El noveno largometraje del director brasileño Marcelo Gomes, Retrato de un cierto Oriente (Retrato de um Certo Oriente, 2024) obtuvo el Colón de Oro, máximo galardón del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva, cuya quincuagésima edición se celebró del 15 al 23 de noviembre de 2024 en la ciudad andaluza.
Este premio devino significativo corolario de un recorrido por prestigiosos eventos fílmicos que inició la cinta en enero de este año con su premier mundial en el Festival Internacional de Cine de Rotterdam (IFFR), y continuó por el Festival de São Paulo, el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) y el Festival de Múnich.
Basado en la novela homónima del escritor Milton Hatoum, publicada en 1990, el relato desarrolla, desde una sosegada perspectiva, no exenta del más elemental melodrama –frisando el estilo de precedentes como la cinta polaca Guerra Fría (Zimna wojna, Pawel Pawlikowsi, 2018)–, una de las tantas ondas expansivas íntimas que manan de epicentros bélicos, y esparcen vidas a miles de kilómetros, modificando el entramado más fino del tejido humano.
Como un rizoma perpetuo, las resonancias de guerras largo tiempo ya zanjadas, continúan determinando las suertes de sujetos, familias, comunidades, naciones, que se ven modificados drásticamente hasta por el arribo de aunque sea un solo refugiado. Las migraciones abruptas, catalizadas por las guerras, modulan el mapa civilizatorio como oleajes repentinos, cuyos fuertes embates tallan a profundidad las esencias culturales. Todo empieza por el apremio de sobrevivir y la voluntad de ser feliz allende el país abandonado.
Uno de estos probables éxodos, marcado en iguales proporciones por el trauma y la esperanza, es el de los hermanos libaneses Emilie (Wafa’a Celine Halawi) y Emir (Zakaria Al Kaarkour), devotos de la fe católica, que emigran de su nación a finales de la década de 1940. Transcurre el primer capítulo del conflicto árabe-israelí que conmocionó el área tras la Segunda Guerra Mundial y la formación del estado judío de Israel. La escalada de esta guerra, que ha terminado durando hasta el día de hoy, amenaza con sumar a las filas militares a Emir. Y él no quiere morir en nombre de lo que al final lo conducirá a la muerte.
Con la misma violencia que la guerra amenaza con cobrarse su existencia, con la misma brutalidad de la que pretende escapar, el hermano rapta a Emilie del convento donde esta cumple como monja o novicia. Y le impone acompañarlo en su exilio, a toda costa.
La alternativa de salvación inmediata es un barco que zapará hacia el misterioso Brasil, que se boceta en el horizonte transoceánico como una posibilidad concreta de paz, de reinvención y prosperidad. Una posibilidad romantizada hasta los créditos finales, corriendo fuertes riesgos de abocarse a una perspectiva exótica, pintoresca, y al final carente de matices socioculturales.
El escape marítimo deja pronto de ser un mero tránsito, para resultar una definitoria prueba de las capacidades de ambos para desprenderse del país que se ha ido con ellos; para diseccionar de sus mentes y espíritus la nación sajada por irreconciliables discrepancias de fe y política que se replica en cada uno de sus hijos, no importa en cuáles otros parajes o continentes pasen a habitar. Emilie y Emir alcanzan dimensiones alegóricas en estos sentidos, acorde las relaciones con el futuro inmediato que los envuelve.
A medida que avanza el relato, los senderos remontados por ambos hermanos, aunque permanecen siempre juntos, van distanciándose cada vez más. Se tornan antípodas. Aunque hablan el mismo idioma, merma su capacidad de diálogo. Su amor fraterno termina en un callejón inconciliable. Los hermanos son opuestos cada vez menos complementarios.
Para Emilie, la guerra es un eco cada vez más lejano, y una oportunidad para emanciparse en el Brasil de ensoñación que la acoge. Para Emir, la contienda es un peso que cada vez entorpece más su camino hacia la felicidad. Huye de una guerra que ha anidado muy profundo en su mente, y guía sus actos como un titiritero invisible. Su homosexualidad poco disimulada –imperdonable para el mundo árabe de entonces y para los años que vive– no suaviza su desesperado machismo, que lo impele una y otra vez a tratar de controlar la voluntad de su hermana. Su integridad mental casi depende de ella, pero sus reflejos culturales condicionados le indican domeñarla bajo una férrea voluntad de hombre.
Por obra y gracia de los mandamientos sacrosantos del melodrama, Emilie conoce en el barco a Omar (Charbel Kamel), un comerciante palestino de fe musulmana. El amor florece a primera vista, con pétalos de deseo. Emir también se topa con la posibilidad de querer, cuando conoce al fotógrafo europeo Dorner (Eros Galbiati).
Este deux ex machina pone a los hermanos en rumbo de colisión con ellos mismos: una hacia la trascendencia del legado que carga y el consecuente empoderamiento sobre sus propias suertes; y el otro hacia el agujero negro en que se convierte el pasado demasiado poderoso. Al punto que los “galanes” Omar y Dorner no trascienden los meros bocetos. Los guionistas María Camargo, Gustavo Campos y el propio Gomes se molestaron muy poco en proveerlos de honduras psicológicas y complejidades de carácter.
Emilie y Emir resultan entonces unos ejes demasiado absolutos del relato, y se termina reduciendo al resto de los personajes secundarios a niveles apenas accesorios. La (demasiado) meticulosa fotografía en blanco y negro a cargo de Pierre de Kerchove, que retrata el Amazonas y el Manaos de esas épocas como paraísos casi de ensueño, nimbados por mágico encanto, contrasta con el desbalanceado paisaje humano que trazan los guionistas y el director sobre el lienzo fílmico.
Incluso, el episodio desarrollado en la aldea de uno de los pueblos originarios en que los personajes hacen estancia, cuando el anciano jefe protesta ante los latifundistas blancos que pretenden desplazarlos de sus tierras, se asemeja más a una pincelada disonante que al suceso orgánico de una trama eminentemente amatoria, con fuertes intenciones de ser un cuento de hadas para adultos contemporáneos.
Tales desbalances no suceden en la previa incursión en el melodrama que Karim Aïnouz, colaborador estrecho de Gomes –ambos codirigieron la trascendente cinta Viajo porque preciso, vuelvo porque te amo (2009)–, realizara en 2019 con La vida invisible de Eurídice Guzmán (A vida invisíbel de Aurídice Gusmão). Es otra historia ambientada a mitad del siglo XX, época pletórica de tabúes y prejuicios machistas, ideal para los relatos de este cariz. Y se alza como un muy posible y directo precedente para la decisión de filmar Retrato de un cierto Oriente.
Aïnouz sí consigue estructurar para la referida propuesta una galería de personajes nada simples, que terminan enalteciendo esta otra historia agridulce y también protagonizada por parientes antagónicos de suertes dispares, en este caso las hermanas Eurídice (Carol Duarte) y Guida (Julia Stockler), ubicadas justo al borde encrucijadas tan o más azarosas que Emilie y Emir.
Sin la potencia expresiva de historias de amor clásicas como Bonjour Tristesse (Otto Preminger, 1958), Hiroshima, mon amour (Alain Resnais, 1959) o incluso Al final de la escapada (À but a souffle, Jean-Luc Godard, 1960), que no dejan de asomar en lontananza como referentes posibles, la propuesta de Marcelo Gomes logra ascender poco por sobre el horizonte de la corrección, el oficio y la coherencia narrativa; sobre el que pudiera ocultarse demasiado pronto como un sol olvidable que nunca conseguirá alcanzar su cenit. Es un ejercicio de estilo que parece tomarse (demasiadas veces) muy a la ligera el aliento lírico que se le acredita a la novela de Hatoum como uno de sus principales méritos, y sus dilemas poderosos se ven patinados en exceso con tinturas telenovelescas.