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La ciudad de Murakami

El territorio para los que escriben novelas tiene la forma, para Murakami, de un ring abierto a quien quiera subirse con su propia invención, y al mismo tiempo tiene límites definidos para permanecer allí y perseverar en un espacio nunca estable ni de permanencia garantizada.

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Alguna vez el escritor japonés Haruki Murakami comparó el placer de escribir novelas con el privilegio de contar historias visuales que se despliegan no en un set cinematográfico sino en la página de un manuscrito. Películas escritas para uno mismo que se proyectan sobre el escritorio del novelista. Pero por arriba, como si flotaran. Es decir con la imagen emocional suspendida por encima de la cabeza, de la lógica razonada, del pensamiento abstracto, de las teorías sociales, de las estructuras clásicas o vanguardistas, de las hipótesis lacanianas sobre el significante del sujeto o de las decolonialidades del poder en el lenguaje. Por arriba, en otra parte, siempre. Así es como debería trabajar la ficción para quien se pasa más de cinco horas al día encerrado en un cuarto tramando situaciones y personajes. ¿Para qué, si no? El novelista, en palabras del propio Murakami, pertenece a esa clase de personas que sienten la necesidad de hacer aquello que es innecesario para los demás. Por eso también la novela le pertenece solo a los perplejos de la familia, a los que se aplican a una inteligencia distinta de la recurrente, a los que se toman el tiempo largo de recorrer el camino difícil y riesgoso de no encontrar la salida, el mot juste que ilumine el caos que somos.

Me acordé de esto con su más reciente novela, La ciudad y sus muros inciertos (Tusquets, 2024), que arranca con un personaje cuyo trabajo es leer los sueños que se acumulan en los estantes de una biblioteca rodeada por un muro, el que a su vez está custodiado por un guardia que a su vez vigila el ingreso al lugar. De inmediato surgen los nombres de Borges y Kafka, pero también los de Lispector y Levrero cuando se viene del lado opuesto del muro. Por su parte, Murakami se apura en salir al paso de las etiquetas críticas. Lo de él nada tiene que ver con el surrealismo, el vanguardismo, el realismo mágico o cualquier otro ismo, sino más bien con un estilo que acompañe el flujo de la historia, de su respiración natural y no invasiva por parte de las ideas del autor. Su estilo para narrar adopta entonces la forma del encaje que contiene la ficción.

Su regla de oro cabe en una pregunta: ¿Estoy gozando un buen momento al hacer esto? En vez de preguntar qué es lo que busco (tendencia natural), Murakami introyecta el objeto de su trabajo y se detiene para encontrar una respuesta al interior de lo que sería ese mismo esfuerzo si no estuviese orientado en buscar alguna trascendencia o mensaje que entregar. Si no tengo una misión que cumplir, entonces soy libre de abordar cualquier tema como mejor me parezca. La novela que en 1987 lo hizo famoso para los lectores occidentales, Norwegian Wood (Tokio Blues), proviene precisamente de ese flujo musical que lo guía. Su protagonista, Toru Watanabe, aterriza una tarde en el aeropuerto de Hamburgo cuando por los parlantes del avión escucha el tema de Los Beatles dándole la bienvenida a Alemania. Watanabe tiene 37 años y la canción “Norwegian Wood”, escrita por Lennon e inspirada en una historia de juventud (“I once had a girl / Or should I say she once had me / She showed me her room / Isn’t it good Norwegian wood?”) lleva su relato a Tokio durante los años sesenta en un viaje trágico de la memoria que es también el paso a la adultez. El suicidio, la prueba del primer amor, el misterio de una joven que se recluye y se niega a sí misma, miden su peso con la levedad de estilo que el narrador inyecta a su prosa, como si realmente la soñara.

Ahora, en La ciudad y sus muros inciertos y tras seis años sin publicar ficción, Murakami recupera una historia de los años ochenta publicada como nouvelle a nivel local y nunca vuelta a imprimir. Según ha dicho en una reciente entrevista con la cadena NPR, este retorno a un trabajo previo se le impuso como una curiosidad por ampliar el registro crudo y grueso de entonces con la madurez adquirida a lo largo de cuatro décadas de escritura profesional. El tema de la trama, a los 76 años, son sus inciertos comienzos como novelista, un oficio que Murakami distingue y deslinda con claridad del que ejercen los intelectuales en la tradición europea, los profesores universitarios en la academia norteamericana, e incluso del escritor entendido como figura sacerdotal de su tribu en África o en América Latina, dispuesto a dar su opinión y orientar la discusión pública allí donde se le requiera. 

El asunto fue meticulosamente tratado y discutido por Murakami hace un par de años, en la forma de una recopilación de ensayos semiautobiográficos y literarios (publicado en español bajo el título poco afortunado de De qué hablo cuando hablo de escribir). No conozco el japonés ni sus intrigantes dibujos de palabras, pero no tengo dudas de que la traducción al inglés Novelist as a Vocation (Knopf, 2022) hace honor al énfasis de Murakami cuando compara la tarea del novelista con la del luchador en un ring de combate. Es decir, no habla en primer lugar de la novela y el género sino de los novelistas y del territorio que pisan al iniciarse en ese “tedioso trabajo”, como lo llama sin miramientos, en donde no hay carnet de ingreso ni membresía que valga a la hora de medir los resultados. Se trata de un ring porque está abierto a quien quiera subirse con su propia invención, y al mismo tiempo tiene límites definidos para permanecer allí y perseverar en un espacio nunca estable ni de permanencia garantizada. Lo que distingue a los y las novelistas es que cualquiera puede serlo; basta con saber leer y escribir, además de paciencia y algo de talento con la estructura de las frases. No necesita haber estudiado letras ni tener título universitario para ejercer su libertad narrativa al contar historias en forma de novelas.

Esto marca la diferencia con cualquier otro gremio, sea artístico o profesional. El gremio de los poetas, por ejemplo, requiere protocolos tan ridículos como necesarios para preservarse ante un público indolente, y lo mismo puede decirse del ingreso al club de los músicos o al de las galerías y museos para los artistas visuales. La tribu de los novelistas es la única que recibe con los brazos abiertos y genuina curiosidad a los recién llegados al ring, y la razón es simple: el género tiene unos cuantos maestros pero se alimenta de los cientos de miles de discípulos que renuevan o abusan del material previo para incluir sus propias historias de época. Dicha posibilidad está abierta a quien quiera intentarlo, y si bien es fácil y accesible subir a la lona, quedarse en el ring es la prueba del ácido para quienes buscan sitio allí. Una novela puede ser buena o muy buena, incluso señalar un parteaguas con la tradición que le antecede (piénsese por ejemplo en el Pedro Páramo de Rulfo) pero es poco o apenas el comienzo de algo para un novelista. Arriba de tres comienza otra historia; llena de dudas, victorias pírricas, grandes fracasos, ilusiones incombustibles y desengaños ejemplares.

Si lo numérico es importante para mantenerse en el ring, argumenta Murakami, lo esencial sin embargo está en otra parte. ¿De qué depende entonces esta selección, si no es natural ni cuantitativa, ni tampoco está sujeta al gusto que cambia con los días, ni del talento que es importante pero no decisivo, ni menos del golpe de suerte necesario pero impredecible? ¿Qué solución mágica es la que decide la instancia sobre aquellos que siguen en combate y aquellos que bajan del ring luego de una breve temporada en el cielo o en el infierno? Una especie de cualidad esencial es lo que decide la cuestión; para Murakami algunos la tienen y otros no, algunos nacen con ella y otros luchan incansablemente para adquirirla. Lo que yace detrás de esta suerte de misterio o secreto profesional no es un indeleble privilegio aristocrático ni el blasón de un apellido nacional, no es un truco estético ni una oportuna información de actualidad, no es una mente brillante ni un ingenio socialmente celebrado, ni un premio literario ni una derrota generacional, sino algo más íntimo y virtualmente imposible de visualizar o verbalizar en palabras. Es la epifanía que un día asalta al novelista que todavía no lo es, pero luego lo será, y que en el caso de Murakami ocurre una tarde de abril de 1978 en un estadio de beisbol en Tokio, simple y banal, pero cuyo momento cifra para siempre su libertad para crear aquello que es innecesario para los demás.

La respuesta que da el escritor japonés más occidentalizado de la literatura mundial puede sonar encumbradamente mística al lector de Flaubert, pero es un trazo reconocible entre los novelistas y apenas divulgado en público, ya sea por pudor o temor a perderlo. Lejos de la literatura y tan cerca de la ficción, para Murakami el momento de epifanía personal es el trance decisivo que sostiene el trabajo del novelista en el ring, un trabajo que por lo demás, agrega, “es básicamente una tarea ardua y muy anticuada, donde apenas puedo distinguir algo elegante o estilizado”. Con horarios de trabajos tan estrictos como los de un empleado municipal y ejercicios físicos cotidianos para mantener la mente despejada, Murakami admite que esta disciplina en nada se parece al retrato del artista consumado. Tanto mejor así, ya que para el novelista no hay regla clásica ni molde romántico que valga frente la tenacidad, determinación y autocontrol personal que su epifanía requiere para prosperar. Tal es la libertad de palabra que se ha otorgado. ¿Y qué podría ser aquella epifanía en el Jingu Stadium de Tokio sino la verdad en el corazón de la mentira que Murakami narra y construye durante semanas, meses y años para entrar en la ciudad que ha elegido como su casa? Una imagen suspendida, sí. No hay otra entrada para quedarse. De eso se trata la ficción del novelista.

ROBERTO BRODSKY
ROBERTO BRODSKY
Roberto Brodsky (Santiago de Chile, 1957). Escritor, profesor universitario, guionista y autor de artículos de opinión y crítica. Entre sus novelas se cuentan El peor de los héroes (1999), El arte de callar (2004), Bosque quemado (2008), Veneno (2012), Casa chilena (2015) y Últimos días (Rialta Ediciones, 2017). Residió durante más de una década en Washington como profesor adjunto de la Universidad de Georgetown. Ha vivido por largos períodos en Buenos Aires, Caracas, Barcelona y Washington DC. A mediados de 2019 se trasladó a vivir a Nueva York.

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