Como un cuerpo y un nombre que se niegan a ser olvidados, Virgilio Piñera reaparece de vez en vez. No solo mediante sus escritos póstumos o nuevas ediciones, en Cuba o en el extranjero, ni únicamente mediante los estudios que se añaden a su bibliografía pasiva (como el muy reciente libro de Nancy Calomarde Un destino sudamericano: barroquismo y archivo plástico en la ficción de Virgilio Piñera, Editorial Universitaria Villa María, Córdoba, 2025), sino también en los escenarios. Raúl Martín, uno de los más fieles devotos de su legado dramatúrgico, acaba de dirigir Dos viejos pánicos en República Dominicana. Cuando esa pieza ganadora del Premio Casa de las Américas en 1998 pudo al fin representarse en Cuba, bajo la dirección de Roberto Blanco y en 1990, el propio Martín fue asistente de dirección de ese montaje de Teatro Irrumpe. En un año en el que se han conmemorado los centenarios de Abelardo Estorino y Rolando Ferrer, y donde a pesar de los empeños de algunos estudiosos de sus textos no se les ha mencionado debidamente, Piñera continúa siendo una presencia que, aunque intermitente, da pie a nuevas provocaciones. Y entre ellas está no solo el que regresen a las tablas algunas de sus piezas, sino él mismo, como un personaje que nos interpela desde los golpes tan peculiares de su irredimible teatralidad.
Por estos días en que algunos de los que integramos eso que se ha dado en llamar la Prole Virgilio intentamos rememorar sus últimos días tratando de colocar una tarja en la fachada del edificio de 27 y N donde vivió hasta morir, el 19 de octubre de 1979, su nombre y su presencia reaparecen en el nuevo espectáculo de una de las autoras más interesantes del panorama teatral cubano. Un panorama mucho menos pródigo que el de la Década Piñera, la que arrancó precisamente con aquel montaje de Dos viejos pánicos protagonizado por Hilda Oates y Omar Valdés, y que luego continuó con espectáculos como La niñita querida, La boda o Los siervos, María Antonieta o la maldita circunstancia del agua por todas partes y con coreografías como Las siete en punto,María Viván y El pez de la torre nada en el asfalto, gracias a los talentos de Carlos Díaz, Raúl Martín, Rosario Cárdenas o Marianela Boán. Y en el que se echa de menos la presencia de Carlos Celdrán al frente de Argos Teatro, que estrenó en 2012 su propia adaptación de Aire frío para dar entrada al centenario que Virgilio Piñera pudo protagonizar en una maniobra de resurrección que rindió largo tributo a su paso polémico por nuestra cultura. Recuperarlo en esa dimensión compleja, entenderlo como un marginado que pagó el precio de su frontalidad, es también asumir eso como parte de sus maniobras teatrales. Al fin y al cabo, él mismo lo dijo en el prólogo a su edición del Teatro completo que publicó Ediciones R en 1961: “Confieso que soy altamente teatral”.
Ahora, en Leviatán, el nuevo espectáculo que también dirige Agnieska Hernández con su compañía La Franja Teatral, Virgilio Piñera regresa ante el público. La pieza obtuvo el Premio Ibsen 2024, y como parte de lo acordado en ese lauro llegó a escena a inicios de este año, durante una breve temporada en la cual Georbis Martínez, uno de nuestros mejores actores, dio vida al poeta, narrador y dramaturgo. La propuesta es una versión libre de Los pilares de la sociedad, del gran escritor noruego, en la cual Hernández inserta a manera de ruptura su propio conflicto como autora y líder de una agrupación escénica, y donde Virgilio Piñera, como voz de una Casandra que alerta sobre viejas y nuevas opresiones, aparece a manera de un fantasma que evoca los días perdidos de un país al que imaginó como una isla alzada en su propio peso y sus ingenuidades.
VIRGILIO. A La Habana llegamos exactamente a las diez de la mañana de un día de agosto mojado con vinagre. Tienes que poner eso en tu obra, Lulú. Tomé un jugo de papaya en Lagunas y Galiano, y como el deber se impone, enseguida me fui detrás de un negro que me hacía señas con la mano.
LEVIATÁN. Tú eres un pájaro amargo. Pero mira que tú rindes. Ya te he salvado dos veces. Nacido en la Neocolonia, estrenado en la República, dando guerra desde el 1912 hasta el año 79. Aquí dice: más que premiado. Publicado y estrenado, con libros fundacionales, se adelantó al absurdo, a Camus y al tal Ionesco, te cogí mariconeando en la playa de Guanabo. Una eminencia, una oscura cabeza negadora. A ver, tú, camina, ahora yo quiero verte caminar.
(Del texto de Leviatán)
En la tradición contemporánea de nuestra dramaturgia, la aparición de varios de nuestros más relevantes poetas y autores de la escena como personajes parecía reservada, durante un buen tiempo, a figuras del siglo XIX. Zenea, Plácido, Julián del Casal, Juana Borrero, José Martí, Gertrudis Gómez de Avellaneda y José Jacinto Milanés han resurgido en la escena mediante textos de Abilio Estévez (La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea, Un sueño feliz), Elizabeth Mena (La virgen triste), Carlos Celdrán o Raúl de Cárdenas (Hierro, Un hombre al amanecer), Pedro Monge Rafuls y Gerardo Fulleda León (Tula, la magna y La pasión desobediente), entre muchos otros. El caso de Milanés, con el mito de su locura, ha sido particularmente revisitado, y tanto Abelardo Estorino (La dolorosa historia del amor secreto de José Jacinto Milanés y Vagos rumores), como Tomás González (Delirios y visiones de José Jacinto Milanés), lo han tomado como protagonista. Vale añadir que Virgilio Piñera tenía entre sus planes un drama acerca del creador de El conde Alarcos, y entre sus papeles póstumos aparecieron al menos tres versiones de esa pieza que nunca finalizó. En realidad, se trata de un catálogo más amplio, en el que vale recordar obras como Manzano, de Eugenio Hernández Espinosa, o Mascarada Casal, del recientemente fallecido Salvador Lemis. El empleo de esos nombres ilustres, algunos más visibilizados que otros en nuestro canon literario, permitió desde la escena a esos dramaturgos plantear cuestionamientos relacionados con el siempre explosivo diálogo entre el artista y el poder, político y/o letrado del tiempo en que vivieron, como una dilatación que podía percibirse a manera de comentario sobre lo que en épocas más recientes perdura como trauma. Es una línea que sin dudas sigue abierta, y a la que ya se han ido añadiendo textos firmados por dramaturgos más jóvenes.
En algunos de sus poemas, firmados a partir de los años sesenta, Piñera se interpela a sí mismo, se identifica como un personaje con el cual conversa y discute. Se trata de un juego de dobles que, a modo de distanciamiento, también señala la posibilidad hiperteatral que hay en mucho de su literatura: recordemos poemas como “Una noche” y “Final”, (1969), “Y cuando me contó…” (1974), “Dos o tres secretos” (1978), recogidos por Arrufat en La isla en peso. Pero también eso sucede en otros, como en “La gran puta”, dedicado a Oscar Hurtado, y que opera como una biografía atravesada por su reconstrucción como personaje (pobre, artista, homosexual), a su llegada a La Habana de fines de los años treinta. El poema, que permanecía entre los documentos guardados por su amigo Yonny Ibáñez y no fue publicado hasta 2001 en La Gaceta de Cuba, es un retrato demoledor del autor y esa época, y de ahí provienen varios de los elementos retomados por Agnieska Hernández en el parlamento citado más arriba.
Por todo ello, y gracias al recuerdo vívido que dejó Piñera en algunos de sus contemporáneos y discípulos, no es de extrañar que poco a poco se le imaginara como personaje teatral. En el arranque de la Década Piñera, cuyo inicio estuvo marcado por varios acontecimientos de 1990, esa posibilidad fue concretándose. No solo en ese año se estrena por fin Dos viejos pánicos, dirigida por Roberto Blanco para Teatro Irrumpe, lo cual rompe el veto que existía sobre esa pieza que en 1968 ganó el premio Casa de las Américas. También en 1990 la revista Unión, dirigida aún por Pablo Armando Fernández, publica un amplio dossier (“Virgilio tal cual”), que ofrece al lector una mirada acerca de Piñera, su vida y su carácter, que quiebra otros tantos vetos y silencios a su alrededor. Los fragmentos hasta ese entonces inéditos de su autobiografía inconclusa, relacionados con su homosexualidad, y textos inéditos como “Discurso a mi cuerpo”, dedicado a Lezama, dan fe, junto a cartas y otros documentos, de lo que el iceberg Piñera aún tenía por revelarnos. Y así sucedió durante ese decenio, con espectáculos que lo devolvieron a las tablas, a partir no solo de sus obras publicadas y reconocidas, sino también mediante el estreno absoluto de piezas inéditas o revisiones de algunos de sus títulos menos abordados por la crítica y sus estudiosos: pensemos en La niñita querida (Carlos Díaz, Teatro El Público, 1993), El flaco y el gordo, La boda y Los siervos (Raúl Martín, 1991, 1994 y 1998, los dos últimos con Teatro El Público y luego con Teatro de La Luna), y coreografías como El pez de la torre nada en el asfalto y María Viván (de Marianela Boán y Rosario Cárdenas, estrenadas en 1996 y 1997, respectivamente). En medio de todo ello, Virgilio se empeñó en subir a las tablas. Y lo hizo, encarnado por diferentes actores, como prueba rotunda de su resurrección, por incómoda que fuera a quienes se empeñaron en silenciarlo.
Justamente en la premier de La niñita querida, el sobrino del autor, Juanito Piñera, se dejaba ver caracterizado como su célebre pariente, apareciendo a un extremo del escenario de la sala Covarrubias, sentado en un sillón, como se le ve a Virgilio en tantas fotos de los sesenta. Era solo un cameo, que aprovechaba el gran parecido físico del compositor con su tío, pero que en cierto modo preludiaba lo que iba a acontecer en ese mismo sentido, porque también en marzo de 1993, ya otro Piñera estaba reclamando aplausos. Con el unipersonal ¡Oh, Virgilio!, el actor William Fuentes, recién graduado del Instituto Superior de Arte, lograba una caracterización notable del autor de Electra Garrigó, a partir de poemas, fragmentos narrativos y otros textos, en un empeño en el que le ayudaron también Juan Piñera y el dramaturgo Raúl Alfonso. Lo que primero fue, en 1992, un trabajo mostrado como parte de su proceso de formación, se recompuso como una puesta que ganó premios y elogios en el Festival del Monólogo y Unipersonales de aquel año, y que luego se presentó en México y España. En ¡Oh, Virgilio!, el propio autor, mediante el desempeño de Fuentes, irrumpía en escena, con paso seguro, como se cuenta que lo hizo Piñera en octubre de 1969, cuando pudo presentarse sobre el escenario de la sala Hubert de Blanck con un recital de sus versos que él mismo dirigió, y para el cual escribió un nuevo texto que dirigió a varios integrantes de Teatro Estudio: “El poema teatral”, en sintonía con las fórmulas experimentales de aquel instante, como prueba de que su talento no se había adormilado, y en desafío a los nuevos autores a los que respondía “con el cuchillo entre los dientes”.
En 1997, José Milián estrena Si vas a comer, espera por Virgilio, con la cual había obtenido mención en el concurso de teatro de Casa de las Américas. Con las actuaciones de Waldo Franco, Hugo Vargas, Kirenia Arbelo y Arminda de Armas, se convierte en un título que reaparece a través de diversas temporadas en el repertorio de su grupo, el Pequeño Teatro de La Habana, y obtiene los más importantes premios de la escena nacional. Esta vez, Piñera habla mediante los recuerdos con los que Milián trata de reconstruir los encuentros que tenía con el respetado dramaturgo en los inicios de su propia carrera, cuando escandalizaba a La Habana con Otra vez Jehová con el cuento de Sodoma, mientras que Virgilio ya era “el lobo feroz de las letras cubanas”. Los almuerzos en la cafetería del Hotel Capri son el eje de una obra extrañamente confesional, algo que no abunda en la dramaturgia cubana, y que permitió a toda una nueva generación saber más de ese Virgilio al que Milián rinde tributo, ampliado posteriormente en su libro de memorias Virgiliando (Editorial Tablas Alarcos, 2010). El diálogo impulsa la sencilla acción de la trama, en la cual es Piñera el eje mismo de teatralidad, hasta su desaparición final como anuncio de la muerte, única razón que le impide llegar puntual a su cita. A Waldo Franco siguieron otros actores, como Alexander Paján, Yubrán Luna e Iván García, quien finalmente protagonizó la versión cinematográfica de esta obra, dirigida por Tomás Piard en 2013. Franco regresaría a la piel de Piñera cuando Carlos Díaz presenta su segunda versión del espectáculo teatral y danzario María Antonieta o la maldita circunstancia del agua por todas partes (2001), que amplió la esencia virgiliana de esa producción hasta dar cabida al intérprete en el escenario del Trianón, convirtiendo el montaje en una especie de biografía inesperada de todo su carácter.
Durante la década, diversos espectáculos tomaron a Piñera como protagonista o pretexto. El comediante Roberto Palacio estrenó, bajo la guía también de Milián, el unipersonal Estado de locura, donde empleaba textos del autor de La carne de René, y también acudió a sus poemas en Edith y Virgilio, otra propuesta que mezclaba la voz de la gran cantante francesa con los versos del matancero. Más allá de la Década Piñera, mientras Milián continuaba reponiendo Si vas a comer…, otros Virgilios se hicieron también visibles. En 2014, a partir de un texto de Tomás González, el actor Yunier López lo caracterizaba en el monólogo La boca. Y dos años antes, justo en el centenario de Piñera, Osvaldo Doimeadiós retomaba el cuento Un jesuita de la literatura, para ampliarlo en una nueva versión de lo que le había permitido, en 1989, ganar varios premios en el Festival del Monólogo. Como director y en esta ocasión también actor (la puesta de 1989 estuvo interpretada por Leonardo de Armas), Doimeadiós amplía la dimensión de la puesta en escena, en colaboración con Carlos Díaz, y en un arreglo dramatúrgico en el que yo mismo estuve implicado. El retrato que Piñera propone de su mismo en ese cuento recogido en Muecas para escribientes, publicado en 1986, fue aprovechado para dar un retrato del autor que se describe a sí mismo en la agonía entre vida y ficción, literatura y bullicio pasajero, que tanto lo atormentaban, y sin necesidad de enfatizar una caracterización física, se prefirió, en este caso, capturar el espíritu de lo piñeriano desde la interiorización de ese magnífico intérprete que es Osvaldo Doimeadiós.
Entre las pobrezas de la cartelera teatral cubana de ahora mismo también está la ausencia de los textos de Virgilio en nuestros teatros. Distantes ya de la Década Piñera, otras narrativas (que mucho le deben pese a su afán de novedad), dominan esos espacios o sencillamente se han retirado para dar paso a otros argumentos menos provocadores. Y en medio de todo esto, durante la reciente edición del Festival de Teatro de La Habana, pude presenciar al fin una representación de Leviatán, en cuyas escenas aparece nuevamente Virgilio Piñera. Un Virgilio que es a la vez evocación y retrato, personaje de sus propias ficciones y al mismo tiempo una máscara que emplea la autora y directora para recordarnos que aún existen otras maneras de leerlo y asumirlo. El Virgilio Piñera de Leviatán, estrenado por uno de nuestros mejores actores, Georbis Martínez, a fines de 2024, retornó ahora en la interpretación de Pedro Rojas. Y entre los numerosos referentes de esta instalación dramatúrgica (si se me permite el término) es uno de los que mayor cohesión proporciona a todo el espectáculo, ganador de la Beca Ibsen que otorga la Embajada de Noruega en Cuba.
En el tejido dramatúrgico de Leviatán intervienen no solo algunos ecos de la pieza del noruego, sino que se añaden referentes de El maestro y Margarita, de Bulgákov, o el cuadro sobre la caída de Ícaro que pintó Brueghel, o aquel retrato de un ángel terrible imaginado por Paul Klee. Si en esa cadena de señales no siempre queda claro, por ejemplo, el enlace con el tango que se propone a través del personaje de Edgar el Bailarín, o la pugna entre la historia inspirada por un caso real de feminicidio, la presencia del Leviatán y Virgilio resuelven los engarces que el espectáculo necesita. Y digo el espectáculo y no el texto porque en la mente de la autora y directora ambos están sólidamente interconectados: Leviatán descompone una y otra vez su naturaleza, apelando a detalles del trabajo interno de la dramaturga con sus actores, llamándolos por sus nombres y no como personajes, en un acto de deconstrucción permanente, dentro del cual Piñera evoca sus días en la Ciudad Celeste, el último refugio que se le concedió en vida, durante el ostracismo que lo acompañó hasta el final.
En esa casa de Mantilla, Piñera halló a los familiares de Yonny Ibáñez, quien lo invitó a conocer las tertulias que allí organizaban ellos, los herederos del linaje de Juan Gualberto Gómez. Como se sabe, Piñera rebautizó el sitio y se hizo parte de ese núcleo, donde se mantuvo alerta ante la pérdida de protagonismo que podía ocasionar la visita de otros autores y creadores, ya fuera Pepe Triana, el coreógrafo Ramiro Guerra o el grabador Canet. Lezama nunca llegó a la Ciudad Celeste, aunque los Ibáñez insistieran en atraerlo. Piñera movió sus excusas y así evitó que el autor de Paradiso le robara una de esas noches. La célebre foto en la cual aparece Ramiro Guerra en ese entorno, en medio del grupo de invitados habituales entre los cuales aparece un muy joven Abilio Estévez, deja ver el rostro de Piñera en el que no puede disimularse acaso el disgusto que le provocaba saberse desplazado en una de esas ocasiones. Allí leyó poemas y conferencias, rindió tributo póstumo a Lezama, tocó una tumbadora mientras Pepe Triana rasgaba un güiro, reinó hasta que la Seguridad del Estado mandó a parar todo aquello. “A Virgilio lo machucaron mucho”, recordaba Yonny Ibáñez. Visitar la Ciudad Celeste era tratar de encontrar algo de aquel momento, perdido y mitificado, en una casa que ahora padece una ruina al parecer indetenible, vaciada de quienes trataron de defenderla ante tantas formas de la desidia.
VIRGILIO. Juanita… Juanita, mi sol… Ahí lo tienen, llamando con su voz aniñada a los que ya se fueron para siempre. Juanita, mi sol, mi hada, estoy aquí, aquí en la reja… Le agradezco a Usted y a su familia todas las atenciones y finezas que tuvieron para mí en todo instante. Tampoco olvido. […] Y escucho, Juanita, su voz inconfundible, y esa voz la tengo aquí, y esa voz dice que usted se muere por verme llegar, que usted no me olvida. Que pueda proseguir por muchos años esa vida suya maravillosa, en su jardín encantado, en su cocina, no menos encantada, como si el tiempo no existiera, como si yo no existiera, en las albas y los atardeceres… Yo solo les hablaba a ustedes de Baudelaire. […] Afuera se oyen voces graves. ¿Pero acaso él las oye? ¿Dónde está ahora? […] Ahí lo tienen… Míralo, ahí lo tienen, trabajando en las galeras de la traducción. Míralo, va a cobrar setenta y cinco pesos toda su vida, míralo, el dramaturgo más grande de este país, míralo, se adelantó a Camus y a Ionesco, míralo, vendiendo un libro para poder comer, míralo, marcando desde por la mañana en el Potín para comprarse la sopa, míralo, marcando en el Potín para comer arroz con leche… Míralo, con su camisa dos tallas más grandes. Míralo, no hay nada que temer, pesa 80 libras y se asusta cuando va a cruzar la calle… […] Ahora callados, callados todos por un rato, callados, ahora callados, ya va a volverse invisible, callados, ya va sepultarse, ya va a volverse invisible, ahora callados, ya va a quedarse solo, callados, ya va a volverse isla…
Virgilio en soledad, lejos de la Ciudad Celeste. Con paranoia, con miedo de cruzar las calles. Viejo y solo. Un fantasma, un muerto cívico.
(Fragmentos de Leviatán)
En esta imagen reciente de Piñera en los escenarios cubanos se vislumbra esa zona menos comentada de su vida, la que perdura entre su muerte civil y el infarto del 19 de octubre de 1979. Lo imagina así una mujer, una dramaturga y directora, y con ello se completa una visión que aspira a esa otra biografía que desde el escenario él mismo prefiguró. El Leviatán le acecha y lo persigue, al mismo tiempo que dice que lo salva, como el poder que alienta ciertos gestos para coartarlos cuando los entiende como peligrosos. Como en aquellos días de la Ciudad Celeste, Virgilio sabe que el Leviatán pretende robarle protagonismo. Pero, aunque le arrebaten sus manuscritos, él seguirá dando guerra. También eso se subraya en su más reciente encarnación teatral. En la piel y los rostros de actores más jóvenes. El efecto Piñera, como dijera él mismo en uno de sus mejores relatos acerca del insomnio, “es una cosa muy persistente”. Prueba de ello es que ahora mismo, cuando se tarda en aparecer esa tarja en el que fuera su edificio, en un teatro de La Habana puede oírsele y nombrársele, como una alucinación que contagia a nuevos actores. Y en otra isla caribeña, en Puerto Rico, ahora mismo Javier Cardona y Modesto Lacén están representando Hielo seco, un espectáculo a partir de sus Cuentos fríos. Sean estas otras señales de su permanencia, de los muchos modos en los que Virgilio Piñera, desde su letra, su paso, su carácter y su propio escenario, regresa como autor, cuerpo polémico, máscara y personaje. Hasta que retorne a proscenio, y nos reclame otra andanada de aplausos.






