fbpx

“Con las mismas manos”: mi madre le pinta las uñas a Katherine Perzant

En la mirada de Katherine Perzant, La Habana es un puerto que se conoce a través del funcionamiento insospechado de las puertas, las habitaciones o las motocicletas. Como es complicado encontrar lo particular en una ciudad avasallada, en 'Las mujeres que no amaban a los hombres' (Ediciones La Luz, 2023) el espacio es doméstico, demanda pausa, paréntesis, entrecomillas.

-

Mi madre le pinta las uñas a Katherine Perzant. Secretamente, siento envidia. No recuerdo a mi madre pintándome las uñas en ninguna de las casas en las que hemos convivido. Nunca me atrajo hacerme la manicura porque solo consigo devorar el esmalte con nervioso afán.

La envidia.

La envidia es un sentimiento muy sano porque se relaciona con el acné y los fluidos inesperados. En el instante en el que envidio la escena entre la madre y la escritora joven, bella y talentosa, acepto que algunas frases e ideas en sus libros producirán una reacción semejante.

Hablo de sentimientos sanos e inauditos, no todos los días voy al baño para hurgar dentro de la piel y complacerme con los indicios que dejan ciertas imágenes.

Hojeo Las mujeres que no amaban a los hombres (Ediciones La Luz, 2023), de Katherine Perzant, que recién he leído, estoy segura de que hallaré a la primera descripciones que extiendan la escena entre mi madre y la autora, “Zara le pinta a Sara las uñas de los pies en un sofá del salón, la brocha untada de verde esmeralda corre por las uñas de Sara”.[1]

¿Qué hacemos con los sentimientos sanos sumergidos en los libros, con los poros, las fiebres, las despedidas o las muertes? ¿Los libros después del semen que hiede o los gatos o los cuentos de Murakami? ¿Qué hacemos con los relatos premonitorios?

Los libros tienen una vida bastante atrevida a destiempo, sobre todo los que vale la pena dejar tirados en el aseo o aquellos que descaradamente robamos.

En este libro, XXIII Premio Celestino de Cuento, hay formas de amor sanísimas, especialmente las que se rompen, las que quedan bajo cerrojo, las que se esfuman, las que no regateamos a un anticuario. Formas de amor siniestras e insólitas. En la mirada de Katherine Perzant, La Habana es un puerto que se conoce a través del funcionamiento insospechado de las puertas, las habitaciones o las motocicletas. Como es complicado encontrar lo particular en una ciudad avasallada –tópico, cliché, postalita–, en Las mujeres que no amaban a los hombres el espacio es doméstico, demanda pausa, paréntesis, entrecomillas:

Valentina vio mayólicas, ménsulas, portarretratos, una exquisita lámpara imperio, de bronce, muy antigua. Le pareció volver a entrar a cierta casa de anticuarios en El Vedado, que visitó recién llegada a La Habana, para comprar algo a su madre. Un regalo de cumpleaños. Su idea era un salero o una polvera. Algo pequeño, de esas miniaturas que enloquecen a mamá, pero todo resultó tan costoso que salió sin nada, ni siquiera aquel pajarito de Sargadelos.[2]

La ficción es tentadora por razones conectadas con la temporalidad, los simulacros, las fantasías y el pensamiento (en esa fricción donde todo parece tangible, verídico, hasta que se hace difuso por la consciencia o el corazón). Por eso, tengo la intención de regalarle un ejemplar de Las mujeres que no amaban a los hombres a Christian Petzold. Siento que la autora desdobla ciertos recovecos de la consciencia tiempo-espacio a través de decisiones semejantes a los guiones del cineasta alemán. Y esto quizá es una falacia porque los alemanes no entienden nada del Caribe, como ningún extranjero que se crea que Cuba es wonderland entenderá de las cosas que a una realmente le humedecen. La razón por la que vino a mi mente Petzold fue por Undine y el cuento de Katherine Perzant “Vanishes”, sirenas, náyades, maquetas, algo del frenesí con el que se ama en las ficciones donde escuchamos un canto de sirena.

El libro tiene un funcionamiento interior que me atrae, una se atreve a entrelazar las historias por el deseo y el desamor, la negación y la soledad siempre latentes, la búsqueda del alquiler en La Habana: “vivir en Playa, La Habana Vieja, Cojímar y Bahía”,[3] “cofradía de emigrantes”,[4] aparearse y empatarse. Me atrae la idea de un espacio líquido, viscosidad/cuerpo que fluye, corriente que se esparce sigilosa, metafórica o explícitamente a lo largo de Las mujeres que no amaban a los hombres, aguas que no están colocadas en primer plano, sino que dejan una huella en cada relato, en ese fluir: el mar de Balas, el nadar, los peces, la sangre, el llanto en el baño de un desconocido, el semen, la lengua, la bahía, el lecho de un río extinto, residuos, Old Spice, agua de aspersores, lip gloss, cerveza Becks, whisky, Ballantine’s, Johnny Walker, Coca Cola. Una obra realista con estas filtraciones, ondulaciones acuáticas, un poco trágicas, un poco cotidianas.

Los relatos establecen una relación con la modernidad líquida, el concepto de “amor líquido”, de Zygmunt Bauman, relaciones afectivas o ciertos vínculos, no solo conectados con el amor romántico en la posmodernidad, sino con la fugacidad: “aquí en la capital, donde bulle la tendencia a disminuirlo todo, para que sea más rápido, porque en esta ciudad se necesita tiempo, y aunque nadie sabe para qué, todos corren”.[5] Deslizamientos que tienen lugar en esa observación del ajeno: la migrante de provincia, la extranjera, el foráneo de paso, el novio, el amante. En esta coreografía apabullante, la interrupción o la quietud producen otra posibilidad de tiempo, de afecto, un “algo” que nos hace detenernos ante un paisaje, en una mueca nada extraordinaria.

“Soñar con orugas” transcurre en Valask, narra el testimonio de una desaparición, y esto también es un flujo que atraviesa los relatos del libro: lo que desaparece (“todo lo sólido se desvanece en el aire” o se lo come el perro de Paterson, referencia a Jim Jarmusch que justifica un mal chiste). Hilo, o más acorde con la poética de Katherine Perzant, pañuelo, que conecta el peligro o el abandono con el pasado, que insiste en la misericordia o la contundente percepción de los personajes que han conocido a los culpables, incluso hasta el punto de sacralizar esa imagen: “Por favor, no parecía querer hacer daño, solo quería encender un cigarro, y tenía pecas en los cachetes”.[6] Pañuelo, dádiva o fetiche en relaciones que se distinguen por los cambios que van entre un encuentro y otro: la desaparición, algún duelo, algún vuelo o algún vuele.

En “Noruegos” distinguiría cómo la escritora consigue dejarnos en vilo. Este relato se sostiene desde la voz del testigo, y se construye con la intrepidez del periodista. El tiempo presente del relato es en una Habana, quince años después de un terrible crimen ocurrido en el balneario de Balas. Lo terrible provoca un texto muy poético y ambicioso, me interesa cómo el saber periodístico está en uso para que la ficción nos interpele desde esa caleidoscópica investigación sobre la naturaleza del horror, del mal: “Con las mismas manos con que ayudó a estrangular a dos personas hacía unos pocos días, le hizo un par de trenzas a mi hermana”.[7]

Pude quedarme en el libro como me quedo En la bahía, de Katherine Mansfield, o Los temores de la señora Orlando, o Una vez un hombre verdaderamente tonto, de Lydia Davis, o El búfalo, de Clarice Lispector, o en Hombres sin mujeres, los cuentos de Murakami en el que cada relato reúne a dos personajes que dialogan solo en su idioma privado. Una se queda jadeando con lo que está afuera, en el borde, en la cutícula, en las muelas, en lo que tocarán después esos dedos, aquello a lo que se agarrarán con furia, la carne donde se hundirán, la hora a la que se empaparán. O, quizá, en la probabilidad de que en un cuento se lea: “La chica que estaba hablando dio unos golpecitos a su cigarrillo para que la ceniza cayera a la alfombrilla persa y miró con aire contrito a su anfitriona”. Aunque se trate de una cita a Truman Capote, el escritor favorito de la autora.

“Mi madre le pinta las uñas a Katherine Perzant” fue el acontecimiento que me ayudó a presentar Las mujeres que no amaban a los hombres en El Ciervo Encantado, un 17 de febrero de 2025.

Algo tuvo que empujar a mi madre a buscar el frasco más nuevo de esmalte para uñas, a tomar su mano, fijar la vista sin mostrar nervio, servil, pero precisa, servil, pero no obediente, sino amorosa. Tardé en hacerles una foto porque ya he confesado el sano sentimiento que me bullía dentro, la madre deslizaba la brocha con cuidado de no pintar la carne de la escritora. Algo irracional tiene que empujarte a un gesto como ese.

Abrir el libro, leer:

Hace ya más de quince años, antes de abandonar el periodismo por completo, mudarme a La Habana y dedicarme a la ficción, escribí un reportaje sobre la estancia de tres asesinos en el balneario de Balas.

El reportaje fue publicado el día 18 de abril del 2001, en la primera página del periódico Hechos, para el que trabajé durante una década en el Oriente de Cuba. El titular de la investigación fue “Nadar después de todo” frase ambigua que utilizó uno de los asesinos en el juicio. Después de estrangular a dos personas se habían ido a Balas porque deseaban nadar, dijo al juez “nadar después de todo”.

¿Qué era todo?

Haber estrangulado a un matrimonio de ocho años, sin hijos, que iba hasta Libra a firmar la compra de una propiedad costera; cuando uno piensa en la palabra estrangular, algo dentro se desequilibra, se fracciona.

Después de asfixiarlos con cinturones, se entretuvieron golpeando los cadáveres, arañándolos. Aparcaron el Mercedes del matrimonio, quienes le habían dado un aventón, solo a dos metros de la carretera e hicieron cuanto quisieron. El rostro del hombre estaba desfigurado. Y la mujer quedó desnuda sobre la hierba, a unos treinta metros del lugar, bajo un flamboyán florecido. En las fotografías del caso que vi, su cuerpo bajo el agua recordaba una pintura terrible.[8]


Notas:

[1] Katherine Perzant: Las mujeres que no amaban a los hombres, Ediciones La Luz, Holguín, 2023, p. 37.

[2] Ibídem, p. 47.

[3] Ibídem, p. 86.

[4] Ibídem, p. 45.

[5] Ibídem, p. 43.

[6] Ibídem, p. 96.

[7] Ibídem, p. 28.

[8] Ibídem, p. 9-10.

MARTHA LUISA HERNÁNDEZ CADENAS
MARTHA LUISA HERNÁNDEZ CADENAS
Martha Luisa Hernández Cadenas, Martica Minipunto (Guantánamo, Cuba, 1991). Teatróloga, poeta y performer. Coordinadora del Laboratorio Escénico de Experimentación Social (LEES). Entre su obra reciente se encuentran los performances Nueve (2017) y Extintos, aquí no vuelan mariposas (2018); las intervenciones La última ópera china (2018) y Las fundadoras (2019). Fundadora de la editorial independiente ediciones sinsentido. Ha publicado el poemario Días de hormigas (Premio David de Poesía 2017, Ediciones Unión, 2018). Ganadora del Premio de ensayo La Selva Oscura por su investigación Notas de un simulador. La crítica teatral de Calvert Casey (1960-1965) y del Premio de Teatrología Rine Leal por su libro ESTA OBRA HABLA DE TI Y DE MI. Ensayos para (des)a(r)mar la experimentación escénica en Cuba (2012-2018).

Leer más

Pablo Montoya: narrar el encontronazo entre el artista y el mal

El autor de 'Tríptico de la infamia' conversa sobre la violencia en Colombia y el gobierno de Petro, su fascinación por Carpentier, el legado de García Márquez o los viajes de ayaguasca.

Las últimas elecciones en Venezuela bajo la lupa del Centro Carter

Acá analizamos la promesa de Chávez a la luz de los datos entregados al mundo en el informe final del Centro Carter.

Expediente | Polémica sobre el Congreso Nacional de Educación y Cultura (1971) y otros “bandazos” de la Revolución (1993-1994)

En esta polémica contienden tres figuras al interior del oficialismo cultural en Cuba: el funcionario Alfredo Guevara, el poeta León de la Hoz y el periodista Pedro de la Hoz.
Festival En Zona 2024
Festival En Zona 2024
Rialta, la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM-Cuajimalpa) y El Estornudo invitan a la primera edición del Festival En Zona, que tendrá lugar en la Ciudad de México entre los días 26 y 29 de noviembre de 2024.

Contenidos relacionados

1 comentario

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí