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Una soledad insular

El espacio que ocupa ‘Diario de Guantánamo’, de Mohamedou Ould Slahi, en la literatura cubana es el de los milímetros que se dejan vacantes en el ritual oficial de izar las banderas. En ese tramo está la vecindad y la continuidad de los horrores.

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En Diario de un mal año, de Coetzee, el protagonista escribe una secuencia de opiniones. La número nueve es sobre la base militar norteamericana en la bahía de Guantánamo. Reclama la existencia de un ballet titulado Guantánamo, Guantánamo!, con bailarines encadenados de pies y manos, las cabezas encapuchadas mientras bailan la danza de los perseguidos. A saltos, los guardias forcejean con el cuerpo de baile y los sodomizan. Otro bailarín lleva una máscara de Donald Rumsfeld, secretario de Defensa del 2001 al 2006. Algún día se hará, dice el narrador y le pronostica éxito en Londres, Berlín y Nueva York. Sería natural que su gira incluyera La Habana. Aunque el ballet es una presencia reincidente en Cuba hasta haber arraigado en la cultura nacional, el destino musical de Guantánamo estaba fijado desde antes, en una canción repetitiva.

Un tema popular de hace cien años envejeció aún más al sustituirle la letra por la poesía de José Martí. Los versos martianos no eran las rimas originales del canto; al compositor Julián Orbón se debe el contraste, que presentó como un descubrimiento. Sobre la “Guantanamera” escribió: “Considero que esta música es una de las expresiones más puras del ser americano, quizás su instante más absoluto. Despojada de toda teluricidad, llenándose de pura esencia, transmutadas todas sus realidades formativas, queda esta música morando en una soledad insular, mostrándonos un tiempo suspendido en la gozosa memoria”. Y añadió: “Cuando las décimas que se escuchan son los Versos sencillos de Martí, estamos de nuevo en presencia del remoto misterio de comunión entre poesía y música que se mostró en los cancioneros originales”. Para contrarrestar esta idea es válido confirmar que los seguidores ingleses de fútbol corean desde las gradas su propia versión en la melodía reciclable de la “Guantanamera”: “Sing when you’re winning, / You only sing when you’re winning”. Después de la adaptación origenista, al leer la poesía de Martí hay que acudir a la meditación trascendental para apagar las claves que martillan en el recuerdo y dificultan percibir la dimensión del testamento que es Versos sencillos. En la canción, la poesía queda como preámbulo, calentando motores patrióticos para la apoteosis del sinsentido que es ese verso dadá: “guantanamera, guajira guantanamera”. La sensibilidad con que se entona el canto es lamentable. La repetición del estribillo, una tortura. A comienzos del siglo, Guantánamo regresó a la imaginación global con los overoles naranjas, la brutalidad militar, las ofensas sexuales, el limbo legal de los detenidos. En los últimos días ha vuelto, como anuncio de destino latinoamericano para treinta mil deportados.

En enero de 2015 se publicó un volumen colaborativo que venía de papeles escritos en la base naval. La forzosa colaboración era resultado del manejo del material: en cuatrocientas sesenta y seis páginas manuscritas el gobierno norteamericano superpuso dos mil quinientas barras de censura; su editor, Larry Siems, añadió notas al pie que documentaban el relato principal con otras fuentes desclasificadas. Diario de Guantánamo es un libro con varios niveles de opacidad, donde las memorias del preso, las barras oscuras de los captores y la letra pequeña de las notas al pie arman una especial confesión. Su primer autor es Mohamedou Ould Slahi. En el momento de la publicación todavía se encontraba en la isla.

Slahi llegó a Cuba el 5 de agosto de 2002, con treinta y un años. En noviembre de 2001 había sido trasportado desde Mauritania a una prisión en Jordania donde fue interrogado por siete meses y medio. Antes de su traslado a Guantánamo pasó otros quince días en una base aérea norteamericana en Afganistán. En su llegada a suelo afgano narra un instante escatológico sobre la desposesión, la libertad, y el cuerpo como lugar donde se guardan nuestros espacios vividos. El prisionero no sabe dónde está. Antes del viaje le han tapado los ojos, con una tijera lo han despojado de su ropa, lo han esposado de pies y manos, a la cintura le han fijado un pañal para acomodar alguna incontinencia. En el avión lo obligan a tragar agua mientras aguanta las ganas de orinar. Del avión pasa a un helicóptero, del helicóptero a una camioneta, de la camioneta lo bajan y lo arrodillan. No te muevas, le gritan. Debe mantener la posición con la cabeza gacha hasta nueva orden. Entonces, decididamente, se orina. Sus preocupaciones desaparecieron; sonrió por dentro. Describe un alivio excepcional, como si hubiera sido liberado y enviado de vuelta a su casa. Al enterarse por un oficial que habla alemán como él, de que lo enviarán a Cuba su primera reacción es que no sabe español, que ellos, los norteamericanos, son viejos enemigos de la isla. Entonces lo instruyen en el origen de la base en la bahía del Oriente del país. Más tarde otros presos le revelan dónde orinó: Bagram, Afganistán, antigua ciudad en la Ruta de la Seda. Por devolverles alguna información valiosa él les anuncia que los enviarán a Cuba. Suena tan absurdo que no le creen.

Viajar es una forma de tortura, recuerda Slahi, dice una de las enseñanzas de su fe. Entre las amenazas que los militares susurran al oído de los detenidos alcanza a entender en inglés: “Vas a gozar del viaje al paraíso del Caribe”. Cuando el avión aterriza y le ordenan bajar se da cuenta de que ha perdido un zapato. Pisa el suelo de la isla con un pie descalzo, de madrugada, a gritos de “Do not talk!” y “No talking!”, y le parece interesante que esa lengua de la que entonces apenas entiende contadas palabras tenga dos órdenes distintas para imponer lo mismo. Un mes después es trasladado a una celda desde donde ve por primera vez en más de nueve meses una llanura, el paisaje cubano.

Un artículo de 2021 en The New York Times describe la base naval con el tono de un intrincado sitio turístico. El área incluye un célebre McDonald’s abierto en los años ochenta; un mall que alberga un Subway, un banco, una barbería, una tienda de suvenires donde se puede comprar una camiseta que anuncia: “Guantánamo Bay: No Bad Days, buenas vibras, altas mareas, desde 1898”; una iglesia; una estación de radio: Radio GTMO, con el eslogan “Rockin’ en el patio de Fidel”. Algunas calles llevan nombres de próceres nacionales. Por Céspedes Road, Maceo Road y Martí Road, cruzan gatos callejeros exiliados cubanos que han sorteado los campos minados del perímetro e iguanas guantanameras a las que está prohibido aplastar al conducir o montar bicicleta por las avenidas semivacías. A las ocho de la mañana se oye desde los altavoces el himno de los Estados Unidos y los carros se detienen en una parálisis solemne. Un tercio de sus pobladores son filipinos y jamaicanos, quienes llevan el trabajo civil de la base. El destino incluye, además, un cementerio. Al fondo, las diagonales de las lomas acumulan los estratos históricos de la geografía. Cuzco Well Cemetery ofrece un paseo entre lápidas de inscripciones lacónicas: muertos de 1902, marinos griegos y noruegos, empleados, seis marineros brasileños muertos de influenza en los años veinte, más de ochenta niños; de los años noventa quedan los mármoles de cubanos y haitianos que buscaban llegar a la Florida en balsas. Una sección cercada, con el anuncio “Cementerio islámico”, sigue vacante para los musulmanes que no pudieran ser devueltos a sus tierras. No ha sido usado. Es un potrero ominoso de tierra vacía donde crece la yerba para un alazán imaginario.

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Slahi se compara a sí mismo con un esclavo: traído de África a la fuerza, vendido sucesivas veces hasta llegar a su destino final en el Caribe. En uno de los interrogatorios le revelan que ostenta el número uno en una lista de los quince presos de más alta prioridad. Lo vinculan con la Trama del Milenio, una secuencia de atentados terroristas durante las celebraciones del fin de año de 1999, en particular con el plan para hacer explotar el Aeropuerto Internacional de Los Angeles. En más de una ocasión los oficiales expresan una percepción insular al referirse al lugar en donde están. En vez de decirle que pasará el resto de su vida en el campamento, amenazan: “vas a pasar el resto de tu vida en esta isla”. Del otro lado de su frontera terrestre, a la inversa, el lugar ha sido una tentación para el escape. En el capítulo “La fuga” de Antes que anochezca, Arenas cuenta sus dos calamitosos intentos fallidos de salir de la isla buscando entrar a la base.

Diario de Guantánamo está escrito en inglés, con el idioma que Slahi aprendió de sus carceleros e interrogadores. Por una buena parte del libro, sus impresiones y memorias imaginan estrategias que lo liberen de la situación opresiva de la que no acaba de salir. El deseo de crear soluciones, de abrir realidades paralelas en las que es posible evadir el poder y la crueldad de la ley, es una máquina generadora de escritura. No solo apunta lo que le pasa sino las incansables formas en que imaginó cómo podría escapar de cada uno de los inconvenientes: romper una puerta, saltar un muro, secuestrar una camioneta, dudar de sus fuerzas, rezar por lo mejor. De su primer arresto, en Dakar, Senegal, cuando lo transportan en jet hasta la capital de Mauritania, recuerda: “Quería que el avión se estrellara y haber sido yo el único sobreviviente. Yo sabría cómo lograrlo: era mi país”. Su aprendizaje del idioma pronto lo lleva a expresar verdades universales. Nota que el inglés, su cuarta lengua, aprendida en Guantánamo, admite más vulgaridades que otras. Descubre que en el nuevo idioma no le importa blasfemar. Ha aprendido con sus guardias a maldecir y solo le resultan groseras esas expresiones si tuviera que traducirlas al árabe, al alemán o al francés. Concluye que los anglófonos no leen, solo recuerdan palabras: “no sé de otra lengua que escriba colonel y pronuncie kérnel”.

Al principio el correccional es laberíntico. Slahi es movido de una oficina a otra, vendado o con la cabeza baja, entre órdenes, sin posibilidad de reconstruir el lugar. Es aislado en un bloque de máxima seguridad por cuatro semanas –las que pasaban los prisioneros al llegar como medida de desorientación antes de los interrogatorios–. Por páginas, el narrador está a ciegas. Unas veces se imagina en un auditorio sin nunca asegurarse, en otras, adivina que el banco donde lo sientan junto a unos detenidos es redondo. Las formas del espacio se despliegan en su mente a través de lo único que puede reportar: ruidos, gritos, golpes, la inercia de su cuerpo, el aire, la temperatura. Cada vez que lo mueven de una prisión a otra, de un medio de transporte a otro, solo alcanza a narrar oscuridades. En esos reportes el relato coincide con las barras negras que el censor impone sobre su caligrafía.

En las primeras entradas las barras ocultan al personal militar, del FBI o la CIA, nombres en algunos casos, pronombres que identificarían la presencia de oficiales mujeres, alguna descripción que pudiera atribuirse a alguien reconocible o a otros detenidos. Las tachaduras son inconsistentes: lo que se oculta en una primera aparición –una lengua, un país, la descripción de un oficial– aparece páginas después pasado por alto, como pruebas de una cansada burocracia de lectura. Queda establecida la presencia de un tipo de censor: el que cuida su apariencia, el que ataca no la propagación de las ideas sino el retrato que el detenido hace de él.

Las barras de censura agujerean el relato. Al encontrar frases tachadas también al lector le embolsan la cabeza y debe completar la lectura por otras sensaciones cruzadas. Mientras avanza el relato las barras se vuelven más frecuentes hasta conseguir armar una intriga de lo eliminado que se intensifica en sus composiciones visuales sin revelar una sola palabra. Primero rectángulos ocasionales, luego líneas, párrafos donde ya el lenguaje se va desarticulando hasta que las barras ocupan sucesivas páginas completas en una lengua que pudo escribirse pero no leerse y crea de vuelta un sentido alterno, como si hubiera sido también imposible haberla escrito. Su denominación en inglés, redacted, se refiriere a un texto del que ha sido removida información confidencial antes de su publicación. Es una redacción de trazo grueso que va desbordando cada palabra original para dejar la mancha como única posibilidad de hacer público el documento. La voz interna del lector crea un ruido al leer el bloque negro, la velocidad no permite sustituirlo con las frases que completarían la oración y entra en sustitución un rumor inarticulado. Es la visión de un concretismo macabro. La composición que van armando las restricciones de censura se incorpora a la experiencia de leer una nueva lengua, y deja resultados como este: “De repente la vida se había vuelto _______________”.

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El suyo no es el caso de la confiscación de los poemas en árabe o en pasto escritos por los presos en Guantánamo, a falta de papel, en vasos de poliestireno. En su libro Marcos de guerra, Judith Butler recuerda las razones para la destrucción de aquellos versos: “según el Pentágono la poesía «presenta un riesgo especial» para la seguridad nacional a causa de su «contenido y formato»”. Pero Slahi no es un poeta preso. La escritura comienza para él como forma de tortura. Lo obligan a escribir páginas sobre su vida, sin conseguir que las revelaciones leídas satisfagan al interrogador. Finalmente escribe una falsa autoinculpación sobre su protagonismo en la Trama del Milenio: “Vine a Canadá con el plan de volar la torre CN en Toronto”. La palabra “azúcar”, que sus investigadores consideraban un código mencionado en una conversación telefónica, es usada para dar credibilidad a su historia, aunque el resultado sea delirante: “compré mucha azúcar para mezclarla con los explosivos y aumentar los daños”.

La tortura reclama su dramaturgia, su particular creación de lugares ficcionales. Para entrar en ellos es necesario un violento viaje sensorial. En la tarde del 25 de agosto de 2003, un comando de tres oficiales y un pastor alemán irrumpe en el cuarto donde Slahi está siendo interrogado. Lo tiran al suelo, un oficial enmascarado lo golpea en las costillas y en la cara. Le tapan los ojos, los oídos, le cubren la cabeza, le encadenan las muñecas y los tobillos. Recibe golpes por tres o cuatro horas. Ya debía haber anochecido. Su cara sangra y la hinchazón de los labios le impide hablar. En un viaje de diez minutos lo sueltan en la playa y lo suben a una lancha. Por otras tres horas navegan en la bahía de Guantánamo para hacerle creer que lo llevan a otra isla aun más remota. Le hacen beber agua salada. Vomita. Lo obligan a tragar. Lo devolverán al mismo punto de partida, a otro centro de detención, Camp Echo, destinado a las figuras de alta prioridad, en confinamiento solitario, con una celda y una sala de interrogatorios adaptados para reducir todo estímulo exterior. De vuelta, todavía sobre la lancha, lo someten a una agresión helada, cubos de hielo entre la ropa y la piel, del cuello a los tobillos. El ruido del mar, el resplandor de los reflectores en la costa, los caminos por donde se mueve la camioneta, las voces de norteamericanos y de árabes, los ladridos del perro, el viento, el hielo en la piel, el sabor de las aguas cubanas, cada una de estas percepciones busca llevarlo a un nuevo lugar, hacer emerger otra isla lejos de la isla que es, sin que él lo sepa, la misma de donde salió unas horas antes. Cuando se recupera en las semanas siguientes, en otra celda, para rezar busca la quibla, la dirección a la mezquita sagrada de La Meca, pero le es imposible orientarse.

“No sabes cuán aterrador es para un ser humano ser amenazado con la tortura”, escribe. “Uno se vuelve literalmente un niño”. De la misma forma en que el dolor es progresivo produce la amenaza de ser ilimitado. La confesión ocurre como intercambio para no sufrir un dolor mayor que el que la tortura ha afligido. No es casual que la confesión verdadera sea referida como un canto. Cantar, en el habla de los torturadores, es haber conseguido la transcripción completa, haber convertido todo el cuerpo en relato. “You only sing when you’re winning”. Otro método es el que no busca una confesión en el formato de una historia, sino un autor. La confesión, aunque falsa, viene construida con antelación. Consigue que el detenido firme la autoría de una anécdota ajena. Su violencia sobre el cuerpo produce el silencio, y si extrae una historia es una fabricada por ellos mismos que el torturado debe incorporar y asumir como verdadera. Ambos métodos dan forma al Diario de Guantánamo, donde las escrituras se disputan la autoridad.

En la celda vacía, Slahi practica formas extremas de lectura: recitar el Corán de memoria; leer las texturas de las paredes hasta contar cuatro mil cien agujeros; distinguir el día de la noche por un mínimo cambio en el brillo del agua al descargar el inodoro; leer una y otra vez la etiqueta de una nueva almohada. De sus días deja algunas alertas generales: “Los guardias de las prisiones tienen algo en común, sean norteamericanos, mauritanos o jordanos: todos reflejan la actitud de los interrogadores. Si los interrogadores están contentos los guardias están contentos”. Sobre los interrogatorios: “Los interrogadores tienen una tendencia a entrar a la casa por la ventana y no por la puerta; en vez de hacer preguntas directas, hacen todo tipo de preguntas rodeando la pregunta principal”. Una impresión que puede asumirse como un consejo, conocido de memoria por quienes han recorrido una secuencia de oficinas en la misma isla donde han sido escritas estas palabras: “Tal vez me equivoco, pero desconfío de cualquiera que cuelgue un retrato de su presidente”.

Una nota al pie, en la noche en que es interrogado hasta hacerle creer en su posible relación con los atentados del 11 de septiembre, abunda en las conexiones entre la producción de falsas confesiones y la privación de sueño. El vínculo se establece entre las técnicas de Guantánamo y los antiguos métodos de tortura en los interrogatorios de la KGB para producir autoinculpaciones por supuestos crímenes contra el Estado. Un estudio desclasificado de la Guerra Fría permite parear los detalles de acciones similares. En la lectura de esta nota es fácil encontrar las mismas evidencias en los testimonios de los presos políticos cubanos hasta el presente: el agotamiento por la privación de sueño, la pérdida de referencias horarias en espacios cerrados con iluminación permanente, la fatiga por las altas temperaturas de la celda, la interrupción de cualquier posible descanso por orden de los oficiales. Según el informe, estos métodos eran aplicados desde interpretaciones legales del régimen comunista para evadir la violencia física, creando otro tipo de tortura para extraer la información del presunto enemigo. En esas prácticas, los aparatos represivos se equiparan en una misma isla.

Del otro lado, al izar la bandera en las escuelas ocurre a diario una ceremonia mínima que no escapa a la atención de los pioneros, aburridos por el gastado patetismo. Cuando la esquina de la tela choca con la punta del asta en un tirón, se le hace descender unos milímetros en memoria del territorio insular incompleto. Ese segmento imperceptible para el ojo tiene un interés más performativo que una preocupación real por la restauración geográfica. En una entrevista de 2008 –Slahi llevaba seis años en la tierra que pisó por primera vez con un pie descalzo–, el entonces presidente Raúl Castro respondió: “La base es nuestro rehén. Como presidente digo que Estados Unidos debe irse. Como militar digo que los dejemos quedarse”. Esta lógica del territorio negociado como rehén se extiende más allá de la base militar: la isla entera es mantenida en esos términos para sus ciudadanos y sus exiliados. El espacio que ocupa Diario de Guantánamo en la literatura cubana es el de los milímetros que se dejan vacantes en el ritual oficial de izar las banderas. En ese tramo está la vecindad y la continuidad de los horrores.

Hacia el final del libro, Slahi narra una relación más cercana con una nueva oficial. Tras una discusión teológica donde comparan las escrituras sagradas para cada uno, y en la que cada cual parece querer convertir al otro, llegan a intercambiar poemas como un último recurso para su conversación. No conserva aquellos papeles pero recuerda uno de los suyos y lo transcribe.

“Uno de mis poemas decía:

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Por Slahi, en GTMO”.

OSDANY MORALES
OSDANY MORALES
Osdany Morales (Nueva Paz, Cuba, 1981). Es autor de los libros de cuentos Minuciosas puertas estrechas (2007), Papyrus (2012) y Antes de los aviones (2013), del cuaderno de poesía El pasado es un pueblo solitario (2015) y de la novela Zozobra (2018). Su libro más reciente es Lengua materna (2023).

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