En su disco más reciente, Créole Renaissance, el santiaguero Aruán Ortiz (1973) rastrea el mundo del movimiento de négritude del Caribe francófono. En una serie de exploraciones y meditaciones en solo piano, Ortiz nos invita a compartir una visión de poetas y ensayistas de gran originalidad. Fundada en los años treinta en París, la négritude fue lideradaa por Aimé Césaire (1913-2008) de Martinica, Leopold Sedar Senghor (1906-2001) de Senegal y Leon Damas (1912-1978) de Guyana Francesa. Los tres eran excelentes poetas y los tres fueron políticos: Senghor sería el primer presidente del Senegal independiente (1960-1980), Césaire el alcalde de Fort-de-France durante más de cincuenta años y también diputado en la Asamblea Nacional (francesa) por varias décadas y Damas fue diputado en la Asamblea Nacional por tres años. Los tres, sin embargo, son recordados por sus contribuciones literarias y culturales más que sus logros políticos, aunque estos no son intranscendentes.
Négritude fue una revaloración de África y su significado cultural, espiritual y político en el mundo afrodiaspórico, que abarcabó los EE. UU. (Harlem Renaissance), el afrocubanismo (Cuba) y movimientos similares en Puerto Rico y la República Dominicana. Haití tuvo su propio movimiento, indigénisme, que surgió como reacción a la ocupación militar norteamericana de la isla (1915-1934), contribuyó a los sentimientos anticoloniales de entre guerras e impactó más allá de la Segunda Guerra Mundial. Négritude además repercutió en África, especialmente en Senegal (y también Camerún y el Congo). También la UNIA (Asociación Universal de Desarrollo Negro y la Liga de Comunidades Africanas), fundada y dirigida por Marcus Garvey, aunque no compartía algunas de las ideas de négritude, fue una fuerza significativa en esta época, especialmente por su énfasis en lo panafricano y el deseo de construir instituciones negras de mejoría social y económica. En Europa, desde los años veinte, hubo un renovado interés en el arte africano junto con importantes estudios en el campo antropológico impulsados por figuras como Franz Boas, Leo Frobenius, Melville Herskovits, Harold Courlander, W. E. B. Du Bois y Zora Neal Hurston. En Cuba, estudiosos como Fernando Ortiz, Lydia Cabrera y Rómulo Lachatañeré realizaron valiosos estudios sobre cultura afrocubana (literatura oral, danza, religión, música).
Esta historia nos ayuda a contextualizar este proyecto-disco de Aruán Ortiz, ya que nueve de las diez composiciones hacen referencia directa a la négritude, sean nombres como Césaire, René Ménil o Senghor, revistas o publicaciones (L’Etudiant Noir, Légitime Défense y Tropiques) o textos específicos (como “El gran camuflaje”, ensayo de Suzanne Césaire, esposa de Aimé). Una de los aspectos más significativos del disco de Ortiz es el protagonismo que le da a Suzanne Césaire (1915-1966), que fue una figura clave en la négritude, como pensadora, editora, poeta y ensayista, e inspiró el movimiento de creolité de los ochenta en Martinica y a Édouard Glissant.
La primera pista de Créole Renaissance se titula “L’Etudiant Noir” (“El estudiante negro”), en referencia a la revista de los estudiantes negros de Martinica, fundada por Aimé Césaire, y en la que publica por primera vez sus ideas sobre la négritude, y donde también aparecieron poemas de Damas y ensayos de Senghor. La revista tuvo solo dos números en 1935 (en marzo y mayo-junio), pero fue precedida por dos esfuerzos literarios y periodísticos: Revue de Monde Negre, editada por las hermanas martiniquenses Paulette (1896-1985) y Jeanne (1902-1993) Nardal y Légitime Défense (1932), establecida por los martiniquenses René Ménil, Etienne Léro y Jules Monnerot, quien más tarde colaboró con Georges Bataille.
La efervescencia en fundar revistas fue parte de la négritude y, por fin, en 1947 se creó Presence Africaine, que todavía se publica, aunque el movimiento que lo lanzó ya dejó de existir. Creo que lo atrayente de esta época para Aruán Ortiz es lo rico y complejo que fue en cuanto a sus fuentes (un ajiaco de envergadura): el Harlem Renaissance, el surrealismo, la antropología, el marxismo, el psicoanálisis y el existencialismo, todos influyeron en crear este movimiento artístico, cultural y político. Autores como Claude McKay, W. E. B. Du Bois, Alain Locke y Langston Hughes, todas figuras cumbre del Harlem Renaissane, habían conmovido a Césaire, Senghor y Damas.
El surrealismo rechazó la hegemonía de la razón occidental y buscó otras vertientes de la conciencia (estados místicos, religiones no europeas, alquimia, chamanismo, etc.) en las cuales las religiones africanas o afrocaribeñas se convirtieron en vías predilectas de exploración. Los surrealistas era grandes creyentes en la libertad, especialmente cuando iba aliada a la imaginación y a la palabra poética. El psicoanálisis reconocía el valor del inconsciente y el papel de los sueños en el desarrollo humano (Freud); y también la magnitud del inconsciente colectivo y los arquetipos (Jung) en moldear las culturas. La antropología estaba destacando la importancia y dignidad de las culturas africanas (y las de la diáspora), a la vez que abogó por ver a todas las culturas como valiosas sin criterios racistas y eurocéntricas del pasado con sus esquemas y jerarquías que implicaban nociones de superioridad e inferioridad. El marxismo, por su parte, con sus análisis del imperialismo y el colonialismo, proponía ideas útiles para estos autores que vivían bajo el colonialismo francés. (A la par de este anticolonialismo se produjo la famosa reevaluación de Hegel por Kojeve, muy influyente en su análisis de la relación Amo-Esclavo). Y el existencialismo con su énfasis en la autenticidad y la enajenación tenía mucho que ofrecer al movimiento de négritude. Todas estas filosofías, ideas y prácticas nutrieron a la négritude y la imbuyeron de una riqueza intelectual innegable.
Aruán Ortiz, ávido lector y cubano curioso, está consciente de que estas corrientes tenían también sus vertientes cubanas: no podemos obviar que fue Langston Hughes quien tradujo a Guillén al inglés, que entre Wifredo Lam y Césaire hubo una amistad estrecha (el cubano ilustró poemas del martiniquense y Césaire le dedicó poemas al pintor). Carpentier no sólo ayudó a difundir la música afrocubana en Francia, sino acuñó la idea de lo “real maravilloso” (distinto al realismo mágico) basada en la historia haitiana y el vudú, religión que fascinó a los surrealistas franceses. Y aunque no compartía muchas de sus ideas, Carpentier conocía a muchos de los autores surrealistas (Breton, Desnos, Char), como también a los pintores (Miró, Dalí, Matta, Masson). Los cuentos negros de Lydia Cabrera fueron publicados en Francia (en francés, 1936) antes que en Cuba, y no olvidemos que fue ella quien tradujo Retorno al país natal de Césaire al español en 1943 (con dibujos de Lam). En ese mismo año Virgilio Piñera publica “La isla en peso”, poema que algunos críticos alegan tiene demasiado influencia de la obra maestra de Césaire, teoría que no comparto: lo que no tiene el poema de Piñera es el componente negrista del martiniquense, ya que era un cubano blanco y no vivía en una colonia francesa como la Martinica de los años treinta (aunque sí en una isla de soberanía limitada). Y, claro, a nivel musical la obra de Amadeo Roldán y García Caturla fue parte de estos movimientos artísticos (y de gran interés para Ortiz).
Esta digresión larga pero necesaria es para comprender el bagaje cultural que acompaña Créole Renaissance y poder escucharlo con cabeza y corazón. No como una suite à clef, identificando un trozo de Césaire por allí o de Senghor por allá, o en lo musical a Ellington o Monk o Boulez, sino como punto de partida o, para tomar del título, renacimiento. Para Ortiz volver a este momento histórico y cultural no es acto de nostalgia sino inspiración y ejemplo de creatividad para nuestros tiempos.
En el texto introductorio del primer número de Tropiques se lee lo siguiente: “[Y]a es hora de no ser parásitos del mundo, ya es asunto de salvarlo. Es hora de apretarse para la lucha como hombres valientes. Dondequiera que miramos vemos la sombra avanzando. Uno tras otro se apagan los fuegos hogareños. El círculo de la oscuridad se cierra, entre los gritos de los hombres y el clamor de las bestias. Sin embargo, somos entre los que decimos no a la oscuridad. Sabemos que la salvación del mundo también depende cada uno de nosotros. Que la tierra necesita de cada uno de sus hijos. Hasta los más humildes” (énfasis mío). Es 1941, en plena guerra y la oscuridad es metáfora obvia del nazismo. Martinica está bajo el régimen de Vichy (profascista), gobernado por el almirante Robert, que significó estrechez económica, ausencia de derechos civiles y un racismo abierto contra los habitantes no blancos, que era la vasta mayoría de la población. La presión de EE. UU. hizo que Robert abandonara la isla en 1943 y Martinica volvió a manos de las fuerzas libres francesas. Tropiques publicó catorce números de 1941 a 1945.
El llamado a la acción antifascista es poético, pero no por eso menos efectivo. El uso de la palabra parásito, con todas sus connotaciones coloniales y de explotación, se contrapone a la acción, a la valentía en luchar contra la barbarie, cosa que contrasta, de igual forma, con la oscuridad como símbolo del terror, el fascismo y el genocidio. A su vez, es un llamado a formar una comunidad que incluye a todos que dicen no a esa oscuridad, una gran agrupación, solidaria e inclusiva, es capaz de detener algo tan altamente destructivo como el fascismo. Hoy día estamos en tiempos que amenazan con restaurar esa barbarie, con los movimientos populistas derechistas que rechazan a los inmigrantes, promueven el desmantelamiento de derechos civiles, el ataque al derecho del voto, y el acceso a los derechos reproductivos. La advertencia de Tropiques no ha perdido nada de su vigencia 84 años después.
Es así que la octava canción del disco se titula “We belong to those who say no to darkness” (“Somos lo que decimos no a la oscuridad”) y evoca esa frase tomada de Tropiques. Empieza con notas graves, casi sombrías y en esto no hay dificultad en oír la oscuridad. Pero es una oscuridad con matices: a veces el piano emite sonidos sordos, otras veces suena como un clavicordio, en otras el pianista toca las cuerdas dentro del piano, produciendo efectos extraños. Hay momentos en que el artista parece golpear (suavemente) las cuerdas, produciendo una especie de zumbido. Ortiz preparó el piano en los registros graves y los del medio. Con la mano derecha, el pianista va elaborando pequeños motivos de varias notas, pero nada que parezca una melodía. Es una pieza austera –pero con variada sonoridad–, con las notas flotando lentamente.
La segunda pista se titula “Seven Aprils in Paris (and a Sophisticated Lady)”, con referencia obvia a una canción instrumental hecha por Duke Ellington en 1932 (luego Irving Mills y Mitchell Parish le añadieron la letra). Los siete abriles se refieren al hecho de que Aimé Césaire pasó ese tiempo cuando estuvo en París (1932-1939), donde también conoció a Suzanne Césaire, casándose con ella en 1937. ¿Quién es la dama sofisticada? Para Ellington se trataba de dos maestras suyas de secundaria que daban sus clases durante el año escolar, pero en el verano se iban a pasear por Europa. Para Ortiz, según me confirmó, se trata de Suzanne Césaire, pero bien podría referirse a las hermanas Nardal o incluso a Josephine Baker. Pero dado el tenor de su proyecto tiene más sentido quedarnos con Suzanne. La pieza de Ellington se hizo bastante popular y un año después aparecieron tres grabaciones por otros compositores –incluso el gran Art Tatum–. En manos de Ortiz lo de Ellington queda bastante transformado: el tempo es más lento, comenzando con notas graves que se alargan (usando el pedal); la melodía se fragmenta mientras mantiene un ostinato irregular con la mano izquierda. Al final, la pieza es más movida con notas más agudas y luego un final abrupto. Según el estudioso de jazz Ted Gioia, “Sophisticated Lady” no se presta bien para la improvisación, pero Ortiz logra improvisaciones breves y estupendas.
La cuarta composición, titulada “From the Distance of My Freedom”, tiene una parte hablada por Ortiz que toca temas pertenecientes a la négritude: enajenación, colonialismo, racismo, surrealismo y el renacimiento negro. Con el piano de fondo el texto empieza con la frase: “El silencio excluyente es el realismo negro”. El juego entre voz y silencio predomina en la primera parte; en la segunda el aspecto visual (visibilidad e invisibilidad). El texto usa palabras como primitivismo, modernismo, surrealismo, universalismo, interculturalismo negro, elitismo e indigenismo. Luego se lee: “El silencio excluyente es Renacimiento Negro”, y seguido se mencionan cuatro revistas y el hecho de que alzaron la voz para expresar la importancia y dignidad de lo negro: Légitime Défence (1932), Tropiques (1941-1945), La Gaceta del Caribe (1944) y Presence Africaine (1947 hasta el presente). Aquí, por primera vez, Ortiz hace una referencia cubana, a La Gaceta del Caribe, cuyo editor fue Nicolás Guillén, fundada en el mismo año que Orígenes, y de la que solo aparecieron seis números.
La segunda parte empieza con “Renacimiento negro”, pero el tono es más personal, autobiográfico y aunque no mencionado directamente, un poco más a lo Fanon. Dice el pianista: “Excavé en mis experiencias afrocaribeñas / Mi historia habla desde mi existencialismo / desde mi misticismo ancestral / Renacimiento Negro / Excavé en mis experiencias afrocaribeñas / A través de mi piel negra / A través de mis dientes blancos / No se permiten máscaras / Renacimiento Negro / Soy un criollo bañado en sol / Estoy mirándote / con mi conciencia / desde las semillas de mi libertad empírica / desde la libertad de mi humanismo / Te estoy mirando / Te estoy mirando / Te miro, sí, a ti”.
El hurgar en sus experiencias afrocaribeñas no sólo entronca en la búsqueda de identidad sino que invoca la historia desde su experiencia vivida (existencialismo) y espiritual (“misticismo ancestral”). Aquí Ortiz suena más a Césaire, pero cuando habla de excavar por su piel negra y la prohibición de máscaras, el Fanon de Piel negra, máscaras blancas se perfila. De la misma forma, el final, con su énfasis en la mirada, es una especie de desafío: la repetición “te estoy mirando” contiene una pregunta que no se dice en voz alta: ¿Tú me ves? o ¿Te atreves a mirarme, a reconocerme? Ortiz ha logrado entablar un diálogo muy fructífero con las voces de la négritude. No obstante haber sido alumno de Césaire y haberlo citado frecuentemente en Piel negra…, Fanon adoptó una crítica bastante fuerte a la négritude. Césaire hacía revolución a partir de la poesía, Fanon hacía poesía con el discurso revolucionario, lo cual quiere decir que para el psiquiatra-activista la poesía está en la acción militante. Con esto no quiero decir que Ortiz sea un fanoniano (o, por el otro lado, un seguidor de Césaire), sino que está enfrentando estos discursos con un ojo crítico; como artista valora la imaginación como aspecto central en los cambios sociales.
Durante la enunciación del texto, Ortiz toca acordes algo misteriosos y notas graves. Tras el texto –que toma unos cinco minutos– hay otros casi tres minutos de composición. Ortiz improvisa con la mano derecha, velozmente evoca las tensiones que surgen del texto, y termina con un pasaje disonante seguido por una nota grave sostenido por el pedal. Una composición introspectiva, filosófica tal vez, pero también de afirmación y no sólo de raíces, sino de vida, creatividad y de la capacidad humana para emprender nuevos comienzos.
Otra composición que hace referencia a un texto es la sexta, “El gran camuflaje”, titulada como el ensayo de Suzanne Césaire publicado en el último número de Tropiques, en 1945. La canción es instrumental, pero capta el espíritu del ensayo, que ofrece grandes contrastes entre la belleza física de la isla y la situación social de sus habitantes, realidad que su esposo describió como “las arlequinadas de la miseria”. Según su traductor (Keith Walker), Suzanne Césaire usó la metáfora del camuflaje para describir la sociedad martiniquense: el engaño y autoengaño, la inautenticidad, una cultura sin vida propia, la mala fe, las secuelas de la esclavitud que producen un ambiente social que juega al escondite consigo mismo.
¿Cómo plasma Ortiz este “camuflaje” a nivel musical? Pues el pianista no trata de imitar el carácter efusivo del texto, ni su lenguaje exuberante. Todo lo contrario, la pieza es introspectiva y lenta, como el movimiento paulatino de unas sombras. Empieza con notas y acordes bajos y el pianista usa el pedal para que las notas se extiendan. Hay espacio entre las notas. El principio tiene acordes sombríos y la pieza entera es escueta, no hay la más mínima ornamentación; Ortiz alterna entre las notas bajas y altas y más que un desarrollo melódico se trata de una sucesión de nubes sonoras que cuelgan en la atmósfera. Esto va conforme con otras composiciones del disco que no tratan de “imitar” el texto. A Ortiz no le interesa que esto sea música de programa, todo lo contrario.
La portada del disco viene a confirmar el acercamiento no programático de Ortiz: es un cuadro de los años cuarenta del pintor Julio Girona (1914-2002). Girona empezó como dibujante y creador de caricaturas políticas, pero después pasó a la pintura. Es una obra abstracta con figuras (una se parece a un pescado, otra a una fruta) y hay unas líneas cruzadas que contienen círculos y crucecitas que podrían evocar unos dibujos rituales paleros. También hay lo que parece un petroglifo taíno. Girona crea un universo con un ambiente antiguo, pero con las herramientas de la pintura moderna (abstracción, surrealismo a lo Miró, colores apagados de cierta fase del cubismo). Lo mismo hace Ortiz: capta esa tensión entre lo ancestral y la alta modernidad de la négritude, pero con medios musicales enteramente contemporáneos. Girona también fue muy activo en la lucha antifascista de los cuarenta, así que usar su obra en la portada lo vincula con la pista ocho (y la cita de Tropiques).
La novena canción, “The Haberdasher” (“La costurera”) se basa en una historia interesante. Tiene que ver con André Breton y cómo descubrió la revista Tropiques cuando viajó en barco a Martinica en 1941 de camino a EE. UU. En ese barco también viajaron Victor Serge, Anna Seghers, Claude Lévi-Strauss y los pintores Wifredo Lam y André Masson. Breton viajaba con su esposa y su hija, Aube. Fue en busca de una ropa para Aube cuando entró a una tienda de una costurera, que entre sus telas tenía exhibido un número de la revista Tropiques. Resulta que la costurera era la hermana de René Ménil (1907-2004), y de inmediato Breton quiso conocer a Ménil y al poeta Aimé Césaire, lo cual logró hacer; un encuentro fortuito o, como diría Lezama, un buen ejemplo del azar concurrente”.
El disco finaliza con un número titulado “Lo que yo quiero es Chan Chan”, en alusión al hit de Francisco Repilado, mejor conocido como Compay Segundo. Más que una desconstrucción de la canción de Compay, Ortiz se regodea en la melodía de la canción, tocando ciertas notas reconocibles, pero nunca la melodía completa de un tirón. La pieza es una especie de striptease en lo melódico; y es posible que el camuflaje de la sexta canción se ponga de relieve aquí al final con mayor resolución.
Por lo general apreciamos a los músicos y compositores por sus talentos musicales, cosa que Aruán Ortiz tiene en abundancia, pero raramente vemos a los compositores como intelectuales, como personas que abordan un pensamiento articulado y coherente. Aruán Ortiz es un compositor de alto calibre intelectual, cosa que ha sido constante en su obra, y se ha evidenciado en proyectos como Santiarican Blues, Cub(an)ism, Random Dances and (A)tonalities, Pastor’s Paradox. Incluso podríamos sugerir que el pensamiento de Ortiz le debe algo a Glissant y su poética de la relación, que es rizomática igual que su música.Glissant también distingue entre el saber (razón objetiva) y el conocimiento (subjetivo), es decir, intuitivo, poético, un discernimiento que es pensar junto con las cosas, no sobre ellas. Es lo que hace la música de Ortiz en este extraordinario disco. Decir que un compositor es un intelectual atrae ciertas asociaciones: abstracción, frialdad y falta de emoción. Pero no es el caso de Aruán Ortiz: su abstracción nos invita a explorar nuevas sonoridades, sus disonancias son como preguntas, lo que podría verse incorrectamente como falta de emoción es más bien un reto para que el oyente busque otra forma de sentir, una forma que tiene la fuerza y el rigor del pensamiento. Con esta profunda indagación filosófica y musical sobre uno de los temas más vitales del siglo XX, Aruán Ortiz nos ha dado una obra de inteligencia, de misterio y de asombros poéticos.