Diálogos, la más reciente muestra escultórica de Florencio Gelabert, que se puede ver en la Zapata Gallery de Miami, se nutre tanto del minimalismo como del posminimalismo. Sus esculturas se sostienen en la economía de las formas: concentran el sentido, magnifican el silencio. Gelabert no renuncia: suprime. Lo profuso promete, lo mínimo cumple. Para Gelabert, el exceso confunde; la síntesis despierta y desafía. Su obra no explica: orienta.
Sus piezas conjugan lo arquitectónico y lo orgánico, lo urbano y lo natural. De ese contrapunto surge la tensión que recorre toda la muestra. El minimalismo de Gelabert es un lujo para las almas atentas; la forma más pura y escueta de la presencia.
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La perfección se alcanza cuando no hay nada que quitar.
Lao -Tsé
En Diálogos, Gelabert se libera de lo superfluo, pero no de sus obsesiones. Lo rodean únicamente sus propias sombras. Cada obra es una isla; un fragmento que, al unirse a otros, conforma un vasto archipiélago. Hay tantas lecturas posibles como desplazamientos por sus islas.
Lo primero que advierte el espectador –incluso el más distraído– es la abundancia de fragmentos: esculturas fracturadas que exhiben vestigios y retazos. En La vida instrucciones de uso, Georges Perec afirma que podemos contemplar una pieza de un rompecabezas durante días y creer que lo sabemos todo sobre ella. Pero lo esencial –enfatiza Perec– no está en la pieza aislada, sino en el modo en que encaja con las demás. En el instante en que se une al conjunto, se anula, desaparece: deja de existir como pieza.
En la obra de Gelabert ocurre exactamente lo contrario: una vez que se ensambla, la pieza se ilumina. El fragmento no huye hacia la totalidad: la funda.
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¿A qué se debe su fascinación por los fragmentos? La respuesta es simple: todo nos ha sido legado en fragmentos. Trozos de una vasija griega rescatada en una excavación, partes de la punta de una flecha de obsidiana, los restos de un fósil de trilobite hallados en un pedazo de roca, fragmentos de un texto de Heráclito o de Homero. Gelabert sabe que lo incompleto conforma nuestra verdadera condición.
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Tampoco el pensamiento es continuo. Cuando pensamos estamos sujetos a constantes interrupciones. Nuestro pensamiento fluye en ráfagas, relámpagos, punzadas, latidos. El fragmento es lo que mejor se acomoda a la naturaleza de nuestras reflexiones. Toda creación es el resultado de una suma de fragmentos, toda obra de arte es producto del pensamiento discontinuo y entrecortado.
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La muestra inicia con Displacement X: un mosaico de cerámica fracturado. La rotura parece involuntaria: podría hablarse del arte del accidente. El resultado tiene algo de aleatorio y caprichoso. Las astillas, sin embargo, están ensambladas con precisión, en un equilibrio casi hipnótico. También el azar –en la obra de Gelabert– ha sido modelado.
Los fragmentos parecen aspirar a ser restaurados y la pieza evoca el kintsugi. Pero, a diferencia del arte tradicional japonés, Gelabert no oculta ni mitifica las cicatrices, no recubre las grietas con oro para que un río dorado recorra el interior de la pieza. Lo que le interesa a Gelabert es exponer la fisura. Cada grieta es la firma del tiempo.
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¿Por qué Gelabert no nos muestra únicamente superficies íntegras y pulidas? Hay una explicación: la perfección es una forma exquisita del tedio. Lo perfecto es estático; lo imperfecto respira. Hastiado de la integridad, Gelabert tiene derecho a fascinarse con el desgaste, los residuos y la fractura. Donde hay vida hay deterioro.
En sus piezas también hay partes faltantes, ausencias, vacíos. Solo deseamos aquello que nos falta. La ausencia, en su obra, es la forma silenciosa de la espera y el deseo.
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La muestra de Gelabert es una constante invitación al cambio de rumbo y a la ruptura. Cada paso nos incita a añadir una nueva capa a su palimpsesto. En su mirada es posible percibir cierto hálito oriental: algo que recuerda la fragilidad y el destello de un haiku. Su estética, tan atenta al desgaste y lo transitorio, parece evocar asimismo al wabi-sabi, donde la belleza solo se alcanza a través del deterioro y el inexorable paso del tiempo; ese goteo incesante que todo lo marchita.
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Podemos suponer que a Gelabert no le interesa el comienzo, sino la conclusión. Todo lo que existe –incluso lo que carece de origen visible– está destinado a concluir. Sus obras fracturadas parecen ritualizar ese final. No podemos evitar sentir que Gelabert practica el arte de terminar.
Pero allí donde todo parece extinguirse, surge de pronto un signo vital: un brote vegetal, una brizna de yerba, una raíz, una hoja que se abre paso entre las ruinas. La vida encarando a la muerte; el principio en oposición al final. En la obra de Gelabert, toda conclusión es también un comienzo.
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En su ensayo El plástico, Roland Barthes afirma que ningún material es “neutro”: toda materia posee un aura. Las obras de Gelabert combinan materiales diversos: bronce, resinas, cerámica, madera, fibra de vidrio: materiales que en ocasiones se oponen y rivalizan entre sí.
Birth II nos muestra una firme estructura de bronce pulido de la que sobresalen postes angulosos. La estructura está perforada y rodeada por una materia burbujeante, cremosa y, en apariencia, corrosiva. Evoca lodo, lava o espuma; pero más que materia sugiere actividad y movimiento. Lo efímero se ha vuelto perdurable y, en ese estallido corrosivo, aflora, perfecta, una rosa.
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Dos enormes discos presiden uno de los muros: uno es plateado, otro dorado. (Dark Landscapes I y Dark Landscapes II). Aluden, sin duda, al sol y la luna. Ambos ocupan una misma pared y dialogan entre sí. La coincidentia opositorum de Nicolás de Cusa. Las contradicciones se reconcilian.
El calendario lunar no me dejará mentir. La muestra de Gelabert tuvo lugar el 29 de noviembre. Esa noche resplandecía la luna llena. Antes de entrar a la muestra, admiro durante unos segundos su esfera luminosa. Al fondo diviso una pared tan negra como la noche. Sobre ella una serie de cinco discos blancos que remiten a paisajes lunares. Al acercarme, advierto en la superficie de los discos el relieve de fragmentos dispares. La disposición de esos retazos me hace pensar en sedimentos y minúsculas ruinas.
Recuerdo entonces un verso de Ryōkan: “Una luna en el cielo y otra en el agua.” Inmóvil frente a la vasta pared, parafraseo al poeta: Hay seis lunas: una en el cielo y cinco en la galería.
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En su taller, Gelabert me muestra City traces. Cuatro paneles cubiertos por una pátina que imita los tonos y la textura del concreto salpicados por fragmentos de losas blancas. A Gelabert no le interesan las losas íntegras y perfectamente alineadas, sino el castigo que les ha infligido el tiempo. Los fragmentos de losa –otra vez los fragmentos– crean un armonioso collage, una abstracción geométrica.
El artista comenta que el germen de estas y de otras piezas está en el paseo. Gelabert confiesa que adora caminar. Sin embargo, pasear supone para él una suerte de insubordinación: no le agrada recorrer las calles que ya conoce. “En esos lugares los ojos solo ven lo que ya están habituados a ver”, afirma. Prefiere caminar a la deriva, merodear sin rumbo fijo y sin meta. No pocas veces imagina que alguien le pregunta a dónde va y que él, para desconcierto de aquel que interroga, le responde: “A ningún lugar”. La tradición del flâneur cuenta entre sus filas aRousseau, Walter Benjamin, De Quincey, Virginia Woolf, Poe, Baudelaire, Robert Walser, William Hazlitt y un largo etcétera. Muchos de esos vagabundeos han sido vertidos sobre el papel. Las ensoñaciones de un paseante solitario de Rousseau, El paseo de Walser, El hombre de la multitud de Poe, Confesiones de un comedor de opio de Thomas de Quincey o Salir de paseo de Hazlitt. Sin embargo, dentro de esa tradición artística y literaria, Gelabert se comporta como un desertor, porque más que pasear lo que le interesa es “perderse”. Gelabert arroja el hilo de Ariadna a una alcantarilla y vaga sin mapa y sin derrotero. Al extraviarse, cierta zozobra se apodera de su espíritu; pero es en medio de esa tensión donde su experiencia estética se intensifica. Es entonces cuando su percepción se agudiza y distingue hasta los más ínfimos detalles. Gelabert ha convertido el acto de perderse en la ciudad en una forma inadvertida del arte.
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Al final de Diálogos solo nos queda una certeza: No se puede romper lo que ya está roto.




