de Adirley, A Cidade é uma Só? (2011). En un bamboleo entre la etnografía y la comedia, la investigación histórica sobre los fantasmas soterrados por los edificios monumentales de la capital brasileña es parte fundamental de la contraconmemoración del cincuentenario de la ciudad fabricada por la película. A Cidade é uma Só? arranca con la quema de un mapa del plano piloto, el dibujo oficial de la ciudad planeada como joya de la arquitectura brasileña y centro del poder político nacional, para enseguida acercarse a tres personajes que el urbanismo moderno condenó al margen. Nancy (Nancy Araújo), una cantante que, cuando niña, había sido incorporada a la máquina higienista del Gobierno, participando del coro infantil de un jingle de una “campaña de erradicación de las invasiones”, y ahora vive en el espacio marginal en donde el poder político de turno arrojó a los trabajadores que construyeron la ciudad, pero que ahora ya no pueden vivir dentro de los límites trazados por los arquitectos; Zé Roberto (Wellington Abreu), un negociante de terrenos que se mueve entre los descampados en las afueras de la capital; y Dildu (Dilmar Durães), un encargado de limpieza que trabaja en Brasilia, se traslada en larguísimos trayectos en autobús a Ceilândia, y decide candidatearse a diputado distrital para cuestionar las desigualdades entre los de adentro y los de afuera. 

Los recorridos de Dildu por Ceilândia nos recuerdan inevitablemente a los de Tião Brasil Grande por la Ruta Transamazónica en Iracema (Jorge Bodansky y Orlando Senna, 1974). Pero esta deriva por la ficción adquiere un nuevo giro en A Cidade é uma Só?: mientras Paulo César Pereio era esencialmente un provocador, un cuerpo extraño introducido en una realidad desconocida que se quisiera trastocar, la fuerza de Dildu surge precisamente de su conexión orgánica con ese territorio, ese paisaje sonoro, humano y afectivo. Si en Iracema el cinéma-vérité necesitaba “ir al teatro” (para usar la expresión de Ismail Xavier), en A Cidade é uma Só? lo que ocurre es una activación de las reservas de ficción potencialmente disponibles en la realidad. Un detonante que no es, en absoluto, espontáneo, sino que se basa enteramente en la fuerza de la escritura de la película.

Mientras el corto de Pimenta se alimenta de la investigación histórica para construir una ficción especulativa, el largo de Queirós inunda la cotidianidad de sus personajes con fragmentos visuales y sonoros del proyecto moderno, bajo la forma de emisiones radiofónicas y películas institucionales oficiales. El montaje es un constante vaivén entre los registros del pasado y su transfiguración en el presente. Si los tonos no podrían ser más distintos –Dildu se convierte en uno de los personajes cómicos más hilarantes que ha dado el cine brasileño de este siglo, mientras la narración de Joana es íntima y meditativa–, la pasión por corromper el archivo y abrirlo hacia la ficción late en ambas obras. 

También el diálogo activo con un repertorio de ciencia ficción, que aparece en Figuras… en la invención de un submarino para mediciones subacuáticas, empezará a ser asumido más frontalmente por Adirley a partir de Branco Sai, Preto Fica (2014). Como en el largo anterior, el cineasta parte de un hecho histórico para transfigurarlo en ficción. En este caso, se trata de la brutal invasión de la policía a un baile frecuentado por la población negra de Ceilândia en 1986, que dejó heridos y un trauma imborrable en el territorio. Si en la película anterior ya había una fábula delirante que saltaba hacia afuera de la realidad cotidiana –particularmente en el personaje de Dildu, con su jingle en ritmo de gangsta rap cantado por el mismo candidato y su programa político de transporte gratuito y cine de karate barato–, acá ya toda la película se hace sobre una atmósfera distópica. Aunque no se vea Brasilia nunca, la ciudad moderna se infiltra en la película, materializada en los sonidos de la “Policía del Bienestar Social” que anuncia sus “103 días sin atentados en nuestra ciudad”. El ruido de los helicópteros acosa la noche, la vigilancia es extrema, y todo ímpetu de revuelta se ve exterminado antes de su formulación. 

En la “Antigua Ceilândia”, tres sobrevivientes deambulan, cada uno a su manera: Marquim (Marquim do Tropa) está en una silla de ruedas y rememora los acontecimientos del pasado como locutor de una radio pirata instalada en su refugio; Sartana (Shokito), con su nombre sacado de un western spaghetti, sale en búsqueda de prótesis corporales para reconstruirlas, como ha hecho con la que tiene en su pierna; Dimas Cravalanças (Dilmar Durães) es un viajero intergaláctico, que viene del futuro para responsabilizar al Estado por los acontecimientos del 86, pero se pierde en el espacio-tiempo y ahora zanganea por terrenos baldíos en su nave espacial. Adirley Queirós asume la influencia de los géneros populares que han formado su mirada y los transfigura a partir de una fricción con la precariedad de medios, en un gesto que revive la mejor tradición del cine latinoamericano (de la “estética del hambre” de Glauber Rocha al “cine imperfecto” de Julio García Espinosa): transmuta un sótano periférico en búnker futurista; convierte chatarra en dispositivos ultratecnológicos; transforma un contenedor industrial en astronave. 

En Branco Sai, Preto Fica, Brasilia es un espejismo, una máquina totalitaria estatal, un cáncer. Y para combatirlo, los sobrevivientes se ponen a fabricar una bomba sonora destinada a destruir los monumentos de la ciudad oficial. A partir de una transfiguración cinematográfica de los deseos más fabulares de sus personajes –un gesto que Queirós ha denominado “etnografía de la ficción”–, la película da rienda suelta a los sueños, los delirios iconoclastas, las ganas de destruir todo (aunque sea imaginariamente). Perdido entre chatarras, Dimas Cravalanças blande un arma invisible y lanza insultos hacia el fuera de campo, nombrando rabiosamente a todos sus enemigos históricos, mientras Marquim y Sartana hacen detonar la bomba hecha de sonidos. Brasilia explota en llamas en dibujos hechos a mano, y la película fabrica una energía incendiaria mientras constata la imposibilidad de una conflagración real. 

Ese fuego imaginario parece retornar en el segundo cortometraje de Joana Pimenta. Um Campo de Aviação (2016) arranca con imágenes nocturnas de una urbe contemporánea, y enseguida salta hacia una gran montaña que arroja humo mientras dos figuras humanas caminan sobre ella. A lo largo de la película, se arma un paralelismo especulativo, una constelación hipotética entre Brasilia, ciudad moderna por excelencia, y un volcán en la isla de Fogo, en Cabo Verde. Una panorámica circular de la cámara, inicialmente sobre la silueta del volcán, repite su movimiento sobre los edificios icónicos de la capital brasileña, como si la resonancia visual pudiera sugerir un parentesco improbable. 

Que ambos territorios hayan sido colonizados por Portugal no es mera coincidencia: la elección marca una coherencia con el cortometraje anterior de Pimenta, igualmente interesado en la memoria colonial. Pero el gesto sugiere algo más: Joana se interesa por lo que había en Brasilia miles de años antes de ser llamada así, o más bien, se interesa por lo que Brasilia pudo ser –o aun, por lo que podría ser–. A cierta altura, en una banda sonora dominada por sonidos oceánicos o provenientes del espacio sideral, se escucha varias veces la expresión “tierra india”. La restitución de las capas milenarias de historia del altiplano central brasileño se mezcla a un gesto más enigmático hacia el final, cuando la voz de la cineasta sobre una pantalla negra lee fragmentos de un texto de Clarice Lispector. En “Nos primeiros começos de Brasília”, la escritora brasileña especula sobre una tierra habitada hace miles de años por “hombres y mujeres rubios altísimos”, “todos ciegos”, y enseguida narra la llegada de una banda de forajidos que no tenían nada que perder, “menores y morenos”, y que arman sus tiendas y encienden fuegos sobre las ruinas de la ciudad antigua. En esa ciudad artificial, de “construcciones con espacio calculado para las nubes”, no hay lugar para las ratas. Pero “las ratas, todas muy grandes, están invadiendo”. 

Esa imaginaria invasión inminente, ese deseo por desdibujar las líneas del espacio escudriñado por los arquitectos modernistas, rima con el final de Branco Sai, Preto Fica. Um Campo de Aviação contrasta las maquetas de la ciudad artificial con el poder magnánimo del fuego ancestral, en un gesto de montaje que sugiere una conflagración. Ambas películas, cada una a su manera, están imbuidas de ese deseo de incendio. 

En los créditos finales de Um Campo de Aviação consta un agradecimiento a Adirley Queirós, y en el largometraje siguiente del director Joana Pimenta actúa como directora de fotografía. La capital brasileña, obsesión compartida, ahora se encuentra marcada por un signo del pasado: Era uma vez [Érase una vez] Brasília (2017). Si Branco Sai, Preto Fica dibujaba una alianza entre deseos revoltosos rumbo a una catarsis incendiaria –aunque reconociera su imposibilidad–, Era uma vez Brasília nos sumerge en un abismo. Acá ya no hay purga posible: solo movimientos en falso, una melancolía honda y densa, la oscuridad de la noche y una parálisis que impregna todo. 

La transición entre el segundo y el tercer largometraje de Queirós tiene un paralelo innegable con el pasaje entre Deus e o Diabo na Terra do Sol (1964) y Terra em Transe (1967), segundo y tercero largo de Glauber Rocha. Medio siglo después, Adirley se ve enredado en circunstancias históricas que se repiten. Si Glauber terminaba Deus e o Diabo en una carrera desenfrenada hacia un mar que solo existía en el montaje (como la explosión de Branco Sai), mientras vociferaba a través de la boca de Corisco que “más fuertes son los poderes del pueblo” (como los gritos revolucionarios de Dimas Cravalanças en la película de Queirós), antes de empezar Terra em Transe una pregunta política se impone: ¿cómo seguir haciendo películas utópicas si ha ocurrido un golpe de Estado en el país y ese mismo pueblo no lo impidió? 

Hay muchas diferencias entre el golpe militar de abril de 1964 (que inauguró una dictadura que duraría dos décadas) y el golpe mediático-parlamentario en contra de la presidenta Dilma Roussef en 2016, pero sus consecuencias para el cine brasileño son demasiado semejantes para ignorarlas. Medio siglo después tampoco hubo resistencia popular que impidiera la instalación del Gobierno golpista de Michel Temer. Entonces Adirley se hace la mismísima pregunta de Glauber: ¿cómo seguir imaginando futuros incendiarios, si en la calle no hay ninguna señal de conflagración? 

La perplejidad que siguió al estreno de Terra em Transe en 1967 sería puesta nuevamente en escena en el estreno de Era uma vez Brasília cincuenta años después, en el Cine Brasilia, casa del Festival de Brasilia, situado a un par de kilómetros de los edificios en donde los usurpadores del poder seguían trabajando tranquilos tras el golpe del año anterior. Mientras una audiencia de izquierda abarrotaba la sala, ávida por una catarsis que repitiera el final de Branco Sai, Preto Fica y realizara en la pantalla lo que esa misma gente había sido incapaz de hacer en las calles de la ciudad, Era uma Vez Brasília rechazaba la puesta en escena guerrera y entregaba un largo viaje al interior de la noche, una constelación de cuerpos paralizados, un rompecabezas de frases incompletas que desactivaban cualquier optimismo. 

En una pasarela que se eleva sobre la noche oscura de Ceilândia, un hombre en silla de ruedas (Marquim do Tropa) y una mujer altiva (Andreia Vieira) llevan trajes negros que se asemejan a armaduras hechas con materiales reciclados. Se esconden de un radar, fuman sin descanso, y hablan sobre los documentos dejados por una tal Corina para un viajero intergaláctico, WA4 (Wellington Abreu), que llegaría desde otro planeta y desde otro tiempo para cumplir una misión importante en Brasilia. Un corte nos lleva al viajero, frente a una de las casas del Congreso Nacional que se ve a lo lejos, desenfocada. Él también fuma. Lleva una escopeta hecha con tubos de PVC y goma de neumáticos. Sin embargo, cuando dispara el arma trucha y corre hacia afuera del encuadre, un ajuste de foco nos revela el edificio inamovible, magnánimo, indemne. Era uma vez Brasília será una película de ensayos para la guerra que nunca devienen batalla, de discursos rabiosos que nunca terminan de inflamarse, de llamas que se ven siempre en segundo plano. 

Un monólogo de WA4 nos cuenta que, tras haber invadido tierras para construir una casa para su familia en el planeta Karpenstahll, el alienígena es arrestado y enviado al espacio, con la misión de llegar a Brasilia y matar al presidente Juscelino Kubitscheck, en el año 1959, antes de la inauguración de la ciudad. Pero su nave se desvía en el tiempo y él aterriza en la capital brasileña en el año 2016, año del golpe contra Dilma. Pero ese anclaje informativo se deshace en una película enrarecida, en donde los tiempos narrativos se entrecruzan, la confusión reina, y no hay arco dramático posible. Fragmentos sonoros del pasado y del presente se mezclan, como en A Cidade é uma Só?, pero acá componen una cacofonía absurda. Los tres protagonistas forman una alianza contra un enemigo común, como en Branco Sai, Preto Fica, pero acá no hay teleología. Los cuerpos van y vienen, pero vuelven siempre a la misma inmovilidad. La fotografía de Joana Pimenta tiende siempre al negro, fabrica opacidades, recolecta destrozos. Los personajes deambulan sin rumbo. Los planos se alargan. Los espacios se desorientan. Toda acción conduce al abismo. 

En un debate tras una proyección de Terra em Transe en mayo de 1967, el crítico Maurício Gomes Leite decía: “la película toca una verdad desagradable de una manera desagradable. Hiere las ideas prefabricadas, el pensamiento ordenado, los conceptos sólidos a la derecha y algunos lemas inmutables a la izquierda. Es violenta, patética, desequilibrada. No es una gran película política. Es una película sobre la agonía de la política”. Palabras muy semejantes podrían ser invocadas para definir Era uma vez Brasília. Se trata de una película que se toma la tarea de pensar su tiempo histórico, y de meditar sobre la derrota política. Su forma no podría ser otra que la de un drama destrozado, cacofónico, oscuro. Su letárgica agonía es la misma del país. 

Joana y Adirley vuelven a encontrarse, ahora como codirectores, en Mato Seco em Chamas (2023). Si A Cidade é uma Só? es la película del despertar, Branco Sai, Preto Fica la de la conflagración y Era uma vez Brasília la de la meditación sobre la derrota, Mato Seco em Chamas es la de la resistencia. El prólogo dibuja una colectividad de mujeres que descubre ductos subterráneos de petróleo en Ceilândia, monta una refinería clandestina y vive de explotar el oro negro en la región. Siempre vestidas en tonos oscuros, ellas protegen su tesoro con mano de hierro, despistan a los invasores, dominan el barrio con armas en puño. Su imperio particular se levanta sobre un descampado, desde donde se divisan las luces de la ciudad a lo lejos, parpadeantes y diminutas frente al poderío de las gasolineras. El signo del fuego, que toma la pantalla en las explosiones finales de Branco Sai, Preto Fica, es invocado por el montaje en Um Campo de Aviação y relegado al fondo de las imágenes en Era uma vez Brasília, ahora está por todas partes. En Mato Seco em Chamas es el mismo suelo el que se incendia desde el inicio, como si dejarse rodear por las llamas fuera la condición de existencia de esas mujeres. 

Sin embargo, tras la aparición del título, lo que parecía la plenitud de una afirmación en el presente se convierte en recuerdo. Vestida de blanco, en casa, la expresidiaria Lea (Lea Alves) recuerda la época dorada del petróleo, en los tiempos de 2019, capitaneada por su hermana Chitara (Joana Darc Furtado). Pimenta y Queirós cortocircuitan las fronteras entre ficción y documental: el personaje adopta un tono testimonial, dirigiéndose a un interlocutor invisible, pero lo que recuerda es una ficción construida con una puesta en escena que hace pensar en una versión tercermundista de Mad Max

Las secuencias cotidianas que se siguen son compuestas por largas tomas observacionales. Andreia (Andreia Vieira) y Chitara, las gasolineras armadas que veíamos al inicio, ahora trabajan como alfareras, y la película sigue su rutina bajo un tratamiento formal de cine directo. Una vez más, los tiempos se entrecruzan, y las texturas formales se mezclan sin solución de compromiso. En una secuencia estamos con Andreia en la iglesia, cantando himnos religiosos a pleno pulmón, y enseguida seguimos a un grupo de militares que patrullan el territorio distópico y parecen salidos de alguna saga espacial hollywoodense retorcida por una imaginación tecnopobre. En una secuencia estamos en un autobús con Lea, lleno de alegres muchachas maquilladas bailando funk y besándose, y de repente un jump cut nos confronta al mismo vehículo, ahora convertido en un viaje triste a la cárcel, con todas vestidas de un blanco aburrido. 

Sería tentador pensar los dos registros como ficción y documental, o como sueño y realidad. Pero lo más valioso de Mato Seco em Chamas es justamente el modo en que su puesta en escena dinamita las soluciones fáciles. Se trata, más bien, de una batalla de ficciones, friccionadas por la película en su montaje dialéctico. Está la ficción del poder, con sus líneas rectas, sus vestimentas uniformes, sus cuerpos domados. En contrapunto, la ficción de la resistencia, con su petróleo clandestino y abundante, sus armas altivas y sus rostros en ristre. 

Mato Seco em Chamas retoma una intuición que ya se notaba desde A Cidade é uma Só? y Um Campo de Aviação:¿qué es Brasilia, la ciudad real, sino un relato de ciencia ficción compuesto en concreto armado? ¿Qué es Ceilândia, ese inmenso territorio periférico en las afueras de la capital del país, sino la nota al pie de una narrativa modernista que condenó a los pobres a los márgenes de las páginas de la historia? Frente a esas ficciones triunfantes o marginales, Pimenta y Queirós fabrican las suyas, entre la melancolía y la afirmación guerrera. 

A cierta altura de Mato Seco em Chamas, Andreia se convierte en candidata al poder legislativo local (como Dildu en A Cidade é uma Só?) por un partido político titulado irónicamente como el Partido del Pueblo Preso. Pero mientras ella desfila en las calles con su campaña inventada, un político real hace su evento electoral por las mismas avenidas, y más bien parece una caricatura militar de Johnny Bravo. ¿Cómo insistir en la ironía, si la política oficial se ha convertido en el más puro cinismo? ¿Cómo apostar por la racionalidad del documental, cuando la realidad misma ya supera cualquier ficción en volumen de delirio? ¿Cómo insistir en revelar los meandros de la ideología en el examen cuidadoso de los archivos, si el poder cínico ya no se incomoda en esconder sus pulsiones genocidas? 

Si Era uma vez Brasília era una película marcada por el contexto del golpe parlamentario, ahora el contexto del país ha cambiado nuevamente, y un militar sanguinario (que hace homenajes a torturadores de la dictadura en pleno Congreso Nacional) fue alzado al poder por las vías democráticas, en elecciones generales con el apoyo masivo de la mayoría de la población. La izquierda lo trata como un payaso hasta el último momento, mientras la extrema derecha lo llama “mito” y lo carga en los brazos por donde pasa. ¿Cómo insistir en trazar límites precisos entre realidad y ficción, cuando un bufón es el presidente de la república? 

Un plano secuencia de seis minutos nos revela las entrañas de una marcha bolsonarista triunfante. La cámara pasea por la multitud y figura una colectividad uniforme hecha de anquilosados símbolos patrios (vestimentas y banderas en verde y amarillo) y variaciones cada vez más grotescas de los símbolos de apoyo al nuevo presidente: un canto repite que “el capitán llegó”; una camiseta tiene un “17” (su número electoral) grafiado con la silueta de un fusil; un muñeco inflable gigante retrata al (entonces) expresidente Lula en ropas de presidiario de dibujo animado; un hombre grita hacia la cámara “¡Lula murió!”. Panorámica circular sobre distopía real. Cuando, algunos planos adelante, los militares que combaten las gasolineras, en pleno reino aparente de la ficción, adopten el mismísimo lema de Bolsonaro (“Brasil por encima de todo; Dios por encima de todos”), será porque ya no hace falta exagerar nada, cuando el delirio se ha convertido en realpolitik. Cuando un plano revele la coreografía de la policía montada desfilando por la noche, será imposible decir si se trata de un registro documental o de una estilización elaborada para la película. 

Cerca del final, Joana Darc Furtado nos cuenta que Lea Alves fue encarcelada, y la película incorpora reflexivamente la prisión de la actriz al relato. Ella habla del rodaje, de cómo Lea parecía involucrada en la actividad cinematográfica, y se lamenta por sus hijos que ahora se quedan sin la presencia de la madre. Enseguida, sobre fotos en blanco y negro de Lea y Joana, una voz femenina lee el informe policial sobre la prisión. En un momento dado, pasamos a escuchar una descripción de fotografías captadas por el aparato policial que comprobarían el crimen de tráfico de drogas, en un relato organizado como evidencia criminal. Pero las imágenes que vemos son precarias, casi abstractas, marcadas por una opacidad que parece ignorada por las palabras del poder. En la narrativa policial, todo tiene sentido, mientras el montaje nos revela las entrañas de la fabricación del discurso oficial. 

Sin embargo, el contrapunto más contundente viene en la secuencia siguiente, en la que las gasolineras aliadas a su ejército de motoqueros toman el vehículo policial que rondaba la refinería clandestina a lo largo de toda la película. Mato Seco em Chamas da rienda suelta a una imaginación guerrera, y figura un triunfo imaginario sobre los dispositivos del poder. Queirós y Pimenta ponen en escena el desmantelamiento del vehículo, su conversión en chatarra, y el incendio de sus restos. Mientras suena un gangsta rap, la secuencia final nos devuelve una Lea altiva, triunfante, sentada en la parte trasera de una motocicleta como si estuviera en un trono, mientras otras motos se van sumando a los cuatro costados, en un desfile motorizado que apunta hacia el futuro. 

Si el mito se ha convertido en realidad y ahora dirige el país desde los edificios de Brasilia, ¿qué hacer frente a esto, sino apostar por la creación de otros mitos? El mito de las gasolineras de Sol Nascente no es sino la traducción cinematográfica de todas las utopías revolucionarias que los raperos de Ceilândia han inventado durante décadas, y que ahora brillan en carne y hueso, en cuerpo y luz, en motos y rifles, en sonido y montaje. Al hacer la etnografía de los sueños que habitan el territorio de Ceilândia, Joana Pimenta y Adirley Queirós crean sus propias mitificaciones, para convertirlas en energía cinematográfica contra las ficciones triunfantes en la realidad. 

Si la ficción del poder desea tragar todo en una narrativa uniforme, Pimenta y Queirós responden con películas que son campos de batalla entre ficciones dispares, fricción agonística entre mundos imaginarios opuestos. Su montaje dialéctico, sus vaivenes entre pasado, presente y futuro, sus fronteras porosas entre utopía y distopía, sus movimientos en falso desarman la posibilidad de una escritura hegemónica. Si la narrativa ficcional moderna –cuyo epítome es Brasilia– sigue triunfando en la realidad, hay que oponerse a su lógica con las armas del cine: fricción contra ficción. 


* Este texto es un adelanto del número 2 de la revista Fantasma Material y acompaña una retrospectiva de la obra de Adirley Queirós y Joana Pimenta que tendrá lugar del 29 al 31 de octubre de 2025 en Cineteca de Madrid, en colaboración con el Festival de Cine INSTAR.

VÍCTOR GUIMARÃES
VÍCTOR GUIMARÃES
Víctor Guimarães (Brasil). Crítico de cine, programador y profesor. Doctor en Comunicación Social por la Universidad Federal de Minas Gerais, con estudios doctorales en la Université Sorbonne-Nouvelle (Paris 3). Ha actuado como profesor en varias universidades brasileñas, como la PUC Minas y la UFMG. Es columnista del portal Con Los Ojos Abiertos y ha colaborado con publicaciones como Cinética, Senses of Cinema, Documentary Magazine, Outskirts, Taipei. Ha programado muestras retrospectivas como Argentina Rebelde (Caixa Cultural/RJ, 2015) o Brasil 68 (Cine Santa Tereza, 2018), entre otros. Ha coordinado en los últimos cuatro años el taller de crítica y programación del Talents Buenos Aires. Actualmente es programador de FICValdivia (Chile), responsable por su sección Disidencias, y es el director artístico del FENDA – Festival Experimental de Artes Fílmicas (Brasil).

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