Chile está al rojo. Otra vez. Y no solo por la elección el pasado 29 de junio de la candidata comunista Jeannette Jara como representante de todas las izquierdas para la elección presidencial de noviembre. También por el desfonde total en esa misma elección del candidato del Frente Amplio, Gonzalo Winter, una especie de caricatura animada del partido del presidente Boric, y de la no menos sorprendente desaparición de la centroizquierda en las primarias del sector, representada por la candidata Carolina Tohá. Es decir, una buena y una mala noticia tras el voto voluntario en las primarias de la izquierda. La buena noticia es que la improvisación disfrazada de rebeldía política que personificaba el diputado Winter se desfondó con una performance juvenil difícilmente superable. La mala es que Tohá, de haber sido electa, hubiera podido competir con alguna posibilidad en la elección general de noviembre contra la avanzada ultraderechista de José Antonio Kast, favorito para pasar al balotaje de diciembre.
Pero no hay nada que hacerle: ya se sabe que a la izquierda le gusta más celebrar que ganar. Se trata de perder con la cabeza en alto. Ese es su leitmotiv, y los comunistas chilenos saltan en una pata de felicidad: puede que la candidata Jara no gane en caso de pasar a segunda vuelta, pero serán ellos quienes lideren la oposición a Kast con enormes posibilidades de atizar un nuevo estallido popular. Todo lo cual ha desatado –en las declaraciones públicas, en la opinología de la prensa escrita, en los chats de redes sociales, en los noticiarios de la radio y en los foros televisivos– una carrera de acomodos frenéticos por estar en la foto del país ganador. El escenario más que probable en diciembre será entonces el de un gobierno de ultraderecha disfrazado de recuperación patriótica, o bien de un gobierno encabezado por los comunistas disfrazados de pueblo contra las élites. Ninguno de los dos bandos cree a pie firme en la democracia por mucho que lleguen al poder con los votos de esa misma democracia. Hasta antes de ayer por la tarde, Kast pensaba que el golpe de Estado de septiembre de 1973 era una buena noticia para Chile. Hasta ayer mismo y a la misma hora, Jara pensaba que la transición democrática era un vertedero de negociados y el gobierno de Sebastián Piñera una dictadura contra el pueblo organizado. Esas son las referencias que competirán en noviembre con la primera opción para el balotaje.
¿Cómo fue que llegamos aquí? ¿Qué ocurrió en el camino para que el muy disciplinado comunismo local hegemonizara las fuerzas de la izquierda tanto desde fuera como desde el interior de las instituciones, reduciendo al Frente Amplio a la irrelevancia histórica y abduciendo a la centroizquierda bajo las aspiraciones de poder del partido comunista? La pregunta no es retórica si pensamos que en el balotaje habrá que votar por Jeannette o por José Antonio.
Descartado el apoyo a la ultraderecha por su ignominioso retorno a las figuras autoritarias del pasado reciente, hay que elegir a Jeannette. Pero, ¿no resulta incoherente apoyar a una fuerza política que se opuso tajantemente al plebiscito de 1988 contra Pinochet, descreyó de la democracia durante los gobiernos de la Concertación, dejó que esta hiciera el trabajo sucio de pactar y ensuciarse las manos con la herencia militar, se opuso al acuerdo político de 2020 que abrió una puerta de salida al estallido social de 2019, y amenazó con “rodear a la Convención” de 2021 si esta no se alienaba con la plurinacionalidad territorial del país? ¿En serio debo darle el voto a Jeannette para un último zarpazo del partido comunista?
Del legado del Frente Amplio, con Boric a la cabeza, y de la herencia socialista con Tohá en la cola, no queda nada, salvo algunos puestos en los ministerios y servicios públicos que se acabarán muy pronto. La izquierda democrática, esa que aún cree en la separación de poderes y la democracia representativa como mecanismo de solución para el bien común, se lava las manos con la lluvia de escupos que recibe de sus aliados del Frente Amplio y del partido comunista: ahora también ellos creen que el futuro será hermoso ante la crisis de las instituciones y la falta de representatividad de la política tradicional en un mundo que se cae a pedazos. Jeannette ofrece amor, y eso es bueno. Mejor que el odio que ofrece Kast. Su candidatura se apoya en el carisma personal, la cercanía con la gente, una empatía a raudales y un perfil social arraigado en los problemas reales de las personas que viven con lo justo o padecen el desequilibrio en el reparto de la torta. Su identidad de mujer del pueblo, una especie de madre coraje a lo Gorki, nacida en un barrio con piso de tierra y educada en el esfuerzo de la movilidad social, fenómeno que le allanó el acceso a la universidad y le inculcó un sentido de responsabilidad que la llevó a convertirse en rutilante ministra del Trabajo de Boric, no tiene nada que ver con el espejo narcisista de superioridad moral que ofreció el Frente Amplio durante cuatro años de farra general. Su historia como militante durante 45 años en el comunismo local es auténtica y ella misma lo ha subrayado como parte de un esfuerzo personal, individual más que ideológico. Si no fuera comunista ganaría la elección. Claro que sí. Entonces Jeannette y la dirección del partido comunista deciden que lo mejor es desvincularse del partido para que ella corra libre de ataduras partisanas hacia conquista final del electorado. Es la vía chilena a la dictadura del proletariado. Simpática, jovial, canchera. Sí, venceremos y será hermoso otra vez.
El único problema es que dejar de lado la militancia comunista es un anhelo irreal, imposible de verificar en la medida que está más acá de la voluntad táctica de Jeannette, aparte de los problemas legales que presenta esa decisión, tras presentarse a las primarias de la izquierda con la hoz y el martillo al frente. Esto último es inamovible. Pero lo esencial no está en la norma electoral, sino en el espíritu donde se encarna. Como tantos miembros del partido comunista o de las juventudes comunistas que se alejan de la casa paterna como quien amarra un elástico alrededor de su corazón para no perderse del todo, el primer amor de un militante comunista sigue clavado a la justicia de su causa hasta que no venga una reflexión profunda y sentida de los motivos de alejamiento. De otra manera, quien estuvo allí no olvida a la familia que una vez le dio amparo y dirección a su vida. Eso es el partido; una iglesia, una fe aposentada en la ciega redención de los infieles. Los comunistas chilenos, en particular, son para siempre; por eso han sobrevivido a todas las masacres, exilios, leyes malditas, torturas y desapariciones forzadas que distintos regímenes les han infligido a lo largo de la historia. Toda forma de represión ha sido vana; acabar con los comunistas es arar en el mar, como le advirtió a su torturador Víctor Chino Díaz, obrero gráfico y dirigente clandestino del partido comunista, antes de desaparecer en los cuarteles de la DINA en 1976.
Más que una pasión ser comunista es un sentimiento, como cantan los hinchas del equipo de la Universidad de Chile para saludar al Bulla. Es lo que ofrece también Jeannette; amor, abrazos, sonrisas, cumbia, quiebre de caderas, simpatía total. No hubo programa para ganar las primarias, solo carisma y serenidad. ¡Cómo no votar por ella en la elección general!
Pero ya decían Los Beatles que el amor es un arma caliente. Love is a warm gun, y esto corre tanto para las élites como para el pueblo. El amor está antes y más allá de la lucha de clases. El amor traspasa fronteras sociales, se calienta con su reflejo, destruye amistades, desordena el naipe de los matrimonios más afiatados. El amor es un traidor infatuado consigo mismo que salta encima sobre cualquier obstáculo y a cara descubierta cuando menos se lo espera. Si es verdadero, al amor no hay quien lo detenga ni compromiso pactado que lo inhiba o intimide llegado el momento de tomar decisiones dolorosas pero necesarias. Se trata de una voluntad que quema el pecho y abre las alas para alzarse sobre las cabezas de los timoratos y los ambiguos. El amor no conoce mediadores; no los necesita, está allí, transparente y real como las flores, el mar, la luz del sol, el pecho de una madre protectora, todas las cosas simples de la vida que las opacidades del mundo moderno solo nublan y confunden. El amor es directo, franco, sencillo, y en su inocencia arroba y convence al más rudo de los polemistas. Todo es posible cuando hay amor, incluso lo imposible, porque el amor es Revolución. No solo de las costumbres y de la moral, sino en especial de la política, ese mundo gris y miserable que hace del poder su sobrevivencia. El amor es más fuerte, y no se puede no estar de acuerdo con el mensajero de Dios. Abrirse al amor es encontrar una caja de sorpresas: generosidad en el triunfo, humildad en la derrota, silencio absoluto y compartimentación total de la información que solo los enamorados pueden conocer. El amor es una secta de elegidos por la verdad que nace y muere en el corazón del partido.
Por lo demás, es mentira que los comunistas se coman a los niños; solo devoran a los del Frente Amplio y a algunos adultos de la centroizquierda. Disciplina y fundamento es la clave del éxito. Al cerrar estas líneas, la última encuesta pública de intención de voto daba a Jeannette liderando las opciones con un 23% en el voto fragmentado de la primera vuelta. En el balotaje, con solo dos opciones para elegir presidente, José Antonio saca diez puntos de ventaja: 47% sobre 36% de Jeannette. Pero la izquierda no se rinde, carajo, y con dos puntos más llegaremos al 38% del Apruebo en 2022 y de Allende en 1970. Unámonos, ahora lo que necesitamos es más amor y no división, proclama Jeannette. El partido es el martillo, pero yo soy la hoz. Mejor hacer la vista gorda sobre esta última circunstancia, porque entre un affaire circunstancial y un amor verdadero todos sabemos por experiencia que el martillo golpeará más fuerte e impondrá el privilegio de estar primero.