Definir es cenizar
José Lezama Lima
A Adrián Morales, quien no ha dejado de hacer música y pintar con esta frase
“Cien táleros reales no poseen en absoluto mayor contenido que cien táleros posibles” advertía el filósofo de Königsberg cuya exactitud permitía a sus conciudadanos ajustar los relojes a partir de sus paseos. La sentencia kantiana, esgrimida para refutar el argumento ontológico –el cual pretendía demostrar la existencia a partir de la perfección–, aspiraba a dejar atrás la metafísica, pero terminaba, irónicamente, confirmando su creencia fundamental: lo decisivo no era la existencia, sino la inteligibilidad, el ideal que otorga sentido a todo lo real. La pregunta por el ser se subordinaba a la búsqueda del significado ideal, aquel que sirve de brújula a todos los sentidos que organizan la realidad. Quien se pregunta por el ser busca definir un nombre –Dios, la Razón, el Espíritu– que postula el sentido mejor respecto a todo lo que hay. Si le creemos al Étienne Gilson de El ser y los filósofos, solo Tomás de Aquino habría hecho de la existencia una excepción en esa regla de inteligibilidad absoluta.
El siglo XX, en esto como en tantas otras cosas, se definió por su rebeldía ante la tradición. Tanto su filosofía como su literatura se esforzaron en pensar lo real desde el movimiento, la contingencia, el devenir. Se trataba de rehuir, a toda costa, el carácter lapidario y definitivo que las definiciones imponen. Se pensaba que para hacer justicia al flujo y la inestabilidad de lo real había que renunciar a pensar en sustancias. Memorables son, a este respecto, algunas ficciones borgeanas: los objetos ideales de Tlön, por ejemplo, son compuestos solo de percepciones y sensaciones instantáneas, nunca reificadas en sustancia.
En filosofía, otro ejemplo emblemático es Gilles Deleuze, quien define su postura en los siguientes términos: ¿qué transformación se produciría en la práctica filosófica si, en lugar de elucidar los sustantivos más abstractos, el Ser o la Nada, se tomara como punto de partida a los verbos y si se intentara explicar lo real a partir de procesos concretos tales como el verdear o el oscurecer? Puras metamorfosis, devenires que no remiten ni a Dios ni al mundo como marco contenedor. Sartre –cuya infatigable vocación de intelectual comprometido no se amilanaba ni ante las realidades últimas– transformó en eslogan esta postura: la existencia precede a la esencia.
Para encontrar un equilibrio entre existencia y esencia, entre lo existencial y lo inteligible, conviene regresar a Aristóteles, el pensador que abordó este dilema por primera vez en la tradición occidental. La entidad o sustancia (ousía) es el lugar donde lo existente y lo inteligible, lo ontológico y lo lógico se comunican; su prioridad se funda precisamente en ello. Solo existen los individuos –Sócrates, este árbol–, pero inmanente a su individualidad se encuentra el principio que los hace inteligibles, aquello que define lo que cada uno es. Sócrates es hombre; un árbol, planta. La ousía incluye ambos aspectos: el existente, individual, y el inteligible, que vincula al individuo con su definición y, por ende, con su especie. Toda sustancia combina la dimensión individual y la inteligible: el individuo existe, pero se hace comprensible a través de su especie. Sustancia es, así, existencia y legibilidad, existencia y sentido.
Esta tensión entre existencia e inteligibilidad tiene un matiz temporal: Sócrates, como individuo, es; pero su esencia, τὸ τί ἦν εἶναι –“lo que era ser”–, solo puede definirse y pensarse retrospectivamente. Al definir la inteligibilidad de cualquier entidad –por ejemplo, Sócrates– le arrojamos una mirada funeraria que lo asimila a la especie. Definir es cenizar, como diría Lezama Lima: dotar de inteligibilidad a un ente le confiere carácter póstumo, lo separa de los accidentes y lo fija en una forma definitiva.
No se puede pensar el devenir sin la urna funeraria: dar cuenta de lo que hay requiere tanto captar el flujo de lo que es como reconocer lo que lo define y lo fija, aquello que le da, a la vez, un carácter lapidario e inteligible. Hacerle justicia a lo que existe implica atender a la coexistencia de lo que es y de lo que ha sido, al instante que no cesa de mutar y a la forma definitiva que define su sentido.