Fui uno de esos niños obsesionados con productos culturales de horror dirigidos a niños: Mona la vampira, La señorita Mallard, Coraline, La noche antes de Navidad y, en particular, La novia cadáver, de la que aún recuerdo de memoria todas las canciones, tanto en inglés como en su doblaje latino (el mejor doblaje). En esos años, sin reproductor de video o de DVD, la televisión cubana era mi única ventana al universo audiovisual y el canal Multivisión (con su eslogan “miradas al universo”) se convirtió en mi refugio televisivo. Desde sus inicios, el canal ofrecía contenido extranjero de mejor calidad que el nacional, y allí consumía documentales y dibujos animados de todo tipo.
A mediodía veía series infantiles como Winx Club, gracias a la bondad de nuestra profesora guía que nos permitía disfrutar de las hadas italianas en lugar del noticiero, según dictaba la política escolar. A media tarde, alrededor de las tres, me sumergía en programas como Dra. G: Médico Forense y Casos No Resueltos. El primero mostraba vísceras de manera estéril y fría, el cuerpo humano abierto y examinado con la misma neutralidad que si fuera el de cualquier animal, mientras que el segundo despertó mi interés por el true crime mucho antes de que los podcasts o dramatizaciones de Netflix capitalizaran este tipo de narrativa.
De alguna manera, la obra de Roberto Guerra, quien se hace llamar Loop.fly, funciona para mí como lo hizo Multivisión en mi infancia: una ventana a un universo extranjero, pero familiar, y sobre todo fascinante; donde lo visceral, lo violento y lo absolutamente mórbido conviven con lo colorido y lo infantil, true crime con muñequitos. Experimentar su trabajo directamente en el fashion Café Guermantes (un oasis estético en el centro de La Habana que, honestamente, merecería un texto propio) fue un privilegio. Posteriormente, la posibilidad de revisar su trabajo detenidamente en el portfolio digital del artista consolidó esa atracción.
Sus obras adoptan una grotesca estética grumosa, caricaturizada y antropomorfa, con algo de la magia surreal de los Looney Tunes y las Merrie Melodies. Tanto en estilo como en temas, recuerda en ocasiones al movimiento lowbrow estadounidense, particularmente a creadores contemporáneos con una estetica cartoon como Dave Cooper, Gary Baseman o Vanessa Stockard. podría notarse también, en menor medida, una herencia cubana por parte de artistas como Umberto Peña, con su estridente pop cochino, Antonia Eiriz, Chago, o incluso ejemplos específicos como el Molote de Servando Cabrera; salvando siempre las distancias estilísticas, temáticas y temporales, pues Loop.fly desarrolla una paleta primaria de tonos pasteles, variada y vibrante. Sus obras parecen casi táctiles gracias a la combinación de colores, pinceladas gruesas y empastadas, y composiciones apelmazadas que recuerdan un amasijo de materia viva y dibujo animado comprimidos en un mismo plano.
Este lenguaje visual conecta con las cartoons norteamericanas, no solo los ya mencionados clásicos de Warner Bros y Disney, sino particularmente las de los años noventa y dos miles, de cadenas como Cartoon Network o Nickelodeon, que exploraban lo repulsivo, lo sucio, lo deforme, lo violento, en una palabra: lo abyecto, siempre bajo un halo de humor que permitía tolerar el horror corporal implícito. Series como Ren y Stimpy, Vaca y Pollito, Coraje el perro cobarde, Las aventuras de Flapjack o incluso algunas aún en transmisión como Bob Esponja son solo algunos ejemplos de este tipo de cartoons emitidos en Cuba. Muchos de estos animados, vistos con ojos adultos, provocan una reacción de incredulidad y fascinación, y abundan comentarios en las redes del tipo “no puedo creer que veíamos esto de niños” cuando aparecen fragmentos o clips.
En Loop.fly, la violencia ridiculizada de las cartoons adquiere un matiz siniestro: lo más ridículamente divertido convive con escenas de violencia repulsiva, en un equilibrio tenso donde lo infantilmente caricaturesco contrasta con el horror de la carne desgarrada y el asco de los gusanos carroñeros. La proximidad entre lo adorable y lo abyecto se vuelve mórbida, provocando una experiencia estética que nos asusta y repele a la vez que nos confronta con la nostalgia de nuestra infancia.
Simon May, en The Power of Cute, sugiere que lo cute (traducible como “lo adorable” o “lo cuqui”) y lo grotesco no son opuestos absolutos, sino polos que a veces se rozan peligrosamente. Lo adorable nace de la vulnerabilidad extrema, seres que parecen indefensos, manipulables, disponibles para protección o control. Su poder proviene de esta ambivalencia: atraen por la ternura, pero también por la posibilidad de dominarlos. Cuando esta ambivalencia se intensifica demasiado, cuando lo tierno es tan blando que amenaza con deshacerse, entonces lo tierno se desliza hacia lo grotesco.
May sostiene que esta proximidad entre conceptos aparentemente contrarios no es accidental, sino estructural: ojos demasiado grandes, cuerpos demasiado redondos, gestos demasiado exagerados; lo tierno trabaja con una hipertrofia que puede volverse monstruosa. Por ello, muchas imágenes de este tipo resultan adorables sí, pero con un potencial para lo inquietante (como tantos creadores de creepypasta han probado).
Loop.fly lleva este potencial al extremo, desbordando lo cuqui en masas cancerígenas, expresiones grotescas y subvirtiendo los tótems visuales de la inocencia, pues lo infantil, lo adorable y lo terrible de los niños son constantes en su universo. Sus dibujos exploran símbolos de la infancia corrompidos a niveles grotescos: muñecos y peluches sacrificados, eviscerados; tripas y sangre y caras felices dibujadas sobre rocas, bebés muertos inundados por gusanos y moscas. La violencia infantil, ya sea explícita o sugerida, que flota sobre su corpus, provoca una reacción visceral: es inconcebible juntar lo macabro de forma tan explícita con lo infantil, y el efecto es profundamente perturbador.
Este efecto proviene de un proceso histórico más amplio: la transformación cultural de las concepciones sobre la infancia en Occidente desde mediados del siglo XIX, cuando los niños empezaron a ser considerados portadores de valor absoluto y objeto de protección. En solo unas décadas, los niños pasaron de ser mano de obra explotable a convertirse en depositarios de valor absoluto, seres sagrados cuya vulnerabilidad debía ser protegida a toda costa. Los tabúes modernos respecto a la infancia, como el abuso, la sexualidad, y la muerte, nacen de este cambio.
La primera infancia, donde el cuerpo infantil es un torbellino de fluidos descontrolados: mocos, orina, heces, saliva, concentra el trabajo de Loop.fly. Estamos ante el cuerpo receptor y emisor de raspones y moretones, de mordidas, de apretones. Se trata de una etapa liminal donde el niño aún no domina del todo sus impulsos y tampoco incorpora plenamente la moral adulta, un estado de inocencia amoral (es decir, no más allá del bien y el mal, sino previo a su existencia) donde lo macabro y lo cruel pueden aparecer de forma espontánea y sin intención. De ahí que un niño pueda jugar con barro (o peor aún, con heces) o torturar sin querer animales pequeños. No todos estos comportamientos anuncian un futuro sociópata; muchas veces son expresiones de una inocencia brutal que desconoce su fuerza y no distingue lo vulnerable.
Loop.fly trabaja con esa misma espontaneidad infantil: desenfadada, irreverente, desinhibida; la libertad con la que un niño manipula lo repulsivo se traslada a su estética, generando una incomodidad única. La materialidad de sus figuras, incluidas las infantiles, recuerdan al proceso de licuefacción corporal de la descomposición cadavérica; la fragmentación de un todo en sus elementos constitutivos, la degradación progresiva de lo que una vez fue completo. El efecto final es complejo. Su obra es grotesca, repulsiva incluso, pero también “bonita”, abre un espacio donde lo adorable y lo repugnante se trenzan hasta volverse indisolubles; donde se articula una reflexión visual en que la vulnerabilidad, la muerte y la infancia se establecen como territorio ambiguo: un imaginario donde lo cuqui y lo abominable coexisten en un equilibrio imposible.
La mezcla de lenguaje cartoon, paleta pastel y texturas blandas genera una incomodidad más sofisticada que la simple repulsión. La repulsión nos haría apartar la mirada sin más; las obras de Loop.fly, en cambio, nos obligan a mantenerla fija, congelados por la contradicción de encontrar adorable lo que simultáneamente provoca asco. Es un gesto profundamente abyecto en el sentido que le da Julia Kristeva a la palabra: aquello que repulsa y atrae al mismo tiempo, que confronta al sujeto con lo corporal, lo mortal y lo prohibido, pero lo hipnotiza con la misma intensidad. La obra de Roberto Guerra es abyecta entonces porque fascina incluso cuando horroriza. En esa tensión radica la fuerza perturbadora del universo de Loop.fly; un espacio donde miramos, aunque no deberíamos, aunque no queramos, porque algo dentro de nosotros (¿algo infantil, algo morboso?) reconoce la mezcla.






